28 de diciembre

Recuerdo, amor mío, el pabellón de caza. Recuerdo la visión de tu espalda mientras me hacías de cicerone, abriéndome camino por el amplio porche de arcos y columnas de granito que lamía el bosque como una lengua de lava. Recuerdo que me acomodaste en el sillón frente a la chimenea de una estancia de campiña inglesa; tapicerías de flores, maderas nobles y porcelana pintada a mano. Recuerdo la mirada disecada del sable, los ojos vacíos del springbook, el guiño sin vida del clan, la caricia muerta del oso a nuestros pies y la vigilancia familiar del venado sobre nuestras cabezas; testigos mudos y convenientes de tu galanteo. En mi memoria siempre habrá un lugar especial para aquel marco romántico y recoleto, rodeado de espesos bosques de cuento, donde el mobiliario acogedor invitaba a intimar trente al valor de la chimenea, justo donde tú y yo habíamos intimado durante nuestra comentada y al parecer tradicional escapada: la de las fresas de diciembre. No recuerdo, amor mío, que hubiéramos hablado de libertad o felicidad… pero eso no me importaba: tú me gustabas.

Estaba claro que el pabellón de caza ofrecía la intimidad y la soledad que no se podía encontrar en Brunstriech en aquella época del año. Aquella mañana, sin embargo, pocos días después de haber estado allí a solas contigo, el pabellón de caza había perdido parte de su encanto de mágico retiro, pues la congregación del castillo se había trasladado en pleno para la jornada de montería. Voces que conversaban en múltiples idiomas y cubiertos que chocaban escandalosamente en la mesa del desayuno habían roto el silencio que yo recordaba; atuendos de tweed y cashmere verde se repartían por todo el espacio; y el olor del café y el tocino frito, junto con los más variados perfumes y esencias, había manchado el olor a limpia soledad.

—… esos burócratas del Gobierno no se dan cuenta de que el país es un hervidero de insatisfacción popular.

Y para colmo, yo sufría la compañía de Nikolái Zagoronov.

Mientras se celebraba el sorteo de puestos, la partida de cazadores, alentada por la emoción de la jornada, soportaba estoicamente el frío helado de la mañana, que se colaba como una lluvia de saetas afiladas por los vanos de la arcada del porche. Los cañones de las armas enfundadas eran, compañeros de jornada rígidos e inexpresivos, aunque más admirados, queridos y respetados que cualquier dama o caballero que igualmente sirviera de acompañante; los perros olisqueaban las botas de los presentes sin atender a clases sociales; los caballos resoplaban vaho blanco en una esquina, eran parte de la comitiva; el servicio y los postores, vestidos con elegante uniformidad, no destacaban entre tanta elegancia más que por su actitud discreta y reverente. El aire olía a maleza, a grasa de rifle y a animal, tanto vivo como muerto (no sé muy bien por qué, pues nadie había disparado todavía a matar). La escena de la cacería se me antojaba un cuadro de Oudry.

Había asumido que tendría que desayunar junto a Nikolái, pero me resistía a tener que soportarle también después del desayuno. Por el contrario, el se debía de creer en la obligación de continuar con la perorata sobre su tema favorito, la que había iniciado con el café y que ahora seguía relatándome casi al oído mientras aguardaba el momento de recoger la papeleta con su puesto.

—Las guerras y el hambre son un caldo de cultivo para los intelectuales y sus ideas revolucionarias. Y sin embargo, el zar y su camarilla de nobles apegados al terruño y la buena vida permanecen en sus palacios de cristal, ajenos a una bomba que está a punto de estallarles en las narices. Represión, represión y más represión es la única alternativa. Las reformas son tibias, tan tibias como la falta de decisión y el miedo con el que se afrontan los problemas. Dejar que la okhrana acabe con un par de revolucionarios es lo más contundente que se les ha ocurrido. Y si no son capaces de reprimir a esa chusma con aspiraciones intelectuales, los capitalistas no podremos sobrevivir…

Como siempre, Nikolái elaboraba la crónica social y política de su amada patria Rusia, haciendo una crítica feroz y nada constructiva desde el desprecio y la soberbia, lo cual convertía su conversación en abyecta, además de aburrida. Sin prestarle demasiada atención, observaba cómo tú te desligabas entre la gente transportando un saco de terciopelo que guardaba el revoltijo de papeletas, cada una con un nombre y número de puesto de los muchos en los que se dividía la mancha a montear aquella mañana. Me sentí bien al ver que te acercabas a ofrecernos la papeleta; me gustaba que te acercaras a mí. Y el placer de tenerte cerca se convirtió en deleite cuando me susurraste:

—Me he enterado de que es la primera vez que cazas. Me encantará que me acompañes en mi puesto.

—Muchas gracias, pero ya le he prometido a Richard Windfield que iría con él —supe que te decepcionaba, pese a que te había rozado la oreja con los labios al hablar.

—Es una lástima, porque te aburrirás más si vas con él que si vienes conmigo.

—No lo dudo. Pero estoy segura de que él se va a divertir el doble que si fuera solo…

Y te alejaste con una sonrisa traviesa como respuesta a mi audaz comentario.

El acceso a nuestro puesto, situado en lo más alto de la mancha, pasaba por un cortadero empinado que parecía peinar el bosque con raya. La trepada, de por sí larga y penosa, se complicaba aún más con un terreno pedregoso de rocas grandes y afiladas. Si se le sumaba el peso de las armas y los petates, la subida se volvía agotadora, sólo apta para cuerpos jóvenes y en forma.

Richard, tú y yo compartíamos el ascenso a la cuerda de la montaña con un variado grupo compuesto por un jadeante y sudoroso Borís Illianovich, Nikolái, un capitán del Ejército húngaro, una dama escocesa precedida por sus hazañas cinegéticas en la sabana africana, el postor y un chucho nervioso y muy dado a olisquear. Todo el camino mortificaste a Richard Windfield con tu actitud solícita y tu flirteo maestro: cargabas con mi escopeta, guardabas mis flancos, cuchicheabas a mi oído, reías cerca de mi cuello; me aislabas del resto del mundo con un muro de encanto y atenciones.

Hasta que en un momento dado el señor Illianovich truncó tu juego. Y es que el pobre tuvo que detenerse y apoyar su cuerpo redondo y pesado, al límite de sus fuerzas, en el tronco de un árbol.

—¿Se encuentra bien?

Entre jadeos para recuperar el aliento, consiguió encontrar un hilo de voz para responderme.

—Sí… Es sólo… sólo que este… este cuerpo es demasiado… pesado para esta cuesta.

El grupo había formado un corro alrededor de Borís y le contemplábamos sin poder hacer gran cosa mientras él reponía líquido con un vivificante trago de agua de la cantimplora.

Fue entonces cuando Nikolái tuvo una idea generosa —lo cual me dejó más que sorprendida no sólo por haber tenido la idea sino por ser tan generosa.

—Señor Illianovich, mi puesto es el siguiente. Apenas deben de quedar unos metros —el postor asintió para corroborarlo—. Me ofrezco a cambiarlo con el suyo.

—¡Oh, no, muchacho! Se lo agradezco mucho, pero no será necesario. Descansaré unos minutos y luego continuare con calma. Ustedes pueden ir avanzando.

—En realidad, creo que lo más sensato es que acepte el amable ofrecimiento de este joven —opinó la dama escocesa, y todos asentimos a coro.

—Insisto, señor Illianovich —apostilló Nikolái.

—Hágalo, Borís. Es lo mejor —le animé yo con dulzura.

—Está bien —cedió por fin—. Muchas gracias, muchacho. Mi viejo corazón le está eternamente agradecido.

Dicho esto, el capitán húngaro cargó con el rifle de Borís y de nuevo emprendimos la marcha sin más incidentes. Salvo el de tu aparente cambio de humor: ya no cuchicheabas a mí oído, ni reías cerca de mi cuello; quizá porque Richard Windfield había aprovechado para tomarme del brazo y expulsarte de mí órbita. Estaba segura de que aquello te fastidiaba.

Una pequeña placa metálica indicaba la situación del puesto. El de Richard y el mío era el último de la cuerda, en lo más alto de la montaña, donde soplaba un aire gélido muy desagradable, aunque al abrigo de los árboles no se notaba tanto. Al llegar, me sentía algo cansada por la caminata así que solté mi carga y me senté sobre una piedra, dejando escapar un suspiro largo y reconfortante. En el silencio del bosque cubierto de nieve que el ruido amortigua, empecé a identificar los sonidos del entorno: el susurro del viento en las copas de los árboles, el rumor confuso de la maleza, el siseo de los movimientos de Richard preparándose para la espera, los ladridos lejanos de las rehalas… Sabía que debía permanecer muy callada para no alertar a las posibles piezas.

—¿Sabe cómo montar la escopeta? —me susurró Richard Windfield, señalando con la mirada el estuche de cuero que había apoyado en un tronco.

—¡Ah!, ¿es que no viene montada?

A Richard le pareció graciosa mi ocurrencia y ahogó el sonido de una carcajada.

—Lo cierto es que no. Venga, le enseñaré cómo hacerlo.

Levantó la funda de la escopeta y de su interior, con cuidado para evitar que chocaran entre sí, extrajo tres piezas de metal y madera.

—Bien, el cañón se encaja en la culata y con un tirón hacia atrás se cierra. Por debajo se desliza esta pieza pequeña de madera y ya está, listo.

Con rapidez y decisión, un click y un clack, el arma quedó montada y Richard me la mostró con orgullo como si hubiera superado una prueba.

—¡Fantástico, Richard! ¡Ha logrado impresionarme! —susurré en un tono jocoso.

Él hizo una reverencia ceremoniosa para seguirme la broma.

—Ahora, si me lo permite, le enseñare a disparar.

—Será un placer —accedí poniéndome en pie.

Richard se colocó a mi espalda, rodeándome con los brazos para dejar la escopeta en mis manos.

