Reinaba la tranquilidad en Brunstriech después del tumulto de las fiestas y las tragedias acontecidas. Sólo diez personas nos sentábamos a la mesa aquella noche. Además de la Gran Duquesa viuda, Karel, Richard, tú y yo, completaban la concurrencia un par de matrimonios de procedencia aristocrática y un hombre de la Iglesia, de alto rango a tenor de su edad avanzada, su atuendo púrpura y el sello en el dedo anular.

Durante toda la cena compartí conversación contigo; agradable y distendida, ajena totalmente al turbio asunto que se había apoderado de mi vida. Abstraídos de la acalorada charla a la que se entregaban el resto de los comensales sobre la última obra de Schnitzler —una de tantas otras que había escandalizado a la sociedad vienesa por la crítica certera de sus costumbres ya caducas (no hay flecha que más hiera que la que acierta en pleno corazón)—, nos habíamos dedicado a un intercambio de frases sin mucha trascendencia sobre quehaceres cotidianos, preferencias gastronómicas y alguna que otra historia con una anécdota divertida. Poco a poco, el resto de la mesa fue dejando de existir.

«Es agradable volver a casa y tener la sensación de que hay alguien esperándote.» De tu conversación recuerdo esta frase. Como recuerdo que yo pensé que sería agradable estar en casa y tener a quien esperar. Más de inmediato alejé un pensamiento tan convencional, impropio de la mujer en la que había decidido convertirme hacía ya mucho tiempo. Después de la cena llegó el café que se sirvió en la sala japonesa contigua al comedor. En una esquina recoleta y apartada, entre paneles lacados en negro con pinturas de cerezos en flor y ruiseñores, continuamos con nuestro tête-à-tête. Apenas puedo recordar de lo que hablamos, sólo que hubo risas y que en un momento dado tú me susurraste: «Me gustaría volver a besarte». Y yo pensé que a mí también me gustaría que me volvieses a besar. Salimos a la terraza silenciosa y plateada en una noche de luna llena y nieve. Hacía frío para besarse a la intemperie. El frío era el precio de la intimidad. Pero tú eras un caballero que siempre se hacía cargo de la cuenta: me envolviste en tu chaqueta, me acercaste contra tu pecho y me hiciste sudar con un beso. Un beso en el que pareció que te dejabas parte del alma.

Aún lo saboreaba, como si fuera una delgada capa de miel sobre mis labios, cuando buscaste en el bolsillo interior de la chaqueta un paquete que me entregaste con enigmática condición: «Ábrelo cuando me eches de menos», musitaste con palabras que eran besos en mi oído mientras cerrabas entre tus manos calientes las mías, más frías, y entre éstas, tu regalo.

20 de enero

Recuerdo, amor mío, que sólo me sentí totalmente libre de sospecha cuando se hubo fijado la fecha de la reunión entre los representantes de los Gobiernos de Gran Bretaña y Francia. Sé que también Karel se sintió aliviado: aquello significaba la confirmación oficial de mi historia.

Por otra parte, la reunión era indispensable. La coincidencia de dos agentes en el mismo lugar, tras el mismo objetivo y en la misma misión había generado un conflicto de competencias entre ambas naciones cuya solución habría de pasar necesariamente por un acuerdo de colaboración o bien por una escisión definitiva; en cuestiones de política nunca se sabe qué derroteros pueden llegar a tomar las cosas, no importa lo absurdos que parezcan.

Aquella mañana viajamos a París Karel, Richard y yo. Mi coartada era una supuesta visita a una amiga que vivía en dicha ciudad, un viaje al que ellos se habían ofrecido amablemente a acompañarme en su camino hacia Londres, ciudad que visitaban por motivos profesionales. Eso me dejaría vía libre para estar allí el tiempo que fuera necesario o incluso, llegado el caso, desplazarme a cualquier otro lugar sin tener que dar más explicaciones. Después de todo, yo seguía siendo oficialmente Isabel de Alsasúa, sobrina de la Gran Duquesa viuda Alejandra de Brunstriech.

En el taxi que desde la Gare de l’Est me llevó a mi apartamento, y mientras recorría las calles de aquella vieja amiga que era mi hogar, me obligué a tomar conciencia del mundo del que provenía, tan distinto del que había frecuentado el último mes. La realidad de mi verdadera existencia, solitaria e independiente, austera y vulgar, se hizo más palpable al poner el pie en la acera del callejón del Quartier Latin en el que se encontraba mi casa. Se trataba de un pequeño ático de alquiler, sin lujos pero limpio y luminoso, decorado con muebles de rastrillo que yo misma me entretenía en restaurar y con las telas y los objetos que había traído de mi exótico periplo por el sureste asiático; sedas de la India, ratán de Birmania, bronces de Siam y teka de Indochina. Tenía una terracita cuajada de macetas desde la que se disfrutaba de una hermosa vista de la ciudad con las torres de Notre Dame a lo lejos, sobresaliendo sobre los tejados de París. Los días soleados de primavera me gustaba salir a desayunar allí, envuelta en el aroma de los croissants recién hechos que subía de la boulangerie de Pierre, sintiéndome acompañada por el bullicio del mercado que todas las mañanas se instalaba en la plaza trasera: aquel mercado en el que encontraba la fruta, la verdura y el queso, y en el que a primeros de mes, cuando cobraba, me gustaba comprar flores frescas para adornar el dormitorio.

Tuve una extraña sensación al entrar por la puerta, de alivio y desasosiego a la vez, de pertenencia y desarraigo al mismo tiempo, de ser una extraña en mi propia casa. En el recibidor, las maletas del mejor guarnicionero de París, y sobre la cama, el abrigo de marta cibelina, resultaban tan disonantes con el resto de la casa como yo misma. Empecé a sentir que yo ya no era de ningún lugar, que nunca lo había sido. Yo era un gato que deambulaba por tejados y callejones, que en una casa recibía caricias y en otra escobazos, pero que en ninguna se quedaba. De repente, no encontré sensación más desagradable que la de saber que fuera donde fuera siempre sería una extraña.

Deliberadamente había rechazado la cena en Maxim’s y la noche de pasión en el Ritz donde Karel se alojaba. No tenía la más mínima intención de aparecer en público como la querida de nadie, compartiendo local con las parejas de coristas y marquesones y soportando el reojo de picara complicidad del botones del hotel. Mi vida privada, pese a ser la que yo me había buscado voluntariamente, no era precisamente modélica, por lo que nunca me había dedicado a airearía y no iba a empezar entonces. Mi determinación dejó a Karel en el bar del Ritz, intentando aplacar su hambre de sexo con un whisky seco, y con una larga noche por delante.

A las ocho de la mañana, cuando las primeras luces del día asomaban por las rendijas de la contraventana de mi dormitorio y ya subía por el patio el aroma de la bollería recién horneada por Pierre, el panadero, sonó el timbre de la puerta. Me levanté de la cama, sentí en los pies descalzos el frío penetrante de las baldosas y en el resto del cuerpo el desagradable abrazo matutino de una casa sin calefacción, para acudir a tan intempestiva llamada. Lo hallé en el umbral de la puerta, con una sonrisa y un escueto «hola» en los labios. De inmediato supuse que no había podido contener las ganas de cama caliente y que acudía a mí en busca de acogida, como un clochard que en las noches de invierno se refugia en la boca del metro al amor del aire templado. A punto de dirigirme casi sin pensar al dormitorio, presta a satisfacer su arrebato, frene mis pasos al ver que él, por el contrario, buscaba la diminuta cocina. Dejó sobre la mesa una bolsa de papel de la que sacó una baguette aún caliente, un tarro de mermelada de melocotón y un ramo de gerberas naranjas como el que yo solía comprar en el mercado del barrio. Se quitó la chaqueta, se remangó la camisa y empezó a preparar café ante mi presencia atónita y silenciosa.

Desayunamos junto a la estufa de carbón y su calor, y además del café, las tostadas y la música de Mozart en el gramófono compartimos una conversación trivial sobre las cosas sencillas de la vida, plagada de silencios y momentos contemplativos que, lejos de resultar incómodos, eran producto de la confianza y la intimidad. Abstraído del fantasma del SIS y de Brunstriech, Karel revelaba una personalidad moderadamente divertida, afable y sorprendentemente sencilla. Cuando se levantó a recoger la mesa y se metió en la cocina a fregar las tazas, no pude contener el impulso de acercarme a él y besarle en la nuca… después en las mejillas… después en los labios… y por último, arrastrarle hacia la cama, donde tuvimos tiempo de hacer el amor antes de acudir a nuestra reunión en el Ministerio.

El resto del día me lo pasé intentando alejar de mí un par de preguntas inquietantes: ¿qué es lo que mueve a un hombre a buscar compañía en lugar de sexo? y ¿qué es lo que mueve a una mujer a ofrecer sexo después de compañía?

En el despacho del Hotel de Brienne, un precioso palacio del siglo XVIII que albergaba el Ministerio de la Guerra francés, el aire estaba en exceso cargado: la densidad del humo de habano y la pesadez de la política me requemaban en el entrecejo: el chakra que en la teoría tántrica del Sbakta simboliza la actividad mental; de hecho, la mía empezaba a estar aturdida. Hacía ya casi una hora que Su Excelencia el señor ministro de la Guerra, monsieur Joseph Noulens, y Su otra Excelencia el secretario de Estado británico para la Guerra, sir Bernard Seely, se habían enzarzado en una discusión absurda sobre el origen y la principal área de influencia de la organización criminal encubierta de secta religiosa que se hacía llamar KaliKam, Entretanto, el resto de los concurrentes observábamos silenciosos, sin el menor deseo de intervenir y arriesgarnos a dilatar tal disertación sin sentido. Tanto Roland Quercy, el responsable de mi misión y a la sazón mi superior, como el capitán Mansfield Cumming, el jefe del SIS británico, y, por supuesto, Karel y yo, éramos todos personas de acción, con un sentido mucho más práctico de las cosas y una orientación bastante más expeditiva de los asuntos. En realidad, saber si la intención de la organización criminal era vender el arma a Alemania —cuestión que preocupaba a los franceses por razones obvias—, o utilizarla para desestabilizar la situación en la India —asunto de extrema importancia para los ingleses—, era algo que no tenía mucha relevancia, habida cuenta de que por ahí había un arma con tal poder destructivo que la denominaban arma del holocausto y que podía utilizarse en cualquier lugar y en cualquier momento, ya fuera por alemanes, por independentistas hindúes o por quienquiera que la tuviese en su poder.

Así de necia era en ocasiones la política.

La reunión había comenzado a las tres de la tarde con la exposición por parte de Karel y mía del desarrollo de la misión y del estado de las cosas. Lo cierto es que una vez que descubrí que el interés de los presentes, en especial de ambos ministros, se había desviado desde la atención a mi relato hacia el cálculo mental del grosor de mis tobillos, dejé la voz cantante a Karel, sin intención de sentirme menospreciada, pues no era yo de espíritu rebelde ni feminista. No te ofendas, amor mío, pero el tiempo y la experiencia me habían enseñado a no molestarme con tales comportamientos propios de la débil naturaleza masculina, dominada la mayor parte de la ocasiones —y al hilo de la teoría Shakta— por el Swadhisthana Chakra o el chakra del impulso sexual, situado más o menos en la entrepierna.

Karel habló de la supuesta arma y de la guerra; esa guerra que a él y sólo a él parecía preocuparle. Para los demás (los políticos allí presentes, los ausentes y el pueblo) la guerra, lejos de ser una amenaza, era una oportunidad, un deber. Desde mi llegada a París me había sorprendido el notable aumento de la propaganda belicista en forma de proclamas en los periódicos y de carteles de exaltación patriótica en la calle. Próxima está la hora de la venganza, se regodeaban los franceses, humillados desde 1871 por un conato de Alemania que había osado usurparles vergonzosamente los territorios de Alsacia y Lorena. Sólo había que esperar que alguien encendiese la mecha del conflicto y Francia se lanzaría a los campos con sus tropas; en unas cuantas semanas todo estaría resuelto. El kaiser y su soberbia quedarían aplacados por la gloriosa República. Al menos, eso pensaban los franceses.

Por su parte, los ingleses observaban desde su balsa en mitad del océano el devenir de la turbulenta política continental, interviniendo cuando lo estimaban necesario sólo en aquello que estimaban necesario. La amenaza de guerra en Europa era como una disputa entre criados: mientras no se lancen la vajilla, ni alteren el buen funcionamiento del hogar, es asunto de ellos cómo la resuelvan. Haciendo gala de una soberbia muy británica, su postura era que mientras nada ni nadie amenazase su hegemonía marítima, su próspero comercio, su dominio colonial y su sagrada hora del té, no había por qué mesarse los cabellos. Pero los indicios apuntaban que estas parcelas empezaban a estar amenazadas.

Sea como fuere, ante semejante escenario, lo último que nadie deseaba era una organización criminal y un arma desconocida crispando aún más las cosas.

En un momento dado, el capitán Cumming decidió que los políticos ya habían tenido su dosis de intercambio de frases grandilocuentes y tomó las riendas de la reunión. Lo más provechoso para los intereses de ambas naciones era la creación de una misión conjunta anglo-francesa de inteligencia cuyo objetivo sería dar con la supuesta arma y desbaratar la cúpula kalikamaísta, llevando a sus responsables ante la justicia.

Mientras el capitán Cumming entraba en detalles, un discreto secretario se coló por la puerta de la sala y se acercó a Karel, susurrándole al oído una frase que llegó hasta mí, que estaba sentada a su lado, con nitidez:

—Lo siento, señor, pero es muy urgente.

Después de rogar a los presentes que le disculpasen, Karel se levantó y abandonó la reunión.

No tardó más de unos minutos en volver. Cuando se encaró a los reunidos y reclamó su atención, me pareció ver que, pese a que su rostro carecía de expresión como el de una estatua, un atisbo de emoción brillaba en sus ojos, justo en ese punto gris que era el único que traslucía sus emociones; ése era su talón de Aquiles.

—Lamento interrumpir, caballeros, pero me acaban de comunicar noticias de suma importancia relativas al asunto que nos ocupa.

21 de enero

Recuerdo, amor mío, que abandonamos la reunión precipitadamente y que aquella misma noche Karel y yo, acompañados por Richard, tomamos el tren hacia Lyon y desde allí fuimos a Ginebra donde nos esperaba, previa recomendación directa de los embajadores en Suiza de Francia e Inglaterra, el inspector jefe de la Brigada Criminal de la Policía Cantonal de Ginebra.

Y es que uno de los informadores del SIS que trabajaba para Karel había tenido noticia de un peculiar crimen acontecido en un palacete a orillas del lago Leman. Se trataba de la muerte de cuatro hombres, de los cuales uno se había suicidado, mientras que los otros tres habían sido brutalmente asesinados —todo ello aparentemente, claro, como corresponde a un caso criminal todavía abierto—. Lo que atrajo la atención del informador era que uno de ellos había pasado las Navidades en el castillo del Gran Duque de Brunstriech. Se trataba del banquero François Dubas.

Cuando Karel me lo contó, no me fue difícil ponerle cara a François Dubas: el hombrecillo que me presentó Borís Illianovich y al que recordaba no por su particular encanto, sino porque tú lo habías tachado de homosexual, una inclinación que no encajaba con aquel personaje bajito, calvo y regordete con pinta de burgués adinerado y financiero sesudo.

Durante buena parte del trayecto me dediqué a leer el informe sobre la secta que la inteligencia británica nos había cedido: ciento cincuenta páginas de informe con todo tipo de detalles sobre el ámbito de actuación, la forma de financiación, la filosofía y la organización interna de los kalikamaístas.

Los miembros integran una sociedad paralela con estamentos claramente definidos y una jerarquía rígida, todo ello basado en conceptos de la filosofía hinduista. La secta abarca un radio de acción mundial. Sólo admite seguidores muy bien seleccionados: personas con un nivel cultural medio-alto y un elevado coeficiente intelectual. Suelen someter a los posibles candidatos a una prueba de selección antes de convertirse en lo que internamente se denomina Zaiksa o neófito, un alumno que va a iniciar su período de formación; se trata del más bajo de sus estamentos. Seguidamente, tras un rito de iniciación (véase página 89) pasan a ser Shishya o iniciados, alumnos que han sido públicamente aceptados por el líder, continuando así con su formación a un nivel más profundo. Los Shishya más destacados también empiezan a ser entrenados para participar en las actividades criminales que contribuyen al sostenimiento financiero de la secta (para más información sobre financiación, véase el apartado «.Financiación», página 51). Los Shishya se organizan en subgrupos al frente de los cuales rige un maestro o Bodhaka, nivel que se puede alcanzar habiendo demostrado un alto grado de purificación espiritual y destacada participación en las acciones en beneficio de la secta. En todo el mundo se pueden contabilizar aproximadamente un millar de Bodhaka, también organizados en grupos según criterios territoriales y bajo la supervisión de un preceptor espiritual o SatGuru. Así, por ejemplo, está el SatGuru de Alemania, el SatGuru de Inglaterra, de Norteamérica, etcétera. El último estamento, la cúpula de poder, el máximo órgano de gobierno, lo componen los ParamaGuru, aquellos que han alcanzado Jnana Pada, el estado de sabiduría. Los ParamaGuru, o preceptores mayores, están liderados por el GuruDeva, el divino y radiante preceptor, y son elegidos por su libre designación…

Más o menos hacia la mitad del informe abandoné la lectura entre aparatosos bostezos. Me estaba aburriendo solemnemente. Quizá sólo estaba cansada, así que lo guardé para una ocasión mejor y después de apoyar la cabeza en el asiento traté de dormir un poco.

