Así fue, amor mío, como sucedió. Fue una tormenta de verano que me sorprendió descalza sobre la hierba disfrutando del sol; sin embargo, dejé que las gotas de lluvia refrescaran mi piel sudorosa. Y tú… tú no estabas allí para protegerme del aguacero.
***
Te confieso, hermano, que me hallaba dominado por la obsesión. La obsesión de tocarla, de poseerla, de sentir su cabello enredarse entre mis dedos temblorosos; de hacer el amor hasta desfallecer de placer junto a ella. Y te aseguro que estaba convencido de que, una vez satisfecha, la obsesión desaparecería como desaparece una enfermedad con el tratamiento adecuado.
Todo comenzó aquella noche inquieta en que la encontré en mitad de la habitación del crimen, nacida como Venus de una concha. Aquella noche, su imagen se convirtió en una obsesión que abotargaba tenaz mi mente; que como un hongo invasivo se alimentaba de todos mis pensamientos. Allí donde los dirigiera siempre estaba ella: su rostro altivo, su melena suelta, su cuerpo desnudo, Y yo me excitaba, me acaloraba, me sentía fuera de mí… No comprendía muy bien cómo había llegado hasta aquella pérdida total e irracional de control sobre mis apetitos sexuales. El caso es que yo, que no frecuentaba los prostíbulos, no importaba cuan lujosos fueran, por exceso de escrúpulos, me encontraba en aquel instante acostado junto a una mujer desconocida, con el cuerpo y el alma borrachos de un placer que ni los mismos dioses habían experimentado jamás. Yo, que reconvertí la razón y el autocontrol de las emociones en mí forma de vida, que consideraba el sexo como una necesidad más del hombre, que había que satisfacerse de manera ordenada, como la higiene o la alimentación, me había dejado arrastrar por una riada de locura a los brazos de aquella misteriosa mujer.
Y después no había podido dormir… Todavía era de noche y la luz plateada del exterior se colaba indiscreta por las rendijas de las cortinas mal cerradas. Nevaba. El crepitar del fuego en el hogar me recordaba que estaba resguardado del frío; la respiración pausada de ella, que me encontraba cerca del cielo.
Mientras ella dormía, yo la observaba detenidamente, obcecado con la idea de volver a poseerla. Me recreaba en aquel mosaico de curvas que era su cuerpo, rememorando el viaje que había realizado con los labios, adquiriendo la convicción de que en ella la curva alcanzaba la mayor armonía y perfección geométrica de la naturaleza: había curvas en sus talones redondos y aterciopelados, también en las plantas de sus pies, almohadilladas como las de un felino; sus piernas eran una sucesión de curvas, un hermoso recorrido de ascensos y descensos hasta la cima de unas caderas que yo hubiera deseado tornear con mis propias manos; una delicada curva era la ensenada de su cintura, profunda como el lecho de un viejo río; la curva de sus senos despertaba mis instintos más salvajes; sus preciosos hombros se redondeaban con la suavidad de una pincelada y formaban con su cuello la curva de la hermosa bahía a la que el mar acude a morir; era perfecta la curva de sus pronunciados pómulos y la de sus pestañas, que descansaban dormidas sobre las mejillas; su oreja era un laberinto de curvas y su carnoso lóbulo un pequeño y redondo bocado que me había deleitado en mordisquear; dibujaba miles de curvas su pelo sobre la almohada… Pero de todas aquellas curvas, había encontrado mí preferida, el lugar en el que desearía apoyar la cabeza y morir, en el valle donde desembocaba su espalda y comenzaban sus glúteos, prietos y firmes, suaves y cálidos.
Hacia allí llevé la mano con el deseo de acariciarla una vez más y sentí que la sangre se me agolpaba en la entrepierna y me latía con furor, que mi mente y mi cuerpo se excitaban una vez más con la promesa del placer. Que el fuego me quemaba, que el alcohol me emborrachaba, que me envenenaba… Ella se volvió con sus enormes ojos rebosando deseo y sensualidad y me besó en la boca, encendiendo de nuevo una pasión que nunca creí que sentiría.
¿Dónde estabas tú entonces, hermano? ¿Dónde estabas mientras ella era mía? ¿Dónde estabas que no te sentía; que no me herías con tu menosprecio, ni me degradabas con tu vanidad? ¿Dónde estabas que ya no estabas en mí, cuando ella estaba conmigo?
Lizka era la heroína de un cuento. De Lizka me enamoré siendo un niño y de nadie más me había vuelto a enamorar. Lizka era la mujer perfecta porque en su existencia irreal había yo volcado todos mis deseos, todos mis anhelos. Lizka era Isabel en ruso.
15 de enero
Recuerdo, amor mío, el despertar de una noche extraña; la acidez del poso del placer culpable. Abrí lentamente los ojos en una transición casi imperceptible del sueño a la consciencia. La habitación estaba a oscuras, plagada de sombras y siluetas confusas. Las cortinas ocultaban los balcones y apenas un delgado haz de luz blanca se deslizaba por una rendija que alguien olvidó cubrir. Aquel haz, brillante como el filo de una espada, se proyectaba sobre el suelo y la cama y desplegaba en el aire un sutil velo de motas de polvo.
Volví la cabeza sobre la almohada y confirmé mis sospechas: estaba sola. Ya había notado las sábanas frías e intuido el vacío en mi espalda. Tan sólo ha sido sexo, murmuré para tranquilizar a mi mente inquieta, con la mirada perdida en la almohada arrugada y vana. Te aseguro, amor mío, que entonces deseaba que sólo hubiera sido sexo.
Antes de que pudiera indagar más sobre mis emociones, sonaron un par de golpes secos y desconsiderados en la puerta. Mi primera reacción fue cubrir mi desnudez. A mi lado, hallé mi blusa hecha un guiñapo y me la puse con premura.
—¡Adelante!
—Buenos días, Fraülein.
—Buenos días —contesté por cortesía a una figura desconocida que mal distinguía entre las sombras.
La figura atravesó el dormitorio con paso seguro, depositó una bandeja sobre la mesa, alimentó las brasas de la chimenea con un poco de leña y, con un vigoroso tirón de cordel, abrió las cortinas. La luz suave del invierno pintó de colores mórbidos el dormitorio. Guiñé los ojos cuando una invasión luminosa hirió mis pupilas. Al volver a abrirlos, me enfrenté a una mujer alta y delgada como un viejo ciprés, de porte solemne. No era una doncella, pues no vestía como tal; más bien parecía un ama de llaves. Iba uniformada con un vestido negro sin otro adorno que un camafeo prendido en el cuello. Era difícil precisar su edad, pero las arrugas finas en torno a sus ojos y sus labios, así como los mechones grises que peinaba en un moño perfecto, la situaban en la madurez.
Destapó los platos de la bandeja y un agradable aroma a café y a comida recién hecha inundó la habitación, excitando los jugos de mi estómago, vacío desde hacía demasiado tiempo. Dejó a los pies de la cama una bata y se presentó con acento marcado y voz grave:
—Mi nombre es Bertha, Fráulein. Soy el ama de llaves de Su Alteza. He pensado que tendría hambre y me he tomado la libertad de traerle un ligero desayuno.
Además, era resuelta y expeditiva. No iba a juzgarme porque no entraba dentro de su cometido evaluar a lo que Su Alteza se dedicase, Por otro lado, la situación no parecía ser inusual para ella.
—Gracias, Bertha. ¿Qué hora es? —le pregunté haciendo curiosos malabarismos para ponerme la bata sin salir de entre las sábanas.
—Pasan dieciséis minutos de las doce, Fráulein.
No hice ningún comentario, pese a que la hora lo merecía; me limité a posar los pies desnudos en el suelo agradeciendo que la alfombra los mantuviese a salvo del frío. Me acerqué a la mesa en la que esperaba el desayuno y, conservando una distancia prudencial, propia de mi estado de permanente recelo, observé el café, las tostadas, los huevos revueltos con jamón cocido y la ensalada de tomate, además del zumo de naranja recién exprimido. ¿Las doce? Aquel ligero desayuno sería mi almuerzo. Sin mayor preámbulo, me senté frente a la plata y la porcelana, dispuesta a devorar.
Bertha había desaparecido por el baño desde donde hacía unos segundos se escuchaba el ruido del agua correr por los grifos.
—Deseará tomar un baño —afirmó como si no tuviera ninguna duda—. En el armario encontrará ropa limpia.
Según escuchaba a Bertha, deleitándome con la perspectiva de un baño caliente lleno de espuma, descubrí bajo la servilleta un sobre sin nombre. Levanté cuidadosamente la solapa y saqué de su interior una nota:
TE ESPERO A LAS CUATRO
EN EL CAFÉ SPERLHOF
K.
—Bertha…
—Sí, Fráulein.
—¿Dónde está el Café Sperlhof?
—En Grosse Sperlgasse, No muy lejos de aquí. Si desea ir a algún sitio, el chófer la acompañará.
—Avísele de que necesitare el coche para estar allí a las cuatro.
—Sí, Fráulein. Con su permiso me retiro. Si me necesita sólo tiene que llamarme —advirtió, señalando con la mirada un cordón que pendía junto a la cama, después desapareció detrás de la puerta.
Sus vagas explicaciones sobre la situación del café Sperlhof no me habían dado ninguna pista acerca del lugar en el que me hallaba. «Bertha, más que un ama de llaves, parece un carcelero bien aleccionado; eso sí, de una cárcel de lujo», pensé mientras miraba con avidez mi opulento desayuno. Era evidente que Karel se había asegurado de que no abandonaría aquel lugar sola, ni por mi propia iniciativa.
Mientras mordisqueaba una tostada, volví a la nota:
TE ESPERO A LAS CUATRO
EN EL CAFÉ SPERLHOF
K.
K de Karel…
K de Kali…
K de KaliKam.
No hagas por la noche nada de lo que puedas arrepentirte al amanecer.
Mi madre solía repetirme ese sabio consejo cuando íbamos a comprar pescado al puerto de Marsella. Allí, cargados de promesas exóticas, aguardaban dormidos los grandes buques mercantes; amarrados hoy, huidos mañana. Tal vez, si hubiera hecho más caso a mi madre, las cosas hubieran sido de otra manera.
Seguía en Viena. Esa era mi única certidumbre cuando abandoné, sentada en el asiento trasero de un lujoso automóvil negro, el palacete neoclásico de la calle Habsburguergasse que había sido mi prisión dorada. Atravesamos el centro de Viena y sus aristocráticas calles en las que se sucedían hermosas fachadas, lujosos comercios y mujeres envueltas en pieles y joyas. Cruzando el Danubio, suerte de linde geográfica, y con la noria del Prater al frente, nos sumergimos en un laberinto de calles de apariencia totalmente distinta: una yuxtaposición de austeros bloques vecinales, libres de todo ornato, a cuyos pies se apretaban en hilera las librerías, los estancos, las casas de empeño, las sastrerías de medio pelo y las tiendas de comida kosher. Por las aceras deambulaban hombres de barbas pobladas, rulos largos cayendo en cascada por delante de las orejas y cabezas cubiertas con la kippa. En las esquinas, los buhoneros ofrecían la mercancía insignificante de sus cestas: jabón, tirantes, botones. Se trataba del Leopoldstadt, uno de los distritos judíos de la ciudad. El automóvil quebró con su presencia ruidosa la rutina del lugar.
A nuestro paso, la gente que invadía la calzada se retiraba hacia las aceras y los niños nos perseguían con algarabía y con los cordones de sus botas desgastadas flotando en el aire. Tan curiosa escolta nos acompañó hasta un local abierto a la calle por dos escaparates acristalados y cubiertos de visillos blancos que tamizaban la luz cálida de su interior. Impreso en grandes letras verdes se leía: «Café Sperlhof».