—Primero ha de cargarla: se abre así y se introducen un par de cartuchos… Ahora, la culata bien apoyada y firme sobre el hombro, Así, para evitar que al disparar el retroceso la impulse a usted hacia atrás.

—Me sentiría terriblemente ridícula —apostillé.

Su respuesta fue una sonrisa.

—La mano derecha en el gatillo —continuó— y la izquierda sosteniendo el cañón. De este modo, puede moverlo para apuntar. Justo antes de disparar, deslice hacia atrás el seguro…

Sin un motivo aparente, Richard interrumpió bruscamente su lección. Cuando le miré, buscando una explicación a su silencio, me encontré con sus ojos clavados en mí, muy cerca de los míos. Sólo entonces comencé a advertir la presión de sus dedos a través de la ropa.

—¿Qué ocurre?

—Vuelvo a tenerla en mis brazos —habló en un tono bastante menos académico— y… recordaba que la otra noche me vi obligado a dejar algo a medias.

Dejé caer el arma y giré sobre mí misma para tener su rostro delante. Sus brazos rodearon mi cintura.

—Usted y sus trucos de colegial… infantiles pero eficaces.

Apenas pude terminar la frase y ya me había cerrado la boca con los labios, demostrándome en pocos segundos que sabía besar mucho mejor de lo que me había enseñado la otra vez: un beso peculiar el de su labio partido; un roce estimulante el de su cicatriz en mi lengua…

De pronto, un ruido seco de matorrales sobresaltó a Richard. Se separó de mí, dio media vuelta y buscó su rifle para encarárselo. Todo, casi en un solo movimiento.

Los matorrales se agitaron a nuestra espalda y se pudo escuchar un gruñido ronco. Intenté moverme, pero Richard alzó la mano, indicándome que no lo hiciera… Todos los sentidos abiertos, atentos a cualquier señal y… de pronto, una masa informe de color oscuro salió de la maleza y rompió el cortadero en una veloz carrera mientras emitía un gruñido espantoso. Los perros ladraban enloquecidos por el olor cercano de la presa. Richard apretó el gatillo, pero supe que había errado el tiro al ver al animal huir despavorido. Cuando el eco de su disparo resonaba todavía en las cumbres, otro disparo quebró el paisaje. Inmediatamente después, doscientos kilos de jabalí gordo, negro y peludo cayeron a plomo sobre la nieve.

Richard Windfield se volvió hacia mí: su rostro reflejaba el colmo de la sorpresa. Yo todavía encaraba la escopeta. En mi hombro latía el fuerte impacto del arma recién disparada.

—No me ha hecho ninguna gracia que volviesen a interrumpirnos —fue todo lo que se me ocurrió decir en aquel momento.

De nuevo, un par de disparos rompieron el silencio del bosque a lo lejos. Algo más cerca se escuchó el cantar burdo de los cuernos de caza y los ladridos de las rehalas que se afanaban en sacar las piezas. La cacería había comenzado.

* * *

Te confieso, hermano, que te traicioné deliberadamente; que te eché la culpa aunque estaba convencido de que no la tenías. Ni siquiera la compasión que entonces sentí por ti —una rara compasión que nunca habías merecido que sintiese— fue motivo suficiente para dulcificar mi sentencia. Es cierto que evitar males mayores justificaba en parte mi actuación, pero también lo era que no dejé escapar la ocasión de vengarme por todas las veces que tú me sometías a la humillación, al descrédito y al menosprecio. Si tú solías aprovecharte de mi complejo de inferioridad, en esa ocasión fui yo quien saqué ventaja de tu debilidad.

Fue el día de la montería. Harto del frío y de la falta de actividad, había decidido dejar el rifle apoyado en el tronco de un abeto: aquella jornada no dispararía demasiado. El puesto que me había tocado no era en absoluto de los mejores. Pude comprobarlo cuando después de una hora de espera lo único que llegué a ver fueron un par de hembras, las puntas de los cuernos incipientes de un corzo y un conejo despistado. Usando lo que tenía a mi alcance que estuviera seco, encendí un pequeño fuego que devolviese el calor a mis manos y me dispuse a servirme un café.

Apenas había tenido tiempo de desenroscar la tapadera del termo cuando una algarabía inusual de voces mezcladas con los aullidos de varios cuernos de caza me pusieron en alerta. Me asomé con precaución al claro del bosque y vi avanzar a lo lejos a un grupo de postores y rehaleros.

—¡Accidente en la cuerda! ¡Ha habido un accidente en la cuerda!

—¿Qué sucede? —intercepté a uno de ellos.

—La cacería debe interrumpirse, Alteza. Ha habido un accidente, arriba en la cuerda.

Inmediatamente pensé en Richard y en ella, que estaban apostados en la cuerda. También tú tenías allí tu puesto. Pero ella era novata y no me hubiera extrañado, dada su alocada forma de proceder, que hubiese cometido una imprudencia.

—Debe regresar al pabellón, Alteza. Estamos recogiendo todos los puestos.

No tenía ninguna intención de seguir el consejo del diligente postor, No estaba muy lejos de la cuerda, cruzando el bosque hacia el oeste llegaría enseguida.

—¿Qué ha ocurrido?

En cuanto alcancé el primer puesto me apropie de la escena para tranquilizarme. Tú, sentado en una piedra, estabas pálido y desencajado; entre las manos atesorabas una petaca con cuyo contenido destilado de alta graduación pretendías recuperar el color y la calma a tragos. Ella sostenía un pañuelo manchado de sangre y trataba de limpiar una herida en un lado de la cabeza de un no menos pálido y desencajado Borís Illianovich. Nikolái Zagoronov y el capitán Derhazy observaban sin intervenir, mientras que Richard parecía inspeccionarlo todo como un detective de Scotland Yard.

—Un disparo ha alcanzado al señor Illianovich —me explicó este último—. Ha tenido suerte de que sólo le rozara la oreja. Aparentemente a Lars se le ha escapado un tiro cruzado…

—¿Aparentemente? —señalé, sabiendo que habría revisado concienzudamente todos los indicios y no estaba seguro de lo que parecía evidente.

Richard se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, cavilante.

—Bueno, si observas esta muesca en el tronco…

Me mostró en el lateral de un árbol un agujero astillado que lo arañaba de parte a parte, como si la bala hubiera pasado rozándolo. Deslice el dedo por su interior.

—Está hecha por un disparo —concluí.

—Sí. Pero es imposible que se hiciera desde allí, desde donde estaba Lars. El jura y perjura que no ha disparado fuera de su área de tiro… Es un cazador experimentado. Además, aún no he encontrado la bala pero esta muesca es demasiado pequeña para haber sido hecha con la munición del rifle de Lars; si así fuera, se hubiera abierto todo un boquete.

Me pasé la mano por la barbilla, inquieto, Las cosas eran más complicadas de lo que a primera vista parecía. Según aquellos indicios, lo que Richard me estaba insinuando era que tú no habías disparado accidentalmente contra el señor Illianovich sino que alguien había atentado contra su vida de forma intencionada.

—¿Estás sugiriendo que no ha sido un accidente?

—Preferiría que lo fuese.

Te miré. Tu estado de abatimiento era impropio de tu arrogante persona. Pero el tuyo no era un abatimiento físico: parecía moral. Con la mirada vacía de expresión, la boca llena de alcohol, y el rostro demudado, aparentabas estar abstraído de una realidad que te desbordaba. Mereciste mi compasión; por primera vez en tu vida, Pero no dudé en traicionarte.

—Y un accidente deberá ser… —sentencie con mano firme—. Al menos, de forma oficial.

* * *

Recuerdo, amor mío, que el gran salón de baile estaba en plena ebullición… una vez más. Aquel salón que se encontraba en el ala izquierda del castillo, abierto a la parte más hermosa de los jardines, era sin duda la estancia más barroca de todas, lo que por otro lado resultaba muy acorde a su frívolo destino: la diversión.

Alcé la vista sin mover la cabeza para contemplar furtivamente los techos abovedados, cubiertos de hermosos frescos en los que seres mitológicos se mezclaban con humanos inmortales en toda la gama de tonos pastel. Había ninfas, faunos y caballos alados; centauros y unicornios, el animal de la belleza y la juventud eternas. Angelotes regordetes con alitas diminutas desafiaban la ley de la gravedad en su revoloteo, y pastores y mozuelas retozaban en praderas verdes cubiertas de flores. En cambio, fuera hacía tanto frío…

Moví la vista del techo al suelo y me recreé en el brillo del mármol bajo el intenso fulgor de tres enormes arañas de cristal; un mármol que parecía tener luz propia y en cuya superficie se reflejaba la algarabía multicolor que inundaba el lugar.

Después, volví a buscarte por el salón, aunque ya sabía que no estabas, Pero es que no me acostumbraba a tu ausencia: me faltaba tu velo esmeralda sobre mí, el mercadeo de sonrisas por encima del hombro, las palabras que articulabas sordas para que sólo yo pudiera entenderlas… me faltabas tú. Y me torturaba la imagen de tu abatimiento: la arrogancia que te cuadraba el rostro suplantada por sombras que difuminaban tus facciones, la altivez que erguía tu cuerpo quebrantada a la altura de la espalda… y los ojos hundidos.

La cacería me había dejado un amargo sabor de boca: ver tu lado vulnerable. Mas es la debilidad de los hombres fuertes lo que más conmueve a las mujeres…

Suspiré… ¿Quizá lo que me amargaba en la boca era aquel pastel de castaña y naranja? Creí que sabría tan bien como olía. Olía a Navidad, pero sabía a Viernes de Dolores. Perdida en mis propias cavilaciones, me había distraído de la conversación que ocupaba a aquel heterogéneo grupo de intelectuales, políticos, vividores, damas encopetadas, señoritas delicadas y yo, aún por clasificar.