En una habitación espartana de la Jefatura Superior de Policía en Ginebra atendíamos a los detalles sobre el suceso que nos facilitaba el inspector Lescaut. Sentada en una incómoda silla de madera que después de doce horas de tren y una noche sin dormir parecía aún más incómoda, observaba una tras otra las fotografías de la escena del crimen, intentando parecer indiferente ante unas imágenes tan desagradables y explícitas. Sin embargo, por algún motivo que a mí se me escapaba, mi actitud de pretendida indiferencia no debía de resultar del todo convincente, de modo que Karel apremió:

—Bien, gracias, inspector. Ya nos hacemos una idea. No será necesario ver más… material. Recapitulemos entonces: se han hallado cuatro cadáveres en una habitación de la casa que corresponde al despacho del señor Dubas. La muerte de uno de ellos, en concreto la del identificado como François Dubas, el propietario, se produjo según los primeros indicios por suicidio. El mismo se disparó con un arma de su propiedad, muriendo en el acto…

—Así es, señor. Presentaba un orificio de bala de entrada en el paladar y de salida en la región frontal superior del cráneo. El recorrido de la bala es el clásico de los disparos con el cañón del arma dentro de la boca —intervino el inspector Lescaut.

—Ya… Bien, los otros tres hombres fueron estrangulados…

El inspector Lescaut, que en diligente cumplimiento de su labor no estaba dispuesto a dejar que se pasase por alto ninguno de los detalles más escabrosos del crimen, precisamente esos que Karel prefería evitar» volvió a intervenir:

—Exactamente. En concreto se utilizó un pañuelo para cada caso; amarillo para más señas. Todos los cuerpos estaban maniatados, tendidos sobre el suelo y presentaban diversos signos de violencia: amoratamiento, quemaduras, cortes… No sólo fueron estrangulados, señor, además fueron torturados y mutilados de forma cruenta.

—Ninguno de ellos ha sido identificado —interrumpió Karel viendo que la descripción se hacía cada vez más florida.

—Todavía no. Los rostros están muy desfigurados y ninguno de ellos llevaba encima ninguna identificación. La única particularidad es que cada uno vestía una túnica.

—Según el informe, las túnicas eran cada una de un color: azul, blanco, marrón y negro. También aquí se menciona que junto al cadáver de monsieur Dubas se ha hallado una nota manuscrita.

—Cierto. Pero todavía no hemos sido capaces de descifrar el contenido; está escrita en una lengua poco corriente.

—¿Tiene la nota? ¿Podríamos verla?

—El original está aquí —afirmó el inspector abriendo la carpeta del caso—. Hemos mandado algunas copias a la universidad para que nos ayuden a traducirla… Aquí la tiene.

Karel tomó el sobre que le entregaba el inspector Lescaut. Tras abrirlo, sacó la nota, la miró brevemente por encima y me la pasó. Se trataba de una cuartilla de papel grueso, de buena calidad, sobre el que se había escrito con trazos rápidos y descuidados una frase en unos caracteres que inmediatamente reconocí como sánscrito.

¿Bhagavad Gita? —preguntó Karel discretamente, casi en un susurro a mi oído.

Asentí y leí en voz alta.

—Akeertim chaapi bhootaani Kathayishyanti te’vyamyaam Sam-bhaaritasya cbaakeertir maranaad artirichyate.

El inspector Lescaut, tras dirigirme una primera mirada de asombro, lanzó otra asertiva a Karel. No hubiera sabido decir qué era lo que más intrigado le tenía: que yo hubiera sido capaz de leer lo que ellos aún no habían conseguido o el significado de las extrañas palabras que salían de mis labios. Casi inmediatamente traduje:

—«Los hombres hablarán de tu deshonor tanto ahora como en tiempos venideros. Y para un hombre noble, el deshonor es peor que la muerte.»

—Una peculiar nota de suicidio —concluyó Karel.

El inspector Lescaut asintió estupefacto mientras recibía de mis manos la nota para que la reintegrase al informe. Convencido de que su papel era prestarnos ayuda e información y no a la inversa, me solicitó con cierto reparo:

—¿Podría… podría apuntar eso, por favor? Le estaría muy agradecido.

—Sí, por supuesto. De todas maneras, también puede añadir a su informe que no se trata de una cita original de monsieur Dubas en un momento de inspiración previo a su muerte, sino de un párrafo de un texto religioso llamado Bbagavad Gíta.

—¿Y por qué escogería monsieur Dubas una forma tan original de justificar su criminal actuación? —pensó en voz alta el inspector Lescaut.

Karel, Richard y yo intercambiamos miradas de complicidad; no íbamos a dar muchas explicaciones pues no era procedente implicar también a la policía suiza en aquel asunto.

—¿Podría ver el informe de la autopsia? —pidió Richard como si así quisiera contribuir a desviar la atención del inspector.

—Sí… sí, claro —concedió un inspector aún atónito, que rebuscó entre los papeles del dossier para entregarle el informe solicitado—. Es un informe provisional. El definitivo aún tardará un par de días.

Richard pasó la vista rápidamente por cada una de las páginas sujetas con un clip.

—Aquí dice que todas las víctimas tenían una gran concentración de THC en el hígado y de barbitúricos en la sangre…

—¿Qué es THC? —quiso saber Karel.

—Es un componente del cannabis. Esos hombres habían consumido hachís o marihuana. Y por el grado de concentración de THC que presentan, diría que eran consumidores habituales.

Karel asintió. Ya había comprendido el posible alcance de ese dato: el hachís era una droga habitualmente consumida por los seguidores kalikamaístas.

—Lo que parece evidente es que se trata de una matanza colectiva de carácter ritual —retomó el inspector el hilo de la conversación—, Monsieur Dubas narcotizó a los demás para que no ofrecieran resistencia, después los maniató y los estranguló. Esto lo hizo en distintas habitaciones. Una vez muertos, trasladó todos los cuerpos a su despacho, los colocó en fila sobre el suelo, les quemó el pecho, les extrajo los ojos y les desfiguró el rostro con un cuchillo. Nada de esto se hizo al azar o de forma casual, todo parece seguir un método, un proceso que tenía una finalidad determinada. Por último, como parte del rito, se tumbó junto a los cadáveres de sus víctimas y se suicidó. El caso presenta todas las características de un asesinato ritual, probablemente llevado a cabo en el curso de una ceremonia pagana. Lamentablemente, el ocultismo, las sectas y las sociedades secretas proliferan con rapidez pasmosa en nuestros días.

Tras un breve silencio, en el que Karel parecía repasar las anotaciones del informe, preguntó:

—¿Sería posible visitar el lugar del crimen?

—Ya los tenemos… ¿Os fijasteis en la estatuilla que había junto a los cadáveres, como presidiendo la escena? Se apreciaba claramente en una de las fotografías.

De camino al palacete de Dubas, situado a orillas del lago Leman, aprovechamos la intimidad del automóvil para intercambiar impresiones. Aunque el inspector se había ofrecido a acompañarnos, nos precedía en el automóvil oficial de la policía.

—Sí. La imagen de KaliKam —respondió Karel a la observación de Richard—. Tiene razón el inspector, se trata de un crimen ritual.

—Y lo que él probablemente no sepa es el significado de muchos de los ritos —añadí—. Por ejemplo, los cadáveres estrangulados con el paño amarillo. En la India así asesinan a sus víctimas los Thugs.

—¿Los asesinos de Kali? —apuntó Karel—. Algo he oído al respecto pero no estoy muy al corriente.

—Se trata de una facción religiosa bastante desconocida cuyo origen parece estar en una antigua leyenda. En los Puranas, los antiguos textos sánscritos, se narra el enfrentamiento entre la diosa Kali y un gran demonio devorador de hombres. En su combate Kali infligía terribles heridas al demonio, pero de cada gota de sangre que derramaba surgía un nuevo monstruo devorador. Entonces, Kali creó de su propio sudor a dos hombres, los primeros Thugs, a los que entregó un paño sagrado de color amarillo, el rumal, con el que ayudaban a la diosa estrangulando a los demonios para no derramar su sangre. Todavía hoy, los Thugs atacan las caravanas de mercaderes, asesinando a todos los testigos con el siniestro rumal. Tras el asesinato, desfiguran los cuerpos, los abren en canal y los entierran en fosas con ayuda de sus piquetas sagradas. Después de esta matanza sangrienta inician un macabro ritual, llamado Tuponee en el que todos los asesinos Thug danzan sobre las tumbas en homenaje a su diosa.

—Son un auténtico quebradero de cabeza para las autoridades británicas en la India, Amenazan todas las rutas comerciales —corroboró Richard—. Lo que está claro es que nos hallamos ante la inmolación del resto de los miembros de la cúpula kalikamaísta, incluido el que mató a Krüffner. Las túnicas de colores, el texto del Bbagavad Gítá, la muerte ritual… La noticia que difundimos en los periódicos ha tenido su efecto: el asesino se ha sentido acorralado y como un escorpión acosado por el fuego se ha clavado el aguijón.

—Podría ser —matizó Karel, mucho más moderado a la hora de extraer conclusiones—. Aunque me pregunto por qué Dubas mató a cada uno de los miembros en habitaciones separadas y los sedó previamente… Si era un crimen ritual, en arrepentimiento por haber conspirado para matar al maestro, ¿por qué parece que los mató en contra de su voluntad?

El automóvil continuó su trayecto por las calles de Ginebra bajo una intensa nevada que volvía más oscura la tarde que se moría. Sobre el lago flotaba una bruma fina y una capa delgada de hielo aprisionaba los barcos que en él dormían. Arrullada por el traqueteo del automóvil y animada por la oscuridad y la falta de sueño, empecé a sentir una modorra invasiva. Un bostezo tímido que acabó en suspiro escapó de mis labios.

—Estás cansada, ¿verdad? —me preguntó tu hermano con la dulzura con la que se habla a los niños al tiempo que deslizaba su mano sobre la mía para apretar mis dedos en un confortante gesto.

La calidez de su tacto y de su voz, la ternura y el mimo que parecía dedicarme me hicieron estremecer, mil mariposas cosquillearon con sus alas mi estómago vacío. Aquello me asustó porque me hizo sentir vulnerable. Pero lo que más me asustó es que ni siquiera me esforcé en disimular mi vulnerabilidad. Por el contrario, giré la mano para encontrar y estrechar nuestras palmas.

—Me imagino que como tú.

—Deberías haberte quedado en París.

—¿Y perderme tanto detalle macabro, gentileza del inspector Lescaut? —bromeé—. Además, ¿quién os habría contado la reveladora historia de los Thugs?

El palacete de François Dubas era una magnífica mansión de estilo renacentista italiano cuyos jardines, dormidos bajo la nieve, acariciaban las aguas heladas del lago Leman. Las antigüedades de toda época y origen que lustraban con su pátina las estancias, las pinturas de reconocidos maestros de varias escuelas que adornaban las paredes, la suntuosidad de los suelos de mármol y la carpintería de maderas nobles, entre otros muchos detalles de opulencia, daban testimonio de la posición acomodada que en vida disfrutara el banquero suizo. Ante tanta belleza, costaba imaginar la escena truculenta que encontró la policía hacía tan sólo unas horas; que sobre las suaves alfombras persas, con sus brillantes colores intactos, yacieran cuatro cadáveres, mutilados y desfigurados.

Después de la actuación de la brigada criminal, en aquel lugar no quedaban más que los restos del cordón policial en torno a unas estancias inmaculadas y exquisitamente exornadas, que habían sido testigos de tan brutal masacre. Por lo demás, nosotros, tras rebuscar en un par de sitios muy concretos, orientados por una finalidad muy específica, reparamos en algunos detalles que a la policía se le habían pasado por alto al ser en cierto modo irrelevantes para su investigación. Fundamentalmente, concentramos nuestros esfuerzos en el dormitorio y en el despacho de Dubas. En el primero Karel halló una túnica roja cuidadosamente doblada al fondo de uno de los armarios del vestidor; la túnica que faltaba para completar el quinteto de la cúpula kalikamaísta; la túnica de Agni, el fuego.

Además, en uno de los cajones de la mesa del despacho, descubrimos un fajo de cartas fechadas en diferentes momentos de los últimos cuatro años. Eran cartas dirigidas a «mi Aryaman», mi íntimo amigo, y firmadas por GuruDeva Akasha, es decir, cartas que Krüffner le había enviado a Dubas como si este fuera su mayor consejero y el confidente de la organización. Las hojeamos allí mismo pero su contenido era muy general: reflexiones de Krüffner sobre diversas materias de carácter trascendental, como la vida, la muerte, la religión; recomendaciones sobre cómo proceder ante determinadas situaciones bastante cotidianas; intercambio de pareceres sobre alguna noticia puntual… Nada especialmente revelador, salvo el hecho, ya de por sí crucial, de ser una prueba clara de que «mi Aryaman», el hombre de confianza, había asesinado a Krüffner. Aquel hombrecillo encorvado, de enorme barriga y gafitas redondas de niño empollón, aquel banquero respetable, depositario de la confianza de inversores adinerados, aquel personaje cuya inconfesable homosexualidad hubiera llevado a tacharle de débil, resultó ser un hábil conspirador, un brutal criminal» un fanático sectario y un frío asesino; el usurpador de la túnica negra de Akasha… Akasha… A-ka-sha…

—Lizka…, ¿en qué piensas?

Una voz como un arrullo me sacó de mi ensimismamiento y me devolvió al asiento en el vagón del tren. De pronto, volví a escuchar los ruidos del ferrocarril y ante mí recuperé la visión de mi propia imagen en el cristal, nítida sobre el fondo de la noche negra en la que me había perdido meditabunda.

—En Akasha… Ese nombre… Tengo la sensación de haberlo oído antes.

—Bueno, Akasha es el éter, el quinto elemento del Panchabhuta. Seguro que de eso te suena.

—Ya. Es posible —admití, sin gran convencimiento.

Karel se agachó, me tomó de la barbilla y me besó suavemente en los labios con aquel ademán protector que últimamente tanto alteraba mi ánimo.

—Vamos a comer algo. Richard ya se ha adelantado a coger mesa.

22 de enero

Te confieso, hermano, que te había visto besarla, Y aquella visión me desquiciaba como una pieza átona de Schoenberg; trompetas estridentes, violines chillones y percusiones desacompasadas que me enfurecían y me deprimían sin solución de continuidad. En vuestro beso comenzó mi cruzada en pos de lo que consideraba me pertenecía. Sentirme un cruzado me ennoblecía más que aceptarme como Caín. Aunque es cierto que ella fue la noble causa que abanderara mi lucha, no lo es menos que en el trasfondo de tal contienda yacía una rivalidad aviesa: la que siempre hubo entre nosotros, una pugna continua por destacar, en la que tú siempre vencías. Salvo entonces; no estaba dispuesto a dejarte ganar. Era ella lo que estaba en juego y ella tenía que ser mía.

¡Cuán necio, pretencioso y ciego fui!

Y es que había olvidado que ella no era ni podía ser de nadie. Ella no era la presa de una cacería: ella no se cobraba, se entregaba voluntariamente. Ella era una diosa, bien lo sabes tú; y los dioses te escogen, no les escoges tú a ellos. Me olvidé de eso al enamorarme de ella.

Había vuelto a insistir para que se viniera conmigo al Ritz. Le había propuesto registrarnos en habitaciones separadas. Pero una vez más ella había rechazado mi propuesta y había decidido ir a su casa. Prefería su pequeño ático, con su acogedor y particular aire bohemio, con su olor a incienso y su luz dorada, pero tan frío y solitario por las mañanas, a las comodidades del lujoso hotel y a mi compañía. Aquello me torturaba tanto como la perspectiva de tener que pasar una noche sin ella. Y no era sólo sexo lo que yo ansiaba y echaba en falta. Era algo más: una necesidad ya no física, sino espiritual. Necesitaba tenerla a mí lado. Necesitaba amanecer junto a ella. Necesitaba estirar el brazo en mitad de la noche y sentirla allí. Necesitaba abrir los ojos por las mañanas y que su bello rostro dormido fuera lo primero que contemplasen. Ella se había convertido en mi luz entre tanta oscuridad, mi esperanza entre tanta desesperación y mi arco iris entre tanto gris. Gracias a ella me atrevía a mirar con optimismo el futuro incierto. Por ella era fuerte ante la adversidad y deseaba sonreír cada día.

Sin embargo… ¡Maldita sea! Ella era también mi dolor y mi angustia; mi desvelo y mi añoranza; mi miedo, mi ansiedad… Pensando en ella descubría sentimientos que no conocía: la pérdida, la desesperación, la ausencia. Descubría mis debilidades, me sentía vulnerable, se tambaleaban mis convicciones y mis principios; todo en lo que había creído y por lo que había luchado dejaba de tener sentido.

¡Dios mío, hermano, mi vida era ella, sólo ella y nada más que ella!… En cambio, ella no era mía y sentía que era más difícil poseerla que meter el mar en un vaso, o encerrar el viento en una caja. Ella era como un espejismo bello y efímero, como un copo de nieve sobre la palma de la mano o el perfume de una flor recién cortada. Ella era la luz del atardecer en el horizonte, la espuma que alborota la cresta de la ola. Ella era un espíritu libre que no se sometería a ninguna atadura, ni siquiera a la dulce atadura del amor.

Y ella… te había besado.