El chófer, que con su pomposo uniforme y sus botas brillantes y altas hasta la rodilla atrajo inmediatamente las miradas de los transeúntes, me abrió la puerta y me tendió la mano para ayudarme a bajar. Al posar los pies en el suelo, la nieve gimió bajo las suelas de mis zapatos y el aire del invierno me arañó la cara. Una mujer pequeña y vieja logró llegar hasta mi lado sorteando hábilmente la protección del chófer. De su codo colgaba una cesta de mimbre en la que bailaban una decena de manzanas; con sus dedos huesudos, cubiertos de unos sabañones que los mitones agujereados que llevaba no alcanzaban a cubrir, me ofreció una de aquellas manzanas rojas y brillantes como una luz de alarma entre tanto blanco y negro.
La tomé con una sonrisa. El chófer, cuyo nombre nunca supe, se apresuró a lanzarle unas monedas para después apartarla de mi camino con un empujón desabrido. Me volví para mirarla por encima del hombro: había fijado la vista en mi espalda y su cara arrugada se contraía en lo que parecía la mueca de una sonrisa mellada. Sin saber muy bien por qué, aquello me puso nerviosa.
Dentro del local, todo era un universo de terciopelo verde desgastado, madera vieja y bronce opaco por efecto de la pátina del tiempo. Pero el aroma del café y el calor me resultaron reconfortantes, La parroquia era más bien escasa; dos viejos que jugaban a las cartas, un hombre que fumaba en pipa delante de una cerveza, un joven que leía la prensa y los sonrientes camareros.
Me sobresalté al sentir que alguien deslizaba la mano por mi cintura.
* * *
Te confieso, hermano, que aquella mujer me tenía fascinado, embelesado, enajenados los sentidos y la razón.
Supongo que el misterio que rodeaba su identidad, que las incógnitas que planteaba su comportamiento y que las sorpresas que intuía que me tenía reservadas, contribuyeron a aumentar mi fascinación por ella hasta límites insospechados.
Nunca como entonces había aguardado con tanta ansiedad una entrevista. Nunca antes se había detenido el tiempo como cuando ella entró, cada detalle parecía suceder con la cadencia de un recuerdo perezoso. Nunca antes me había deleitado así de un instante: el roce de mi mano en su cintura, el conmovedor sobresalto de ella y el golpe seco sobre el suelo de una manzana roja y brillante que cae de sus manos y rueda hasta perderse por debajo de las mesas. Ella estaba tensa. Yo también lo estaba.
Sin mediar palabra, la conduje hasta un reservado en el piso superior. Una vez allí, eché las cortinas para asegurarnos algo de intimidad. Al tenerla de nuevo frente a mí, en el estómago acuse su cercanía, la saliva se me atascó en el paso de la garganta y tuve que reprimir aquellos deseos irracionales de hacer el amor con ella que constantemente me asaltaban con suma inoportunidad.
—¿Quieres tomar algo? —le ofrecí mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, aprovechando para aspirar clandestinamente el aroma a melocotón de sus cabellos.
De nuevo me maldije porque detalles tan absurdos me excitaran.
—Un café, por favor. Con leche.
Llamé al camarero y le pedí un café con leche para ella y un whisky para mí. Cuando se marchó dejándonos solos, la invité a tomar asiento en un banco tapizado de terciopelo tras una mesa de mármol. Desoyendo mi invitación, soltó sin mayor preámbulo:
—¿Eres uno de ellos? ¿Eres kamaísta?
—No.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué me sacaste de allí… de la ceremonia? ¿Por qué me encerraste en tu casa?
—Te saqué de allí para protegerte. Ibas a gritar.
—¡No iba a gritar! Iba a respirar.
—¡Tú siempre apareces en el sitio más inoportuno y peligroso! En los pasadizos de Brunstriech, en el templo de Ottakring… Tenía que saber por qué.
Ella me miró: fue más insistente su mirada de lo que hubieran sido sus palabras al pedir una explicación. Y yo me encontré, tal y como había previsto, ante la encrucijada de seguir ocultándole mi identidad o de, violando el más elemental de los protocolos de mi profesión, revelarle la verdad. Lo cierto era que si yo quería saber quién era, debía ofrecerle algo a cambio; ella no iba a admitir ninguna historia que yo pudiera improvisar a modo de excusa.
—Trabajo para el Secret Intelligence Service… —confesé finalmente, deliberadamente escueto para estudiar su reacción y así poder actuar en consecuencia.
—El Gobierno británico.
Asentí mientras me parecía ver en su expresión, que quería ser hermética, un atisbo de alivio; el mismo que entonces sentí yo. Pocas personas sabían qué era el Secret Intelligence Service y aún menos, que pertenecía al Gobierno británico. Que ella fuera una de ellas me pareció una buena señal.
—¿Y tú? No eres mi prima Isabel de Alsasúa, ¿verdad?
—No —negó con una leve sonrisa, como si la hubieran descubierto robando chocolate en la cocina—. Tu prima Isabel vive en Argentina, felizmente casada con su novio de toda la vida, Fernando Ocón. Tienen dos hijos y un enorme rancho…
En aquel momento entró el camarero, interrumpiendo su relato. Dejó las bebidas sobre la mesa y en un plazo breve (aunque a mí el lapso se me hizo eterno) se marchó.
Tras la pausa, daba la sensación de que había perdido el hilo de la historia, de que no sabía por dónde continuar. Siguió en pie, en mitad de la pequeña estancia, observando indiferente el café sin probarlo.
—Lizka… —murmuré sin saber por qué.
Ella alzó los ojos para mirarme con extrañeza.
—¿Por qué me llamas así?
«Porque quiero llamarte como nadie te llama. Porque quiero ser diferente a los demás.»
Me encogí de hombros y le respondí sin ser del todo sincero:
—Me gusta. Dime, ¿cómo te llamas? —le pregunte con toda la dulzura que fui capaz de reunir para huir del frío interrogatorio.
—Mi nombre es Isabel Du Faure.
—¿Eres francesa?
—No. Española… Du Faure es el apellido de mi marido.
¡¿De su marido?! ¡¿Estaba casada?! ¡No era posible que estuviese casada! Tal revelación era desesperante, brutal… para mí suponía desposesión, frustración, adulterio.
—¿Estás casada? —apenas acerté a balbucear.
Me miró sin contestar. Después se giró y se acercó a la ventana para perder la mirada a través de los cristales. Me daba la espalda. Y yo me angustiaba cada vez más, sometido a la tortura de su indolencia; asfixiado en la indiferencia y la desconsideración de la que me sentía objeto. Dime, dime si estás casada, por favor… ¡Dímelo!
Cuan necio fui al no darme cuenta, en la ceguera y el egoísmo de mi desazón, que aliviarme no era el objeto de su descargo. Iba a iniciar una confesión, sí, pero no para mí. Tenía que haber advertido que el dickensiano relato que estaba a punto de comenzar era una forma de recordarse en voz alta su propia vida, de devolverse su identidad; la que durante todo aquel tiempo había mantenido oculta a costa de grandes esfuerzos.
—Lo estuve. Robert murió hace ya casi cinco años.
Esa breve declaración fue mi bálsamo. Sólo entonces sentí que sudaba y me dolía la cabeza; los síntomas del miedo. El miedo de no tener derecho a poseerla, a tocarla, a desearla. El miedo de haber pecado por ello. No cometerás actos impuros. No desearas la mujer de tu prójimo.
Ella hizo una pausa como si estuviese escogiendo las palabras con las que continuar. Pausa que me sirvió para recuperar el equilibrio de mis emociones tras el duro castigo al que las había sometido mi ser posesivo y mojigato —yo era un pecador con una peculiar conciencia del pecado: yo era un pecador victoriano que antes mataría al prójimo que seduciría a su mujer.
No me preguntes ni cómo ni cuándo empezó a hablar. No me preguntes si se movía o estaba quieta; si me miraba o me daba la espalda; si sonreía o estaba seria… No me preguntes nada pues sólo recuerdo el relato de su historia. Y cuando pienso en ella acude su voz, resonando en cada esquina de mi mente con palabras que una a una la fueron gestando, como se gesta una vida dentro del vientre de una madre.
—Yo nací en un pequeño pueblo pesquero de Cantabria, al norte de España, donde mi madre regentaba una pensión para los viajeros que cada vez con más frecuencia acudían a la zona, atraídos por el reciente descubrimiento de las pinturas prehistóricas de Altamira. Mi padre era marino mercante y apenas pasaba en casa unas cuantas semanas al año… Sin embargo, parte de lo que soy creció al amparo de su sombra, al abrigo de su recuerdo. La imagen de mi padre, magnificada por la niñez, nació en sus libros, en las fotografías de sus viajes, en los peculiares objetos que sacaba de su petate… y probablemente nació de forma póstuma: durante mi adolescencia, cuando las huellas de su vida adquirieron sentido para mí. Y es que yo sólo tenía diez años cuando el mar se lo llevó y ya no nos lo devolvió más. Todo lo que de él dejó fue su gorra; nos llegó una mañana dentro de un sobre con el membrete de un armador griego. ¡Cómo lloré aquel día junto a muchos otros entre los que no estaba mi madre! Ella no lloró porque para ella la vida era un suceder de acontecimientos guiados por la mano de Dios; y la mano de Dios es una mano benevolente, decía ella… La mano de Dios se había llevado a mi padre y había traído al caballero francés… O, quizá, fuera al revés, Nunca he sido capaz de recordar la disposición exacta de ambos hechos en la línea del tiempo. Nunca he sido capaz de recordar cuándo comenzó la amistad de mi madre con el caballero francés, que aparecía por la pensión con la asiduidad de un amante y el pretexto de ser un aficionado al arte prehistórico de Altamira. Aquel al que mi madre, con la devoción de una amante y el pretexto de un empleo de ama de llaves, siguió después de enviudar hasta su suntuosa mansión a las afueras de Marsella: una maleta en una mano y una niña de once años en la otra.