—¡Oh, es un tarambana! Siempre le gustó corretear detrás de las mujeres, lo cual en sí mismo no es censurable, siempre y cuando se trate de mujeres de posición. Pero al muy insensato no se le ocurre otra cosa que dejar en estado a una de las criadas de la casa de sus padres y lo que es peor, ¡se empeña en casarse con ella! No encuentro palabras para describir el disgusto de lord Tremouth quien, como es lógico, le desheredó de inmediato. Ahora dicen que anda por las colonias invirtiendo el poco dinero que tiene en un extraño brebaje de color marrón… ¿Cola Loca puede ser? Algo con un nombre tan obsceno debe de ser pecado o al menos estar abocado al fracaso. ¡Qué vergüenza para la familia!

Entorné los ojos, apenas pude disimular una mueca de disgusto mientras contemplaba la figura alargada y flaca de lady Camilla Banister-Tomkinson. ¿Era ella o era su conversación lo que más me repugnaba? ¿Era su cabello oscuro y de apariencia grasienta, recogido en un moño que —estaba segura— no había deshecho en años, y su rostro de cera derretida y vuelta a solidificar en miles de arrugas; o era su rictus permanentemente soberbio y avinagrado? Era ella en toda su dimensión. Además, lady Camilla olía de forma… extraña; tú no lo habrías notado porque no solías acercarte a mujeres como ella, pero olía como a naftalina, pan quemado y perfume rancio, todo a la vez.

—Ciertamente —intervino un general bigotudo al hilo de la truculenta historia de la mujer—, es una pena. El joven lord Tremouth siempre fue un buen muchacho y un gran cazador.

—El joven ex lord Tremouth, Edgard —puntualizó con su encanto habitual lady Camilla—. Permíteme decirte, además, que en esta vida no todo consiste en ser un buen cazador.

Aquella conversación estaba rebasando el colmo de mi paciencia social y sin esperar aprobación por parte de nadie anuncié formalmente:

—Si me disculpan, voy por más ponche.

—¿Me permite acompañarla? —se ofreció la única persona que parecía haberse percatado de mi retirada.

—Claro, Hervé. Será un placer.

Y tomando discretamente mi brazo, Hervé Dussaud se escabulló conmigo hacia la mesa de las bebidas. Es probable que nunca hubieras reparado en Hervé Dussaud debido a su discreción. Era un joven delgaducho, de tez intensamente blanca, que apenas superaba la veintena. También era tremendamente educado, cortés y de trato agradable, a lo que sin duda contribuía una cara de rasgos tan infantiles que hubiera parecido un colegial de no ser por el cuidado bigotito que sombreaba su labio superior, un mero recurso para dar madurez a su rostro. Monsieur Dussaud provenía de una afamada familia de relojeros suizos. En cierta ocasión que había sido mi compañero de mesa durante la cena, me contó que su padre, Louis Dussaud, había regentado una pequeña relojería en el centro de Ginebra sin otra aspiración que la de continuar con un negocio familiar que acumulaba casi dos siglos de existencia. Sin embargo, un buen día, sus máquinas de precisión cayeron en gracia del emperador austríaco y su fama se extendió como la pólvora por el resto de las casas reinantes europeas. Todos, reyes y reinas, príncipes y princesas, incluso el Papa, querían lucir en las paredes de sus palacios o sacar de los bolsillos de sus chalecos un reloj artesano de la casa Dussaud, fundada en 1726. Así que lo que empezó siendo una pequeña tienda taller, pasó a ser una gran tienda taller, hasta que se convirtió en una gran nave taller a las afueras de Ginebra, donde miles de artesanos trabajaban para proveer a su exigente clientela. Y Louis Dussaud es ahora un caballero adinerado que se codea con lo mejor de la sociedad ginebrina, mientras su hijo Hervé estudiaba ingeniería en Cambridge, hablaba cinco idiomas y jugaba al criquet, al polo o al tenis con lo más selecto de la nobleza europea. Dadas estas circunstancias, resultaba sorprendente que Hervé fuera una persona tratable, mérito atribuible a la innata sencillez de papá Dussaud quien, en el fondo, seguía considerándose un humilde relojero suizo. En más de una ocasión yo había buscado la compañía de Hervé, con quien me gustaba hablar sobre relojería: era un gran coleccionista de piezas antiguas.

Ya junto a la mesa de las bebidas nos acercamos a una atractiva joven que se apoyaba descuidadamente sobre la madera, desatendiendo todas las reglas del buen comportamiento que desde bien pequeña se esforzaron en enseñarle.

—Eleanor, ¿cómo tú sin bailar? —la abordó mientras dejaba sobre la mesa la copa vacía, y sucia de tanto juguetear con ella entre los dedos.

—Estoy observando…

La rebelde aristócrata escocesa sonrió ampliamente sin apartar la vista de un apuesto camarero que, ajeno al examen, pasaba con diligencia una bandeja de rollitos de salmón entre los invitados. Nunca intimaste con Eleanor, pese a ser una mujer muy atractiva. Sólo conociendo a Eleanor puedo explicarme porque. Tú resultabas demasiado convencional para ella y ella demasiado extravagante para ti. Probablemente, desconocías la naturaleza de su extravagancia: educada bajo los principios de la moral más estricta y puritana de la Inglaterra victoriana, algún diablillo malicioso se había apoderado de su espíritu libre y en una especie de rechazo frontal a todo lo que le habían inculcado, sentía una debilidad casi enfermiza por el amor prohibido, fuera de su clase social y, en ocasiones, de lo que se esperaba de su condición sexual, según ella misma me había admitido, no sin cierto orgullo, un día que la sorprendí besándose con la hija del duque de Queensend. Tales inclinaciones le costaban más de un profundo disgusto a su delicada madre y más de un sonoro arranque de ira a su enérgico padre.

—Guapo, ¿no es cierto? —suspiró—. Creo que voy a desmayarme…

Quizá por su apostura desganada, quizá por su palidez, el caso es que Hervé se tomó demasiado en serio su falsa amenaza.

—¡No, no, por Dios, lady Eleanor! ¡No se desmaye!

—Oh, vamos, Hervé, ¿cómo he de decirte que no me llames lady Eleanor? Pareces mi mayordomo.

Y tras la breve reprimenda recobró su aire de femme fátale:

—Se llama Franz, es húngaro, y tengo entendido que es un virtuoso del violín que por algún oscuro motivo ha caído en desgracia. Adoro a los hombres con pasados turbulentos. Suelen tener una personalidad atormentada y un carácter apasionado. Son perfectos para una noche de locura… —vocalizó con sensualidad mientras se estremecía.

—Así que estás deseando probar el virtuosismo de sus dedos —intervine yo acorde al tono de la conversación.

—¡Por supuesto! Largos y firmes sobre mi piel como cuando presionan las cuerdas del violín: suaves y delicados como cuando acarician el arco.

Y mientras las dos nos reíamos abiertamente, contemplé con el rabillo del ojo a un azorado Hervé que hacía rato que había enrojecido.

—Hablando de dedos largos… —señaló Eleanor mirando por encima de mis hombros justo antes de que yo sintiese la presión de unas manos sin pudor sobre mi cintura.

Mademoiselle la latine, por fin la encuentro. Si no fuera porque es imposible, diría que lleva toda la noche huyendo de mí.

Fue una sorpresa muy desagradable descubrir a Nikolái colgado de mí como un mono. Sin ningún miramiento, aparté sus manos ásperas y sudorosas de mi espalda y di un paso atrás, huyendo de un desagradable olor a alcohol y a un perfume que irremediablemente identificaba con él.

—Prometió reservar un baile para mí. ¿O es que lo ha olvidado?

—Oh, no. No podría. Tan sólo esperaba a que usted viniese a recordármelo. Después de todo, no quiero parecerle una mujer fácil.

Nikolái dibujó en su rostro una estúpida sonrisa de complacencia que a mí, por estar tomándole el pelo, me pareció patética.

—Pues aquí estoy: a sus pies.

—En ese caso, será mejor que se levante para que podamos bailar.

Al alejarme hacia la pista de baile con el entusiasmo propio de quien, camina hacia el patíbulo, lancé una última mirada a mis contertulios: Eleanor me sonrió maliciosamente mientras agitaba los dedos en señal de despedida.

El baile fue un tormento. Nikolái había bebido y empezaban a manifestarse los efectos del abuso. Su pronunciación era húmeda y espesa pues salivaba en exceso, y arrastraba las palabras tanto como los pies. Tenía los ojos irritados, le apestaba el aliento y no había soltado la copa ni siquiera para bailar. Además, su acoso físico resultaba continuo y obsceno; casi insalvable.

Afortunadamente, en la torpeza del baile, chocamos con otra pareja y el golpe hizo que la copa de Nikolái le resbalara de la mano y se precipitase contra el suelo, el cristal se rompió en miles de pedacitos que rodaron sobre el mármol como una explosión de fuegos artificiales.

Con el rostro inexpresivo, ignorando al resto de las parejas que se apartaban con miradas de desaprobación, el conde Zagoronov observaba impasible cómo el champán yacía derramado en el suelo.

—Iré por otra copa. Espéreme aquí.

Nikolái giró sobre sus talones y se marchó entre la multitud danzante, tambaleándose como un tentetieso.

Aproveche la oportunidad que el destino me brindaba y me apresuré a escabullirme en busca de una improvisada compañía que me sirviese de refugio. Recorrí el salón con la mirada ágil de un lunático, tratando de localizar una cara amiga, pero no había ninguna en el espacio que mis ojos lograban abarcar. Por el contrario, sólo puede identificar a Nikolái mientras regresaba a mi lado con una sorprendente premura. Un escalofrío recorrió mi cuerpo sólo de pensar en su roce pegajoso. De nuevo, amor mío, volví a lamentar tu ausencia. Tú no hubieras dejado que aquel patoso me volviese a tocar.