—¡Eso es! ¡Ya lo tengo! —exclamó Lizka de pronto, alterando el silencio del taxi en el que la acompañábamos a su casa y rompiendo así el hilo de mis meditaciones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Richard adelantándoseme.

—¡Akasha! ¡Ya sé dónde he visto yo ese nombre! ¡Akasha! ¡Tenéis que subir conmigo a mi apartamento! Tengo una corazonada.

* * *

Recuerdo, amor mío, que escalé precipitadamente los peldaños irregulares y empinados que ascendían a mi ático, con Karel y Richard escoltándome, intrigados. Rebusqué en el bolso las llaves, esperaba escuchar su característico tintineo; las saqué y las introduje en la cerradura para abrir la puerta. Olvidé las más elementales normas de urbanidad y dejé a mis acompañantes en el rellano de la escalera, entré como un torbellino en la casa y fui derecha al dormitorio. Cuando al llegar de Brunstriech deshice el equipaje, los guardé bajo la mesilla de noche, donde me gustaba tener los libros de cabecera, esos que hojeaba al irme a la cama hasta que el sueño me vencía.

—¡Aquí están! —exclamé triunfal asomando la cabeza por la puerta de la alcoba.

Karel y Richard me miraron desconcertados. Me acerqué a ellos y los reuní en torno a la mesa de la salita que también hacía las veces de comedor. Sobre un bonito y colorido tapete bordado por la tribu Magar del Himalaya dejé dos libros.

—Me los dio Borís Illianovich… vamos, Krüffner, la noche antes de morir —expliqué—. Éste no tiene nada de particular: es un ejemplar en francés de Más allá del bien y del mal de Nietzsche. Pero observad este otro… Fijaos en el autor.

Karel tomó el pequeño libro encuadernado con sencillez en un cuero marrón oscuro. Levantó la cubierta sin título, tan sólo bordeada de un delegado filo dorado, y leyó las dos primeras líneas de la primera página.

La philosophie de Nietzsche. Une étude de A. Kasha… ¡A. Ka-sha! ¡Akasha! ¡El éter!

—¡Otto Krüffner! —coreamos los tres.

—Este libro está escrito por el propio Krüffner y apuesto a que al dármelo no sólo me estaba haciendo un regalo.

—¿Qué quieres decir? —quiso saber Richard.

—¿Recuerdas el libro que intentaron robarme en las Tullerías?

Richard se retrotrajo al momento en el que nos conocimos accidentalmente en el parque, cuando pensaba que yo era una frágil dama que había sido víctima de un intento de robo; cuando creyéndose mi paladín intentó flirtear conmigo como un cadete. Con una expresión indefinible que no me permitió adivinar si aquel recuerdo le resultaba dulce o amargo, o quizá ambas cosas a la vez, se limitó a asentir.

—¿Y recuerdas dónde hallamos la pastilla de hachís?

—Sí, claro, en el int… ¡en el interior del libro! ¿Crees que…?

—Creo que Krüffner, al entregarme el libro, estaba ocultando sus documentos allí donde nadie buscaría jamás, como los dioses de la leyenda.

—Entonces, ¿piensas que hay algún mensaje cifrado en este libro? —apuntó Karel quien, al no haber presenciado nuestro affaire parisino, estaba un poco desorientado.

—No. Creo que los documentos están dentro del libro.

Me volví en busca del costurero de donde saqué unas tijeritas.

—Adelante, Richard —invité acercándoselas—. Tú tienes más maña.

Richard Windfield levantó la cubierta delantera del libro y cuidadosamente, ayudándose de la punta de una de las hojas de las tijeras, fue levantando el papel que estaba pegado por dentro. Cuando terminó la operación dejó al descubierto una tapa hueca en cuyo interior, ocultas con destreza, todos pudimos ver lo que parecían un par de hojas dobladas.

Noté que estaba conteniendo la respiración y a juzgar por el silencio absoluto de la habitación y por sus miradas de entusiasmo refrenado por la cautela supuse que ellos también habían dejado de respirar. Por fin, Richard se atrevió a sacarlas; lentamente, como si temiera romperlas. Las desdobló: uno de sus bordes estaba roto; habían sido arrancadas de un libro.

—Las páginas que faltaban del documento… —murmuró Karel tratando de dominar su excitación.

Richard se las pasó y por encima de su hombro las observamos. Estaban sembradas de números y fórmulas, pocas palabras y muchos símbolos, como un extraño tapiz. Aquello parecía la pizarra de una clase de química o de física y a nuestros ojos inexpertos resultaba más incomprensible que cualquier mensaje cifrado que siguiese un complejo código, pues al menos para descifrar mensajes habíamos sido instruidos.

—Partícula n… U92… ¿radiación?… U238… ¿Qué diablos es esto? —murmuró Karel.

—Mirad aquí —señalé una fórmula que parecía destacar sobre las demás.

Karel leyó:

—Partícula n1 + U235 = CS140 + Rb93 + 3 Partículas n…

—Yo diría que se trata de una fórmula química. U de uranio, Cs de cesio, Rb de rubidio… Son elementos químicos y sus correspondientes valencias, pero nunca había visto nada parecido —añadió Richard.

— ¿Podría ser su arma del holocausto? —pregunté.

Karel meneó la cabeza.

— No lo sé… No lo sé…

27 de enero

Te confieso, hermano, que me costaba concentrarme en mi trabajo. Lo que hasta entonces había sido el objeto de mi existencia se había convertido de pronto en una distracción fastidiosa, que sólo podía soportar porque ella estaba conmigo. Reconozco que emprendí viaje a Manchester animado no por la perspectiva de avanzar en la resolución del caso, sino por otra perspectiva más personal y estimulante: me disponía a dar un paso decisivo.

Encontradas por fin las páginas perdidas, nos vimos obligados a solicitar el asesoramiento de uno de los comités de apoyo al Gobierno francés para resolver el jeroglífico físico y químico que nos planteaba el legado de Krüffnen. A través del comité acudimos a la profesora Curie de la Universidad de París, una experta física galardonada con un premio Nobel, que estaba trabajando en el fenómeno de la radiación. Cuando la profesora Curie examinó la documentación que le llevamos, aparte de mostrarse asombrada con su contenido por razones que prefirió no adelantarnos, nos redirigió al profesor Ernest Rutherford quien según ella era la persona más indicada de todo el panorama científico para ayudarnos, pues estaba especializado en física de la materia que era acerca de lo que versaban los documentos.

Ernest Rutherford era profesor de física en la Universidad de Manchester, hacia donde emprendimos viaje Lizka y yo con los documentos.

El profesor Rutherford era un hombre jovial, de algo más de cuarenta años, al que encontramos en su laboratorio enredando con curiosos aparatos. Precedido por su fama como eminente físico y químico, de lo que daba testimonio el premio Nobel que al igual que a Curie le había sido concedido hacía tan sólo un par de años, me pareció contra todo pronóstico un hombre sencillo y cercano.

—¡Oh, la profesora Curie! Es una mujer extraordinaria, verdaderamente extraordinaria, —para ella fueron sus primeras palabras después de presentar nuestras credenciales—. Me hace un gran honor recomendándome como experto. Eso es algo de lo que me gustaría presumir, se lo aseguro, pero les advierto que sólo soy un hombre corriente. Siéntense, por favor, siéntense. ¿Les apetecería tomar una taza de té?

—No, muchas gracias —contestamos ambos a coro al tiempo que nos contorsionábamos para poder sentarnos en una silla de aula con la mesa incorporada a un brazo.

—Pues bien, ¿y qué es lo que desea el Gobierno de Su Majestad de un hombre corriente como yo?

—Quisiéramos mostrarle algo, profesor Rutherford —le expliqué mientras sacaba de mí portafolios una copia traducida al inglés del contenido del libro rojo de Krüffner, incluyendo las dos hojas separadas, pero sólo entregué al profesor Rutherford estas últimas con su colección de fórmulas y símbolos.

El profesor Rutherford se concentró en su lectura. Paulatinamente fueron desfilando por su rostro concentrado diferentes rictus que iban desde el asombro hasta la incredulidad. Frunció el ceño y arrugó la comisura izquierda de los labios con un peculiar movimiento de su espeso bigote negro. Por fin, suspiró como preámbulo a un dictamen que iba a ser breve.

—Esto es asombroso —murmuró sin levantar la vista de los papeles, magnetizado por su contenido.

—Entonces, ¿sabe qué es lo que significan todas esas fórmulas?

—Hasta donde yo sé, señorita, estas fórmulas son un imposible.

—Pero…

Como buen docente que era, había previsto que su sentencia causaría en nosotros desconcierto. Se trataba de una especie de efecto dramático que parecía perseguir deliberadamente, como si con ello se divirtiese. Con una sonrisa condescendiente, se dispuso a aclararnos algo más sus primeras impresiones.

—Verán. Esto, señores, está más allá de la ciencia que yo conozco. Creo que les será muy ilustrativo si les digo que ahora mismo me siento como si ustedes viniesen directamente del futuro con conocimientos que están muy lejos de las posibilidades del presente. Aquel o aquellos que hayan elaborado este documento están en un estadio de la investigación física y química mucho más avanzado que el de la comunidad científica a la cual me enorgullezco de pertenecer. —El profesor detuvo su discurso y devolvió la vista a los papeles—. Aún no salgo de mi asombro.

Entretanto, nosotros guardábamos prudente silencio, sin atrevernos a hacer comentario alguno sobre la estupefacción de un genio de la ciencia. Cuando Lizka me miró, como esperando de mí alguna reacción, adiviné en su rostro la misma expresión de perplejidad que yo debía de tener.

—¿Puedo preguntar cómo ha llegado esto hasta ustedes?

—Lamento tener que decirle que se trata de información confidencial que no estamos autorizados a facilitar. No obstante, puedo revelarle que tememos se trate de un arma que pueda ser utilizada contra Gran Bretaña y sus aliados en caso de conflicto.

—Ya veo.

—Nos gustaría saber si cree usted que es un arma y si podría decirnos de qué tipo —insinué, esperando que el profesor se decidiese a dar por fin una explicación más clarificadora.

—Sinceramente, no me atrevo a emitir ningún juicio. Necesitaría un tiempo para examinar este documento con detenimiento —declaró rascándose la barbilla.

—Lamentablemente, el tiempo es un recurso escaso en nuestra situación. Comprenderá usted que la urgencia del caso…

—Sí, sí, lo comprendo. Déjenme al menos esta noche. Me gustaría intercambiar impresiones con algunos colegas y…

—¿Colegas? —atajé alarmado—. Entienda que el asunto es muy delicado y de la máxima confidencialidad. Está en juego la seguridad nacional.

—Claro, claro, por supuesto, Pero el profesor Bohr y el profesor Geiger son grandes expertos…

—¿El profesor Geiger? ¿Hans Geiger? Si no me equivoco, es alemán.

—Así es —asintió con seriedad el científico, quien a pesar de su comprensión y su talante colaborador empezaba a sentirse molesto con tanta pega.

—No sería prudente, profesor. No pongo en duda la competencia del profesor Geiger, pero teniendo en cuenta la actual situación política no podemos arriesgarnos.

El profesor Rutherford guardó silencio. Ya no parecía tan jovial como al principio. Se estaba poniendo en entredicho la lealtad de uno de sus colaboradores y eso lo enojaba. Por un momento pensé que se iba a negar a prestarnos su ayuda. Entonces, aquella ventaja femenina que en su día uno de los superiores de Lizka había advertido en ella volvió a entrar en escena en el momento más oportuno. La bellísima mujer se incorporó hacia delante, con las palmas abiertas sobre la mesa y la voz suave, todo en su postura y en su actitud destilaba afabilidad y confianza y compensaba el recelo y la rudeza que yo había mostrado.

—Consúltelo con el profesor Bohr. Seguro que entre los dos pueden ayudarnos a resolver este asunto. Realmente la situación es desesperada. La mitad del mundo civilizado necesita de sus conocimientos, profesor.

Lizka le miraba con suplicante dulzura basta que tras unos tensos segundos de silencio él venció su resistencia.

—Está bien. Vuelvan mañana por la tarde. A las cuatro en punto.

28 de enero

Recuerdo, amor mío, que al día siguiente de nuestro primer e infructuoso encuentro el profesor Rutherford nos reunió en una de las esquinas de su laboratorio, frente a una pizarra que ocupaba toda la pared. Le acompañaba el profesor Niels Bohr, un joven físico danés, no mucho mayor que Karel, que había trabajado con Rutherford en la definición del modelo atómico.

—Les adelantaré, señores, que nos encontramos ante un grandioso descubrimiento científico. En estas dos páginas están resumidos años de investigación, conclusiones que no estoy seguro de que se hubieran podido demostrar aunque las intuyéramos y que parecían reservadas a científicos que todavía están por nacer. Un documento que supone el máximo refinamiento de nuestra ciencia y al mismo tiempo está cargado de destrucción.

La palabra «destrucción» en labios de aquel hombre sabio logró ponerme la piel de gallina. Rutherford tomó una tiza y se acercó a la pizarra.

—Intentare ser lo más ilustrativo y divulgativo posible en mi explicación, pero les advierto que es un tema complejo. Todo se basa en la materia. —Golpeó con los nudillos el marco de madera de la pizarra—. La materia se compone de elementos químicos. Tales elementos se componen a su vez de partículas invisibles que llamamos átomos. Hasta ahora, sabíamos que los átomos estaban a su vez compuestos de partículas aún más pequeñas con carga eléctrica negativa a las que llamamos electrones. El profesor Bohr les expondrá el modelo que con los conocimientos que hasta ahora poseíamos habíamos elaborado.

El profesor Niels Bohr se puso en pie y mientras dibujaba círculos concéntricos en la pizarra explicó:

—Así es. Simplificando, les diré que el átomo se compone de un núcleo y una corteza. En la corteza, alrededor del núcleo, están los electrones que giran en órbitas circulares específicas según los niveles de energía que emiten. Según el documento que nos han traído, el núcleo que creíamos único está también compuesto de otras partículas de dos tipos diferentes: unas, que han llamado protones por ser su carga eléctrica positiva, y otras, que han llamado neutrones por ser su carga eléctrica neutra. Ambas varían en su número según el elemento de la naturaleza de que se trate. Así, van desde el elemento más simple, el hidrógeno, que tiene sólo un protón, hasta el más complejo, aún por descubrir aunque se intuye su existencia.

—¿Cómo es eso posible? —quise saber.

—Porque si hemos descubierto un elemento con, digamos, 53 electrones y otro con 55, forzosamente tiene que existir en la naturaleza uno con 54, aunque no se haya descubierto.

—¿Electrones o protones? —preguntó Karel.

—Esa es una pregunta muy interesante. Según este documento, todo átomo de un mismo elemento tiene el mismo número de electrones que de protones. Sin embargo, el de neutrones puede variar.

—¿Aunque se trate del mismo elemento?

—Sí. Es lo que han llamado isótopos[1] de un elemento: con las mismas propiedades químicas pero diferente masa atómica, es decir, la suma de neutrones y protones.

Al ver que no había más preguntas, ya que el tema nos tenía desbordados, el profesor Rutherford retomó el uso de la palabra.

—Lo más asombroso de todo esto es que quienes elaboraron este documento afirman haber conseguido partir un átomo, dividirlo, O lo que es lo mismo, hacer que un elemento se convierta en otro… Alquimia, señores.

—¿Alquimia? ¿La piedra filosofal? ¿Pueden transformar cualquier objeto en oro? —quiso aclarar Karel, algo escéptico.

—Sí, algo así. Estos señores han descubierto la manera de que un elemento se transforme en otro. Y lo han conseguido aislando y empleando los neutrones. Al lanzar un neutrón, una partícula n, contra un átomo de un elemento, en ocasiones éste se ha dividido dando lugar a otros elementos. En concreto, han experimentado con el uranio, un elemento con 92 electrones y 92 protones. Han golpeado un átomo de uranio con una neutrón y sorprendentemente lo han conseguido dividir en dos elementos: el bario, con 56 electrones, y el kriptón, con 36; entre ambos suman 92, el número de electrones del uranio.

El profesor Rutherford iba recorriendo la pizarra con signos y números, fórmulas y letras. Entonces se detuvo y nos miró.

—Pero lo más increíble (y aquí es donde ustedes, el Gobierno y todos los hombres de paz deberíamos empezar a preocuparnos) es lo que afirman podrían llegar a conseguir, gracias al mágico neutrón.

El eminente científico volvió de nuevo a la pizarra y trazó nuevos signos.

—Según el documento, el uranio tiene tres isótopos (recuerden, átomos del mismo elemento con diferente número de neutrones) pero sólo uno de ellos, el U235, es fácilmente divisible en una reacción que ellos han enunciado de la siguiente manera.

De espaldas a nosotros, el profesor Rutherford reprodujo en la pizarra la fórmula de los documentos…

Neutrones + U235 = CS140 + Rb93 + 3 Neutrones.

… y la subrayó con un sonoro trazo de tiza.

—Es decir, al golpear el núcleo de un átomo de U235 con un neutrón, se divide y se transforma en un átomo de cesio más otro de rubidio y sobran tres neutrones. Esto, que han denominado fisión nuclear, genera una gran cantidad de energía, de modo que si este proceso se lleva a cabo con un solo gramo de U235, se produciría una liberación de energía equivalente a la explosión de 30.000 kilos de dinamita.

El profesor Rutherford se volvió para confirmar que nuestros rostros tenían la expresión de perplejidad y espanto que esperaba.

—Ahí es donde tienen su arma, señores —sentenció.