»Aquel monsieur Marcel, bajo cuya protección acabamos viviendo en Francia, era un burgués acaudalado que había hecho su fortuna con la importación de caucho desde Extremo Oriente. Monsieur Marcel era un hombre bueno; guardo de él un grato recuerdo, familiar, cercano y cariñoso. Como no tenía hijos, monsieur Marcel volcó en mí todo el cariño y la dedicación de su paternidad frustrada. Me trató como a la hija que nunca tuvo. Mientras él vivió, no me faltó de nada: me dedicó todas sus atenciones y sus preferencias, me consintió todos los caprichos y, por desgracia para mí, me envió al mejor colegio de Marsella, donde fui víctima de la extrema crueldad con la que las muchachas de clase alta tratan a quienes no consideran de su condición —independientemente de quien apadrinara mi causa, yo no dejaba de ser la hija de un ama de llaves—. También fui objeto de la crueldad, en este caso sibilina por ser tan soterrada como sofisticada, de madame Marcel, la esposa deshonrada, ella fue cruel conmigo, pero sobre todo lo fue con mi madre. Y mi madre cayó en la trampa de su crueldad: se fue hundiendo, ahogando en aquel damero de adoración y desprecio que era el matrimonio Marcel, Aunque, en realidad, yo creo que lo que finalmente la mató fue su propia conciencia obtusa de pecadora que le fue desgastando la salud, ese dedo tieso que a todas horas la apuntaba: tú, tú, tú calientas la cama de un hombre casado en su propia casa. Ser demasiado buena acabó por matarla. Me gustaría preguntarle dónde vio ella entonces la mano benevolente de Dios… Quizá en el hecho que madame Marcel también recibió la visita de la Parca a los pocos meses y, por cierto, de una forma realmente grotesca: murió tras un atracón de ostras de Cancale por las que la mujer perdía el sentido. He de confesar que los tres años posteriores los recuerdo como algunos de los más felices de mi vida. Monsieur Marcel me sacó de aquel horrible colegio y nos dedicamos a viajar. Estuvimos por toda Francia: Burdeos, Lyon, París… Luego, Italia: Venecia, Florencia, Roma… En cada ciudad visitábamos los museos, acudíamos al teatro y a la ópera, paseábamos por sus calles y en cada tienda me colmaba de regalos. Teníamos previsto ir a Grecia y a Egipto. Sin embargo, una noche le sorprendió la muerte mientras dormía. Tenía un libro en su regazo de entre cuyas hojas asomaba una foto de mi madre y mía frente a la pensión. Sonreía porque supongo que sabía que iba a encontrarse con ella. En aquel momento no se me ocurrió mejor forma de morir para un hombre bueno…
»Sólo cuando se leyó el testamento de monsieur Marcel entendí por qué nunca llegó a dejar a su esposa para vivir con mi madre: toda la fortuna pertenecía a madame Marcel, cuyos herederos aparecieron raudos a tomar posesión, empezando por la residencia familiar, la cual fui amablemente invitada a abandonar, generosamente compensada con una recomendación para trabajar de señorita de compañía de unas damas de París y una inscripción a un curso de mecanografía (¿qué buen católico querría dejar en la calle a una muchacha sin oficio, ni beneficio, ni porvenir alguno?). Con tal equipaje, emprendí rumbo a París para entrar al servicio de las señoritas Claire y Beatríce Blanchard, dos hermanas solteras que rondaban los setenta y que vivían prácticamente solas, con la única compañía del servicio y una ruidosa cacatúa, en una enorme casa de tres pisos en los Champs Elysées. El tiempo que trabajé para ellas transcurrió con tranquilidad entre paseos por los jardines de Luxemburgo, tertulias a la hora del té, escapadas a Deauville en verano, lecturas frente a la chimenea en invierno y, por supuesto, mi curso de mecanografía, al que siguió uno de inglés y después otro de alemán; estos últimos, eso sí, por cuenta mía.
»Las señoritas Blanchard tenían un sobrino nieto que estudiaba antropología en la Sorbona y quien, ocasionalmente y casi como una obra de caridad hacia las solitarias ancianas, las visitaba a la hora del té. De pronto, en extraña coincidencia con mi llegada a la mansión, las visitas ocasionales del muchacho se convirtieron en mensuales, después en semanales, hasta que no tardaron en volverse diarias. Y es que el pobre se había enamorado de mí como el colegial que era. Al principio, su presencia discreta y anodina me resultó bastante indiferente. No se puede decir que fuera un hombre de físico irresistible y personalidad arrolladora. En realidad, no se puede decir que fuera un hombre: era un niño de aspecto más bien enclenque y desgarbado. Su pelo dorado y ensortijado le daba el aire aniñado de un querubín y sus gafitas redondas te empujaban a catalogarle a primera vista como un intelectual. Por lo demás, era de ánimo encogido y de pocas palabras; ni siquiera él mismo se tenía en mucha estima. Con el paso del tiempo y sus visitas asiduas, llegué a cogerle cariño. Después de todo era, además de la cacatúa, el único ser de menos de sesenta años que pisaba aquella casa. Empecé a acostumbrarme a su charla tímida, a sus atisbos de sentido del humor y a sus miradas de devoción hacia mí; incluso, echaba de menos todo aquello si alguna vez me faltaba. Aunque nunca llegue a sentir por él lo mismo que él sentía por mí, nunca le quise del mismo modo… Un buen día, terminados sus estudios, le surgió la oportunidad de realizar una investigación sobre tribus indostánicas y del sureste asiático patrocinada por la Royal Society. Se marcharía a Indochina y estaría viajando por la zona durante tres años. Sabiendo que la distancia es el olvido, Roben se armó del valor que nunca tuvo y me pidió que me casase con él. Por aquel entonces, yo ya llevaba más de dos años en París con las señoritas Blanchard. Mi vida se desarrollaba conforme al horario, el régimen y el ritmo de dos ancianas y el París que yo vivía llegaba hasta donde llegaban los paseos de dos ancianas; podría haber seguido aprendiendo idiomas, pero aquello ya no tenía nada de excitante. Cuando Robert me habló de Indochina, mi mente, alborotada en la infancia por las historias exóticas de mi padre y alimentada en la adolescencia por los viajes y la biblioteca de monsieur Marcel, se excitó ante la tentadora perspectiva de semejante aventura por tierras lejanas. Supongo que cuando acepté la proposición de Robert lo hice más por el deseo de escapar de la rutina que por auténtico amor hacia él. La madrugada del 23 de octubre de 1907 sacamos de la cama al párroco de la iglesia de San Vicente de Paul, en Marsella, para que nos casase, por supuesto a espaldas de la familia de Robert, que nunca hubiera consentido tal matrimonio. Apadrinó nuestra boda un sereno de nombre Pierre y la mujer que cuidaba del anciano párroco, Marie. Ya marido y mujer, partimos a bordo del Tonkin el barco que cubría la línea Marsella-Saigón-Yokohama.
»Aquel viaje fue una vivencia fascinante. Recorrimos Vietnam, Camboya, Laos y Siam, estudiando el modo de vida y las costumbres de las tribus indígenas asentadas en las montañas y las mesetas. Nos acompañaban otro antropólogo irlandés llamado James O’Connor, un biólogo alemán, Hans Kreutzer, y un médico inglés, Ian Shutter; constituíamos un grupo heterogéneo al que sin embargo la convivencia convirtió en inseparable. No podría resumir la cantidad de culturas, lenguas, formas de vida y razas que conocí, ni cómo me sentí cautivada por aquel mundo tan diferente que desde la soberbia de nuestras sociedades civilizadas desdeñamos por primitivo. Además, durante aquel viaje, accedí a otro tipo de experiencias más allá de las intelectuales… James O’Connor era el exótico resultado de un militar irlandés y una mujer hindú. Era un hombre intrépido, decidido, aventurero, de labia resuelta y encanto particular. Físicamente, James era la mezcla perfecta de dos razas tan distintas como eran las de sus progenitores. De hecho, con su porte atlético y su apariencia exótica, era el polo opuesto a Robert. Además, James era galante conmigo y trataba de seducirme con unas atenciones que iban minando mi determinación. Finalmente, me enamoré; finalmente, admití que lo había estado desde el principio; finalmente, comprendí cómo se había sentido mi madre. Yo, que siempre la había juzgado a ella como si fuese el verdugo y mi padre la víctima… Pero entonces, yo no era la esposa, era la hija; y mi padre, una magia que entraba a ráfagas en casa, cargada de sonrisas, afecto, mimo y regalos. Si él mereció la deslealtad de mi madre, no podía asegurarlo, de lo que sí estaba plenamente convencida era de que Robert no merecía mi deslealtad y si no podemos luchar contra los sentimientos que irrumpen en el corazón sin ser llamados, en ocasiones, tenemos el deber de ocultarlos, relegarlos allí donde no puedan hacer daño a nadie. Robert me amaba, me respetaba, me cuidaba, me idolatraba; yo me había convertido en su razón de existir y por nada del mundo le iba a causar el más mínimo dolor, su cuerpo ya estaba bastante dominado por el dolor… Y es que Robert había contraído la malaria; una enfermedad que probablemente todos padecíamos de un modo u otro, pero que en Robert y en su frágil salud se manifestó agresiva y despiadada. Tras meses de fiebres, un día dejó de pronunciar mí nombre en sus delirios… Había entrado en coma. Tres largos días de coma hasta que murió en la choza de un pueblo karen en mitad de la selva de Birmania, entre las salmodias cadenciosas y los bailes convulsos del chamán de la tribu. Yo sostenía su cabeza entre mis brazos e intentaba secar el sudor que empapaba su rostro… ¿Qué otra cosa podía hacer? Ya apenas puedo recordarlo; apenas recuerdo su rostro… Pero ¿sabes?, el murió feliz, haciendo lo que más le gustaba, en el lugar que él escogió y junto a quien amaba. Y mientras vivió, jamás le traicioné. No lo hice. Si algo me remuerde aún la conciencia es que aquel desenlace a mí me supo agridulce: sobre las cenizas de Robert construimos James y yo nuestro camino; la historia de una tórrida relación de amor, pasión y sexo.» La expedición continuó con su cometido por Nepal, Bután y parte de la India. Allí, de la mano de James y su ascendencia hindú, disfruté de tres años de vivencias intensas que transformaron mi mundo y mi conciencia: aprendí sánscrito, me inicié en el hinduismo y el budismo, me envolví en un sari, garabateé mis manos con gena y pinté un bindi sobre mi ajna chakra. Olvidé que existía Occidente y que yo venía de allí. Creí que mi vida había empezado en las laderas del Himalaya. Pero fue una ilusión: todo se desvaneció. La expedición y el trabajo de investigación llegaron a su fin; y mi relación con James llegó al punto crucial de tomar una decisión: cuando él se vio en la tesitura de tener que dar un paso más, ocurrió lo que nunca hubiera imaginado. James me confesó que en Irlanda le esperaban su esposa y tres hijos. Estaba casado desde hacía quince años y su mujer, católica, jamás le concedería el divorcio. Al amanecer de una noche cargada de reproches, ira y lágrimas desperté sola en un pequeño hotel de Gangtok, en la parte india del Himalaya. James se había marchado, dejándome junto a la almohada un sobre con doscientas libras y ni una sola palabra de despedida. No sólo me sentí engañada, traicionada y desilusionada, sino que además me hizo sentir sucia y miserable, como si hubiera tenido que pagarme por el tiempo que pasó conmigo. Esa misma mañana, quemé el sobre y su contenido inmundo en un templo hindú, frente a una imagen de Shiva. Decidí volver a Francia y buscar un trabajo con el que subsistir.
»En París fui saltando de empleo en empleo: de dependienta, mecanógrafa, secretaria… De todos me acababa marchando porque el patrón me acosaba, la dueña me odiaba o el compañero de turno me metía mano por debajo del mostrador. Mi único consuelo lo encontré en los estudios sobre culturas asiáticas que realizaba en la universidad. Era una forma de mantener vivo el vínculo con aquellos países que me habían transformado… Cuando llevaba casi tres años en París, harta y desesperada de tanto cambiar de empleo, me surgió una oportunidad caída del cielo. El doctor Pínault, que era el responsable de la cátedra de lo que en la Sorbona llaman Indiologie y que había seguido con gran interés mi carrera, admirado de mi dedicación, me ofreció trabajar para él como ayudante. Lo que yo no sabía era que el profesor Pinault formaba parte de una comisión que asesoraba al Gobierno en asuntos asiáticos. Por eso no fue extraño que cuando el Ministerio del Interior solicitara a tres expertos en la materia, yo fuera una de las seleccionadas por el profesor. Sí fue una sorpresa para los responsables del Ministerio, que el aventajado estudiante I. Du Faure fuese una mujer. Todavía recuerdo la expresión de sus caras cuando me presenté ante ellos; aquella curiosa mezcla de sorpresa y decepción mientras se debatían entre clavar sus ojos en los papeles o en mi busto. El caso es que cuando estaban a punto de echarme de allí, pese a admitir que no sólo mi expediente era el mejor de los tres, sino que además hablaba cinco idiomas, entre ellos sánscrito y alemán, uno de los sesudos caballeros, el que parecía mayor, con su enorme barba blanca, apuntó que tal vez de mi condición de mujer pudiera obtenerse una ventaja, teniendo en cuenta la naturaleza de la misión para la que se me iba a reclutar. “Ella puede convertir su capacidad de seducción en un arma muy poderosa. Mírense ustedes mismos, caballeros, ahora se encuentran bajo su influjo… Desean que ella se quede", dijo. Es curioso que más tarde el señor Illianovich advirtiese exactamente lo mismo de mí… Fuera como fuese, la cuestión es que finalmente acabé trabajando para el Gobierno en una operación secreta contra una secta inspirada en tesis hinduistas que estaba llevando a cabo actos delictivos en territorio francés. Tras seis meses de entrenamiento, mi misión consistiría en infiltrarme en la secta y obtener la máxima información sobre ella. Estaban al corriente de que uno de sus miembros estaría en Brunstriech durante las Navidades, así que inventaron y orquestaron toda esta mascarada, me hicieron pasar por Isabel Alsasúa para que me fuese más fácil entrar en el círculo de invitados sin levantar la más mínima sospecha.