De pronto, acorralada como una presa por su cazador, atrapada entre Nikolái y la pared, juré por mis ancestros que no reanudaría aquel maldito baile. Sólo podía huir por un portalón semioculto tras aparatosos cortinajes. Me abalancé sobre el manillar de bronce y aliviada comprobé que cedía, Una maniobra rápida y cautelosa, y desaparecí.

La huida había sido corta pero intensa. Suspiré, volví a acomodarme un tirante del vestido que durante toda la noche se me iba cayendo del hombro y me sacudí la falda como si quisiera limpiar las huellas de Nikolái.

Ante mí se abría un gran pasillo flanqueado de puertas, cuadros y espejos en disposición simétrica. Un hombre corpulento y barbudo, ataviado con un imponente uniforme militar, me seguía con la mirada ceñuda allá donde yo fuera desde la inmovilidad de su pintura. Pensé en buscar otra puerta para regresar al salón y a la fiesta y con tal intención encaminé mis pasos por la alfombra del corredor.

Mas algo serpenteaba por aquella alfombra: unas lejanas notas musicales que parecían haberse escapado por debajo de una puerta cerrada. Unas notas que seguí con cuidado y de puntillas para no pisarlas. Unas notas que al girar la esquina dejaron de arrastrarse y comenzaron a flotar, que me llevaron del oído hasta una puerta. Aquí; susurraban. Aquí han querido encerrarnos, pero nadie puede encerrar la música.

En mitad de aquel pasillo oscuro y solitario, aquella música se me antojó sobrenatural.

* * *

Te confieso, hermano, que aun sin pretenderlo no había podido dejar de pensar en ti en toda la noche. Había algo que me inquietaba además de mi propia conciencia manchada. No obstante, quise achacar mi inquietud al imprevisto incidente durante la cacería. Incluso quise negar la necedad de semejante imputación: estaba acostumbrado a ser testigo impasible de sucesos mil veces más desagradables sin alterar el gesto: sortear la imprevisión y adaptarme con agilidad a acontecimientos cambiantes era parte de mi cometido.

Entonces no quería admitirlo pero lo que me inquietaba eras tú. Jamás te había visto tan trastornado. Tú eras siempre la presencia fuerte y sosegada. —¿Sabes que ni siquiera te había visto nunca ebrio; ni una sola vez en toda mi vida?—. Tú siempre mostrabas una integridad inquebrantable, Y esa perfección tuya a mí me fastidiaba, ya lo sabes.

Sin embargo, al recordar tu imagen durante la mañana —aislado y derrumbado en el suelo, con la cabeza gacha y la mirada enterrada, pensando con terror que habías herido y podías haber matado a una persona—, se me removían las entrañas como las remueve el llanto de un niño. Por fin, había descubierto tu debilidad: que tú, que te creías a salvo del mal, que estabas envanecido de virtudes, habías de pronto descubierto que podías ser víctima de los enredos del diablo. Ese era el motivo de tu trastorno. Así lo creía yo: que de repente habías abierto los ojos a la realidad de este mundo despiadado del que ni siquiera tú podías permanecer al margen… Y yo, que pensaba tener pruebas para demostrar tu inocencia, no te quise sacar de tu error; no quise aliviar tus remordimientos infundados; no te quise decir: tranquilo, hermano, tú no has tenido nada que ver en esto. Yo jamás te llamaba hermano.

Y con esta inquietud en mi conciencia, de noche, había huido, me había refugiado en el ensimismamiento como recurso terapéutico contra mi permanente estado de alteración: el que me tenía vigilante de todo a mi alrededor sin que pudiera encontrar la paz y el sosiego más que cuando buscaba el retiro, el aislamiento físico y espiritual que me procuraban la música o la lectura en la soledad de mi despacho.

Por eso me molestó tanto que ella viniese a profanar mí santuario. Por eso me volví sobresaltado ante el estruendoso ruido de unos aplausos pausados: una impertinente irrupción en mi gabinete, mi música y mi intimidad. No podía ser otra la persona que aplaudía junto a la puerta: ella.

—No te he oído entrar.

—Lo que tocabas… Es precioso. Nunca antes lo había escuchado.

Me quedé mirándola: parecía esperar algún comentario. Pronto debió de adivinar en mí una actitud poco receptiva.

—Lamento haberte interrumpido. Debo volver a la fiesta.

Por una extraña razón me arrepentí de mi descortés proceder. Con la mano la invité a quedarse.

—Ven. Acércate.

No puso objeción. Adentró sus pasos sobre la alfombra y cruzó el gabinete para llegar al fondo, donde estábamos el piano y yo. Zigzagueó entre los muebles y sorteó con habilidad a Rum, aquel basset que siempre buscaba el calor de la chimenea. Pese a su discreción, me di cuenta de que no dejaba escapar un detalle: la tapicería gastada de los sofás, el periódico abierto sobre el sillón, el vaso de whisky a medio terminar y la verbena de papeles sobre la mesa del despacho… Mi guarida.

Di una palmada sobre el asiento de terciopelo de la banca, un gesto para invitarla a que se sentara y de nuevo me obedeció.

Concierto para piano número 2 de Serguéi Rachmaninoff; un compositor y pianista ruso —contesté a su velada pregunta, mostrándole la partitura.

—No he oído hablar de él.

—Cuando yo era adolescente, solía pasar algunas semanas del verano en el palacio de mi tía Olga a orillas del Neva. Mis primos y yo nos divertíamos nadando en el río y jugando a Robín Hood en el bosque. Allí conocí a Serguéi, que por entonces era un joven profesor de piano. Serguéi odiaba dar clase a aristócratas engreídos (supongo que nosotros respondíamos a ese patrón), sólo lo hacía porque necesitaba el dinero. Sin embargo, no tardamos en entablar amistad y desde entonces mantenemos correspondencia. Ahora, ha abandonado la enseñanza y se dedica a dirigir y componer. Suele enviarme sus obras. Su música es apasionante…

—Sí que lo es.

Ella pasó los dedos sobre las brillantes teclas del piano sin arrancarles otro sonido que el leve susurro de un roce.

—¿Quieres tocar?

—No me atrevería —sonrió—. Mi maestra fue la hermana Catalina, una monja regordeta que dirigía con más entusiasmo que destreza el coro del colegio. Tocaba la guitarra, la flauta y el piano, aunque se confesaba admiradora incondicional del órgano, sin duda por su prestancia para la música sacra y los oficios religiosos. Supongo que la hermana Catalina cumplía dignamente con la obligación de todo colegio de señoritas que se precie: educar a sus alumnas en el arte de la música, para que luego se puedan lucir en los salones de sus casas durante las elegantes reuniones de mamá.

—Pues bien —dije rebuscando entre las partituras—, veamos qué te enseñó la hermana Catalina, tocaremos a cuatro manos.

Creí que se resistiría a tocar conmigo; sin embargo, cuando la vi quitarse los guantes, supe que no tendría que insistir.

Cuando la partitura se transformó en música y mientras contemplaba sus manos volar con destreza junto a las mías sin llegar a rozarlas, pensé que había sacado un tremendo partido de las lecciones del colegio. O eso o su historia no era del todo cierta. Y no es que yo quisiese ponerla a prueba, sólo deseaba escuchar aquella pieza para la que hacían falta dos intérpretes.

—¡Bravo por la hermana Catalina! —exclamé cuando hubimos concluido—. Debiste de ser una alumna muy aventajada.

—En absoluto. Casualmente, me encanta esta obra de Schubert y su romántica historia…

Fantasía para piano a cuatro manos. La compuso poco antes de morir para Carolina Esterházy, la discípula de la que se enamoró locamente —apostillé haciéndole ver que yo también conocía la historia.

—Y a la que nunca confesó su amor debido a que padecía sífilis —añadió ella—. En una ocasión, la hija del príncipe Esterházy le pidió que le dedicase algo…

—No necesito dedicaros nada —la interrumpí, haciendo mías las palabras de Schubert—, pues todo lo escribo pensando en vos.

¿Habría Schubert pretendido rozar con sus manos las de Carolina Esterházy sobre las teclas del piano? Las de ella no habían rozado las mías.

Ella sonrió sin añadir más. Parecía haberse cansado de aquel pulso cultural que habíamos improvisado para medir una vez más nuestras fuerzas y quiso darlo por concluido poniéndose en pie para abandonarnos a mí y a mi piano.

—¿Por qué no estás en la fiesta con los demás? —pregunté mientras la veía deambular por la habitación observándolo todo con sumo detenimiento, como si no quisiera olvidarlo.

—Vengo huyendo de Nikolái y sus manos sudorosas.

—Te acosa sin duelo, ¿no es cierto?

—Sin duelo, sin descanso y sin pudor. Pero voy aprendiendo a esquivarle… ¿Puedo coger uno? —pidió señalando una bombonera de cristal llena a rebosar de bombones que yo solía olvidarme de comer.

—Puedes comértelos todos.

—Gracias —sonrió, y fue su primera sonrisa de la noche para mí—. Con uno bastará… Tal vez dos. ¿Hay de mazapán?

—Los cuadrados.

Con una ilusión casi infantil en los ojos, abrió la caja y sacó un bombón cuadrado. Tras llevárselo a la boca, se deleitó con el fundente dulce elaborado por el mejor maestro chocolatero de Viena.

—En el fondo me da un poco de lástima —observó, aún saboreando el chocolate—, Nikolái, me refiero. Después de lo de esta mañana…

—¿Lo de esta mañana? —repetí con mis sentidos, hasta entonces relajados, de nuevo en alerta. ¿A qué se refería con «lo de esta mañana»?

—Sí, ya sabes: el… accidente de la cacería —aclaró, haciendo con los dedos el signo de las comillas mientras pronunciaba la palabra «accidente».

La mención al accidente de la cacería me devolvió a ti y a tu imagen encogida, casi acurrucada: la que por un momento había olvidado entre partituras y anécdotas románticas. Inconscientemente sacudí la cabeza como para alejar de mí aquella visión incómoda y recurrente.