—Pero… pero eso… ¿eso puede hacerse? —balbuceó Karel, aún bajo los efectos de la impresión.

—Teóricamente sí. Afortunadamente, aún no lo han conseguido, Parece ser que se han enfrentado a dos escollos. Uno, extraer el U235 (el único divisible) del U238 que es el más frecuente en la naturaleza, un proceso caro y difícil. Y el otro es conseguir la reacción de división, ya que para producirla hace falta generar más energía que la que se libera. Este es un problema que podría solventarse con una reacción en cadena a partir de los tres neutrones sobrantes, es decir, que cada uno de éstos golpease a su vez otro átomo de U235, liberando así otros tres neutrones por átomo, es decir, nueve, que éstos golpeasen a su vez nueve átomos y así sucesivamente. Pero sólo puede conseguirse en instalaciones dotadas de un instrumental avanzado y muy costoso. Los bocetos de estas instalaciones, tal y como ellos las imaginan, se encuentran detallados en el anexo final del documento.

—¿Cree usted que podría llegar a conseguirse esa reacción?

—Lamentablemente creo que sí. Lo que no puedo aventurar es el tiempo ni el presupuesto que haría falta. Piensen en el potencial explosivo de un solo kilo de U235.

Karel hizo un cálculo mental rápido.

—Treinta mil toneladas de dinamita —murmuró lentamente, como si estuviera atragantado con esa monstruosidad.

—Suficiente como para reducir a escombros una ciudad del tamaño de Londres —concluyó con solemnidad el profesor Bohr.

El aula quedó en silencio. Ha pasado un ángel, solía decir mi madre. En aquella ocasión debió de tratarse de un demonio, la lengua se me quedó pegada al paladar, las mandíbulas apretadas, el estómago contraído y la barbilla encogida contra el pecho… Mi maestro de yoga habría dicho que todos mis bandhas estaban cerrados. No podía imaginarme la capacidad de destrucción de treinta mil toneladas de dinamita. No quería imaginarme la escena dantesca de una ciudad como Londres arrasada, convertida en cenizas, calcinada, exterminada… ¿Qué mente enferma podría haber ideado una atrocidad así? ¿Cómo era posible que el afable Borís Illianovich que yo había conocido fuera la misma mente criminal, despiadada y monstruosa que conocíamos como Otto Krüffner? Por primera vez, sentí que su muerte era justa. Presa de la ira me dije que yo misma le hubiera matado.

Aquella misma noche Karel y yo emprendimos regreso a Londres para comunicar a nuestros superiores el escalofriante resultado del encuentro con el profesor Rutherford. Hicimos el viaje en silencio, habíamos quedado conmocionados.

Kundalini —pensé en voz alta—; Kundalini es la conexión de la secta con la física atómica. El Kundalini habla de la existencia de los átomos seminales: las partículas ardientes del sol y de la luna que moran en nosotros y que cuando son liberadas nos convierten en seres terriblemente poderosos, casi divinos.

Karel se limitó a asentir sin quitar la vista de la carretera; parecía ausente.

Continué pensando en silencio. ¿Por qué el hombre sólo aspira a alcanzar la dimensión destructiva de la divinidad y no su dimensión creadora, colmada de bondad y benevolencia? ¿Tan atrayente es el mal para el ser humano? Yo sabía que sí. ¿A quién no le ha seducido el mal en algún momento? Como todo el mundo yo también tenía mi parte oscura y había cruzado varias veces la delgada línea que separa el bien del mal ¿Cómo podría yo juzgar a nadie, amor mío? Y hoy, después de todo lo que ha ocurrido, todavía me atrevería menos.

Tres horas después, cuando llevábamos recorridos la mitad de los trescientos kilómetros que separan Manchester de Londres, la noche se cerró sobre las estrechas y retorcidas carreteras. El cansancio acumulado y el frío de la húmeda campiña británica colándose en pleno invierno por las rendijas del automóvil nos empujaron a hacer un alto y pernoctar en el camino.

Escogimos una posada sencilla, situada en el centro de la antigua localidad de Lichfield, en cuya fachada de ladrillo y vigas de madera se abrían como grandes ojos unos ventanales iluminados de luz dorada que dejaban ver unos salones acogedores. Nos registramos como el señor y la señora Smith.

Recuerdo que el comedor era pequeño, apenas tenía cinco o seis mesas. Recuerdo vagamente su tosquedad de madera y piedra y una colección de jarras de cerveza sobre la chimenea. Allí, junto a un fuego vigoroso que desprendía aromas de alcornoque y resina quemados, devoramos con fruición una cena tan sencilla como deliciosa, elaborada con productos frescos de las granjas del lugar: sopa de pollo y fideos, jamón asado con patatas, pudding de manzana y un poco de stilton con oporto.

Silenciosa y abatida, dejé aquel momento en manos de Karel mientras mis oídos aturdidos de ruido de vajilla y cubiertos atrapaban en el aire sus palabras para hallar alivio en su voz; mientras mis manos destempladas de frío reptaban por encima del mantel para buscar la calidez de su tacto; mientras mis ojos velados de sueño trepaban por el borde de la copa para escudriñar su rostro amable… En la embriaguez del agotamiento y el vino, me pareció que la dureza de sus rasgos arios se veía suavizada por unos ojos grises de mirada cálida; las ventanas de su alma.

Karel hablaba y yo callaba y escuchaba, mientras mi mente abotargada por la confusión penetraba en la esencia de su ser: dominante pero respetuoso; moderado en sus reacciones; analítico y observador; sensible ante la injusticia y el abuso de poder; de ánimo protector; vanidoso; independiente; reservado… La palabra frente a la espada; la desconfianza como tarjeta de presentación; el orgullo y la soberbia disfrazados de autosuficiencia; la sensibilidad ahogada en prejuicios pero luchando cada día por salir a flote… Una lectura en el sofá, un solo interpretado al piano, el volante de un automóvil, un whisky al caer la noche; la soledad voluntaria de las almas solitarias… En la embriaguez del agotamiento y el vino, me pareció que la dureza de su temperamento ario se veía suavizada por un corazón cálido; la esencia de su alma.

Únicamente al final de la cena, cuando nos repantingamos en un sofá del pub —Karel delante de un vaso de whisky; el final de su día—, me di cuenta de que él también estaba cansado, de que entre bostezo y bostezo luchaba por mantener los ojos abiertos hasta que finalmente el sueño le venció, sorprendiéndole con la cabeza recostada en el respaldo del sofá y el vaso entre las manos. Entonces, por primera vez, su imagen de hombre duro y frío se desvaneció en un plácido sueño y aquella sencilla derrota de su fortaleza aparentemente imbatible logró enternecerme. Con un beso le saqué de su sopor para que nos retirásemos al amor de la cama en nuestra habitación… En la embriaguez del agotamiento y el vino, me pareció que le quería.

29 de enero

Recuerdo, amor mío, que me desperté en mitad de la noche al sentir su mano bajo el camisón reptando subrepticiamente hacia mi pecho con una caricia estremecedora, Cuando me volví, comprobé que estaba dormido; seguramente sumido en un dulce sueño cargado de delirios eróticos. Sin embargo, mi respuesta a su llamada inconsciente acabó por despertarle, y se encontró con el torso cubierto de besos y deseo.

Después de hacer el amor, ya no pude volver a conciliar el sueño. Como la habitación se había quedado fría, me levanté para resucitar el fuego muerto con un tronco que dejé caer sobre la cama de brasas de la chimenea. Al prender la llama, la habitación se tiñó de una luz anaranjada y el calor acarició mi cuerpo apenas cubierto con una sábana a la cintura. Me senté frente al espejo del tocador, cogí el cepillo y comencé a pasármelo una y otra vez por el pelo, disfrutando del suave masaje; con los ojos cerrados y la mente vacía de cualquier perturbación…

Volví a abrirlos y a través del espejo le vi incorporado sobre las almohadas, con la mirada absorta en mí. Le sonreí. Se levantó de la cama y se cubrió con una bata, atándose despreocupadamente el cinturón. Tomó el cepillo de mis manos y me relevó en la tarea. Pero lo suyo no era un simple cepillado, sino una delicada caricia llena de sensualidad. Karel pasó los dedos por debajo de mis pechos desnudos, como si fueran suaves pinceles que trazaban su curva sobre mi piel. Me estremecí.

—No voy a casarme con Nadjia —anunció de pronto.

No me atreví a abrir los ojos ni a pronunciar palabra alguna. Se hizo un silencio que se me antojó tenso y amenazador por lo que intuí que presagiaba.

—No quiero pasar el resto de mi vida con ninguna persona que no seas tú.

Medí el tiempo de silencio —otro silencio— con mi respiración: inspira… expira… inspira… expira… inspira, expira, inspira, expira…

—Te quiero.

… inspira.

El asalto llegó en forma de amor, como otras veces. Pero entonces logró herir mi fortaleza, debilitar mis defensas y amenazar mi independencia.

Le miré como una víctima mira a su verdugo. Hubiera dicho que su expresión era la propia de quien acaba de confesar un pecado; quizá porque la mía era la de quien se siente ofendida por un pecado.

—Sabes que eso no es posible. Tienes que casarte con ella. Es tu obligación —alegué aun sabiendo que el problema no estaba en Nadjia, sino en mí.

—Las cosas han cambiado. Mi vida ha cambiado. Ya no es una vida vacía que vale la pena sacrificar. ¡Al diablo los hombres necios con sus apetitos de guerra! Si eso es lo que quieren, eso es lo que van a tener y yo ya no puedo hacer nada por evitarlo; ya no quiero hacer nada por evitarlo. Porque yo también he cambiado, Lizka. Ahora quiero un hogar, un lugar al que ansiar volver; quiero formar una familia y tener hijos. Pero, sobre todo, quiero despertar a tu lado todos y cada uno de los días de mi vida. Eso es lo único que tiene sentido para mí.

Me volví en mi asiento y busqué sus ojos. ¡Era terrible! ¡Se había enamorado de mí! Y una vez más, yo no estaba segura de quererle, del mismo modo que nunca había estado segura de querer a nadie… salvo aquella vez que el amor me costó una dolorosa enfermedad que juré no volver a contraer. Con un agrio sentimiento de culpabilidad y tristeza, le tomé de las manos y le hice agacharse junto a mí. Como si se sintiese agotado, enterró la cabeza en mi regazo.

—Tú y yo somos iguales —empecé a decir mientras acariciaba sus ondas del color de la miel—. Por eso se han cruzado nuestros caminos. Los dos valoramos nuestra independencia y nuestra libertad por encima de todo; nos hemos convertido en dos seres solitarios y egoístas. Ese es el precio que pagamos. Pero al menos hemos consagrado nuestras vidas a una causa que creemos superior. Ahora es demasiado tarde para echarse atrás.

Karel levantó la cabeza y me miró. Me desafiaba con sus ojos cargados de amargura y dolor.

—Yo ya no, Lizka. Y no es cierto que sea tarde. No para mí. Pero tú… Es por él, ¿verdad? Te has enamorado de Lars.

Oír tu nombre de sus labios fue como una sacudida, como un temblar de vísceras. Me produjo la sensación que producen las blasfemias, los improperios, las palabras descarnadas.

—Os vi besaros la otra noche.

—Yo he besado a muchos hombres en mi vida —me defendí—, pero me he enamorado de muy pocos.

Aquella tibia respuesta sólo logró empeorar las cosas y de la desesperación pasó a la ira.

Se puso en pie y se alejó de mí para lanzarme unas frases llenas de acritud.

—¡Entonces eso es lo que soy yo! ¡Un número más en tu lista! Ahora entiendo…

—No sigas por ese camino. Sólo conseguirás hacerte más daño —murmuré con dulzura.

—Eso ya es muy difícil.

—¿Qué haces? —pregunté al ver que se ponía precipitadamente el abrigo sobre la bata.

—Necesito tomar el aire.

Se marchó. Y me dejó mirando aquella puerta cerrada con la cabeza y el corazón enzarzados en una discusión llena de miedos y dudas.

Regresó al cabo de una hora. Despierta, pero fingiendo que dormía noté el frío a mi espalda cuando su cuerpo helado se metió entre las sábanas.

31 de enero

Recuerdo, amor mío, que tumbada sobre la cama fijé la vista vacía en el techo. Hacía frío pero no me molestaba; al contrario, parecía tonificar mis nervios destrozados.

Abandoné Lichfield, su posada y a él cuando las luces del amanecer empezaban a recortar sobre el cielo los perfiles de la ciudad. Huía de un despertar hostil, de un desayuno amargo y de un viaje largo. Pero de lo que no pude huir fue del acoso de mis propios fantasmas. Después de casi dos días en los que se sucedieron tres trayectos en tren y uno en ferry hasta el paso de Calais, llegué a mi ático en la calle Saint Sulpice físicamente cansada, moralmente agotada. Sentía que estaba perdiendo las riendas de mi vida, que estaba cometiendo los errores que juré que jamás volvería a cometer, que me estaba volviendo a enamorar.

La flaqueza, el desconcierto, la soledad… fueron mis pretextos para recordar aquel peculiar regalo que me hicieras antes de mi partida de Brunstriech. «Ábrelo sólo cuando me eches de menos», me habías advertido. No estaba segura de que aquél fuera el momento adecuado, aunque lo abrí. Una caja empaquetada con esmero guardaba un pequeño frasco de cristal de roca tallado y gollete de plata del que colgaba una cinta de raso azul. Junto a él, un papel grueso cerrado con lacre. Dejé a un lado el frasco y me concentré en el papel. Roto el lacre, desdoblé la nota: unos párrafos de cuidada caligrafía en tinta negra atrajeron mi lectura.

Cuenta una vieja leyenda del bosque que las gotas de rocío que al amanecer brillan sobre los pétalos de las flores son las lágrimas que las hadas derraman por cada noche que muere.

Abre este frasco y en su perfume hallarás las lágrimas que yo derramo por cada noche que muere sin ti… Toma una gota. Déjala caer en ese hueco al final del cuello en el que tantas veces he perdido mi mirada. Siéntela rodar por tu escote, descender por tu pecho y llegar a dormir en el valle de tu ombligo, allí donde yo sueño con apoyar la cabeza y descansar…

Cierra los ojos. Piensa en mí. Yo pienso en ti cada minuto de mis días, cada segundo de mis noches.

LARS

Con tus palabras, amor mío, me acariciaste la piel, que se erizó; me irritaste los ojos, que se nublaron de lágrimas; y me besaste en los labios, que comenzaron a temblar. Con tus palabras, amor mío, malditas hermosas palabras, despertaste mi sensiblería tanto tiempo aletargada. Dejándome llevar por ella, me desnudé, me volví a tumbar sobre la cama e hice exactamente lo que decías. Mas cuando envuelta en aquel suave perfume de jazmín que caldeó mi habitación con el aroma del verano cerré los ojos, simplemente me dormí, sin poder pensar en nada ni en nadie.

Pronto el sueño devino en pesadilla. Una pesadilla en sangre y oro en la que una imagen burlona de Kali, con su rostro azul, su collar de calaveras, sus ojos desorbitados y su larga lengua colgándole de la boca, me perseguía por un túnel angosto y oscuro. Hallé refugio en la habitación de la posada de Lichfield. En la cama, incorporado sobre las almohadas, me esperaba tu hermano, pero cuando quise acercarme para tocarle no era él, sino tú. Sintiéndome helada de frío, me metí en la cama y al tumbarme, me di cuenta de que me hallaba dentro de una caja de madera a modo de ataúd. Entonces, cinco hombres enmascarados se asomaron, y de sus bocas congeladas en una mueca espantosa brotaban cánticos ceremoniales. Eran cinco hombres que me miraban, cinco hombres que me amenazaban, cinco hombres…

Me desperté de repente entre escalofríos y empapada en sudor. Cuando fui capaz de deshacerme de la pesadilla y volver a la realidad, cinco hombres enmascarados aún permanecían en mi mente, fijos en mis pupilas dilatadas por el miedo.

—¡Cinco hombres!… ¡En la ceremonia del templo de Ottakring no había cuatro, sino cinco hombres!

***

Te confieso, hermano, que yo, que era un hombre sensato, moderado y racional, desde el primer momento había intuido que ella me rechazaría; desde el primer momento había luchado por mantener la mente fría y la boca cerrada. Pero el lado más irracional de mi personalidad había estrangulado con las garras de la pasión la sensatez; cuando me quise dar cuenta, ya estaba enamorado de ella sin remedio. Enamorado como nunca pensé que lo estaría de nadie, me sentía incompleto, quebrantado, inseguro y solo si ella no estaba. Aquella dependencia enfermiza acabaría por matarme, estaba seguro.

Porque me estaba muriendo lentamente desde que ella me había abandonado en la cama de aquella posada, dejando una nota helada sobre la mesilla de noche: «Vuelvo a París». Destrozado, enterré la cara en la almohada no para llorar, sino para buscar el último rastro de su olor.

Pocas veces una velada en casa ajena me había resultado tan tediosa. Pocas veces había encontrado la comida tan insípida, a la anfitriona tan insufrible y a la comitiva tan aburrida. Teniendo en cuenta mi estado de ánimo, jamás debí haber acudido a aquel compromiso que se me presentó al llegar a Londres. Al finalizar la cena y alegando un falso malestar de estómago, excusé mi presencia y me marché a casa.

Aunque la noche era fría y una niebla espesa envolvía las calles, no llovía, por lo que decidí volver caminando. Necesitaba pensar, aclarar mis ideas; maldecir mi suerte y regodearme en la autocompasión. Quería ir tras ella porque me sentía miserable, enfermo, porque yo no era nada sin ella. Pero no lo hice porque la rabia, el orgullo y el rencor me lo impedían.