De golpe cesaron las palabras. Recuerdo que entonces sentí ansiedad; como si se hubiera agotado la tinta de mi pluma en mitad de una carta o se hubiese desvanecido la luz de mi lámpara a media lectura.
El silencio me hizo caer desde lo alto de aquel sueño; me devolvió al reservado en el café y a ella. Lizka seguía mirando por la ventana. Mientras, yo trataba de recuperarme del impacto que su relato había tenido en mí; mientras ella trataba de volver a la realidad tras la ensoñación. En el momento que ella escogió, en mitad de un silencio que no me atreví a quebrar con ningún comentario que hubiera resultado banal, se dirigió a la mesa y se sentó junto a mí sin dedicarme ni una mirada, ni una palabra… Confirmé que aquel repaso de su vida había sido no tanto una explicación para mí, como un alivio para ella. Yo no había sido más que un oyente de piedra. Lizka dio un sorbo al café, seguramente estaba ya frío. Entonces, le acerqué mi vaso de whisky y ella se mojó los labios. Después se pasó la lengua por ellos para apurar los restos del dorado licor. Me pregunté si sería consciente del erotismo que rezumaban todos aquellos gestos que con tanta naturalidad hacía; de la sensualidad que se filtraba por cada uno de los poros de su piel como si de uno de sus humores corporales se tratase.
—Tú mataste a Borís Illianovich, ¿verdad? —rompió por fin su silencio, y me dio la entrada en su mundo.
—No.
—Pero yo te vi salir de su habitación…
—Es cierto, estuve en su habitación aquella noche. Pero cuando entré ya estaba muerto.
Mi revelación la desconcertó. Algo no encajaba en el planteamiento de la muerte de Borís Illianovich que ella se había hecho.
—¿Antes del disparo? ¿Ya estaba muerto antes del disparo?
Asentí y la dejé asimilar la información durante unos segundos, y añadí:
—Borís Illianovich era…
—Otto Krüffner, ya lo sé. El fundador de la secta kalikamaísta, su ideólogo, su sumo sacerdote y mi puerta de entrada a ella… si no lo hubieran matado antes.
—¿Ibas a entrar a través de Krüffner? Apuntas muy alto, ¿no crees?
—Tal vez, Pero estaba a punto de conseguirlo. Jamás hubiera sospechado de una mujer. Yo sólo era para él una muchacha con inquietudes, una especie de tabula rasa sobre la que volcar su tutela, un trozo de arcilla que modelar según su criterio… Toda una tentación para un hombre proselitista como él, para un Pigmalión, Además, ¿para qué entrar por la base e invertir un tiempo inútil en llegar hasta la cúpula que es donde está la información? Podría haberme quedado por el camino.
Eso era exactamente lo que les había pasado a los agentes que el Secret Intelligence Service había infiltrado: se habían quedado por el camino. Puede que su estrategia fuera más acertada y puede que, efectivamente, sólo podía tener éxito siendo mujer.
—Pero entonces… Tú manipulaste a la policía para que concluyese que era un suicidio. Ellos eran tus marionetas. Si no era para encubrirte, ¿por qué?
—Pues porque el caso tenía que salir lo antes posible de la esfera pública y pasar a nuestras manos. El suicidio era la forma más rápida y limpia de hacerlo. Y, desde luego, nosotros no teníamos interés en acabar con Krüffner, al menos de momento. Nos era más útil vivo que muerto.
—¿Y adonde se supone que os iba a conducir el Krüffner vivo?
—A…
Todas mis alarmas saltaron. Todas las normas de comportamiento y todos los códigos de conducta. Todas aquellas reglas elementales que el capitán Cumming había convertido en instintos me impidieron seguir hablando. Me detuve. Dudé. Y ella lo notó.
—Es evidente que esta conversación no puede continuar —suspiró antes de dejarse caer en el respaldo del asiento. De pronto parecía cansada—. Creo que lo mejor es que vuelva a París.
—No. No puedes volver.
Fui categórico. Fui impulsivo. Fui lo que yo no era. Incluso ella se mostró desconcertada con mi efusiva reacción. Tratar de enmendarlo fue como corregir una falta de ortografía con un tachón: chapucero.
—¿Qué diría mi madre si desapareces sin más? Quiero decir… quiero decir que ¿cómo volverás a Brunstriech si te marchas ahora?
Sabía que si se marchaba ahora jamás volvería a verla. Ni siquiera tendría la certeza de que todo lo que me había contado fuese verdad. No podía dejarla marchar.
—Podemos trabajar juntos —insinuó, mi propuesta era una treta, más que un ofrecimiento sincero.
Lizka se puso en pie y caminó hacia la ventana. Me di cuenta de que lo hacía siempre que deseaba huir de mí, siempre que necesitaba que hubiera una distancia entre los dos, siempre que quería sentirse un poco más sola.
—No sin el permiso de nuestros superiores y tú lo sabes. Puede que me estés ofreciendo otra cosa, pero no trabajar juntos. Esto nuestro es un asunto de Estado y nosotros no podemos tomar decisiones.
—Un asunto de Estado… —medité en voz alta—. ¿Sabes? Mi jefe dice que el espionaje es un juego de caballeros. Va a llevarse una gran sorpresa cuando descubra que hay una dama en juego.
Los hombros de Lizka se agitaron levemente: había sonreído.
—De caballeros o no, es posible que sí sea un juego. Un juego en el que la desconfianza es el comodín del ganador. No debemos culparnos por ser precavidos. Es nuestro deber.
—¿Qué es lo que quieres?, ¿una prueba de confianza? —pregunté, arrepintiéndome al instante de la sensación de acoso que transmitían mis palabras.
Ella se volvió. No parecía sentirse acosada. Se mostraba tranquila, casi condescendiente con mi actitud.
—No. En realidad no quiero nada. No me hacen falta pruebas de ningún tipo. No necesito que me digas que Krüffner te iba a conducir hacia unos documentos, porque ya lo sé y yo también los quiero. No necesito que me digas que la noche que te sorprendí saliendo de su habitación habías estado buscándolos, porque para qué otra cosa ibas a estar tú allí si no lo mataste. Y no necesito que me digas que no los has encontrado, porque si así fuera no me habrías ocultado que los buscas. Ya ves que no necesito ninguna prueba de confianza, porque no necesito que confíes en mí.
Su perspicacia me había dejado asombrado. Su discurso, desarmado. Y lo más vergonzoso de todo es que bajo la armadura me sorprendió desnudo, me vi obligado a aceptar con elegancia mi desnudez.
—Quédate, por favor. Iremos los dos a París y así no se habrá roto la baraja.
—¿Por qué? Mi misión consistía en infiltrarme, Krüffner era mi contacto y ahora está muerto. Mi misión ha terminado. ¿Por qué habría de quedarme?
—Porque en Brunstriech está la clave.
16 de enero
Te confieso, hermano, que por primera vez en mí vida antepuse el placer al deber. Fue al insistirle en que se quedara, cuando no tenía otro argumento a favor que mi propio deseo de que lo hiciera.
Y es que, siendo del todo sincero conmigo mismo, no tenía ninguna prueba que me permitiera confiar plenamente en ella; no tenía ninguna seguridad de que fuera una agente de la inteligencia francesa, sólo tenía su palabra; ni siquiera tenía la certeza de que estuviera de mi lado. Aun así, me había ofrecido a trabajar con ella: eso suponía revelarle información confidencial y compartir con ella parte de la investigación. Todo para evitar que se marchase. Era probable que el capitán Cumming me colgase de la lámpara de su despacho en Whitehall en cuanto tuviese conocimiento de mi proceder.
Sólo hubo un extremo en el que fui absolutamente riguroso: no iba a desenmascarar a Richard Windfield. Revelar la identidad de un agente era poner en peligro su vida. Y eso sólo podía hacerlo con su consentimiento.
—Así que inteligencia francesa…
Nada más llegar a Brunstriech me reuní con él. Necesitaba compartir con alguien parte de la responsabilidad que pesaba sobre mis espaldas. Después de comer, frente a la chimenea y con un par de vasos de whisky, fui dándole cuenta de lo sucedido y del giro que habían dado los acontecimientos. En cierto modo lo que buscaba era su complicidad.
Richard había escuchado sin pestañear todo el informe: cómo la había sacado del templo de Ottakring, cómo la había retenido en mi casa, cómo ella me había revelado su verdadera identidad y cómo la había presionado para quedarse. El resto de los detalles preferí obviarlos.
—Entonces, tú tenías razón; no eran obsesiones tuyas. Y yo que pensé que estabas empezando a volverte loco con todo esto.
—La realidad es que ahora me encuentro ante un dilema que no sé cómo resolver, Si la dejo marchar y me ha mentido, no volveré a saber de ella. Si se queda y la involucro en la investigación, tendré que revelarle más datos.
No solía hacerlo, pero en aquella ocasión le pedí a Rum que trepara hasta mi lado en el sofá. Cuando el perro se acomodó en el almohadón, comencé a acariciarle detrás de las orejas.
—Retenla en contra de su voluntad. Ya lo has hecho antes —sugirió Richard medio en broma antes de llevar los labios al vaso de whisky.
—Si lo hago y termina siendo cierto que trabaja para el gobierno francés, despídete de la colaboración conjunta. Si lo hago y finalmente es cierto que es quien dice ser, entonces me ha revelado cosas que son parte de su intimidad; en cuanto sospeche que no confío en ella, se sentirá tremendamente defraudada. Te juro que no sé qué hacer.
Richard se incorporó trabajosamente para dejar el vaso sobre la mesa. Después se quedó acodado sobre las rodillas, mirando fijamente al suelo.
—Dime una cosa, Karel: ¿te has enamorado de ella?
Poco faltó para que se me atragantase el whisky. ¿Es que acaso daba yo muestras de estar enamorado? Mi conversación era aséptica, indiferente, profesional. En ningún momento creía haber dado muestras de nada.
—No. Claro que no.
Richard continuó con la vista puesta en el suelo. En silencio. Parecía esperar más de mí.
Yo sabía mentir. Lo hacía bien: con aplomo, con seguridad, creyendo mi propia mentira. Fui consciente de que mis palabras no tenían ni aplomo ni seguridad. El problema era que no estaba mintiendo, estaba tratando de ocultar otra verdad, sin conseguirlo: a veces me daba la impresión de que el sexo deja marcas visibles en la piel, como una exposición prolongada al sol.
—Pero me he acostado con ella —descargué por fin mi conciencia.
Richard parecía el pensador de Rodin. Su inacción me desesperaba. ¡Vamos!, ¿a qué esperas para romperme la cara?, ¡me lo merezco! Por fin se volvió a recostar en el sofá. Su expresión denotaba malicia: sabía que me estaba torturando.