—No te entiendo. ¿Qué tiene que ver Nikolái con eso?

Obviando mi pregunta, volvió a concentrarse en la dichosa bombonera para escoger otro bombón.

—Dije que tomaría tres, ¿verdad?

—Dijiste que tomarías dos —espeté. Aquella mujer tenía una especial facilidad para conseguir algo realmente difícil: sacarme a mí de quicio—. ¿Qué quieres decir?

—¡Oh, vamos! No me digas que Richard no te lo ha contado…

—Veo que a ti sí.

Parecía que Richard se había ido de la lengua. Me costaba creerlo tratándose de él, pero nunca me dejo sorprender por lo que hace un hombre enamorado. Tendría que hablar seriamente con él.

—Creo que he metido la pata…

Como si me hubiese leído el pensamiento, se mordió el labio reflejando apuro.

—No… No, es sólo que… —empezaba a mostrarme dubitativo y debía evitarlo—. Sí, es cierto que Richard cree que podría no haber sido un accidente, pero está claro que sí lo fue. Son cosas que a veces ocurren en las cacerías, no hay que darle más vueltas. ¿Quién iba a querer atentar contra el pobre señor Illianovich?

Lancé la pregunta al aire para reforzar mi actuación. Mas debía andarme con cuidado, pues me sentía como si estuvieran tratando de sonsacarme información con gran sutileza.

—¿El señor Illianovich? Querrás decir contra Nikolái.

Al oír aquello me quedé helado. La miré fijamente sin poder ocultar mi desconcierto.

—Ellos intercambiaron el puesto antes de comenzar la cacería —me explicó antes de que yo le preguntara—. Borís se encontraba en el lugar en el que debería haber estado Nikolái. Quien disparó no podía saberlo.

Afortunadamente, aún no estaba tan aturdido como para intuir que me estaba tendiendo una trampa para que yo admitiese que alguien había disparado deliberadamente y que no habías sido tú el autor de un disparo accidental. Richard hubiese dicho que de nuevo me estaba obsesionando, pero yo no quería añadir ni una palabra más. La conversación debía terminar y yo ya tenía mi trofeo sin haberlo pretendido: había descubierto con gran sorpresa que cabía la posibilidad de que el disparo de la mañana fuera dirigido no a Borís Illianovich, sino a Nikolái Zagoronov.

—En fin —atajé—, creo que debemos dejar el jueguecito de los detectives. Se trata de una broma muy peligrosa y si esto continúa, lo único que se va a conseguir es amargar las fiestas a mi madre con la tontería.

—Oh… vaya. Ni siquiera había pensado que tía Alejandra pudiese disgustarse.

La reprimenda parecía haber surtido efecto. Ella se achantó. Tal vez fuera verdad que sólo creyese estar jugando a un juego divertido e inocente. ¿Qué otra cosa podía pensarse de aquella mujer que devoraba bombones con el deleite de un niño? Todo para ella parecía un juego: un instante de felicidad que concatenar a otro instante de felicidad.

La conversación había llegado a un punto muerto: ella tenía un bombón en la boca y yo la mente en un café de Viena.

Un tirante de su vestido se deslizó lentamente, dejando al descubierto un hombro amoratado.

—Veo que esta mañana has tenido ocasión de disparar.

Se llevó la mano al hombro delator y después lo volvió a cubrir con el tirante.

—Sí. Todavía no he aprendido a sujetar bien la escopeta. Llevo toda la noche tratando de ocultarlo con este dichoso tirante que no hace más que caerse.

—¿Te duele?

—Sólo cuando aprieto. Lo peor es lo feo que se ve.

—No debería importarte. Pese a todo, te diré que tienes unos hombros preciosos —me sorprendí a mí mismo pronunciando aquella galantería, me sonó tan prosaica que me avergoncé por haber puesto de manifiesto mi falta de destreza en tales lides.

—¡Vaya, gracias! Viniendo de ti debe de tratarse de una observación sincera, de lo contrario, no la habrías hecho.

—Así es. No suelo prodigarme en adulaciones… ¿Bailamos?

La razón por la cual acababa de hacer aquella insólita invitación la quise buscar una vez más en el cumplimiento diligente e incansable del deber, para lo que ni siquiera mí apatía por el baile debía suponer una excusa. Y al actuar así provoqué en ella una manifiesta estupefacción.

—¿Bailar? Si no hay música.

—Claro que la hay. Escucha.

De lejos llegaba, desde el salón de baile, el rumor de la orquesta que amenizaba la noche con sus interpretaciones.

Ella agudizó el oído.

—Parece un vals.

—Exactamente: Geschichten aus dem Wiener Wald.

—«Cuentos de los Bosques de Viena»… He progresado mucho con mis lecciones de alemán… y además —susurró a modo de confesión—, conozco el título de este vals.

—Ya lo veo. Bueno, ¿qué contestas?

—Que apenas se oye. No creo que pudiera seguirlo.

Ante su objeción, corrí decididamente hacia uno de los ventanales y abrí de par en par la salida a la terraza. La noche helada penetró como un cuchillo en mi gabinete. Rum corrió arrastrando las orejas a refugiarse tras el sofá.

—Bailaremos fuera. Se oye estupendamente.

—¿Has perdido la cabeza? ¡Nos helaremos!

—Tus continuas objeciones están a punto de empezar a ofenderme. Lo que tú no sabes es que cuando se me mete algo en la cabeza puedo llegar a ser muy persistente.

Cogí una manta que había quedado tirada en el sillón y se la puse sobre los hombros: una extravagante estola de cuadros para el traje de alta costura que llevaba. Tiré de ella hacia la terraza, y no dejé más lugar a la protesta.

—El baile nos hará entrar en calor.

—¡Mis guantes! ¡No debo bailar sin ellos!

—Vamos, vamos… No me vengas ahora con protocolos.

Y yo, que había escapado del baile buscando un poco de tranquilidad, terminé danzando al compás del un, dos, tres, en el lugar más insospechado, con la persona más inesperada. No obstante, he de confesarte, hermano, que aquello también fue ensimismamiento: sólo entonces desapareciste de mi cabeza; te ahogaste lentamente en el pozo negro y profundo que eran sus ojos.

En la clandestinidad de los pasadizos de Brunstriech, volví a contemplar aquellos ojos. Durante toda la noche (especialmente durante el baile, cuando los tuve tan cerca) me había esforzado en analizarlos con sumo detenimiento para poder identificarlos sin error allá donde volviera a verlos, por muy lejanos u ocultos que se encontraran. Grabé en mi retina su extraordinario tamaño; su forma de almendra, ligeramente curvada hacia arriba como si siempre estuvieran sonriendo; las pestañas largas y espesas que ascendían y descendían con el ritmo sensual propio de un abanico de plumas; y su color intensamente negro, tanto que las pupilas se confundían con el iris.

Podría jurar que eran los mismos ojos que en aquel momento se ocultaban furtivos tras los barrotes herrumbrosos de una vieja puerta de celda, en lo más profundo de las entrañas del castillo, donde era imposible que el azar la hubiese conducido dos veces.

Algo tan hermoso y femenino se me antojaba fuera de lugar, tan rodeado como estaba de sordidez y podredumbre. En aquel ambiente lúgubre, a tono con la reunión que se mantenía, ella no encajaba; su presencia representaba un peligro, una amenaza y, desde luego, una incógnita que, por más vueltas que le daba, no alcanzaba a resolver. Decidí que lo mejor sería esperar, observar sus movimientos y sus reacciones, y confiar en que los demás no la descubriesen, pues en aquel momento me era más útil actuando en libertad bajo vigilancia.

Tomé aquella decisión sin dejar de vigilar los ojos que me distraían del propósito de la reunión, como me habían distraído de todo pensamiento durante el baile; sonó un crujido metálico con la fuerza de un estallido: un espantoso estruendo en la silenciosa complicidad de la fosa que resonó en todos los túneles aledaños.

—¡Mierda! —no pude evitar mascullar cuando me percaté de lo sucedido.

* * *

Recuerdo, amor mío, la sensación de vértigo y de vacío; recuerdo el esfuerzo que tuve que hacer para ahogar en la garganta un grito de horror al notar que me quedaba sin apoyo. La puerta metálica, tan deteriorada y oxidada, había, cedido con mi peso, haciendo un ruido de escándalo que delató mi presencia. En cuestión de segundos quedé expuesta a una caída de cinco metros y al acecho de cinco personas. Con un miedo que se volvía doloroso en las terminaciones nerviosas, hice grandes esfuerzos para volver a enfocar la vista, para no perder el control de lo que estaba sucediendo. Mareada de vértigo, vi cómo los cinco enmascarados interrumpían bruscamente la solemnidad de su reunión. El foso se llenó de gritos de alarma que subían hasta mí como por una chimenea. Sus miradas y sus gestos apuntaban al lugar donde yo estaba, tirada en el suelo tras los restos de la puerta que me camuflaba. Me arrastré como los reptiles sobre el estómago, la cara tan pegada a la tierra que masticaba polvo con sabor a óxido. Quería salir de la luz, poder ponerme en pie para correr por el pasadizo sin mirar atrás; una huida loca y ciega pues la lámpara de gas se había roto. Aparté de mi mente los pensamientos que me paralizaban: el miedo a la oscuridad o a perderme en aquella maraña de pasadizos negros. Deje que la idea de escapar fuera la única. Y tenía poco tiempo antes de que me diesen alcance. Pegada a las paredes, notando en las manos la sensación gelatinosa del moho y la humedad, intentaba orientarme en busca de la salida.

Pero ¿cómo iba a orientarme y huir en la oscuridad? Era un impulso del deseo de supervivencia, un instinto tan inevitable como necio.

No sabía dónde plantaba el paso ni dónde metía las manos. Tuve que admitir que sin luz, en aquel lugar, no tenía ninguna oportunidad, me alcanzarían sin remedio o me perdería sin llegar a encontrar la salida. Ambas perspectivas me aterraron. El miedo volvió a apoderarse de mí, a agarrarse a mis piernas, a impedirme correr. Me detuve sin aliento.