Y de tal modo anulaban aquellas miserias mis sentidos que tardé un par de manzanas en tener la sensación de que alguien me seguía, escuché el eco de unos pasos sobre la acera que querían confundirse con los míos.

Tap (tap), tap (tap)…

Me volví.

A través de la niebla sólo se adivinaban calles desiertas y mal iluminadas envueltas en humo blanco.

Reanudé el paso con los sentidos en alerta y constaté que persistía la desagradable sensación de una presencia cercana y amenazadora, sibilina en su forma de acecharme, peligrosa por ser invisible, como un gas venenoso. De hecho, la noche era oscura y resultaba fácil ocultarse en una esquina, camuflarse entre la niebla, aprovechar el recodo de un portal…

Con la mano derecha junto al pecho, donde guardaba la pistola, debajo de la chaqueta del frac, apresuré el paso, lanzando continuas miradas por encima del hombro.

Tap (tap), tap (tap), tap (tap), tap (tap)…

El ruido acelerado de mis propias pisadas y su repiqueteante eco sólo conseguían acrecentar mi tensión.

Miraba hacia atrás y no me esperaba que estuviera delante. Al doblar una esquina, una sombra se abalanzó sobre mí. Cayó como un fardo de brea, pesado y pegajoso, rodeándome con los brazos mientras yo, en mitad de la confusión, forcejeaba con mi propia ropa para alcanzar la pistola. De un empujón arrojé a mi agresor contra la pared y sólo al apuntarle con el arma pude ver su cara de espanto y sus manos temblorosas abiertas hacia mí.

Just wanna penny, sir. Just wanna penny —balbuceaba con una mueca de terror en la boca, mostrando una hilera de dientes marrones carcomidos por la caries.

Sólo era un mendigo. Un maldito mendigo borracho.

Bajé el arma. En el bolsillo encontré una moneda que le tiré con más rabia que caridad. Estaba furioso contra él por haberme atropellado y contra mí por haberme asustado. Después, con la tensión aún hormigueando en la punta de los dedos, reemprendí el camino.

Por fin llegué a casa; una típica construcción victoriana de tres plantas en Saville Road. Subí las escaleras hasta alcanzar la puerta principal que me aguardaba tras el velo de niebla. Busque las llaves, pues el servicio ya se habría retirado a dormir. La cerradura cedió y el pestillo resbaló con un estruendo característico en mitad de la noche. Empujé la puerta. Justo entonces sentí la punzada violenta de un objeto a la altura de los riñones. Una voz a mi espalda, tan cerca que casi sentía el golpe de su aliento en el oído, ordenó:

—Será mejor que no se mueva y haga lo que le diga.

Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que estaba siendo víctima de un vulgar atraco. Intentando mantener la calma y parecer tranquilo, pero con la mente puesta en mi pistola, respondí:

—Si lo que quiere es dinero, mi cartera está en el bolsillo interior del abrigo.

—Lo que quiero es que entre usted en la casa con las manos en alto.

—Si no quiere dinero, ¿qué es lo que quiere?

—No creo que se halle en disposición de hacer preguntas. Haga lo que le digo y cierre la boca, ¡vamos!

Consciente de que por el momento no tenía muchas más opciones, decidí obedecer. Lentamente crucé el umbral de la puerta y me introduje en el vestíbulo. La casa estaba silenciosa y prácticamente a oscuras, sólo una pequeña lámpara de mesa en la salita contigua permanecía encendida aguardando mi llegada. Escuché el ruido de la puerta cerrándose suavemente a mi espalda. Casi al mismo tiempo dejé de sentir lo que supuse que era el cañón de la pistola clavado en los riñones.

—Ahora dese la vuelta; muy despacio y sin hacer ninguna tontería.

Quedé enfrentado a mi agresor. Sin embargo, no pude averiguar de quién se trataba, pues ocultaba el rostro con un verdugo de lana. Sólo podía intuir por el tono de su voz que era un hombre joven; además, tomé nota de que su altura y su complexión eran similares a la mías; detalles de suma importancia para sopesar la posibilidad de hacerle frente.

—Quítese la chaqueta y tírela al suelo. Ahora, desabróchese la funda de la pistola, déjela en el suelo y acérquemela de una patada. —Aquel hombre sabía qué terreno pisaba.

—¡Venga!

—Si de todos modos va a matarme, ¿a qué viene tanta historia? —dije mientras le daba una patada a la funda que llegó hasta sus pies.

No se molestó en cogerla, simplemente le puso un pie encima como para comprobar que estaba el arma dentro.

—¡Cállese! —de un bolsillo de su abrigo sacó un objeto pequeño—. Tiene dos opciones: una muerte rápida y sin dolor o pasar antes por una terrible tortura. Si escoge la primera, bébase esto.

Me lanzó un botecito de cristal que amortiguó su caída en una alfombra. Lo miré sin hacer nada.

—Podría gritar. El servicio me oirá —le desafié para darme algo de tiempo.

—Y yo podría dispararle: justo en el estómago. No morirá inmediatamente, desde luego, pero sí que lo hará dentro de una hora, desangrado y entre terribles dolores.

—¿Qué es? —pregunté señalando con la vista el diminuto bote de cristal medio lleno de un líquido transparente.

—Un somnífero. Usted sólo tiene que dormirse que yo me ocuparé de lo demás.

Había sorna en aquellas palabras y mientras las pronunciaba se sacó, hubiera dicho que de la manga como un ilusionista, un pañuelo amarillo. Al instante reconocí el rumed con el que había sido eliminada toda la cúpula kalikamaísta.

—Está bien —accedí con elegancia británica.

Me arrodillé y dirigí las manos hacia el bote… Entonces, con un rápido movimiento, agarré los extremos de la alfombra y tiré con fuerza. El hombre, que estaba encima, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Sonó un disparo al aire antes de que al dar con la espalda en el suelo el impacto le hiciera perder la pistola. Rápidamente me abalancé sobre él para inmovilizarle. Reteniéndole con el peso de mi cuerpo, le quité el verdugo.

Me quedé espantado al comprobar que se trataba de un hombre mucho más joven de lo que había imaginado. De hecho, no era un hombre; era sólo un muchacho de dieciséis o diecisiete años. Con sus ojos azules me miraba entre aterrorizado y enajenado.

—¡¡Tengo una bomba!! ¡¡Llevo una bomba pegada al cuerpo!!

Al oír aquellas palabras, abrí su abrigo: unos seis cartuchos de dinamita envolvían su cuerpo como un chaleco mortífero. Instintivamente, me aparté de su lado, dando un salto hacia atrás.

En aquel momento, el servicio, alertado por el escándalo y el griterío, empezó a agolparse en lo alto de la escalera. Ataviados con ropas de dormir, contemplaban con terror la escena que estaba teniendo lugar en el vestíbulo.

—¡¡Quietos!! ¡¡Que nadie se mueva!! ¡¡Voy a hacer explotar esta bomba!! —gritaba histérico el muchacho.

Mi ayuda de cámara y el mayordomo me miraron. La gobernanta y las doncellas sollozaban abrazadas y yo sentía que la situación se me había escapado de las manos.

—¡No! —exclamé—. Si lo que quieres es matarme coge la pistola y dispara. Pero si haces estallar la bomba, morirá mucha gente inocente.

Le miré fijamente. Su rostro estaba totalmente descompuesto por la excitación. En su cara desencajada empezaban a brillar lágrimas de sudor y en sus ojos, fuera de las órbitas, había miedo. Con una mano trémula sujetaba amenazante el detonador.

—¡¡Fuera todo el mundo!! ¡¡Márchense de aquí ahora mismo!! —ordenó al atemorizado servicio sin soltar el detonador.

Uno a uno, pegados a la pared y sollozantes, comenzaron a bajar por las escaleras en busca de la puerta de atrás. Todos menos mi ayuda de cámara, el fiel Hans, que antes me miró. Sólo cuando yo asentí, siguió al resto.

El muchacho y yo nos quedamos solos en mitad del vestíbulo mirándonos como dos duelistas del salvaje oeste, salvo que en aquel duelo no habría supervivientes. Entendí que únicamente me quedaba una baza por jugar: la de la psicología.

—Te envían ellos, ¿verdad? ¿Eres de la secta?

El muchacho no contestó. Se limitaba a apretar los dientes y la mirada, atenazado por el miedo y la tensión.

—¿Por qué no escogemos ahora la primera opción? Yo escojo morir tras un dulce sueño y tú escoges sobrevivir.

Por un momento creí adivinar la duda asomando por sus pupilas dilatadas a causa de la excitación; creí que sus nudillos blancos aflojaban la fuerza que ejercía sobre el detonador; creí que iba ganando la partida.

—No tiene sentido que te inmoles por mí. No creo que sea así como deseas morir. Ni siquiera creo que sea así como tu dios desea que mueras.

… Y me equivoqué.

—¡¡No me juzgue ni a mí, ni a mi Diosa!!

En sus ojos brilló la ira y la determinación. Entonces, lo vi claro. Salté para tratar de alcanzar la escalera. El gritó: «¡Sea por ti, KaliKama!». Y un estallido violento unido a un destello blanco precedió a la total oscuridad.

2 de febrero

Recuerdo, amor mío, que estaba reunida en el Ministerio de la Guerra con monsieur Quercy, mi superior, cuando recibí una llamada urgente desde Londres. Era Richard.

Tomé el primer tren hacia Calais para desandar el camino que había recorrido tan sólo un par de días antes: abatida al ir, angustiada al volver; aquel camino era un infierno y tu hermano mi demonio. Sólo cuando recorría apresuradamente los pasillos blancos del hospital militar de Saint Mary noté que la tensión me abandonaba y empecé a desfallecer. El calor agobiante, el blanco y el olor a desinfectante me asfixiaban. Richard se detuvo ante una de las puertas de aquella hilera monótona, se apoyó en el manillar y la empujó, cediéndome después el paso. Cuando la atravesé me pareció que una corriente de aire frío me golpeaba la cara y despejaba mi frente.

Estaba en la cama, con la cabeza vuelta hacia la ventana cuyos cristales eran un lienzo de gotas de lluvia enmarañadas. Al oírnos entrar, se giró para mirarnos.

—¿Qué haces tú aquí? —fue su abrupto saludo, acompañado de un no menos abrupto gesto, con el que se decidió a recibirme.

Tenía la cara salpicada de cortes y quemaduras y sobre el pecho dejaba descansar el brazo derecho vendado y en cabestrillo. Al verlo con vida, sentí un inmenso alivio crecer en espiral dentro de mí, como si hubiera recuperado algo que creía perdido, como si hubiera exhalado un suspiro que me oprimía los pulmones y no me dejaba respirar. Incluso hubiera mostrado explícitamente mi alegría: me hubiera lanzado a sus brazos, me hubiera colgado de su cuello para no soltarle jamás y le hubiera cubierto de besos… de no haber sido porque su rudo recibimiento me quitó las ganas.

—Creo… creo que os dejaré solos. Tengo un par de cosas que…

Entre explicaciones incompletas y jugando nerviosamente con su sombrero, Richard abandonó la habitación.

—Eres un grosero —le espeté con frialdad mientras me quitaba el abrigo y los guantes—. Y si no fuera por los cientos de kilómetros que acabo de recorrer por tu culpa, me marcharía ahora mismo.

Como un niño enfurruñado, volvió de nuevo la cabeza para continuar con su contemplación de la ventana.

—Por eso… y porque tengo noticias para ti.

Aunque a tenor de su gesto ceñudo seguía ofuscado por el despecho, había conseguido arrebatarle una mirada de atención. Más todavía no iba a saciar su curiosidad.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté acercándome a la cama.

—Para haber estado a punto de morir, bastante bien, gracias.

—Richard dice que la explosión ha destrozado la casa y que si estás vivo es porque te dio tiempo a ocultarte en el hueco de la escalera.

Karel asintió con el gesto serio y la mirada perdida. Al cabo de un rato, como si ya no hablara conmigo, murmuró:

—Era sólo un crío. Un muchacho de dieciséis años que tendría que estar jugando al fútbol con sus amigos pero al que habían lavado el cerebro para que se cosiera una bomba al cuerpo. La explosión no ha dejado rastro de él…

Sin poder añadir nada que mereciese la pena escuchar, contagiada de su inmensa tristeza, me limité a poner mi mano sobre la suya tratando de reconfortarle. No habían pasado un par de segundos cuando la retiró para servirse un vaso de agua. No creí que tuviera sed.

—Déjame que te ayude —me ofrecí haciendo ademán de coger la jarra.

—No te molestes. Puedo hacerlo solo.

Dejé que su amor propio fuera su medicina y sólo cuando su mano izquierda, torpe y temblorosa, fue incapaz de llevar a cabo esa sencilla operación decidí intervenir.

—¿Has satisfecho ya tu ataque de orgullo o vas a seguir comportándote como un niño?

Le serví el vaso de agua y le ayudé a bebérselo. Cuando posó sus labios sobre el vaso, me fijé en que estaban secos y agrietados, cubiertos de costras. La hinchazón del rostro apenas le permitía abrir el ojo izquierdo; bajo el derecho, le surcaba la mejilla un corte que de haber pasado milímetros más arriba se habría llevado el ojo por delante. Su aspecto me conmovió, le pasé la mano por la frente para retirarle un mechón de pelo.

—Estás caliente. Tienes fiebre.

Dejé la mano sobre su frente áspera y sudorosa, reacia a abandonar el tacto de su piel, aquel calor que me recordaba que seguía vivo, que no lo había perdido. Él sacudió con desgana la cabeza.

—No me hagas esto, por favor. No después de cómo te marchaste, de cómo me dejaste tirado. Ahora no te puedes presentar aquí como si nada hubiera sucedido —me echó en cara posando en mí sus ojos sombríos—. Ahora, cada caricia tuya me duele más que todas estas heridas juntas.

Por fin aparté la mano; que parecía quemarle en la frente.

—Siendo ése tu deseo, entonces, ya no nos queda nada… Ya no hay amistad. Ya no hay comprensión. Ya no hay apoyo.

—Eso es el amor, Y por lo visto para ti nunca lo ha habido. Tú sólo ofertabas sexo.

La frase pretendió ser ofensiva. Y lo fue. Mas no tiene derecho el pecador a sentirse ofendido por la crudeza de su pecado. Me tragué la sensibilidad herida y admití el castigo. Con tanta calma como altivez, repliqué:

—Ya no hay ni siquiera educación.

—¡¿Y qué es lo que tú esperabas que sucediese?, ¿me lo quieres decir?! ¡¿Cuándo ibas a cansarte de esta historia de cama?! ¡¿O ibas a esperar a que me cansase yo?! ¡¿Acaso nunca pensaste que me podía enamorar?! ¿A qué juego estabas jugando?, ¡dime!

—No estaba jugando —fue mi patética defensa, me sentía arrollada por sus acusaciones furibundas, por aquellos gritos repentinos que contrajeron su rostro y que hicieron saltar las costras de su boca; arrollada por la verdad, por esa verdad que duele cuando alguien la desnuda delante de tus narices, por esa verdad que me dejaba a mí misma en cueros, con todas mis miserias al aire.

—¡Oh, vamos, por favor! ¿Qué han sido sino las caricias y los besos, las noches qué…? ¡Un juego despiadado!

¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! ¡Era un juego! Pero… si era un juego, ¿por qué me duele tanto lo que dice?, ¿por qué me duelen su ira y su rechazo?, ¿por qué me duele su dolor? ¿Por qué me duele que el juego acabe así; como siempre ha acabado para mí este juego?

Agaché la cabeza: no tenía más que decir en mi favor. Al grito le sucedió el silencio. Tal vez mi sumisión desde el banquillo de los acusados agotara sus energías, reblandeciera su animosidad.

—Si tú no puedes pertenecer a nadie, Lizka… ¿por qué me has hecho esto?, ¿por qué has consentido que me enamore de ti?

Incapaz de soportar la visión de su derrota, fui yo la que me volví a mirar por la ventana el panorama intensamente verde de los jardines del hospital bajo la lluvia inclemente. No deseaba seguir ahondando en aquel terreno; no deseaba seguir oyéndole decir que estaba enamorado; no deseaba seguir descubriendo que las heridas de su corazón eran más graves que las de su cuerpo y que se las había causado yo… No deseaba seguir hurgando en las entrañas de mi alma: tenía miedo de lo que pudiera encontrar en un lugar tan oscuro.

—Está vivo —hablé—. El asesino de Krüffner está vivo. La masacre de Ginebra ha sido un montaje para despistarnos.

Karel tardó unos segundos en reaccionar, como si le hubiera despertado de un mal sueño para devolverle a una realidad aún peor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque he recordado que en la ceremonia del templo de Ottakring no había cuatro sacerdotes, sino cinco. Por entonces ya habían sustituido a todos los miembros de la cúpula, tanto a Nikolái como a Krüffner. Puede que Dubas sí fuera uno de ellos, pero desde luego no el Aryaman. Sólo ha sido el chivo expiatorio y los otros tres, simples títeres de la función. El verdadero Aryaman, el que mató a Krüffner y lo ha suplantado, preparó toda la farsa y se aseguró de dejar las cartas y las túnicas para inculpar a Dubas. Ahora sigue por ahí suelto y me apuesto algo a que él ha mandado a ese crío, a ese sicario a tu casa para acabar contigo.