—No te culpo. Yo también lo habría hecho en tu lugar. Pero te diré que no merece la pena ese placer si ahora te vas a sentir mal. ¿Que eres un maldito traidor? Eso ya lo sé. Nadie es perfecto, salvo yo. Y tratándose de mujeres los pecados siempre son veniales. Te voy a ser sincero, Karel. Creo que ella es una mujer increíble, magnética, apasionante. Pero tú me ves a mí presentándome ante mi madre (tu ya conoces a mi madre) y diciéndole: «madre, ésta es la mujer a la que haré mi esposa: la señora Du Faure, viuda, amante y espía»? Como ves, en realidad no me has traicionado. Ahora sírveme otro whisky, es lo mínimo que me debes por mi comprensión.
Agradecí a Richard que me hubiera exculpado con tanta elegancia y sentido del humor. Al pasar a su lado para coger el vaso, le miré y con los ojos le dije todo lo que puesto en palabras me hubiera parecido almibarado. Entre nosotros había complicidad, más de quince años de complicidad, y Richard supo interpretar mi mirada.
—Creo que has hecho bien en animarla a volver a Brunstriech —empezó a decir mientras yo reponía nuestras bebidas—, y creo que lo que debemos hacer es llamar hoy mismo a Londres para concertar una reunión urgente con París, eso puedo hacerlo yo si te parece bien. Además, podría aprovechar para indagar sobre ella. Hablaré con nuestro contacto en Francia.
—Yo entretanto intentaré ganar tiempo. Pero hay una pega: si quieres colaborar, tendré que revelarle tu identidad. Otra opción es que permanezcas en la sombra hasta que tengamos la confirmación oficial de París. No es necesario que los dos nos arriesguemos a quedar al descubierto.
—¿Permanecer en la sombra? ¡Ni mucho menos! Ningún riesgo, ni siquiera el de muerte, justifica que yo me pierda semejante diversión.
* * *
Recuerdo, amor mío, que en aquel momento yo sólo deseaba huir. Pero mis deseos de fuga no tenían nada que ver con la misión. La verdad es que deseaba huir de tu hermano. No quería tener que trabajar con quien me había acostado antes.
Sin embargo, me dije que era cierto, que si me marchaba ahora ya no podría regresar a Brunstriech; yo misma habría roto la baraja de aquel juego que tanto tiempo había llevado preparar.
También era cierto que en Brunstriech estaba la clave. Y digo la clave porque en todo aquel asunto sólo había una: el paradero de los documentos, el asesinato de Krüffner y el corazón de la secta kalikamaísta estaban conectados a una misma clave. Era algo que tanto Karel como yo intuíamos.
Toda la tarde la pasamos en su despacho intentando encajar las piezas del rompecabezas. Era como cuando de niña volcaba sobre la mesa una caja de mil piezas; había que darles la vuelta a todas, buscar las esquinas y los bordes, ordenarlas por tonos. El problema era que en aquella ocasión yo me había guardado una pieza muy importante en el bolsillo sin que nadie lo supiera. Y si falta una pieza es imposible completar el rompecabezas.
* * *
Te confieso, hermano, que me sentía incómodo con aquella situación. Había acordado con Richard que intentaría ganar tiempo sin despertar los recelos de ella, pero me estaba resultando extremadamente complicado. Admitir que sólo la estaba entreteniendo cuando la miraba a los ojos y sus bellos ojos me devolvían una mirada que me evocaba su cuerpo y su cuerpo me excitaba… me hacía sentirme miserable y desleal.
Al principio puse sobre la mesa lo que sabía con la plena certeza de que era conocido por ambos; hechos, ninguna conjetura; evidencias, ningún secreto.
Nuestra conversación fue fría y distante; palabras escuetas, frases cortas. Fue un esquema de conversación; una libreta con un listado de cosas; un punto tras otro sin suspiros, sin sonrisas, sin miradas:
—La cúpula tiene cinco miembros, enmascarados e individualizados por colores: marrón, blanco, azul, rojo y negro.
—Es un Panchabhuta: los cinco elementos que componen toda la naturaleza. Prtbri, Vayu, Apas, Agni y Akasha —apuntó ella.
—Tierra, Aire, Agua, Fuego y Éter —me limité a traducir yo.
—Krüffner era el líder.
—El Éter. Akasha.
—La túnica negra —añadió ella, no yo.
—Krüffner ha muerto.
—Lo han asesinado. Y no hemos sido nosotros.
—Alguien tenía una cuenta pendiente con él —conjeturó ella, yo callé.
—El asunto de Nikolái…
—También está muerto —quiso zanjar ella la cuestión, yo, en cambio, la quise explorar.
—Nikolái está muerto. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Casualidad? ¿Relación con la secta? ¿Relación con la muerte de Krüffner?
Ella no respondió a ningún interrogante. No hubo conjeturas ni datos ni conclusiones; su aportación fue un silencio categórico.
La tarde había sido larga y fue perezosa para convertirse en noche. Cada minuto que pasaba yo temía que ella se diese cuenta de la vaguedad de mis palabras. Llegada la hora de la cena y frente a un ligero tentempié que había ordenado que nos sirviesen en el despacho, decidí ser un poco más audaz en mi estrategia, ir más lejos a la hora de averiguar lo que ella sabía y hasta qué punto.
—Krüffner era el líder, eso es todo lo que tenemos. Si pudiéramos saber quiénes son los demás…
Le tendí una pequeña trampa, de manera que mientras pronunciaba aquellas palabras se me antojó que mi lengua era bífida y siseaba como la de una serpiente.
—Además de Nikolái, quieres decir —respondió ella como si fuera evidente, como si asumiera que yo lo sabía pero que tal vez me había despistado.
La inocencia de su reacción me animó a dar un paso más.
—¿Por qué dices que Nikolái era uno de ellos? ¿Cómo lo sabes?
De pronto su inocencia devino en suspicacia. Dejó pendiente el mordisco de un sandwich y me miró con el ceño fruncido.
—Del mismo modo que tú: Nikolái llevaba la marca en el pecho.
—Los miembros de la cúpula no van marcados por seguridad… Lo cual no excluye que pudiera haber accedido después en sustitución de otro miembro —abrí la mano en vista del cariz que tomaban las cosas—. No debemos descartar ninguna posibilidad.
—Nikolái era uno de ellos. Y tú lo sabes. ¿A que estamos jugando, Karel?
—A un juego de caballeros —respondí yo jocosamente para suavizar su humor cada vez más crispado.
Pero Lizka me devolvió una mirada oscura que no tenía nada de suave. Se puso en pie con brusquedad y tiró la servilleta sobre la mesa: los cubiertos golpearon el plato.
—¡Esto es ridículo!
—¿Qué? ¿Por qué tengo yo que saber nada de Nikolái? —alegué ante su arranque de ira en un intento desesperado por excusarme.
—¿Me tomas por idiota? Tú mismo has admitido que me sorprendiste en los pasadizos de Brusntriech. Tú presenciaste las reuniones como yo, Tú observaste la túnica marrón de Prthri consumirse bajo las llamas. Y tú viste las manos quemadas del cadáver de Nikolái…
Abrí la boca para pronunciar mi alegato, pero ella me dejó con la boca abierta.
—¿Crees que no me he dado cuenta de lo que estás haciendo? Lo tuyo es un interrogatorio de guante blanco, no una colaboración. ¡No me interrumpas, por favor! Ayer me ofreciste una prueba de confianza, no creo que pudieras dármela.
Yo también me puse en pie. Me daba la sensación de que sentado a la mesa, con una servilleta sobre las rodillas, me hallaba en inferioridad de condiciones en aquel enfrentamiento que yo pretendía atajar ondeando bandera blanca.
—No es así. Yo personalmente, confío en ti. Pero tú debes entender mí posición: no estoy solo en esto; recibo órdenes, como tú. Y detesto tener que cumplir órdenes que van en contra de mi voluntad, pero así debe ser para que la máquina funcione.
—Lamento no poder comprenderte. Mi máquina funciona de otra manera. Hay cuestiones que sólo yo decido, como haber vuelto a Brunstriech.
—Si no me entiendes, al menos créeme cuando te digo que confío plenamente en ti. Sé que puedo hacerlo; te conozco y sé que…
—¡No! —saltó por los aires con la fuerza de una explosión—. ¡Tú no sabes nada! ¡¿Dices que me conoces?! ¡¿Crees que haber hecho el amor conmigo te da derecho a conocerme?! ¡Pues te equivocas! ¡Tú no sabes nada de mí! ¡No tienes ni la más mínima idea!
—Escúchame, Lizka, yo…
—¡Escúchame tú a mí! ¡Tú sólo quieres saber! ¡Eso es todo lo que a ti te importa! ¡¿Quieres saber más?! ¡¿Quieres saber de mí?! ¡Pues ahí tienes la verdad!; ¡yo! ¡Yo maté a Nikolái Zagoronov!
—¿Qué?
Una bofetada no me hubiera causado mayor impresión. Una bofetada no me hubiera paralizado el cuerpo y la mente.
—¡Ya no necesitas seguir fingiendo que elucubras sobre su muerte! ¡Ya no necesitas apuntar en tu libreta lo que no sabes y lo que sabes como si no lo supieras! ¡Ya no necesitas tenderme más trampas! ¡Fui yo! ¡¿Te queda suficientemente claro?! ¡Yo apunté el arma directamente a la cabeza de ese bastardo mal nacido! ¡Yo apreté el gatillo y acabé con la vida de esa escoria que me había violado! ¡Yo le cerré su sucia boca para siempre!
Mientras la escuchaba bramar como un animal enloquecido, destilando rabia entre los dientes, pasaban por mi mente imágenes deslavazadas como cartas lanzadas sobre un tapete: ella empuñando el arma, tal vez con mano firme, tal vez con mano temblorosa; ella apretando el gatillo, tal vez decidida, tal vez aterrorizada; ella contemplando el cadáver, tal vez indiferente, tal vez trastornada; Nikolái subyugado por el arma de una mujer a la que había subestimado; Nikolái medio desnudo como testimonio vergonzante de su infamia; Nikolái arrodillado en pusilánime súplica, sollozante y tembloroso; o tal vez Nikolái erguido y frío, soberbio hasta el final, retándola con sus pupilas heladas… Aquellas imágenes me trastornaban. Ella no. Ella no podía ser. Matar es el peor de los pecados. Yo soy un pecador, pero ella… ¡Lizka era mi heroína.
—¡¿Y sabes lo que sentí?!
De pronto, Lizka se quebró sobre el sofá como un árbol viejo y rompió a llorar. Fue un llanto histérico y desconsolado. Fue un llanto purgante, emético, lavativo. Era como si llorase lo que debería haber llorado al tener que ocultar su identidad, al tener que adentrarse sola por túneles estrechos y negros, al sentirse perseguida en la oscuridad, al ser violada y amenazada de muerte, al verse secuestrada… al tener que matar.
Me acerqué a ella lentamente y posé la mano sobre su espalda agitada por las convulsiones con la misma delicadeza con la que hubiera tocado un objeto volátil, Lizka buscó mi abrazo, un refugio en el que hacerse un ovillo y temblar; temblar de miedo y de vergüenza.
Sí. Lizka era mi heroína.
El eco de un disparo. El golpe seco de un cuerpo al desplomarse. El silencio estremecedor que le sucede. Entonces supe que aquello la atormentaría el resto de su vida tanto como a mí me atormentaba. Entonces pude comprender sus pecados.
Probablemente, ella no me escuchaba, pero yo me encontré susurrándole mientras la acariciaba repetidamente con caricias que eran más bien friegas:
—Lo sé. Sé exactamente cómo te sientes… Está bien. Hiciste lo que debías. Hiciste lo que debías.