Cada vez oía más cerca el repiqueteo de unos pasos. El resplandor oscilante de una luz que venía sin vacilar hacia mí se convirtió en mi único punto de referencia.

«Me han atrapado. Todo ha terminado.»

Avancé un poco más y mis manos se toparon con la arista de una esquina, Había encontrado un entrante en la pared, un pequeño corredor sin salida al final del cual escuché el discurrir de un torrente. Al palpar el vano con las manos, miles de hilos pegajosos se enredaron en mis dedos. La entrada estaba cubierta de telarañas, señal de que nadie había pasado por allí en mucho tiempo. Me deslicé en el interior, donde descubrí una pequeña cavidad en la que a duras penas cabía. No tenía muchas alternativas, ni siquiera podía sumergirme en el torrente: mis manos chocaron con una rejilla metálica que resistió mi forcejeo, dejando la corriente de agua fuera de mi alcance. Sólo me restaba ocultarme en aquel entrante, confiando en que mí perseguidor pasase de largo sin verme. Eso, o estaría definitivamente atrapada como un gato al fondo de un pozo.

Al entrar en el estrecho hueco, una rata salió correteando entre mis piernas. Me llevé las manos a la boca para contener un chillido e hice grandes esfuerzos por recuperar el dominio de mis nervios. Una vez agazapada en el interior del escondite, me agaché, me abracé con fuerza las rodillas y oculté la cara entre ellas, tratando de apaciguar mi respiración jadeante, producto de una incontenible tensión: resultaba escandalosa en aquel silencio donde sólo se percibía el eco de una presencia cada vez más cercana.

No tardé en ver una luz atravesar el corredor. Me eché hacia atrás para evitar su impacto y vi los ojos de la rata brillar en la oscuridad. Contuve el aliento y recé… Con los párpados cerrados, sentía los latidos del corazón como martillazos en las sienes.

Transcurrió un lapso de tiempo impreciso que a mí se me hizo interminable. Por fin, creí adivinar que los pasos se alejaban y se perdían al final del pasadizo. Aguardé unos instantes inmóvil, más por miedo que por precaución, hasta asegurarme de que me había quedado sola y volver a escuchar el rumor del agua que el miedo había acallado. Con cautela, empecé a abandonar mi escondite, de nuevo en la más completa oscuridad: daba igual abrir los ojos que cerrarlos. Estaba asustada y no sabía qué dirección tomar ni dónde estaría la salida a aquella pesadilla, permanecí pegada a la pared, deslizándome sigilosamente como una gota de agua sobre un cristal.

De pronto, un bulto en la pared y un tacto de piel humana en mis dedos. Del muro brotaron unos brazos que me rodearon, apretando mi cuerpo con fuerza para inmovilizarlo. No pude reaccionar antes de sentirme apresada. Fue mi propio grito, de sobresalto más que de terror, el que retumbó en las paredes, como si otras mujeres emitiesen sus gritos en los pasillos aledaños.

Instintivamente pateé e intenté liberarme sin lograrlo. Un aliento que parecía humano me golpeaba el oído por encima del ruido de nuestro forcejeo, pero nadie pronunció una palabra. Todo seguía oscuro. No era capaz de ver quién me sujetaba con semejante vigor. Tampoco supe cómo había conseguido volver a encender el candil; cuando me lo aproximó a la cara para identificarme, mis pupilas se contrajeron dolorosamente. Sin embargo, entre parpadeos llenos de arenilla pude ver la mueca espantosa de una de aquellas máscaras hindúes que convertía el rostro de mi captor en una amalgama de ojos saltones, colores estridentes y dientes afilados. Creí percibir la estupefacción de aquel demonio de cartón al mirarme, pues aflojó ligeramente la presión de los brazos.

Supe que esa era mi oportunidad; la única. Aproveche la ocasión para dar una fuerte patada al candil, que voló por el aire y cayó al suelo, a los pies de mi captor. El petróleo empapó su túnica y de repente el fuego prendió a gran velocidad en la tela, como se prende una cerilla.

Me soltó para poder aplacar la furia de las llamas. Durante unos segundos me quedé frente a él, contemplando la máscara a la luz del intenso resplandor ígneo, pensando en cómo atravesar la defensa de unas llamas que iban a ser su muerte y que podían ser la mía si sucumbía a la tentación de descubrirle el rostro. El calor golpeaba mis mejillas y el humo me picaba en los ojos y en la garganta. Finalmente, me di la vuelta y huí. Huí con la vista puesta atrás, le vi contorsionarse para luchar contra el fuego que le envolvía con rapidez. En el fragor del incendio, me pareció escuchar gritos de angustia.

29 de diciembre

Recuerdo, amor mío, la imagen de una pastilla de jabón entre los dedos, un jabón inglés de la casa Woods of Windsor que olía a talco: la imagen del aseo meticuloso de mis manos.

Es una imagen insignificante, lo sé. Pero ¿cómo empezar el relato de lo que nunca le he contado a nadie?

Tú te ausentabas de Brunstriech aquella mañana que había amanecido luminosa, presidida por un sol radiante en mitad de un cielo azul y despejado. El tiempo invitaba a disfrutar del aire libre. Así que un grupo de jóvenes osados e inquietos, según el parecer de tu madre, habíamos decidido ir a patinar al lago e improvisar un almuerzo en el refugio cercano.

Jamás me había calzado unos patines, pero de la mano de Richard Windfield —que había aprovechado tu ausencia para erigirse en mi mentor— no me fue difícil avanzar por el hielo, disfrutando de aquel curioso paseo sin esfuerzo en el que tan sólo hay que dejarse llevar. Fue al intentar hacerlo sola cuando acabé de bruces en un montículo de nieve acumulada al borde de la orilla, exhibiendo una ridícula postura. Cansada, empapada y herida en mi orgullo por unas carcajadas sumamente escandalosas con las que lady Eleanor había conseguido atraer la atención de los que no se habían percatado de mi torpeza, decidí retirarme al refugio a esperar el almuerzo. Además, unas amenazantes nubes grises, que habían permanecido hasta entonces enganchadas en las cumbres de las montañas, estaban empezando a desenredarse de su trampa y se aproximaban al valle cargadas de copos. Tampoco a los demás les va a durar mucho la diversión, me regodeé con malicia.

El espejo del aseo me devolvió la imagen de un rostro enrojecido por el frío pero a Dios gracias libre de las señales que creí habría dejado en él mi violento aterrizaje sobre la nieve. Mientras me las lavaba, me acariciaba una y otra vez las manos, lubricadas y suaves por el efecto de la cremosa espuma de jabón. En la soledad, como surgidas de entre la espuma, las angustiosas imágenes de la noche anterior volvieron a perturbarme: aquella figura contorsionándose como una antorcha humana, envuelta en llamas que lo llenaban todo, con el fragor de un aullido estremecedor… O tal vez fueran aullidos reales los que hasta mis oídos habían llegado, los aullidos de angustia y pavor de quien se siente irremediablemente devorado por las llamas. Aquélla era la escena dantesca que me había perseguido durante toda la noche y buena parte del día. Tampoco me había librado del olor: de aquel olor nauseabundo a carne quemada y humo negro de petróleo: me parecía tenerlo pegado a la piel. Yo frotaba y frotaba y frotaba pero el olor no se iba, ni la visión se desvanecía, ni los gritos se acallaban…

Oí el chasquido de un pestillo. Ya estaban de vuelta.

Me asomé al umbral de la puerta del aseo a la salita que iba a acoger nuestro almuerzo y a la que directamente se accedía desde el exterior.

—¡Qué bien que…!

—¿Qué bien que nos encontramos aquí? Lamentablemente no creo que fueran a ser esas sus palabras. No acostumbra a ser tan efusiva cuando me ve y no alcanzo a comprender por qué.

Nikolái me observaba burlón mientras se deshacía del abrigo y el gorro de astracán, tan rusos ellos.

—A mí, en cambio, me complace volver a verla. Sobre todo encontrarla tan excepcionalmente sola.

Por un momento temí que se me acercara. Sin embargo, dirigió sus pasos al mueble bar.

—He venido por una copa. ¿Quiere acompañarme?

—No, gracias.

Avancé hacia el sillón frente a la chimenea en el que había estirado la ropa húmeda para que se secase. Empecé a tocarla para comprobar si estaba ya seca; lista para ponérmela y marcharme de allí.

—Le advierto que con este frío no hay nada mejor para entrar en calor que un buen trago de vodka.

De espaldas al ruso, oí cómo apoyaba el cuello de la botella en el vaso, después escuché el borboteo del chorro de licor.

—Un buen fuego también ayuda, claro.

No quería mirarlo, pero supe que lo tenía a mi lado cuando hasta mí llegaron su olor y su voz inconfundibles.

—¿Es que no desea patinar como los demás? —dije cortante.

—Ahora, prefiero… hacer otras cosas. Como por ejemplo, hablar con usted. Tenemos mucho de qué hablar —anunció enigmático.

—¿Ah, sí? Yo no lo creo.

Sonrió como respuesta y luego ahogó su sonrisa en un prolongado trago de vodka con el que apuró todo el vaso. Me di la vuelta para huir de su presencia, repugnantemente cercana.

—¿Adónde va tan rápido? —me lo impidió sujetándome por un codo.

De una fuerte sacudida me deshice de sus dedos como grilletes.

—A sentarme.

Nikolái negó con la cabeza mientras hacía con la boca un sonido irritante: un chasquido de lengua baboso.

—Tendrá frío si se aleja del fuego. Lleva usted tan poca ropa…

—No. No tendré frío —le contradije con acritud.

—Claro que sí —volvió a sujetarme obstinado—. Es mejor que no se mueva de aquí. Quiero enseñarle algo.