Me di la vuelta para mirarle. En su rostro de semblante duro y frío no había la más mínima señal de sorpresa. Su única reacción fue un profundo suspiro.

—Creo que de un modo u otro siempre lo he sabido. Era todo… tan perfecto y tan sencillo. Era todo tan evidente que no podía ser cierto —reflexionó—. Volvemos al principio…

—No del todo. A cada paso que da, con cada movimiento que hace nos da pistas sobre sus intenciones y sobre él mismo. Intuyo que sigue trabajando en la bomba pero no para usarla en una inmolación colectiva de los seguidores de la secta; en eso era precisamente en lo que discrepaba con el maestro y por eso lo asesinó. No es un hombre espiritual y fanático. Es un hombre codicioso que no está dispuesto a perder la vida por ningún dios, sino a enriquecerse utilizando a la secta. Me atrevería a asegurar que lo que quiere es vender la bomba al mejor postor de entre los países beligerantes en la guerra que se avecina. Por eso te quiere muerto, porque sabe que con tu matrimonio con Nadjia estás poniendo trabas al conflicto.

—Si eso es cierto, ella también está en peligro.

—Sí, y ya se están encargando de su seguridad. De momento está oculta en casa de un pariente en Finlandia.

Karel me miraba entre admirado e intrigado. Parecía preguntarse cómo era posible que en tan sólo dos días que había estado fuera de juego hubiera dado tiempo a que sucedieran tantas cosas.

Entretanto, yo pensaba en cómo revelarle mi última sospecha; la más difícil de revelar.

—Karel, yo… yo creo que sé quién puede ser Aryaman.

Sin atreverse a preguntar, me observó con la expectación brillando en sus ojos.

—Es alguien a quien conoces, alguien que sigue de cerca tus movimientos. Es alguien que sabe que vas a casarte con Nadjia y lo que eso supone.

Muchos encajaban en tal descripción; tantos que era imposible que Karel lo intuyese por sí solo eximiéndome a mí de la obligación de desvelárselo. Como queriendo dilatar lo inevitable, con la sensación de que tenía que excusarme por lo que estaba a punto de decir, seguí argumentando hasta llegar a mi conclusión.

—He puesto una conferencia telefónica a Brunstriech para hablar con tu madre. Quería que me hablase sobre los invitados, sobre cómo se confeccionó la lista. Hemos cometido un gran error al pasar por alto una clave fundamental; cómo accedió Otto Krüffner a Brunstriech. ¿Sabes que Lars ni siquiera lo conocía? El me sugirió que tal vez lo habías invitado tú. Descartada esa opción, ya sólo me quedaba tu madre.

Me detuve un instante. Deseaba que Karel dijera algo, pero ni siquiera despegó los labios para pedirme que continuase.

—Ella tampoco fue. «No tengo su dirección en mi agenda», comprobó tu madre. «De modo que no le he podido mandar invitación.» Yo le insistí: «Haz memoria, tía. No es posible que se colase sin más». Y tu madre hizo memoria: «Espera un momento, querida… Ahora que lo mencionas, recuerdo que un par de días antes de venir a Europa me telefoneó y me dijo: Alejandra, querida, abusando de tu generosa hospitalidad me gustaría invitar estas Navidades a unos amigos. Bueno, ¿por qué iba yo a negarme si tenía sitio? Eran tres, sí, recuerdo que eran tres: un profesor de la universidad, un hombre de la banca y ese caballero gordo que me dices, Dios lo tenga en su Gloria». El corazón me dio un vuelco: Krüffner, Dubas y el otro elemento que nos falta. Hemos averiguado que se trata de Frederich Tutschek, catedrático de física de la Universidad Albertina de Kónigsberg. Te suena, ¿verdad?

Karel asintió:

—Krüffner era profesor de sánscrito en la Universidad Albertina.

—«Dime, tía, ¿quién te telefoneó?», le pregunté a Alejandra. «Ya te lo he dicho, querida: mi cuñado, el príncipe Alois.»

Sólo se oía el ruido de la lluvia que era como un crujir de papeles y un tamborileo de dedos. Entraba por la ventana entreabierta junto con una corriente de aire fresco que dejaba en la habitación el olor a tierra mojada. Sólo eso se oía. Aunque la palabra «Alois» había dejado una especie de eco zumbón que únicamente otras palabras podrían acallar.

Pero yo no sabía qué más decir y me limitaba a contemplar a tu hermano que era una imagen congelada, una figura indolente, una presencia ausente.

Aquel color blanco que todo lo cubría, aquel invariable ruido de lluvia y aquella inmovilidad acrecentaban mi nerviosismo; me señalaban como una extraña en un escenario que parecía de cartón, propio de un museo de cera.

—Di algo, por favor —murmuré sin tener la certeza de que me escuchaba.

Todavía tardó un rato en hablar. Y aun así fueron sólo sus labios los que se movieron, como los de un muñeco de ventrílocuo, en aquella habitación estática.

—¿Sabes? De pequeño me llevaba a pasear por la feria del Prater. Qué orgulloso me sentía yo cuando en el tiro al blanco ganaba el premio mayor. Pero lo que más me llenaba de orgullo era aquella vida suya de libro de aventuras. Me encantaban sus historias sobre el Brasil y los viajes en barco, sobre los negritos de la plantación de cacao que no tenían miedo de los animales salvajes de la selva… Mi tío era un hombre fascinante. Yo lo admiraba y lo quería.

—Ya ninguno de nosotros somos lo que éramos hace años —le argumenté con dulzura—. Tampoco tú eres el niño que todo lo miraba con ojos de niño.

Por un momento tuve la sensación de que habían sido mis palabras las que habían devuelto la vida a aquella habitación. El abatimiento mudó el rostro de tu hermano que totalmente agotado se reclinó en la cama, conteniendo una mueca de dolor cuando involuntariamente movió el brazo herido.

—¿Estás bien? Será mejor que me marche para que puedas descansar. En otro momento continuaremos con esto.

Haciendo grandes esfuerzos por recuperar de nuevo su presencia de ánimo y su frialdad (que mantenía todos sus sentimientos personales al margen) y volver a ser el impasible profesional de la inteligencia secreta que se debe a una causa superior, se mostró dispuesto a continuar.

—No, no. Estoy bien… Debemos pensar en cómo vamos a reaccionar nosotros; en cuál debe ser nuestro próximo movimiento.

Casi avergonzada de que ese asunto ya se hubiese debatido sin contar con su intervención, murmuré:

—En realidad, ya tenemos una idea.

—Vaya —dijo sin poder ocultar que se sentía molesto por haber quedado al margen de nuestros planes—. Y ¿cuál es?, si puede saberse.

—Para empezar, hay que adelantar tu boda con Nadjia.

—Yo no pienso…

Poniendo con suavidad los dedos sobre sus labios, atajé su protesta.

—Ssssch… Por favor. Sabes que es la única opción. Y hay que adelantarla por vuestra seguridad; la de Nadjia y la tuya. Yo volveré a Brunstriech. Como Alois estará allí para la boda, lo utilizaré como contacto para confirmar sus intenciones y en qué estado de desarrollo se encuentra la bomba.

Hice una pequeña pausa antes de confesar en un susurro:

—Voy a infiltrarme.

Su reacción fue tan rotunda y violenta como esperaba.

—¡No! ¡No lo consentiré! —exclamó alzando la voz—. ¡Es demasiado peligroso!

—Es necesario.

—¡Pues que lo haga otra persona! Hay decenas de agentes, no tienes por qué ser tú quien lo haga.

—No hay nadie tan preparado, tú lo sabes. Formar a alguien nos llevaría un tiempo que no tenemos. Además, ya está decidido. Quercy y el capitán Cumming están de acuerdo.

En aquel momento, que no se hubiera contado con su opinión sólo fue un motivo más para alimentar su oposición y su enojo.

—¡¿Es que no lo entiendes?! ¡Todos los que lo han intentado han fracasado! ¡Todos están muertos!

—Todos eran hombres. De mí nadie sospechará porque soy una mujer. Puedes estar tranquilo, yo no tengo ninguna intención de morir —le aseguré con una sonrisa para suavizar la tensión.

Sin embargo, él no cedió en su postura. Con el NO escrito en su rostro, advirtió:

—Voy a recomendar que no lo hagas. Todavía soy alguien con voz y voto en esta misión. ¡No voy a consentirlo!

Aquel desafío colmó mi paciencia y no pude evitar estallar.

—¡Y yo voy a recomendar que te retiren del caso! ¡No estás emocionalmente capacitado para seguir en esto! ¡Tú no eres quién para decidir por mí! —grité encarándome con él—. ¡¿Recuerdas?! ¡Ya no nos queda nada! ¡Nada! ¡Mi oferta sólo incluía sexo, tú lo has dicho!

Karel se incorporó violentamente y con la mano sana me agarró con fuerza de un brazo.

—¡Dímelo! ¡Vamos, dímelo! —ordenó furioso.

—Te ruego que me sueltes —mascullé con los dientes apretados de ira.

Pero ni la presión de su mano ni la dureza de su rostro se atenuaban.

—Dime a la cara que no me quieres.

—Suéltame, te he dicho. Me haces daño.

Tras sostener unos segundos mi mirada como si con aquello midiera nuestras fuerzas, aflojó la mano y me soltó.

Sin mediar palabra ni ningún otro gesto, sin mirarlo, rodeé la cama y comencé a recoger mis cosas de la silla.

—¿Qué estás haciendo?

Me puse el abrigo…

—No puedes marcharte. No puedes volver a dejarme así.

… pero al abrocharlo, los botones parecían demasiado grandes y los ojales demasiado pequeños para mis manos temblorosas.

—¡No puedes hacerme esto otra vez, ¿me oyes?!

Intenté calzarme los guantes…

—¡No puedes huir de nuevo!

… pero mis dedos torpes no encontraban los huecos, tan estrechos e intrincados.

—¡Ten el valor de decirme lo que sientes! ¡Ten el valor de decirme que no me quieres! ¡Quiero oír cómo lo dices!

Apremiada por su acoso y aturdida por mis nervios, recogí atropelladamente guantes, sombrero y bolso.

—¡No cruces esa puerta! ¡No te atrevas a hacerlo! ¡Lizka! ¡Lizka!

Un portazo le dejó a él y a sus gritos al otro lado. «¡Lizka, vuelve!», seguí escuchando apoyada en la puerta que era mi parapeto, en la puerta que amortiguaba la furia de sus palabras. «¡Vuelve, maldita sea!… ¡Lizka!» Me sobresalté al escuchar un golpe violento contra la puerta y un ruido de cristales rotos, un reguero de agua me mojó los zapatos. Más yo seguí allí apoyada, con el sombrero y los guantes arrugados entre las manos. Inmóvil. Exhausta.

La oportuna presencia de una enfermera, que enfilaba el pasillo con un carro de medicamentos, consiguió que reuniese el ánimo suficiente para abandonar aquel lugar. Me alejé con paso ligero mientras me enjugaba con los puños las cuatro lágrimas que el orgullo había rendido a las emociones. Al otro lado de la puerta, los gritos habían cesado.

19 de febrero

Te confieso, hermano, que no te culpaba de mi desgracia, créeme. Era ella. Todo mi mundo había quedado reducido a la visión de un catalejo en cuyo final sólo estaba ella: ángel y demonio. Ella era el ángel que había cambiado mi conciencia y mi ser en un proceso tan dulce como puede llegar a ser dulce morir, tan doloroso como siempre es doloroso nacer. Y ella era el demonio que me había abandonado en mitad de la nada: sin valores, sin creencias, sin otra referencia que ella, negada e inalcanzable; y yo, sumido en la desesperación y la duda, era un ser vacío porque ella me había vaciado como se vacía una nuez de su fruto y se tira la cascara. Ella se había llevado esa parte de mí que era el todo; ella había colapsado mi estrella y en su lugar había dejado un agujero negro de preguntas sin respuesta que absorbía toda mi energía, todo mi ser.

¿Por qué?

¿Por qué había hecho de mí un hombre desgraciado y miserable? ¿Por qué había convertido mi libertad en una responsabilidad vana, mi independencia en una condena solitaria y mí autosuficiencia en una invalidez absoluta y permanente? ¿Por qué había entrado en mi vida para salir de ella, dejando el virus de la soledad y el anhelo contaminando mi sangre?

Cada día que pasaba soportando la insoportable realidad de mi existencia y hurtando a escondidas cualquier momento de la suya, las sonrisas que dedicaba a los otros alimentaban mi lascivia prohibida, su mirada esquiva hacía hervir mi deseo y el sonido de su voz, único entre el ruido de la multitud, despertaba mi instinto sexual en realidad nunca dormido. Volver a verla era un martirio difícil de soportar. Tratarla con indiferencia era toda una proeza. Tenerla cerca y contenerme, casi un imposible.

Cada noche que pasaba soportando la insoportable realidad de mi existencia y reviviendo cualquier momento de la suya, su ausencia me torturaba hasta el delirio. Una sucesión armoniosa de curvas de terciopelo, brillantes de humedad, saturaban mis pensamientos y aturdían mi razón; sinuosas danzaban bajo mi cuerpo, excitado con cada roce, convulso con cada acometida. Su rostro esculpido con el cincel del Olimpo dormía conmigo y en mis sueños cargados de erotismo venenoso me obsesionaba en morder la carne de sus labios, dejar que mis dientes se hundieran en ellos como se hunden las palmeras en la arena del desierto, mientras sentía sus largas pestañas besar con un aleteo de mariposa mis mejillas en permanente calentura… Sin embargo, al despertar, estaba solo, tendido en la cama, ahogando gemidos de placer imaginario, ocultando bajo las sábanas erecciones de adolescente enamorado; esquivando las garras de un placer sexual contenido que amenazaba con surcar de arañazos mi piel sudorosa; con la mente perturbada por las tormentosas imágenes de su voluptuosidad, por el recuerdo de su beso abrasador y de su abrazo asfixiante.

Una noche apareció en mis sueños, hermano, como nunca antes había aparecido. Apareció rodeada de nebulosas azules, como una mujer de Kokoschka; rompiendo el oro con su cuerpo, como una musa de Klimt; entre trazos descarnados, como si fuera amante de Schíele… Aquella noche, hermano, creí que había enloquecido: ¡Aquel arte, antes sucio y feo, se había convertido en el reflejo de mi obsesión! ¡Mi mente estaba perturbada como la de aquellos chiflados obscenos! Mi mente estaba perturbada por ella. Y mi mente por ella perturbada había captado toda la belleza y la sensualidad de aquellos retratos que de ella podían haber sido, que en mis sueños de ella eran.

Desde aquel momento supe hasta qué punto ella me había envenenado, me había contaminado, había trastocado mi mundo y mis convicciones. Desde aquel momento me sentí abandonado a mi suerte, como un barco a la deriva en un mar hostil, como un bebé ante una puerta cerrada.

¿Por qué?

¿Por qué se marchó del hospital, cabizbaja y con una confesión en la boca? ¿Por qué en lugar de matarme de un disparo certero había escogido aquella tortura despiadada? ¿Por qué me dejó mirando una puerta cerrada con una esperanza abierta en el corazón? ¿Por qué, si era a ti, hermano, a quien ella amaba?

Contigo paseaba por el bosque las mañanas de tibio sol de invierno antes de comer. Contigo pasaba las tardes gozando de las confesiones junto al fuego. Contigo entrelazaba las manos para bailar sin descanso después de cenar. Y contigo me la imaginaba compartiendo la noche y su refugio oscuro, a cuyo amparo compondríais sinfonías de jadeos y murmullos; pintaríais las sábanas con trazos de deseo y pinceladas de pasión; y leeríais a ojos cerrados y con las manos, así como leen los ciegos, el mensaje de impudor escrito en líneas de vuestros cuerpos. Después, con la llegada del amanecer, la pasión daría paso al amor y su abrazo sereno, sus caricias pausadas y sus besos tiernos…

Lo sabía porque yo lo había vivido, y tú eras el usurpador de mis vivencias.

¿Por qué?

¿Por qué si mi amor había sido grande y noble, dulce y desinteresado, había degenerado en un sentimiento oscuro y perverso? ¿Por qué yo, que me había creído el depositario de la bondad, la generosidad y la virtud de los ángeles, me encontraba sumido en los celos, la amargura y el odio del peor de los demonios? ¿Por qué ella, que me había elevado hasta los cielos, me dejaba caer a los infiernos? ¿Por qué ella, que me había dado la luz, me sumía en la oscuridad? ¿Por qué ella, que había sido mía, se entregaba a otro?

Veros juntos, o lo peor, saberos juntos, me consumía como el fuego al papel, me devoraba por dentro como una tenia voraz, me iba pudriendo como el tiempo pudre la carne muerta. Las palabras que ella te susurraba, las risas que contigo compartía, las manos que te ofrecía, la mirada que posaba en ti, el cuerpo que cada noche te entregaba eran míos, mi más preciada posesión. Y hubiera matado por volver a recuperarlos.

¿Por qué?

¿Por qué el amor es alivio y dolor?, ¿por qué es risa y llanto?, ¿por qué es paz y es guerra?, ¿por qué es vida y muerte? ¿Por qué el amor es la llama que abrasa y el agua que quita la sed?

Porque ella, la diosa del amor y de la muerte, el néctar que envenenaba mi sangre, la luz que cegaba mis ojos y el bálsamo que quemaba mi piel… ella no me había dicho que no me quería.

* * *

Recuerdo, amor mío… Es más fácil recordar los hechos que los pensamientos, pero debes saber qué es lo que yo pensaba.