Aquella noche la acompañé hasta su habitación. El paso lento, la mirada baja, la palabra ausente.
Al llegar al umbral volvió a abrazarme: apoyó la cabeza sobre mi pecho y con la mano lo acarició, como si quisiese palpar algo bajo mi camisa.
—Tú tampoco tienes la marca en el pecho.
—Como el noventa y nueve coma nueve por ciento de las personas del mundo —respondí porque tenía que responder.
En realidad, su observación no me había importado, estaba demasiado excitado por el simple roce de su mano, como un muchacho que en plena pubertad descubre el mundo de los placeres carnales.
—Es la desconfianza el comodín del ganador, no lo olvides.
Palabras, palabras y más palabras que resonaban lejanas en mis oídos, carentes de significado y de oportunidad. Aquel roce estaba anulando poco a poco mis sentidos. Era un frote de astillas, un choque de piedras, una manera de hacer fuego.
Ardiendo la besé en los labios.
—Déjame quedarme esta noche contigo —le rogué.
Lizka se dio media vuelta, se adentró en la habitación y dejó la puerta abierta.
* * *
Recuerdo, amor mío, que aquella noche mi conciencia dejó de susurrarme al oído como hiciera otras noches cada vez que me veía cerrar los párpados. Por fin aquella noche, después de muchas de vigilia, mi conciencia se durmió conmigo. Y si alguna vez quería despertarse, yo buscaba el abrazo de tu hermano.
—¿Estás bien? —me preguntaba él.
—Ahora sí —le respondía yo, y luego me volvía a quedar dormida.
17 de enero
—Me gustaría volver a la habitación de Krüffner —recuerdo, amor mío, que le pedí a tu hermano a la mañana siguiente.
Con la mente más fría y descansada, me aseguré a mí misma que tenía una corazonada.
El dormitorio de Otto Krüffner —alias Borís Illianovich— en Brunstriech seguía exactamente igual que estaba la noche en que lo asesinaron: sus pertenencias no habían sido retiradas de los armarios; la cama estaba deshecha, tal y como había quedado tras levantar el cadáver de entre las sábanas; el baño sin limpiar, el polvo sin quitar y el suelo sin barrer; incluso olía a su loción… Por lo demás, era una habitación similar a las del resto de los invitados. Amplia, con una cama grande junto al balcón, una mesilla de noche, un escritorio, un armario, un tocador, un par de sillones y una mesa frente a la chimenea. Decorada con detalle y exquisitez y provista de luz eléctrica, agua corriente, calefacción y flores del día.
Sabía que a Karel se le empezaba a agotar la paciencia. Llevábamos cerca de una hora allí encerrados, tiempo que yo había empleado en tomar medidas, experimentar con las distancias y las trayectorias de un disparo, inspeccionar el armario, el escritorio, los cajones, el baño, debajo de la cama…
—Todos esos datos los tienes en el informe de la policía y el forense. Lo mejor será que lo veamos con Richard; él es el experto en criminología —me dijo tu hermano.
Me subí a una silla para comprobar el alto del armario. Estaba limpio como el resto de la habitación. Bajé de la silla ayudándome de la mano que él me tendía. Me concentré para no caer en la desesperanza, parecía estar invocando a la suerte o a la inspiración.
—Una antiquísima leyenda hindú —comencé a relatar en voz alta— cuenta que al principio de los tiempos todos los hombres eran dioses…
Karel me miraba entre intrigado y escéptico, sin acertar a comprender por dónde iban los tiros.
—Sin embargo, abusaban de su divinidad. Es por ello que Brahma, el señor de todos los dioses, decidió quitarles su poder divino. El dilema surgió a la hora de decidir dónde esconderlo. «Escondámoslo en lo más profundo de la tierra», sugirió uno de los dioses menores. «No. El hombre cavará y lo encontrará», objetó Brahma, «Entonces, habrá que ocultarlo en el fondo del mar», dijo otro de ellos. «No. El hombre es listo. Tarde o temprano, se sumergirá y lo encontrará.» Los dioses, desesperados, concluyeron: «No hay lugar en el mar ni en la tierra donde podamos esconderlo, pues a todos sitios el hombre llega». Entonces, el sabio Brahma dijo: «Hay un lugar en el que el hombre no buscará jamás: dentro de sí mismo…». Dentro de sí mismo —repetí meditabunda, rumiando las últimas palabras.
Durante unos segundos de silencio, que incluso Karel respetó dando una tregua a sus advertencias, le di vueltas a aquella frase en mi cabeza con la esperanza de obtener alguna pista a partir de ella.
—¿Cuál es la manera de mirar en el interior según la tradición hinduista?
—¿La meditación? —apuntó Karel no muy convencido.
—Exacto: la meditación. Y el camino de la meditación es el Yoga. «Ha de encontrar un lugar puro y calmo, procurándose un asiento cómodo, ni muy alto ni muy bajo, teniendo como firme apoyo un terreno con hierba, o bien una piel, o si no, algún tipo de tejido para poner debajo» —cité el Bhagavad Gita mientras deambulaba por la habitación—. Esa alfombra… en mi dormitorio está junto a la cama para poner los pies descalzos al bajar. Aquí, alguien la ha movido para pegarla a la pared.
—Nadie ha cambiado nada en esta habitación desde la noche del asesinato.
Me coloqué sobre la alfombra y, subiéndome las faldas para que no me estorbaran, empecé a adoptar la postura del loto.
—Esta es la asana de meditación en yoga: las piernas cruzadas con las rodillas apoyadas en el suelo; la espalda erguida y la barbilla a noventa grados del cuello; las manos sobre las rodillas, con las palmas hacía arriba, índice y pulgar unidos en chin mudra para mejorar la concentración… Los ojos cerrados y la mirada interna en el ajna chakra, el entrecejo —murmuré antes de retomar el silencio.
Al cabo de unos segundos, levanté lentamente los párpados: mi vista chocó con una pared lisa y vacía. Alcé los ojos hacia donde apuntaban mis dedos en chin mudra: un techo liso y vacío.
—¡Esto es absurdo! —protesté desesperada.
Desvié la mirada hacia Karel, esperando de él cualquier tipo de reproche. Estaba dispuesta a admitir que se cebase en mi autocrítica, que hiciese leña del árbol caído, que se burlase de la intrincada postura en la que me había quedado clavada.
Tu hermano permanecía erguido, casi firme. Me miraba fijamente, pero no parecía prestarme atención, ni escuchar mis palabras. Adelantó un par de pasos con el ritmo pausado de quien toma medidas para dejar los pies entre mis rodillas, abiertas como alas de mariposa. Desde su altura seguía contemplándome: sus ojos casi cerrados de tan abajo que miraban; los míos muy abiertos de tan arriba que lo hacían, El parecía serio, incluso enfadado. Yo parecía asombrada, asustada. Sólo era la posición de nuestros ojos. El silencio ralentizaba aquella contemplación mutua, invitaba a prolongarla más y más en un extraño deleite: el de nuestras mentes que se excitaban como por telepatía. Karel se arrodilló: mis ojos reflejaron el deseo y la lujuria que brillaban en su iris de acero. Posó sus grandes manos sobre las mías y deshaciendo el mudra de mis dedos los entrelazó con los suyos. Con un roce de labios me besó dulcemente, regodeándose, acalorándose. Poco a poco deslizó las manos sobre mis muslos, apartando todo obstáculo de ropa en el camino. Enseguida note sus dedos palpar con toques ligeros el centro de mi culotte; sus suaves pulsaciones llegaron hasta mi piel y sacudieron como descargas eléctricas todo mi cuerpo. Dejé escapar un gemido de placer que fue una rendición: sin remedio me entregué vencida a un delirio sexual enloquecido en el suelo de la habitación del crimen.
No pretendo torturarte, amor mío. No es mi intención herirte sino mostrarte que aquello era un juego para mí; un juego de detalles eróticos, de placeres físicos, de deleites corporales… Un juego que hubiera jugado con cualquiera porque jugarlo era lo que me satisfacía. Así empezó todo, amor mío… Un juego. Más no me preguntes cuándo el juego dejó de serlo. No tengo la respuesta.
* * *
Te confieso, hermano, que llegué a asustarme. Aunque por aquel entonces no adivinaba el alcance de mis sentimientos hacia ella, ya empezaba a dar muestras de los primeros síntomas: aquella excitación permanente, provocada por su mera presencia, aquellas muestras somáticas de algún desorden de naturaleza mental: el hormigueo, los temblores, el vértigo, los ahogos, el dolor… Los síntomas de una adicción que yo nunca antes había padecido: el despertar de un alcohólico, el padecer de un morfinómano.
Y es que ella era como una droga, te lo aseguro. Me sumía en un estado de semiinconsciencia tranquilizante; me llenaba de la dicha y la lasitud propias del primer estadio de embriaguez; era balsámica y terapéutica… aunque nociva en su esencia adictiva. ¿Por qué ella se había convertido en una obsesión? ¿Por qué no podía dominar mis impulsos cuando la tenía delante? ¿Por qué aquel doloroso síndrome de abstinencia cuando no la sentía cerca?
Yo, que siempre había sido exageradamente escrupuloso en cuestiones amatorias; yo, que preveía mis encuentros, escogía concienzudamente las mujeres y no consentía más escenario que una cama con las sábanas limpias, me encontraba entonces sumido en un torbellino de pasión en el que todo lo que no fuera hacer el amor con ella, donde fuera, cuando fuera y como fuera ya no tenía sentido. Era un tormento, un desvarío, un frenesí sexual inmoderado, impropio de un hombre como yo.
Pero es que estaba tan preciosa en aquella postura del loto. Más que nunca parecía una diosa con su rostro increíblemente bello erguido en todo su esplendor; los ojos apagados y la expresión serena; las manos en una elegante postura y las piernas abiertas, que me mostraban el camino hacia ella… No pude contenerme. Yo, ¡yo!… no pude contenerme.
Algo tan inquietante no podía ser amor, y tal evidencia —tan profiláctica como engañosa— aportaba cierto sosiego a mi perturbación.
Su voz me devolvió a la realidad de mi cuerpo junto al de ella, tendidos medio desnudos sobre la alfombra, mientras yo le acariciaba suavemente la espalda para saciar mí sed de su piel.
—Tu matrimonio con Nadjia…
—Es de conveniencia —me apresuré a decir sin esperar a averiguar si era eso lo que ella quería saber.
Ella no hizo ademán de indagar más. En cambio, yo sí quise continuar.
—Es la parte fundamental de un tratado secreto de no agresión entre Austria y Rusia; es el sello, la prueba de confianza entre ambas naciones que entregan en matrimonio a dos de sus hijos predilectos. Se firmó hace dos años en Escocia. Yo mismo estuve allí. Yo mismo lo propuse…
Recordé aquella noche de lluvia en Brechin Castle en la que desde mi anonimato fui testigo de cómo los ministros implicados estampaban su firma en aquel documento que yo mismo había redactado. Entonces estaba muy seguro de lo que hacía, de que aquello era lo mejor.
—Nadjia está emparentada con el zar Nicolás y yo con el emperador Francisco José. Con este sencillo gesto, Rusia muestra su voluntad de no intervenir en las relaciones de Austria con sus vecinos balcánicos y, por su parte, Austria se mantendrá al margen en la cuestión polaca. Tras el matrimonio, ambos seremos coronados reyes de Polonia bajo el auspicio de Moscú.
Levantó su rostro, que plácidamente descansaba sobre mi pecho, clavó los ojos en mí.
—¿De veras crees que eso evitará lo que ya es inevitable?
—¿La guerra, te refieres? No lo sé… —confesé.