Comenzó a quitarse los guantes. Hasta entonces no me había dado cuenta de que aún los llevaba puestos. Cuando sus manos quedaron al descubierto, me fijé en que las tenía vendadas. Deshizo el vendaje de una de ellas y me la mostró: el desagradable espectáculo de una mano en carne viva, levantada y ensangrentada, cubierta de tiras de piel como papel rasgado, de ampollas como bulbos supurantes, saltó descarnadamente hasta mis ojos. El estómago se me encogió de pronto.

—¿A que no es capaz de adivinar cómo me he hecho esto?

—La verdad es que no —contesté intentando parecer indiferente.

En realidad, estaba desconcertada, intrigada y asqueada.

—Fue anoche. Alguien me arrojó a los pies una lámpara de petróleo.

Mi estómago encogido quedó entonces petrificado. ¡Era él! ¡Él era el hombre que se ocultaba bajo la máscara!, ¡quien me había perseguido hasta alcanzarme por los túneles del pasadizo! ¡Era Nikolái! Y estaba vivo… La expresión de mi cara habló por mí, pues yo me había quedado sin palabras.

—Sorprendida, ¿verdad? Yo también me sorprendí anoche al encontrarla allí. Nunca lo hubiera esperado… ¿Qué hacía una joven dama, bella y delicada, en aquel lugar? ¿Su presencia era un mero accidente o era deliberada? ¿Quién la envía? ¿Para quién trabaja? Sí, seguro que esto inquieta a los demás. Le confieso que a mí no. Yo soy mucho más pragmático…

Nikolái se aproximaba, me empujó hacía la pared. Miré por encima de su hombro a la puerta y me desesperé al ver que había echado el cerrojo. La casa estaba aislada y yo quedé abandonada a mi suerte. Tenía la esperanza de que los demás estuviesen a punto de llegar. Un paso atrás y luego otro. Finalmente mi espalda chocó con la pared.

—Yo pregunto y siempre obtengo las respuestas. Siempre.

Poco a poco, tal y como él quería, fui presintiendo su cerco psicológico, intuí la amenaza. Y me fui ahogando a medida que intentaba aplacar la ferocidad de mi propia respiración alterada por el miedo.

Sin perderme de vista, Nikolái cogió el atizador de la chimenea y lo metió entre las brasas: naranjas, hirientes. El raspar del hierro contra la piedra, la visión de las chispas volando por el aire… me estremecí de terror. Y él seguía minando mi mente indefensa.

—Todo se reduce a la eficacia del método. No se debe dejar nada al azar o a la improvisación. La técnica ha de ser precisa para que el dolor sea no sólo insoportable sino, también, constante y creciente; es la única manera de someter la voluntad. Y al final, todos se rinden.

Nikolái sacó el atizador de entre las brasas: bajo la fina capa de ceniza se empezaba a vislumbrar el hierro candente. Lo miró con satisfacción y lo volvió a enterrar.

—No hay nada como el fuego. Sencillo pero eficaz: abrasador como un ácido, cortante como una cuchilla, punzante como un aguijón… Yo lo sé bien —concluyó poniéndome la mano ampollada frente a los ojos; cuando los bajé para apartarlos de la visión, él quiso cogerme de la barbilla para alzarme la cara. Lo evité sacudiendo el mentón y le miré asqueada—. ¿Acaso le disgusta? Le aseguro que una vez que uno se acostumbra es un dolor placentero; un placer perverso, como un disfrute carnal prohibido. A mí el fuego me ayuda a dominar el poder de la mente, como a los Hombres de la Luz: teas en la boca y caminos de brasas, nada importuna a la mente fuerte. Ahora bien, imagínese estos gajos de piel arrancados uno a uno… despacio, levantando el velo de la carne oculta. Viendo la sangre brotar, las ampollas supurando. Todo en carne viva… Todo el cuerpo… Los párpados: hasta que el hierro los atraviesa y alcanza los ojos; la boca: los labios abiertos de ampollas, la lengua cauterizada, el hierro en la garganta… por dentro.

Nikolái me acariciaba la cara con la mano dejando sobre ella un rastro viscoso y ensangrentado: el de los líquidos de su carne quemada y rugosa; sus pellejos resbalando sobre mi piel, su tacto de ampollas reblandecidas y acuosas. Cuando llegó a los labios creí que vomitaría.

—Aunque sería una lástima desfigurar un rostro tan bello como el suyo. A veces, me gusta garabatear con el hierro candente los versos del Yajur Veda. Quedan impresiones realmente curiosas en la piel: llagas místicas… Pero también sería una lástima destrozar la suavidad de su piel. Tal vez luego…

Había cerrado los ojos para no verle, para mitigar los efectos de su sadismo. Pero ya era inútil: el daño estaba hecho; había quebrado mi fortaleza. Temblaba, sudaba, el mareo apenas me dejaba respirar. La pared me sostenía. El me inmovilizaba. Las brasas seguían enrojeciendo el hierro, mi imaginación perturbada lo sentía más rojo y candente, más lacerante.

—Para quién trabaja. Eso es todo lo que a los demás les interesa. Una vez que lo sepan querrán que me deshaga de usted. Nunca me he apiadado de nadie… Pero usted es tan bella, Y un bello cadáver es algo tan inútil: un triste desperdicio. Le confesaré una cosa: todavía no le he contado a nadie nuestro pequeño secreto, ¿sabe?

De pronto abrí los ojos. Pero aquella revelación no me alivió. Ya no era sadismo, era lujuria lo que había en su semblante. Empecé a imaginar por dónde iban a ir las cosas.

Nikolái me sujetó por los hombros y paseó por todo mi cuerpo su mirada, sucia como los pensamientos que emponzoñaban su mente.

—Y es que estoy convencido de que podemos llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos.

—Suélteme —ordené con el hilo de voz ronca que mis cuerdas vocales, estranguladas de tensión, pudieron sacar—. No conseguirá nada. Los demás están a punto de llegar, ¿cómo piensa explicarse?

La presión de sus manos se volvía cada vez más intensa, Me pregunté cómo era capaz de soportar el dolor de la piel abrasada, supuse que se servía de la misma técnica que los Hombres de la Luz emplean para soportar la tea en la boca y los caminos de brasas… el poder de la mente.

—¿Los demás? ¡ja! —dejó escapar una carcajada falsa, forzada: no tenía ganas de reír—. Los demás van camino del castillo. Amenaza ventisca y se ha anulado el almuerzo. Ya ve, no creo que se halle usted en disposición de ordenarme nada…

Mascullaba. Sus dientes casi rechinaban al hablar, los mostraba apretados cuando descendió el rostro para acercar sus labios a los míos, tanto que casi podían rozarlos.

—Por el contrario, debería ofrecerme un beso de sincera gratitud en pago a mi clemencia. Si ellos lo supieran… Después de torturarla, la descuartizarían y ofrecerían sus miembros más valiosos a la Diosa: su cerebro, sus ojos, su corazón…

—Apártese —arrastré el aire por la garganta»

Las demás van camino del castillo… Dios mío.

—Es una mujer muy obstinada. Sin embargo, en su mirada veo el mismo miedo que veía ayer por la noche.

Nikolái cerró los ojos. El sudor comenzaba a empaparle la frente, Exhaló un gemido y sus párpados se alzaron automáticamente, para descubrir unos ojos casi en blanco que miraban con ausencia.

—No debe sentir miedo… sino placer… —murmuró con voz ronca y desfigurada por la lascivia: se estaba deleitando ante la promesa de lo que su mente enferma de lujuria le ofrecía—. Voy a hacerte el amor hasta desmayarnos…

—¡Déjeme! ¡No me toque!

Gritar era inútil y yo lo sabía. Pero el grito es la expresión irrefrenable del terror y la angustia. Yo tenía que gritar.

Me empujó hacia la pared y apretó su cuerpo contra el mío. Con ambas manos inmovilizó mi cara, obligándome a mirarle. Su aliento golpeaba mí boca.

—¡No! ¡No! ¡N…!

Ahogaron mis gritos sus labios secos. Un torrente húmedo y viscoso con sabor a vodka me empapó la boca. Enseguida note su lengua luchar por abrirse camino entre mis dientes. Apreté los párpados y dos lágrimas me quemaron las mejillas. No me quedaba otra salida.

—¡Ahhh!

Nikolái se separó de mí bruscamente.

—¡¡Perra!! ¡Me has mordido como una perra rabiosa! —escupió, llevándose el dorso de la mano al labio donde yo había dejado el rastro doloroso de una dentellada.

Cuando creía que le había vencido, alzó la mano y descargó toda su fuerza sobre mi cara. El impacto hizo que mi cuello girase violentamente; escuché un estallido al lado de los oídos y pensé que los tímpanos me habían reventado. Un dolor agudo me nubló la vista durante unos segundos. Después, el dolor se concentró en la boca, como un latido cargado de punzadas. Un hilillo caliente humedeció mi barbilla y en la lengua noté el sabor metálico de la sangre.

Antes de que pudiera reaccionar, me levantó en vilo y me arrojó violentamente contra el sofá. Abalanzándose sobre mí logró inmovilizarme totalmente con el peso de su cuerpo.

—¡¿Para quién?! ¡Dime! ¡¿Para quién de todos los que como a mí calientas la polla reservas tu cuerpo?! ¡Sólo eres una zorrita! ¡Y yo sé cómo tratar a las mujeres como tú!

—¡Déjeme! ¡Apártese!

—… Yo estoy mucho más caliente que todos ellos. Yo te haré disfrutar como nadie.

—Por favor… No… ¡No! —grité, intentando liberarme; pero cuanta más fuerza empleaba yo, con más fuerza respondía él.

—¡Vamos a disfrutar juntos! Y tú vas a portarte bien porque quiero follarte. ¡¿Me entiendes, puta?! ¡Voy a follarte hasta matarte!