El príncipe se casa…

Como la gota que cae sobre la piedra hasta horadarla; como el ruido del viento en la ventana que impide conciliar el sueño; como el canto de la chicharra que vuelve más sofocante el calor. El príncipe se casa… El príncipe se casa… El príncipe se casa…

El príncipe se casa…

Yo tenía una misión, eso era todo. Estaba allí, en Brunstriech, para cumplirla y marcharme sin dejar rastro ni recuerdos. Como si fuese un fantasma, de mi paso y de mi presencia sólo quedarían recuerdos borrosos, dignos de ser olvidados por falsos. Cuando todo hubiese acabado, ya nadie querría acordarse de quien no era quien dijo ser, de quien desapareció sin nombre ni identidad… Así debía ser.

Yo tenía una misión, eso era todo. Y sus miradas llenas de rencor y reproches, de lo que nunca me había dicho ni me diría ya, no debían afectarme, no tenían que importarme. Cuando me marchase de allí, todo habría acabado: Brunstriech, la fiesta, mi misión y él.

Sin embargo, no podía evitar sentirle cerca; robar un instante de su imagen al fondo del salón, de sus labios cuando hablaba a otros, de sus ojos cuando no me miraba. No podía evitar recordar su abrazo reconfortante, sus gestos llenos de ternura; aquel hombro sobre el que llorar, sobre el que dormir y sobre el que soñar. No podía evitar sentir la electricidad de sus dedos sobre mi piel y estremecerme con el recuerdo de su apasionado amor. No podía evitar echar de menos los días cálidos y las noches tórridas. No podía evitarlo… salvo cuando estaba contigo, amor mío. Entonces, mi anhelo y mi añoranza se diluían en tus atenciones y en tu desvelo, en tu sonrisa cautivadora y en tus ojos misteriosos, en tus caricias y en tus besos; entonces, ya no sabía si estaba enamorada de él o de ti, de los dos al mismo tiempo o tal vez de ninguno.

Tanta confusión y tanta duda estaban comenzando a afectar a mi templanza y a mi sensatez. Me estaba empezando a distraer. Lo sabía porque las cosas no iban todo lo bien que debían ir. Mi contacto con Alois y por ende mi acercamiento a la secta no se desarrollaban según había previsto. Ante mis insinuaciones y mis acercamientos Alois se mostraba correcto pero distante: solía retirarse a tiempo antes de que yo pudiera avanzar. De modo que libraba yo una guerra peculiar: me enfrentaba a un enemigo escurridizo, a un guerrillero desarmado que en cuanto intuía mi acecho me vencía ocultándose en la maleza para no volver a salir. Mis batallas eran asedios a una fortaleza hermética: no había arqueros en las almenas pero las paredes eran lisas sin ventanas y el portón infranqueable. En el cuerpo a cuerpo, mis armas chocaban con el escudo impenetrable de una indiferencia cortés, de una frivolidad exasperante, de una cautela exagerada. En mi desesperación, a veces me sorprendía a mí misma presionándole en exceso. Podía ser peligroso: un animal acorralado podía tirarse a morder al cuello; un soldado imprudente podía acabar muerto sobre el campo de batalla.

Quizá Karel tenía razón, quizá había llegado el momento de retirarse antes de que fuera demasiado tarde, si es que ya no lo era…

—¿Puedo ofrecerte una taza de té?

Era la primera hora de la mañana, cuando Brunstriech aún dormitaba a la luz mortecina de un amanecer de invierno; la hora tranquila y silenciosa que yo había escogido para, después de mucho insistir, encontrarme con el príncipe Alois y mostrarle algunas asanas de yoga. Con mi atuendo blanco, símbolo de la pureza de alma del yogui, plantada frente a los cristales del invernadero, contemplaba la nieve caer y con sus copos dejaba yo volar mis turbios pensamientos.

Cuando al volverme te vi aparecer entre el verde de la selva particular de la Gran Duquesa Alejandra, me creí en la obligación de sentirme decepcionada por no ser a ti a quien esperaba. Pero, en realidad, me alegré y supe que tu presencia colmaba mis deseos, contenidos por precaución, de tenerte cerca. «Definitivamente, estoy perdiendo facultades para esta misión», me dije mientras sonreía para recibirte.

—¿Qué haces aquí? —te susurré sin acritud, sino más bien expresando una grata sorpresa.

—Sé que no es a mí a quien esperabas. De hecho, me he cruzado por el pasillo con mi tío Alois que me ha contado vuestro secreto.

Mientras hablabas ibas colocando cuidadosamente el servicio de té en un rincón del invernadero: un oasis de hierro forjado y seda, que evocaba los ambientes cálidos y especiados del ryad, el jardín árabe.

—Al saber que venía a reunirse contigo, prácticamente le he obligado a darse la vuelta y a dejarme su lugar a mí.

—Y de nuevo el ciervo se ha ocultado entre la maleza…

—¿Disculpa?

—Nada… una tontería. ¿Es que quieres recibir su clase de yoga?

—Lo cierto es que no puedo desear recibir clases de algo que no sé muy bien lo que es y, por otro lado, tampoco es que tenga muchas ganas de recibir ningún tipo de clase a una hora tan temprana.

Te acercaste y levantaste una de mis manos.

—Simplemente quiero acaparar todo tu tiempo —susurraste tras dejar un beso en mi mano—. Además, no puedo fiarme de Alois; a pesar de su edad, es todo un conquistador. Ven, siéntate. Tomaremos una taza de té: es una mezcla especial que me ha traído de Ceilán un amigo.

Una vez me dejaste entre los mullidos almohadones de un banco, serviste de la tetera un poco de té con aroma a canela. Me lo acercaste con la solicitud y el cuidado del mejor criado; con la sonrisa y la caricia del mejor amante. Mas cuando rocé la porcelana caliente y noté que me quemaba los dedos, empujé sin querer la taza, que cayó al suelo.

—¡Oh, vaya! Lo siento mucho…

Después de disculparme me agaché a recoger los pedazos de porcelana esparcidos en mitad de un charco de té.

—No te preocupes. Yo lo recogeré, podrías cortar… te.

Tu aviso casi premonitorio llegó tarde, pues uno de los afilados bordes ya había surcado la yema de mi dedo índice y una gota de sangre comenzaba a brotar.

—¡Qué torpe estoy!

—Déjame ver.

Delicadamente cogiste mi mano y observaste aquel corte insignificante como si revistiera una gravedad digna del examen de un consejo médico. Presionaste suavemente hasta que hiciste salir más sangre y sin levantar la vista envolviste mi dedo con los labios, chupándolo para limpiarlo.

No sé cuándo empezó. Ni cuándo yo empecé a sentirlo. Quizá al notar el calor de tu boca. Fue entonces cuando te miré y vi que habías cerrado los ojos para entregarte a un extraño placer: jugueteabas con mi dedo dentro de la boca, convirtiendo con naturalidad un mero gesto de primeros auxilios en un acto cargado de erotismo y sensualidad. Al observar tu rostro extasiado, al sentir tu lengua húmeda y el borde terso de tus dientes acariciar mi piel, me quedé bloqueada por la excitación, paralizada a causa de un hormigueo en los nervios. El estómago encogido, los pulmones detenidos, el cerebro adormecido y el corazón henchido.

Me dejé llevar por un completo desfallecimiento y una dulce lasitud mientras me entregaba al deleite de tus besos en mi mano. Tus labios en ascendente caricia por mi brazo. Tus dentelladas suaves en mis hombros. Tu aliento en mi cuello. La punta de tu lengua en el lóbulo de mí oreja. Tu boca ardiendo en mis labios. Poco a poco, sentí cómo el calor se apoderaba de mí piel; el frenesí, de mis nervios; el deseo, de mi razón; el placer, de mi voluntad… y tú, de mí.

Sumisa, te dejé hundir el rostro entre mis pechos y conduje tus manos hasta mi camisa donde empezaste a buscar el acceso al escote, haciéndome cosquillas en cada una de las aberturas que entre botón y botón dejaban al descubierto mi piel.

—Te quiero… Te quiero… Te quiero… —repetías en continuo murmullo entre suspiro y jadeo.

Fue entonces, ante semejante confesión, cuando mi juicio luchó por abrirse camino entre tanta locura, por salir de la prisión de aquel hechizo. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que aquello estaba yendo demasiado lejos, de que un dedo herido podría llegar a gangrenar un corazón.

—No… No… Para, por favor… Por favor… ¡Por favor!

Mi susurro semiinconsciente se convirtió en un grito desesperado hasta que conseguí separarme de ti y recuperar el dominio de mí misma.

Tú me miraste con los ojos vacíos; mostrabas desconcierto y ocultabas frustración.

—¿Qué ocurre? —acertaste a articular con cierta dificultad.

—No puedo… Lo siento, no puedo… —farfullé, cerrándome con torpeza la camisa—. Lo siento…

—Pero ¿por qué?

Había desesperación en el tono de tu voz.

¿Por qué?… ¿Por qué de pronto aquel arrebato de pudor? ¿Por qué aquel temor?… ¿Por qué estrangular mi deseo? ¿Por qué matar el tuyo?… ¿Cómo responder a lo que ni yo misma sabía? ¿Cómo explicar la razón de mi bloqueo, si ni yo misma la conocía? ¿Cómo rechazarte sin herirte?

—Pues… porque… porque… porque no estamos casados —mentí—. No podemos… ya sabes… hacerlo, si no estamos casados.

Primero fue sorpresa, después alivio y, por fin, una sonrisa lo que se asomó por tu rostro.

—¡Ah, es sólo eso! —desdeñaste, como si mí convencionalismo te resultase divertido—. Entonces, cásate conmigo.

—¿Estás de broma?

—Nunca he hablado más en serio.

Y tu gesto, de pronto severo y circunspecto, así lo confirmó.

Me entristeció: realmente me querías y puede que incluso yo también te quisiera. Clavé en el suelo una mirada sombría que no deseaba que tu malinterpretases.

—Mi madre estará encantada de celebrar dos bodas —añadiste tratando de distender el ambiente mientras buscabas desesperadamente mis ojos; habías adivinado mi poco entusiasmo.

Te miré y te sonreí. Intenté que mi sonrisa no pareciera triste.

—Y vivieron felices y comieron perdices. Pero nadie cuenta lo que el príncipe se enfadó cuando supo que la princesa era en realidad una simple costurera. Tú no sabes nada de mí, Lars.

—Princesa o costurera, sé que te quiero. Sé que no puedo imaginar la vida sin ti. No necesito saber más. No quiero saber más.

Con un profundo pesar, negué cabizbaja sin encontrar nada que mereciese la pena decir. Me maldije por haber permitido que las cosas llegaran hasta tales extremos; lamenté no ser quien tú creías que yo era para poder haberte dicho simplemente: sí, yo también te quiero.

Tras un dramático silencio, llegó de tus labios una no menos dramática acusación.

—Te has enamorado de Karel, ¿no es cierto?

Acusada de un delito que nunca quise haber cometido, sorprendida in fraganti con una cuchilla en las venas, aturdida, avergonzada… moví lentamente la cabeza. Así fue mi réplica: tibia.

—No te molestes en negarlo. He visto cómo os miráis, cómo sois capaces de encontraros entre la multitud con los ojos, de desearos con la mirada como si estuvierais solos en el salón, de hacer que todos los demás desaparezcamos de vuestro mundo… He visto cómo él te mira a ti y lo que es peor, cómo tú le miras a él. Yo no necesitaría tus besos ni tus caricias, me sobrarían las palabras, sí tú me mirases como le miras a él. Nada de eso me haría falta para saber que me quieres.

En tus palabras había amargura y dolor y en mis ojos, lágrimas de vergüenza que me esforzaba en contener.

—No puede ser —murmuré.

No podía ser que os quisiera a los dos hermanos; nadie quiere a dos personas a la vez y menos yo que había jurado no volver a amar jamás.

Tú, fingiendo no haberme escuchado, continuaste hablando. Te pusiste en pie para iniciar un paseo nervioso y elevaste el tono de tu discurso tanto como tus pisadas, enérgicas y resonantes.

—Pero lo que más me enfurece de todo este asunto, lo que de verdad me saca de mis casillas es pensar en lo injusta que es la vida y en lo necio que es mi hermano. Porque él, a quien el destino ha puesto en sus manos las estrellas, prefiere arrastrarse por el fango; porque él, en su debilidad, no está dispuesto a luchar por aquello por lo que yo daría mi vida. Y no me digas que es que está obligado a casarse con Nadjia. Ni el más sagrado de los acuerdos matrimoniales sería un obstáculo para mí, si eres tú lo que está en juego.

Tras aquellas duras palabras detuviste tus pasos como un juguete mecánico al que se le ha acabado la cuerda. Te acercaste, me tomaste de la cintura y clavaste tus ojos en los míos.

—Cásate conmigo. A él ya lo has perdido pero me tienes a mí. Cásate conmigo y verás que mi vida sólo tiene sentido si la dedico a hacerte feliz. Con el tiempo llegarás a quererme como le quieres a él. Cásate conmigo, Isabel.

Isabel y no Lizka…

No debía decir que sí, pero no pude decir que no. Permanecí sumida en el silencio y en la podredumbre del engaño, encadenada por la farsa de mi falsa identidad. Fui cobarde y mezquina y enterré la mentira en más mentira.

—Déjame un tiempo para pensarlo. Sólo un poco de tiempo.

20 de febrero

Recuerdo, amor mío, aquella noche trágica: jamás podré olvidarla. La noche antes de la boda de tu hermano…

—Cuando comience la guerra, acontecimiento que han de saber ustedes, caballeros, se presenta cercano e inexorable, pienso abrir uno de los mejores crus de mi bodega e invitarle a usted, mariscal, a brindar por la salud del kaiser.

—Llegado el caso, tendré el placer de sumarme a su invitación con un brindis por la amada patria Francia. Y si me permite un consejo, barón, escoja un vino de la Alsacia antes de que vuelva a ser territorio francés.

Un mariscal Combel tan sardónico como ágil de palabra replicó, sin permitir que se le agriase el trago de coñac, al barón Gottfried de Koéld y su discurso avasallador, cargado de oprobio y provocación. Era habitual en cualquier foro y ocasión que en unos días en que todo el mundo parecía haber perdido el juicio los alemanes se congratulasen con petulancia de la inminencia de un conflicto en Europa. Brunstriech no era una excepción. En realidad, el castillo se me antojaba un teatro en miniatura donde personas de todas las nacionalidades e inclinaciones políticas replicaban lo que al mismo tiempo se despachaba en las cancillerías de todo el mundo, en las calles de todas las ciudades, en los salones de todos los hogares. Brunstriech era el lugar perfecto para palpar en una sola velada el ambiente prebélico que en cada sitio se respiraba con sus propias connotaciones.

Aquella noche, aunque la cena había transcurrido con tranquilidad y entre plato y plato se habían saboreado charlas insustanciales pensadas para no herir ningún tipo de susceptibilidad, la hora del café, al haberse retirado a descansar buena parte de la concurrencia, se volvió más íntima y se mostraba propicia a que aflorase el tema que a todos nos preocupaba. El salón azul de la Gran Duquesa viuda Alejandra de Brunstriech amenazaba con convertirse en el escenario de la primera batalla de la guerra. Afortunadamente, el anciano mariscal Combel tenía temple y esquivaba los envites del barón de Kóeld con un sentido del humor que al alemán le resultaba más ofensivo que cualquier respuesta airada —todo el mundo sabe que no es precisamente el sentido del humor la cualidad más destacable de un germánico—. Al acercarme para servirle un poco de café, comprobé que el barón farfullaba entre dientes a la espera de una nueva ofensiva.

—Pues quiera Dios misericordioso que aún quede suficiente sensatez en el juicio de los hombres para evitar la guerra —apostilló una dama al fondo del salón.

—¡Por el amor de Dios, señora! —se revolvió el barón listo para el combate—. ¡Hay ciertos asuntos que requieren una solución contundente y definitiva!

—No nombren ustedes al Divino Señor, ya que no podemos culparle a Él de la inconsciencia humana —advirtió con tono de sermón un prelado de la Iglesia católica, habitual en las celebraciones de la Gran Duquesa y que a la sazón oficiaría el matrimonio de Karel.

—Lo único que yo sé es que enviamos a nuestros jóvenes al campo de batalla y todo lo que obtenemos de vuelta son listas de bajas en combate; frías relaciones de nombres que esconden vidas destrozadas y familias deshechas —se insistía desde el bando femenino.

—¡Bah, pusilánimes damiselas! ¡Quedaos chismorreando en vuestros salones y dejadnos a los hombres el noble arte de la guerra!

El barón de Kóeld se encargaba de que su presencia corpulenta, su voz grave y su discurso altisonante llenaran el salón. En ese sentido recordaba mucho al kaiser Guillermo, incluso físicamente.

—Ciertamente, no creo que sea necesario dramatizar —intervino un joven de bigotillo fino y esmoquin de corte impecable—. Después de todo, esta crispación obedece únicamente a una disputa familiar entre casas reales. Me permito recordarles que en el funeral de Bertic (ya saben, el rey Eduardo) había nada más y nada menos que nueve monarcas reinantes entre tíos, primos, sobrinos y demás familia. Cuando todos ellos se pongan de acuerdo en sus cuestiones domésticas, la guerra habrá terminado. Apuesto a que para Navidad estaremos todos trinchando el pavo en casa o aquí, en Brunstriech, si como todos los años nuestra querida anfitriona tiene a bien volver a invitarnos.