Si hacía dos años había tenido la certeza de que mi sacrificio no caería en saco roto, ahora ya no estaba tan convencido. La guerra se había convertido en una especie de promesa de circo para unos pueblos envenenados de patriotismo y nacionalismo. Quizá ya no hubiera marcha atrás y mi insignificante gesto fuera en vano. Pero si algo se podía hacer para que el conflicto durara semanas en lugar de meses, entonces aún valdría la pena seguir adelante.
En una época en la que ser pacifista era considerado el deshonor de los pusilánimes, algunos me hubieran tachado de pacifista sin dudar. Tal vez lo fuera… sabía que por mis venas corría la sangre de una casta de valientes guerreros… pero también de hábiles diplomáticos. Reconocía el noble arte de la guerra cuando la veía tomar forma sobre mapas cosidos de banderitas en las cancillerías de gobierno… pero también había tenido ocasión de mirar de frente la negra faz de la guerra: niños huérfanos y desnutridos, mujeres viudas o ultrajadas, hombres mutilados para los que la muerte hubiera sido mejor opción. Admiraba el valor y la nobleza de espíritu del guerrero, que no temía empuñar la espada para luchar por sus ideas, su patria o su familia… pero también aborrecía al vil mercenario, ave de carroña que hace de la guerra y sus despojos un negocio lucrativo. Incluso abogaba por la guerra como ejercicio de legítima defensa allí donde otros mecanismos habían fracasado… pero también había adquirido la triste convicción de que la guerra es, en la mayoría de los casos, el precio más alto que el pueblo paga por el honor de sus gobernantes.
* * *
Recuerdo, amor mío, que iba a hablarle de sacrificio inútil. Sin embargo, ¿por qué había dado por hecho que para él era un sacrificio casarse con Nadjia? Ella era una mujer hermosa, culta, aristocrática, dócil y discreta; la esposa perfecta. ¿Acaso debería sorprenderme que Karel estuviera enamorado de ella?
Y, en cualquier caso, nada de aquello debía importarme. Nunca me habían importado la vida, la intimidad o los sentimientos de los hombres con los que me había acostado.
No es que odiara a los hombres por ser hombres, pero sí era cierto que desde mi regreso de la India había entablado contra ellos una cruzada personal. Era cruel y despiadada en todas mis relaciones y tenía mi ración de venganza al contemplar sus rostros resquebrajados por el desamor. Yo sólo pasaba la noche, me divertía y me despedía con la esperanza de no volver a encontrarnos jamás. Sin compromisos, sin preguntas… Ese era mi juego. Así debía ser. Así quería creer que debía ser.
Huyendo de cualquier tipo de introspección me volqué en la contemplación banal de lo que me rodeaba y disfruté de aquel momento de paz inusitada en medio de la vorágine. Solos los dos, sin nada mejor que hacer que jugar a acompasar el ritmo de nuestras respiraciones, que dejarme mecer por el vaivén de su pecho al subir y bajar suavemente, que dejar reposar mi mente y mi cuerpo con la caricia de sus dedos sobre mi espalda…
Sin embargo, la distracción es breve para la mente inquieta. De pronto, mis músculos se tensaron y me incorporé bruscamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Karel alarmado.
—El espejo.
—¿El espejo?
Me puse en pie, me dirigí hacia un espejo de medio cuerpo que colgaba de la pared junto al armario, mientras mecánicamente me abrochaba los botones de la blusa.
—¡¿Cómo he podido ser tan tonta?! Dentro de sí mismo… ¡Está claro!
Me coloqué frente al espejo y recibí de él una imagen ligeramente arrebatada por la excitación. A mi espalda, Karel también se había levantado y me observaba desconcertado.
—Aquí estoy yo misma; y tú mismo; y Krüffner mismo cuando se miraba en este espejo. Y en su interior… —anuncié mientras lo levantaba por uno de sus lados mientras Karel se apresuraba a ayudarme a levantarlo por el otro.
La parte de atrás estaba tapada con un papel grueso, como de papiro, hacía poco que lo habían pegado al marco. Sin pensármelo dos veces, lo rasgué.
—… en su interior… hallamos el tesoro de la divinidad escondida.
Triunfal contemplé un libro de tapas rojas adherido a la parte de atrás del espejo entre los bastidores del marco.
—¡Demonios! —murmuró Karel.
—Ayúdame a descolgarlo, ¡corre!
Con cuidado, bajamos el espejo de la pared mientras que tu hermano no cesaba de mostrar su sorpresa.
—¡Cientos de veces se ha revisado esta maldita habitación! ¡Yo mismo he levantado este espejo! Pero cómo iba a pensar que… bajo este papel…
—Sólo hay que buscar dentro de uno mismo. Ya lo predijeron los dioses: el hombre nunca mirará allí.
—Los dioses no contaron con que la mujer sí lo haría. Es vicio vuestro mirar en todos lados.
Con el espejo tendido boca abajo en el suelo, extraje el libro tan bien guardado. Tenía tapas gruesas de cuero rojo repujado con la K y la serpiente. Pasé las manos por el cuero suave, limpio y brillante, y miré a Karel como buscando su aprobación para abrirlo. El me devolvió un gesto de aquiescencia impaciente.
Tras la primera página en blanco, aparecieron hileras de hermosos garabatos impresos en tinta negra.
—Es sánscrito —murmuré. Después, comencé a recitar al ritmo torpe de mi traducción simultánea—. «Reunido el sagrado Panchabhuta, en el vigésimo día del noveno mes del trigésimo año del advenimiento de KaliKama, loado sea Tu Divino Nombre…»
Me detuve ante lo que parecía mera retórica. Antes de continuar con la lectura, quise tener una visión general del documento, de manera que empecé a hojearlo. Al llegar más o menos a la mitad, algo llamó mi atención.
—Mira. Algunas páginas están arrancadas —observé pasando los dedos por el interior donde estaban cosidas unas con otras las hojas. Había restos de papel rasgado. En su lugar alguien había dejado una cuartilla cuidadosamente doblada por la mitad—. Una nota… También en sánscrito.
—¿Qué dice?
—Oh, Aryaman: Yadyapyete na pashyanty lobhopahatachetasah; Kulakshayakritam dosham mitradobe cha paatakam.
Karel me miraba anonadado. Con las cejas arqueadas esperaba que yo continuase para sacarle de su ignorancia.
—¿Y bien?
—Es una frase del Bhagavad Gítá.
—¿Te lo sabes de memoria?
—Casi —contesté con una sonrisa de vanidad mal disimulada—. Es algo así como: «Ellos con sus mentes obcecadas por la codicia no tienen ningún reparo en destruir una familia, ni en traicionar a sus propios amigos». Va dirigido a Aryaman, mi amigo íntimo.
Karel se quedó pensativo.
—A Borís… A Krüffner, le gustaba utilizar citas del Bhagavad Gita para ilustrar lo que decía. Esto era típico de él —añadí yo.
—Supongo que esta frase tendrá algún sentido para la persona a la que va dirigida…
—¿Y las páginas que faltan? —pregunté acariciando las barbas de papel rasgado.
—Tal vez esa persona se las llevó o tal vez lo hizo el propio Krüffner, dejando a cambio esta nota, como una especie de burla. Incluso puede que vaya dirigido a nosotros; yo mismo he buscado este libro.
—Pero habla de traición… A lo mejor el resto del documento arroja algo más de luz sobre este asunto. Todavía quedan unas horas hasta que nos veamos con Richard —dije, echando una mirada de reojo al reloj de la pared—. Podemos ir a mi habitación e intentar traducirlo. Voy a necesitar el diccionario.
Reunido el sagrado Panchabhuta en el undécimo día del noveno mes del trigésimo año del advenimiento de KaliKama, loado sea Tu Divino Nombre, recibimos de Ti, oh, hermosa KaliKama, dadora de vida y mensajera de muerte, principio y fin de todas las cosas, tu bendición y rogamos tengas a bien concedernos sabiduría para concluir nuestra sagrada misión y determinación para no desfallecer en el camino, largo y tortuoso.
El día del gran holocausto está próximo. La era oscura, Kali Yuga, toca a su fin.
Llegado es el momento de, en cumplimiento de tus divinos designios, liberar a la humanidad de sus cadenas. Los por Ti elegidos renaceremos a un nuevo amanecer de pureza espiritual. Porque no hay vida sin muerte ni muerte sin vida, he aquí el tiempo de completar el ciclo; de vivir en Ti, amadísima Diosa, la vida eterna.
Tus devotos fieles estamos preparados, oh KaliKama, para entregarnos a la muerte definitiva y revivir en la plena purificación del alma.
Tú que posees la sabiduría infinita y dominas la naturaleza; Tú que controlas los vientos y las mareas; Tú que alientas las tempestades y doblegas el rayo; Tú que riegas los campos con la lluvia o los resquebrajas con la sequía; Tú que irradias el calor del sol y desprendes el frío de la nieve ilumínanos con Tu luz divina para superar los obstáculos que todavía nos atenazan.
A Ti entregamos el arma del holocausto, el arma del renacer después de la muerte; el arma que lleva Tu Santo Nombre de destrucción, oh, todopoderosa KaliKama. He aquí el fruto de Tu divina inspiración, tómalo y extrae de nuestras humildes e insignificantes mentes la sabiduría que necesitamos para completar el ciclo y cumplir con Tu voluntad.
A Ti nos encomendamos, bendita seas KaliKama. Ten a bien acoger el ruego de Tus humildes siervos. El fin de Kali Yuga está cerca. Así sea.
¡Om, Om, Om… KaliKama!
En la intimidad del despacho de Karel, con la única presencia de Rum que como siempre dormitaba frente a la chimenea, ajeno a la índole del asunto que allí se trataba, la lectura de Richard, con su tono inevitablemente jovial y su acento británico lleno de Tes escupidas, resultaba más cómica que solemne. Cuando detuvo la declamación, sin levantar los ojos de los papeles, murmuró:
—Están como cabrones…
Ante tal enredo del lenguaje yo contuve la risa mientras Karel le corregía.
—Como cabras. Se dice «están locos como cabras». Lo otro es distinto…
—Lo siento.
Richard se disculpó un tanto azorado por haber ofendido sin pretenderlo mi oído femenino.
—El resto del documento se pierde en una serie de divagaciones sobre la materia, la energía, partículas de nombre enrevesado que interactúan unas con otras… Parece un tratado de física o de química más que otra cosa —aclaré volviendo al asunto que nos ocupaba.
—Pero ¿y el arma de la que habla? —quiso saber Richard.
—Tal vez esté especificada en las páginas que faltan. Desde luego, no parecen arrancadas al azar.
—Probablemente el mismo Krüffner, al sentirse amenazado, decidiera sustraerlas y ocultarlas en un lugar más seguro —añadió Karel exponiendo así la hipótesis que antes habíamos discutido.
—Entonces, estamos como al principio. Seguimos sin tener nada en concreto —comentó Richard con aire de derrota.
—Bueno, no del todo —corrigió Karel—. Ahora sabemos que podrían estar trabajando en un arma de tal poder destructivo que les permita hablar del holocausto de la humanidad. También sabemos que el arma no está terminada (de otro modo no rogarían a la Diosa ayuda para completarla). Tales circunstancias nos dejan un margen de maniobra para actuar.
—Yo iría más lejos —me atreví a apuntar, dejando mis palabras en el aire para crear un efecto dramático de expectación.
Los dos hombres se volvieron, dispuestos a escuchar mi teoría.