Se desabrochó el cinturón y los pantalones. Agarró mis rodillas y de un fuerte tirón me abrió las piernas. Con violencia me rasgó la blusa y la ropa interior. Enterró la cabeza en mi cuerpo semidesnudo y fuera de sí lo recorrió con los labios y la lengua mientras se buscaba el miembro para excitárselo con las manos.

Le golpeé con los puños, le arañé y le mordí, pataleando y chillando desesperadamente. Sólo conseguía incrementar su brutalidad. Desde el sofá caímos al suelo. Su cuerpo aplastaba el mío y su miembro duro se me clavaba dolorosamente entre las piernas, Cuando noté que iba a penetrarme sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, mis gritos rabiosos de impotencia se mezclaron con sus jadeos y sus gemidos.

Entonces, entre la confusión, la angustia y las lágrimas, vislumbré la botella de vodka sobre la mesa. Mientras él se movía dentro de mí y yo soportaba el terrible dolor de sus embestidas, violentas como golpes que me sacudían las entrañas, alargué el brazo y a duras penas logré alcanzarla. Con toda la fuerza que pude reunir la rompí con saña sobre su cabeza; la hice pedazos con auténtica furia. Inmediatamente dejó de moverse y cayó como un peso muerto sobre mí.

Se hizo el silencio.

Me quedé inmóvil, aplastada por el peso de su cuerpo. Las lágrimas me resbalaban por las sienes y se me metían en los oídos.

No podía soportarlo. No podía seguir debajo de él ni un segundo más. Olvidando el dolor y los cristales que se me clavaban en las manos, conseguí liberarme.

La ventisca había comenzado y el suelo se confundía con el cielo. No había ningún camino que seguir, tan sólo una maleza frondosa que se me enganchaba en la ropa al intentar avanzar. A cada paso, mis piernas se hundían hasta las rodillas en la nieve. Varias veces caí, como si nunca hubiera aprendido a caminar. Manchas de sangre rompieron con virulencia el blanco inmaculado de la nieve, como tinta roja sobre un lienzo virgen. Me sentía mareada; invadida por la más absoluta repugnancia retorciéndose en la boca del estómago. Las náuseas se agolpaban en mí garganta. Tras un violento acceso de tos, empecé a vomitar, a expulsar de las entrañas todo el asco, la suciedad y el miedo acumulados.

No podría continuar; me quedaría allí, tirada sobre la nieve hasta morir de frío. Ya no quería andar. Quería cerrar los ojos y olvidar para siempre.

De pronto, escuché un grito a lo lejos. Confuso, ahogado por la ventisca y el follaje. Tal vez decía mi nombre… Si al menos hubiera sido capaz de incorporarme y continuar huyendo. Pero mis piernas estaban entumecidas y casi no sentía los pies, atenazados por el frío.

Una silueta se dibujó borrosa sobre el blanco que me rodeaba. Avanzaba hacia mí como un fantasma, sin rostro ni identidad. De nuevo escuché mi nombre; esta vez claro y fuerte, cercano.

Creo que me desmayé.

* * *

Te confieso, hermano, que yo no era una buena persona, de costumbres y moral intachables —a estas alturas de mi confesión ya lo habrás adivinado—. Por el contrario, en mi haber contaba con numerosos episodios que si bien no esperaba que me condenasen a consumirme en las llamas del infierno durante toda la eternidad, a buen seguro me harían merecedor de una temporada en el purgatorio, Pese a ello, si había algo que ofendía mi moral y despertaba en mí la mayor repugnancia, era la violencia y el abuso de poder.

Aquel día experimenté una ira inusual, una impotencia angustiosa, un deseo incontenible de venganza despiadada y justiciera, como de héroe enmascarado. Nunca antes había sentido aquellas emociones de una forma tan intensa que era casi dolorosa. Y ella tuvo la culpa de semejante desequilibrio emocional.

Todo aquel proceso de emociones desbocadas comenzó en el momento en que intenté levantarla y ella se desvaneció en mis brazos. Sus ropas estaban empapadas y rotas, tenía sangre en la cara y en las manos y su cuerpo estaba frío como la nieve que pisaba. La envolví en mi abrigo y la llevé hasta el trineo. Una vez allí, despertó, abrió los ojos y me miró.

—¿Qué ha ocurrido?

Más volvió a cerrarlos y no hubo respuesta.

Dejé volar el látigo sobre el lomo de los caballos para que corriesen hasta el límite de sus fuerzas. Marchaban como desbocados por el estrecho sendero. El azote de la ventisca, los restallidos de látigo y el fragor de cascos y caballos aturdían mis sentidos. Pero yo sólo temía que se muriese de frío en mis brazos.

Cuando llegamos al castillo, me apresuré a bajarla del coche y a meterla en casa. Sin embargo, al calor del hogar pareció encontrar un nuevo hálito de vida y huyó hacia su habitación, dejándome al pie de las escaleras como se deja a los extraños al otro lado de la verja.

No esperaba verla al poco rato aparecer por la puerta de mi despacho. Se había cambiado de ropa y se había limpiado las heridas, pero su rostro seguía pálido y desencajado, reflejaba los efectos de una profunda impresión.

—Necesito… ¿Podrías servirme una copa? Por favor.

Le ofrecí asiento junto a la chimenea.

—¿Coñac?

—Sí, gracias.

Lo serví y se lo acerqué. Ella tomó la copa de mis manos pero apenas se mojó los labios.

—Tienes las manos heladas. Avivaré el fuego.

Dejé un tronco sobre las brasas y lo contemplé hasta que prendió la llama. En realidad, pensaba en qué hacer o qué decir.

Finalmente, me senté a su lado, aunque manteniendo la distancia entre nosotros que me imponía su actitud de retraimiento tanto físico como verbal.

Abstraída de mis movimientos, continuó en silencio, con la mirada fija en las llamas del hogar y la copa casi intacta entre las manos. Su temperamento jovial, su grata conversación y su asombrosa capacidad de llenar con su presencia los lugares en los que se encontraba se habían desvanecido. Me parecía estar contemplando a otra mujer.

—Ese labio no tiene buen aspecto. Quizá deberíamos llamar a un médico.

—No. No es necesario.

—Deberías ponerte hielo para evitar que se inflame.

—Sí…

No parecía tener muchas ganas de conversación. No obstante, estaba seguro de que no había venido a mi despacho simplemente a ocupar una esquina del sofá.

—¿Quieres que hablemos? —me atreví a decir por fin con un tímido susurro.

Nada parecía despertarla de su ensimismamiento. Pero yo tenía un as en la manga.

—Ha sido Nikolái, ¿verdad?

Y tal y como esperaba la revelación surtió efecto: apartó la vista del fuego y me ofreció su mirada sombría. En sus ojos había una profunda tristeza y un gran temor.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó con cautela.

La noche anterior había decidido vigilar de cerca sus movimientos. En cambio, por la mañana, la había perdido de vista cuando abandonó el lago, justo después de haberse dejado la cara en la nieve. Y es que una trivial conversación con Nadjia y sus hermanas, Boriana e Ivana, me había impedido seguirla salvo riesgo de mostrarme descortés con mi futura familia política. Una vez que me hube desembarazado de su compañía, fui hasta el refugio, creyendo que la encontraría allí. No tardé en salir de mi error. El refugio estaba desierto. Sin embargo, algunos detalles llamaron mi atención. Me fijé en que Nikolái había olvidado su inconfundible abrigo de astracán. También estaba, primorosamente estirado en un sillón, el abrigo de ella. En el suelo había restos de una botella de vodka rota y en la chimenea, el atizador enterrado entre las brasas.

—Estuve en el refugio. Había cristales por el suelo y…

—¡Dios mío! ¡Le he matado! —me interrumpió angustiada, mostrando por primera vez emoción en la voz—. Yo… Yo le rompí esa botella en la cabeza y… El se desplomó. Le he matado…

Desde un primer momento me había imaginado lo que pudo haber sucedido en el refugio del bosque. Tratándose de Nikolái y de las señales que ella presentaba, no había que ser un lince para deducir que él había intentado —y probablemente logrado— forzarla.

Imaginarme a Nikolái, a aquel bastardo desequilibrado y sádico, utilizando la violencia para obtener de ella los favores que tanto obsesionaban a su mente mórbida de sexo, imaginármela a ella asustada, sometida y humillada alteraba mi ser hasta las náuseas.

—No, no has matado a ese desgraciado. Pero te juro que cuando lo tenga delante lo haré yo con mis propias manos —respondí, y encontré un macabro alivio en la idea de tener su cuello entre las manos y apretarlo lentamente hasta que su rostro comenzase a azulearse y la lengua le colgase por fuera de la boca.

—Pero él… Él… Cayó sin vida… Delante de mí, él cayó sin vida… ¡Es horrible! —continuaba ella obstinada, reviviendo la pesadilla.

—Escucha. Escúchame —traté de sosegarla sujetándola por los hombros—. Cuando fui al refugio ya no estaba. El muy canalla había huido antes de tener que encontrarse con alguien.

Rompió a llorar, flácida como una muñeca de trapo. La atraje hacia mí ofreciéndole un abrazo de consuelo que ella aceptó sin reparo, y le permití que aliviase sobre mi hombro toda la tensión acumulada.

—Es horrible… Horrible… —repetía entre lágrimas.

Llegó la noche y con ella una copiosa nevada, lenta y pesada después de la ventisca. En los pasillos se escuchaba la algarabía previa a la cena y desde la cocina llegaban aromas de carne asada y pan caliente. Bajo la luz dorada de una lámpara de mesa ella se quedó dormida sobre mis rodillas mientras yo le contaba alguna absurda historia para distraer sus atormentados pensamientos. Si la hubieras contemplado entonces, hermano… Si la hubieras visto como yo la vi, bella pero con el rostro magullado, dormida pero con el semblante contraído de dolor… La ternura te hubiera conmovido tanto como la rabia te hubiese dominado. Tú y yo éramos diferentes, hermano, pero estoy seguro de que entonces te hubieras sentido como yo.