—En eso tiene parte de razón, muchacho. La guerra durará menos de lo que va a tardar este habano en consumirse —añadió el barón dando una profunda calada a su cigarro puro—. Y tal brevedad obedecerá, sin lugar a dudas, a la supremacía militar de Alemania.

—¡Oh, por todos los Santos, haga el favor! De lo que ya estamos cansados es de la fanfarronería militar alemana. La guerra será corta, sí, pero por la osada manía del kaiser de subestimar a su enemigo. Antes de que se quiera dar cuenta, observará desde el pedestal de su soberbia cómo las tropas alemanas sufren la más rápida y contundente derrota de su historia. ¡Esto no será otro 1870!

Inmediatamente, el salón se llenó de intercambios de pareceres acalorados y vituperios en tonos de voz cada vez más elevados. Pero yo hacía rato que había dejado de escucharlos, desde que una frase absurda había accionado un resorte en mi mente. En segundos, decenas de hechos y razones trataban de conectarse atropelladamente.

—¿Me sirve un poco más de café, por favor?… Isabel… ¡Isabel!

—¿Si?

Recuperé la consciencia de dónde estaba y me encontré con Richard Windfield detrás de una taza vacía.

—¿Está bien?

—Sí… Sí. Escuche, Richard, dígame una cosa: ¿quién sabe que el matrimonio de Karel y Nadjia es concertado? —le susurré aquella pregunta con la máxima discreción.

Sin saber muy bien adonde quería llegar, Richard me respondió, algo confuso:

—Pues… nadie. Quiero decir que nadie salvo ellos, claro. Y bueno, el emperador, el zar, el rey, el primer ministro, el capitán Cumming, También yo… Y usted… Pero ¿por q…?

—¿Nadie de sus familias? —le interrumpí—. ¿Ni siquiera Alejandra?

—No, nadie.

—Ya… ¿Me podría dejar su cigarro? Ese que guarda en el bolsillo.

—Sí, por supuesto. Tenga —solícito sacó un habano del interior de su chaqueta. Al entregármelo, cayó en la cuenta de lo inusual de mi petición—. Pero ¿para qué quiere un cigarro? Usted no fuma… ¿o sí?

—No, no fumo, ¿me disculpa?

Sin darle más explicaciones, le dejé a solas con su perplejidad y abandoné el salón donde el debate había adquirido tintes de combate.

La angustia formaba, ramita a ramita, un nido en la boca de mi estómago, mientras yo buscaba desesperadamente alguna excusa a mis temores y alguna explicación a mis conjeturas. Deseé vehementemente que mi intuición, en raras ocasiones digna de confianza, volviese a fallar una vez más, y mientras recorría apresuradamente los pasillos en dirección a mis habitaciones. Nada más alcanzarlas, encendí el cigarro de Richard, lo dejé sobre una bandeja del tocador a modo de cenicero y me dispuse a cronometrar reloj en mano.

—Pase…

Aún levantado. En el despacho. De pie tras la mesa de caoba. Con un libro abierto entre las manos. Concentrado en su consulta…

Creí que la vista se me nublaba.

Había meditado mi discurso en un intento desesperado de que mis emociones no me traicionasen. Luchando contra la ansiedad y el nerviosismo, también contra la rabia, escogí las palabras que iba a decir, las más adecuadas para mostrar la firmeza y la decisión que necesitaba y que sentía iban a faltarme.

—Tengo que hablar contigo.

Antes de que una simple mirada le diese una oportunidad a mi flaqueza, saqué sin solución de continuidad las frases que tenía en el fondo del estómago.

—Traigo un mensaje para ti: Aryaman: Yadyapyete na pashyanty lobbopabatacbetasah; Kulaksbayakritam dosham mitradohe cha paatakam.

«… ellos con sus mentes obcecadas por la codicia, no tienen ningún reparo en destruir una familia, ni en traicionar a sus propios amigos», te recité pese a saber bien que entendías mis palabras. Y ya no hubo rasgos sino sombras en un rostro oscuro que se alzó hacia el mío como una corriente de aire helado.

—Es de Otto Krüffner. Un mensaje oculto en este libro antes de que lo asesinaras. Sabía que lo buscabas y que tarde o temprano lo encontrarías. Probablemente, sabía que querías matarle desde que en la cacería disparaste deliberadamente y no por accidente contra él. Luego aquella noche… Aquella noche no hubo fallos. Fue un almohadón, ¿verdad? Eso fue lo que silenció tu disparo. Después, yo fui tu marioneta todo el tiempo. Tu coartada perfecta. Y tú. ¿Cómo fuiste capaz? ¿Cómo tuviste la frialdad de abrirte a ti mismo la cabeza? No era un precio demasiado alto si habías de quedar fuera de sospecha cuando sonara el segundo disparo o lo que parecía un disparo… No lo era. Era un simple petardo accionado por una mecha singular que tardó en arder el tiempo que tú necesitabas para tu pantomima: un cigarro. Después, cuando los dos llegamos a la habitación de Krüffner, me hiciste creer que estabas mareado para entrar al baño donde habías dejado tu… artefacto, y así poder deshacerte de él. Ahora encaja todo: el olor a tabaco de la habitación, la pluma del almohadón en el suelo, la ausencia de marcas en el cadáver… Ahora encaja todo.

Por un momento noté que me faltaba el aire, que aquella mirada intimidante y aquel silencio comenzaban a hacer mella en mí. Tragué saliva pero el hueco de mi garganta se había vuelto tan angosto que la voz apenas pasaba por él.

—Tú lo mataste. Tú eres Aryaman. Y ahora, por favor… dime que estoy equivocada, dime que es Alois —murmuré con la voz quebrantada por el agotamiento y el pesar—. Dime algo por lo que más quieras.

La oscuridad de tu rostro pareció atenuarse con una sonrisa. Maldita sonrisa que te delató, pues sólo al verte sonreír volví a reconocerte y la pesadilla recobró su entidad. Cuando sonreíste tu sonrisa fue amarga.

—Sabía que tarde o temprano lo descubrirías. Nadie, ni los demás kamaístas, ni mi hermano y su ridícula pandilla de niños bien que juegan a ser espías tenían la capacidad de conseguirlo. Tú y sólo tú lo conseguirías, siempre lo he sabido.

Aquella rendición sin condiciones me desarmó. ¿Por qué no negabas mi acusación? ¿Por qué no te resistías ante la falacia? Yo no tenía pruebas, no tenía nada; sólo una funesta intuición. ¿Por qué no me decías lo que yo quería oír: que todo eran imaginaciones mías? ¿Por qué me lo estabas haciendo?

—Tú eras especial. Tú no podías formar parte de esto… ¿Por qué? ¿Por qué tú?

—¿Por qué yo? —dabas la sensación de estar preguntándote a ti mismo. Y volviste a sonreír con amargura.

—Es por la bomba, ¿verdad? —te interrumpí porque en realidad no quería escuchar tus excusas: sólo quería que me dijeras que estaba equivocada—. Estás dispuesto a que el mundo quede reducido a escombros sólo para enriquecerte. ¿O es por placer?: el placer de destruir como nos has destruido a todos.

Abandonaste poco a poco, al ritmo de tus lacónicas palabras, el parapeto de la mesa y te fuiste acercando lentamente a mí como quien se aproxima a un oasis en el desierto sin tener la certeza de si se trata de una visión real o un espejismo que se desvanecerá al tocarle.

—La bomba… Sí, sólo es un poco de su propia medicina. Esos hombres necios sólo desean la guerra y eso es lo que tendrán; para eso no necesitan mi ayuda. La bomba estaría dispuesto a regalarla, pues es lo que merecen: son ellos los que encuentran placer en la destrucción, no yo. Tú crees que me guía la codicia, ¿no es cierto? ¡Al diablo la bomba y la maldita guerra! Ninguna vale nada. La bomba ni la tengo ni la quiero. Espero que se pudra con Otto bajo la tierra… ¡¿Es que no lo entiendes?! ¡¿No te das cuenta?! ¿Por qué yo?, me preguntas siendo tú la respuesta. Porque estoy enamorado de ti. ¡Síí ¡Eres tú!: todo lo que he hecho lo he hecho por ti. Y de nada me arrepiento: todos ellos querían interponerse en nuestro camino, separarme de ti. Otto, Karel… Todos debían morir.

¿Yo? ¿Qué clase de perversión era aquélla? ¿Por qué el jurado de aquel juicio en el que yo me creía juez se volvía contra mí para acusarme? Quise sentirme indignada, sin embargo, lograste que me sintiera culpable.

—No te atrevas a mezclarme en tus locuras —me defendí con la rabia entre los dientes, temiendo y rechazando tu contacto cada vez más próximo.

—Tú ya estás metida en esto. Lo has estado desde siempre, desde antes de que nacieras. Es tu destino aunque tú no lo sepas. Tú, amor mío, eres ella: mi diosa del amor y la muerte; mí amada Kali. Otto lo advirtió nada más verte: «Ella es Kali, mi querido Aryaman. Nuestra amada diosa ya está entre nosotros. El momento del holocausto ha llegado». ¡El muy necio quería matarnos a todos! ¡Sacrificarnos inútilmente! No sabía que tú no has venido a nosotros para traer la muerte, sino para dar la vida. Tú y yo crearemos una nueva generación de hombres y mujeres puros de espíritu. De las cenizas de esta guerra sin sentido surgirás para traer la vida nueva y yo te llevaré de la mano. Ese es nuestro destino —concluiste al llegar a mi lado con la mirada cálida puesta sobre mi rostro: la mirada del amor infinito, y privado de razón.

Con los ojos desencajados de las órbitas y sin poder articular palabra a causa de la impresión, me había limitado a escuchar tu increíble exhortación.

—Estás loco…

—Ríndete a tu destino y ven conmigo.

—¡No me toques! —exclamé con una voz débil mientras trataba de zafarme de tu mirada hipnótica y de tu abrazo fuerte, serpenteando como una lombriz entre tus brazos.

—¡Suéltala, Lars!

Detuvimos nuestro forcejeo. La advertencia había llegado alta y clara, mas a mí me pareció lejana y confusa pues había olvidado que en el mundo no sólo estábamos los dos.

Cuando me giré hacia el umbral de la puerta, vi a tu hermano Karel, que te miraba desafiante. Tras él, Richard aparecía como una escolta.

—¡Suéltala!

Te volviste como una bestia: los dientes afilados, la presa entre las garras y unas palabras que fueron como rugidos.

— Fuera de aquí, ¡fuera!

—¡Suéltala te he dicho! —volvió a ordenar tu hermano dando un paso al frente en ademán de aproximarse—. De lo contrario, iré yo a buscarla.

Absorta en la escena, no pude darme cuenta de cómo lo hiciste; de cuál fue la rápida maniobra que te permitió sacar de la nada una pistola y, atrayéndome hacia ti con un brazo que encadenó mi pecho, encañonarme la sien. Casi al instante Karel y Richard te apuntaban con sus armas también salidas de la nada.

Mi corazón latía con una fuerza dolorosa. El sudor me picaba en todo el cuerpo. Las náuseas contrajeron mi estómago. El pánico taponaba mis oídos y como un eco lejano resonaban las palabras que ambos hermanos os lanzabais en vuestro duelo.

—Maldito imbécil. ¡Da un paso más y disparo!

—Vamos, Lars, no empeores más las cosas. Ella no tiene nada que ver en esto.

—¡Ella es mía! ¡¿Lo oyes?! ¡Mía! ¡Tú no puedes arrebatármela! ¡Nadie puede! —gritaste fuera de ti.

—Lars… baja el arma. —Forcé los ojos hasta el extremo de las cuencas para buscar tu imagen a mi espalda. Vi que apretabas las mandíbulas hasta que los huesos se te marcaron en la piel como si quisieran rasgarla; vi que entornabas los párpados como si la luz te quemase las pupilas; vi que tu frente se fruncía en arrugas de determinación. Quería mirarte a ti y sólo a ti, que, mientras con una mano sujetabas la pistola que apuntaba a mi cabeza, con la otra me acariciabas nerviosamente un brazo, pasando una y otra vez el pulgar sobre él; que mientras amenazabas mi vida, me abrazabas contra tu pecho, no como escudo sino como consuelo. Por fin, me devolviste la mirada sin que yo pudiese encontrar en tus ojos nada que me infundiese temor. Supe en cambio que tú habías visto algo en los míos.

—Todo ha terminado, Lars. Baja el arma o también la perderás a ella.

—No seas necio; a ella ya la he perdido —le contestaste a tu hermano mirándome a mí—. Sabes que te quiero y que nunca te haría daño —me susurraste con dulzura al oído—. No tengas miedo.

—No lo tengo —confesé, me sentía ridículamente segura entre tus brazos.

Entonces, sin quitarme la vista de encima, derramando sobre mí tu amor cargado de anhelo y de melancolía, hablaste. Y fueron sólo para mí tus palabras:

—Oh, mi Diosa, mi amada Kali, sean tus ojos mí guía y tu corazón mi morada. Abre tus brazos y recíbeme en ellos, pues es allí donde quiero morir.

El cañón del arma se movió sobre mi piel húmeda y resbaladiza. Y cerré los ojos.

* * *

Te confieso, hermano, que… ¡Dios mío! ¡Te confieso que me siento culpable, maldita sea.

Tan sólo una fracción de segundo. Bastó una insignificante fracción de segundo para que la situación se escapase a mi control. Apenas un instante en el que vi, sin poder hacer nada por evitarlo, cómo te apoyabas la pistola en el corazón y apretabas el gatillo. En el que vi cómo tu cuerpo sin vida se desplomaba entre los brazos de ella. En el que la vi caer contigo al suelo. En el que vi cómo ella abría la boca para exhalar un grito que no escuché y cómo, hincadas las rodillas en la alfombra, llevaba las manos hacia tu pecho donde una rosa roja comenzaba a brotar sobre tu camisa blanca. La vi mirarse los dedos ensangrentados con el horror pintado en el rostro; la vi levantar la vista y clavar en mí sus ojos descompuestos que buscaban desesperados un auxilio, un remedio… una explicación.

Mientras que yo, grotescamente paralizado, boquiabierto, ¡inútil!, ¡ridículo!… y con el arma cautiva entre mis puños petrificados, continuaba apuntándote aunque tú ya estabas muerto. ¡Por todos los diablos! ¡Muerto!

Y ella lloró. Lloró sin consuelo sobre tu cadáver, como si fuera la primera vez en su vida que lloraba.

En la distancia me pareció ver que sonreías y que había paz en tu sonrisa.

25 de febrero

Recuerdo, amor mío, que dejé Brunstriech con el viento, el mismo viento del norte que alzó al vuelo tus cenizas sobre el bosque, perdidas entre los copos de nieve.

Mi misión había terminado: la cúpula kalikamaísta había caído. La secta fue desmantelada y el arma del holocausto encerrada en una caja de seguridad, sin código ni etiqueta, oculta en lo más recóndito de un almacén secreto del Gobierno británico.

Tras de mí sólo quedó una fotografía de la auténtica Isabel de Alsasúa, grapada a un recorte de un periódico argentino que se hacía eco de su boda con un tal Fernando Ocón. De mi puño y letra un escueto «lo siento». No fui capaz de escribir nada más para la Gran Duquesa viuda Alejandra. No fui capaz de escribir nada más para nadie.

1915

Ahora que todo ha acabado, amor mío, ya sabes que te quise y que te quiero. Es demasiado tarde, lo sé, y tu muerte es el castigo de mi indolencia.

¿Qué me queda ahora? Un camino sin destino y una existencia sin ti. Con esta carga viajaré hasta el final de mis días. Hasta entonces, tengo una historia de esperanza en la que apoyarme al andar.

Alguien me dijo una vez, allá donde los vientos arrastran las plegarias de los hombres, donde los dioses moran en las cumbres nevadas de las montañas, donde vivir es aspirar a Dios y morir es encontrarse con El, que la vida es un ciclo que nunca se acaba; siempre que una vida se apaga se ilumina otra en su lugar; ése es el verdadero regalo de los dioses.

Ahora, amor mío, ahora por fin lo entiendo.

* * *

Te confieso, hermano, que no conseguiste sorprenderme: no lo hiciste con tu secreto siniestro; no lo hiciste con tu muerte dramática. Llámalo pálpito fraternal, llámalo reflejo de lo que yo mismo pude haber sido; porque tú y yo éramos las dos caras de la misma moneda. Ambos hemos caminado como funambulistas por esa cuerda floja que es el límite entre el bien y el mal, incluso serpenteado, zigzagueado del lado claro al lado oscuro de la existencia. Ni tú tan villano ni yo tan héroe. Estoy convencido que dimos el paso definitivo más bien por azar que guiados por una voluntad firme. Perdimos el equilibrio ¿De qué lado caí yo? Aún no lo sé. Del opuesto al tuyo.

Ella llegó y nos transformó de tal manera que al irse nos arrancaría la identidad. Tú lo sabías, por eso cuando la perdiste no encontraste otra salida que la muerte. Yo me resistía a admitirlo; siempre dejé sitio para una esperanza ingenua y desesperada.

El día que ella se fue yo también me sentí morir. El amor por ella nos mató a los dos, pero si tú caíste en sus brazos, con una sonrisa en los labios, yo muero apartado de ella, sumido en el dolor. Al final, tú has ganado. Tú siempre ganas.

Te confieso que te odié mientras vivías; y porque sé que ella nunca dejará de quererte, te odio ahora que has muerto.

Que allá donde estés, hermano, tu alma encuentre la paz que le falta a la mía. Ese es el alivio de mi conciencia.