—Este documento, tal y como lo hemos encontrado, incompleto y con una nota en forma de mensaje en su interior, nos da muchas pistas sobre quién mató a Krüffner. Si apostar no fuera un vicio reservado a caballeros, me apostaría algo a que Krüffner ha sido traicionado y asesinado por uno de los suyos. Pensadlo bien. Lo que Krüffner persigue es un holocausto total que muy posiblemente incluya su propia inmolación y la del resto de sus sectarios. Tal vez, alguien no está de acuerdo con llevar su fe hasta ese punto de sacrificio personal, alguien muy próximo a Krüffner. Incluso me atrevería a decir que pertenece a la cúpula, pues conoce los planes del maestro. Digamos que ese alguien ha mostrado su disconformidad pero sus objeciones no han sido tenidas en cuenta. Entonces decide tomarse la justicia por su mano; se deshace de Krüffner e impone su propio criterio. Es alguien con la suficiente autoridad dentro de la secta. Krüffner (que por lo que yo sé de él no era tonto y además se las daba de vidente) sospecha de la trama de traición. Oculta el documento pero sin gran celo, de modo que sea más o menos fácil de encontrar, arranca las páginas con el diseño del arma y las esconde en otro lugar mucho más intrincado. Además, deja un mensaje de advertencia: «sé quién eres y no te saldrás con la tuya». De hecho, la frase del Bhagavad Gitá se refiere a los que obcecados por la codicia destruyen a su familia (la secta) y traicionan a sus amigos (el propio Krüffner).
—Pero nadie, salvo nosotros mismos, ha encontrado el documento —objetó Karel.
—Quizá nadie haya tenido ocasión de buscarlo o… puede que ni siquiera le interese. Imaginad que ya tiene en su poder lo que Krüffner pensó que buscaría.
—¿Te refieres al arma?
—Sí.
—Eso no me tranquiliza —comentó Richard.
—Si el asesino de Krüffner es la clave… —meditó Karel en voz alta— me temo que el caso entra en el terreno de lo policial.
—Pero tú no vas a dejarlo en manos de la policía —aseguró Richard.
—Por supuesto que no. Tendremos que hacerlo nosotros; esto es un asunto de la inteligencia secreta, ¿no? Que se arreglen los de ahí arriba con sus conflictos de competencias. Lo último que ahora quiero es a la policía y sus burocráticos procedimientos metiendo las narices en mi caso. ¿Qué es lo que tenemos hasta ahora? —se volvió hacia Richard después de haber dejado bien claras sus intenciones.
—No mucho más que un montón de datos inconexos que en lugar de arrojar algún tipo de luz, consiguen complicar aún más las cosas.
Richard abrió su portafolios y sacó algunos papeles: el informe de la policía, el del forense, sus propias anotaciones… Karel acercó su silla. Antes de hacer lo propio, no pude evitar mirar al hombre que una vez besé: ¿qué sabía de mí?; ¿qué pensaba de mí?; si una vez le defraudé por flirtear contigo, ¿qué pensaría ahora que me acostaba con su mejor amigo? Tal vez, ni siquiera estuviese al corriente… Richard me devolvió una sonrisa en la que yo creí ver muchas cosas. Yo ya no era la muchacha inocente que le había cautivado en París. Yo ya no era el tipo de mujer de la que él se enamoraba. Eso era todo: ahí quedaba nuestra historia. Yo no le había rechazado; él me rechazaba a mí… Tal pensamiento le permitía ofrecerme su amistad y a mí aceptarla porque consideré que su reacción era noble y desinteresada. Richard me hizo un gesto con la mano que yo atendí acercándome a su lado.
—¿Qué es lo más chocante del caso? Primero, cuando tú, Karel, entraste en la habitación, Krüffner ya estaba muerto: le habían disparado. Sin embargo, el disparo se oyó después. Segundo, las señales que el disparo ha dejado en el cadáver.
Richard hizo una pausa y con una estilográfica y un papel (era de los que tienen que garabatear mientras hablan) se dispuso a darnos una explicación.
—Según a qué distancia se haya efectuado el disparo aparecen diversas señales sobre el cuerpo. El disparo a «boca de jarro», o sea, con el cañón del arma totalmente pegado a la piel, el habitual en caso de suicidio, presenta anillo de Fisch (partículas de grasa, aceite, polvo, pólvora, llamado halo de enjugamiento y un hematoma, llamado halo de contusión), signo de Benassi (un anillo de ahumamiento en el plano óseo) y una contusión circular ocasionada por el calor de la boca del cañón. En caso de disparo a quemarropa, a menos de cinco centímetros, se ve el anillo de Fisch, ahumamiento, quemadura…
—¿Qué había en el cadáver de Krüffner? —preguntó Karel un tanto impaciente o tal vez incómodo con tanto dato forense.
—Nada. Tan sólo el halo de contusión: el hematoma por el impacto de la bala al entrar en el cuerpo.
Me quedé pensativa, tratando de asimilar la información que Richard acababa de darnos y de cruzarla con aquel último dato.
—¿Eso significa que el disparo fue hecho a boca de jarro?
—No. En principio excluiría toda clase de disparo.
Karel y yo le miramos sin decir nada. Nuestros rostros le pedían una aclaración.
—En todos los disparos, ya sean a boca de jarro, a quemarropa, a corta o a larga distancia está presente el anillo de Fisch completo, es decir no sólo el halo de contusión, también el halo de enjugamiento.
—Pero… ¿cómo es posible? —seguía impaciente Karel.
—Sólo hay tres excepciones. Una, en disparos post mortem, en los que al no haber riego sanguíneo no se produce el hematoma del halo de contusión. No es nuestro caso, pues el cadáver de Krüffner presentaba halo de contusión. Dos, cuando el arma ha sido cuidadosamente limpiada y está libre de cualquier resto que pueda arrastrar la bala, Y tres, cuando el orificio de entrada de la bala en el cadáver es secundario, es decir, cuando la bala ya ha atravesado previamente a otra persona u otro objeto. Estos dos últimos casos que no presentarían halo de enjugamiento pero sí de contusión, coinciden con lo que encontramos en el cuerpo de Krüffner.
Se abrió un momento de silencio en el que cada uno de nosotros parecía estar meditando sus propias conclusiones antes de compartirlas con el resto.
—La policía no encontró ningún otro impacto de bala en toda la habitación, lo que excluye que se trate de un orificio de entrada secundario. En realidad, el arma estaba bien limpia, de hecho, no se encontraron ni siquiera huellas dactilares en ella…
—¿Bastaría para explicarlo?
Richard no parecía muy conforme.
—Podría, pero… No sé, hay algo que no me convence. Supongamos que se trata de un disparo a larga distancia, hecho a más de cincuenta centímetros. Y eso no tiene mucho sentido. La habitación estaría en penumbra y Krüffner inconsciente, profundamente dormido por una sobredosis de Veronal que tú mismo, Karel, le administraste y que la autopsia ha confirmado. ¿Por qué nadie iba a separarse más de medio metro para disparar a matar a una persona inmóvil e inconsciente? No se trata de jugar a hacer puntería sino de matar sin riesgo. Y desde luego, el disparo es certero: entre ceja y ceja.
La teoría de Richard tenía sentido. Pero las evidencias apuntaban a que el arma debió dispararse a distancia. Nos encontrábamos en un callejón sin salida, así que decidí centrarme en el otro punto anómalo del crimen.
—Cuando tú entraste en la habitación aquella noche, ¿qué viste exactamente? —pregunté dirigiéndome a Karel.
Tu hermano, escéptico sobre mis conocimientos, se resistió a repetir otra vez su testimonio sin antes averiguar las razones de mi curiosidad.
—¿Por qué lo dices?
—¿Viste claramente el disparo?
—Pues sí. Estaba muerto y junto a él estaba la pistola.
—Ya, pero ¿viste el agujero en la cabeza de Krüffner? —insistí con crudeza deliberada para tratar de ser más precisa.
—Sí. Sí, creo que sí —respondió un tanto perplejo ante mi perseverancia—. Pero ¿adónde quieres ir a parar?
—Estaba pensando que tal vez al entrar en la habitación sorprendiste al asesino en plena acción. Puede que ni siquiera hubiese llegado a disparar a Krüffner, que tan sólo hubiese dejado allí el arma para simular el suicidio y después se ocultase apresuradamente para evitar que le descubrieras. Entonces tú, al ver el arma en el suelo, supusiste que Krüffner ya estaba muerto.
—Creo que sabría distinguir una persona muerta de una dormida y más si tiene un tiro en plena cabeza —replicó Karel ofendido por la duda.
—Bien, pues ya le había disparado —admití—, pero no tuvo tiempo de salir de la habitación antes de que tú llegases. Se ocultó y desde su escondite vio cómo tú descubrías el cadáver de Krüffner. Entonces se le ocurrió sobre la marcha una forma de complicar el crimen. Cuando tú te fuiste, hizo otro disparo asegurándose de que todos lo escuchábamos y salió corriendo de allí.
—Puede que incluso el disparo lo hiciese una vez lejos de la escena del crimen, a salvo de sospechas —apuntó Richard.
—No, no lo creo —negué—. Cuando yo llegué, la habitación olía a pólvora. El disparo se hizo allí mismo. También está la pluma…
—¿La pluma? —repitió Karel con un eco de extrañeza mientras desviaba la vista hacia Richard en busca de una explicación.
—Sí. En el informe oficial no figura, pero la policía recogió una pluma blanca del escenario del crimen. No se ha mandado a analizar.
Después Karel volvió a mirarme. ¿Y bien?, parecía decir, ¿qué pasa con la dichosa pluma?
—En mi opinión es un detalle importante. ¿Cómo llega una pluma blanca hasta la habitación?
—Otto no tenía pájaro —apuntó Richard jocosamente.
Karel le fulminó con la mirada. Aquella disertación detectivesca estaba colmando su paciencia y no estaba de humor para bromas.
—Si la policía no le ha dado más importancia, no veo por qué nosotros…
—Puede ser la prueba de que quien le mató venía de fuera de la casa —alegué en defensa de mi argumento—. Ya sabéis que alguien merodeaba aquella noche por los pasillos y que incluso agredió a Lars. El asesino pudo traer la pluma enganchada en la ropa, en los zapatos… Era una pluma blanca, como de ave de corral: una oca, un ganso… ¿Podría el asesino haber estado en el pueblo? Alguien tuvo que haberle visto.
—O puede que el propio Krüffner la llevase enganchada. O tú mismo, Karel.
—Yo no estuve en el pueblo —respondió secamente el aludido. Después se frotó los ojos; parecía cansado—. ¿Sabéis lo que os digo? —Karel alzó levemente la voz para atraer nuestra atención—. Creo que lo único que estamos haciendo es enredarnos en nuestra propia tela con demasiadas conjeturas y pocas evidencias. Al final, lo que a mí me parece verdaderamente esclarecedor es la nota del libro de Krüffner y su velada acusación. Su asesino es alguien de la propia secta.
—Pero ¿quién? La organización tiene cientos de miles de miembros —intervine para dejar claro cuál era el quid de la cuestión.
—Aryaman… Se me ocurre algo —empezó a exponer Karel con mirada astuta—: hay que volver a sacar el asunto a la luz pública. Mañana mandaré una nota a los principales periódicos del mundo. Publicaremos que la policía ha encontrado nuevas pistas y ha decidido reabrir el caso. Incluso revelaremos que la auténtica identidad de Borís Illianovich es Otto Krüffner, el líder de una importante secta criminal, y apuntaremos directamente a uno de sus colaboradores como principal sospechoso. Después, esperaremos a ver qué pasa, cómo reacciona, si se siente acorralado… si estamos en lo cierto.
Karel, que alentado por la brillantez de su idea se había puesto en pie para su exposición, nos miraba desde lo alto. Richard y yo intercambiamos miradas de asentimiento pero a eso se limitó nuestra aportación. Sin esperar de nuestra parte la más mínima consideración, Karel dio por zanjado el tema.
—Necesito tomar una copa, ¿queréis acompañarme?