1914

1 de enero

Recuerdo, amor mío, que tras el dramático comienzo del año en Brunstriech el castillo bullía en una especie de catarsis donde el horror, la histeria y la conmoción habían aplastado brutalmente al hedonismo y la fiesta habituales. Como si de una tragedia griega se tratase, el violento final de Borís había originado todo un debate sobre el destino fatal del hombre; sobre el poder, el heroísmo, la religión y la muerte. A su modo, aquella sociedad decadente y vacía había vuelto a crear su particular circo de la desgracia, había convertido el suceso acaecido en otro acto de la obra llamada Navidad.

Más que nunca el castillo era un hervidero de actividad. Entre los muchos salones se distribuían los coros de plañideras o los grupos de debate, mientras la casa se llenaba de policías, jueces y otros representantes de la autoridad.

—¡Dios mío, qué tragedia!

Hundida en un sofá tu madre ocultaba el rostro tras una mano de la que colgaba un pañuelito primorosamente bordado. Y, arropada por un nutrido elenco de damas que se veían en la obligación de acompañarla en tan espantoso trance, se lamentaba.

—¡Nunca había sucedido nada igual en Brunstriech! No al menos desde que el Gran Duque Constantino matara a su mujer y se colgase de la torre norte, Pero aquello fue en la Edad Media y todo el mundo era muy bruto por aquel entonces —gimió.

El corrillo de almas caritativas que la acompañaban en la desgracia asintió compasivamente. Mientras, yo le acerqué una taza de té de la que se limitó a dar un par de sorbos desganados antes de continuar con su perorata lastimera.

—¡¿Qué vamos a hacer ahora?! Con todos esos horribles policías merodeando por la casa… Encerrados aquí sin poder salir, como si todos fuésemos vulgares delincuentes. ¡Qué ofensa! ¡Qué deshonor! Tendré que decirle al ama de llaves que le diga a la cocinera que hay que preparar más comida… ¡Y se pone de un humor de perros cuando hay que cambiar los menús! El servicio ya no es lo que era…

Aquellas damas compasivas negaron en pleno a coro, fue su única aportación a tanta incoherencia. Todas, salvo la condesa María Tatiana Nevanovich, la abuela de Nadjia, quien considerándose ya prácticamente de la familia, se atrevió a dar un paso más y le dirigió a tu madre unas palabras reconfortantes acompañadas de unas no menos reconfortantes palmaditas en la mano.

—No te preocupes, Alejandra, a Dios gracias, estamos todos aquí para ayudarte a superarlo. Y si hace falta, mando llamar a mi cocinera.

—¡Por supuesto! Y yo a la mía.

—¡Faltaría más! Y a un par de doncellas.

—No tienes más que decírnoslo, ya lo sabes.

Aproveché aquel instante de exaltación de la amistad y de comunión en la desgracia para abandonar discretamente el salón japonés en el que se desarrollaba un momento tan emotivo y generoso, convencida de que al carecer de personal a mi servicio que poder prestar a la Gran Duquesa viuda, poca cosa más podía yo aportar.

La noche había sido larga y agitada. No había vuelto a dormir con todo el ajetreo y mi cuerpo empezaba a acusar el cansancio. Decidí que me retiraría a mi habitación a intentar descansar un poco. Después te haría una visita, al fin y al cabo tú habías acabado la noche bastante peor parado que yo: con la impresión de quien contempla por primera vez la escena de una muerte violenta agarrada a la boca del estómago, algo menos de sangre corriendo por tus venas y ocho puntos de sutura en la frente milagrosamente aplicados por un médico rural empeñado en paliar una descomunal resaca de Año Nuevo a base de cerveza.

Mientras me acercaba al primer piso percibí la actividad policial.

Al llegar al distribuidor, antes de encarar el pasillo que llevaba a mi habitación, me detuve un instante junto al cerco policial interesada en contemplar una escena tan inusual. Varios agentes se distribuían entre el corredor y la habitación del señor lllianovich; tomaban huellas, examinaban diversos objetos, comprobaban las entradas y salidas, parecían recoger aire del suelo… Como hormigas obreras, se concentraban afanosos en su centímetro cuadrado, ajenos a todo lo demás.

Llevaría allí sólo un par de minutos cuando del interior de la habitación del señor Illianovich asomó un grupo de tres personas conversando de manera confidencial: el inspector de policía a cargo del caso acompañado por Richard Windfield y tu hermano Karel, estos dos como siempre se dejaban ver juntos, igual que un dúo cómico de vodevil. Al advertir mí presencia, Karel me dedicó una mirada de soslayo sin distraerse demasiado de la conversación. En cambio, nada más verme, Richard me saludó con un movimiento de cejas y se apartó del grupo para acercarse hacia donde yo estaba.

—¿Cómo va la investigación?

—Bueno… Aquí siguen —dijo Richard sin añadir nada más

—¿Todavía no han averiguado nada?

Richard se encogió de hombros. No parecía sentirse cómodo hablando del tema.

—Aparentemente, podría haberse suicidado… No hay más huellas que las suyas en el arma, no hay señales de violencia, las ventanas estaban cerradas, por la puerta no pudo haber escapado nadie, y hay una nota de suicidio.

Aquel último detalle que Richard había mencionado como de pasada fue lo que más llamó mi atención.

—¿Una nota de suicidio? —repetí visiblemente extrañada—. No me pareció verla…

Richard se rascó la cabeza mostrando cierta inquietud e intentó balbucear alguna excusa.

—Pues… ellos tienen una. Tal vez no se fijase bien. Con la impresión y todo lo demás… ya sabe.

Tuve la sensación de que Richard estaba haciendo grandes esfuerzos por ocultarme algo. Por eso decidí lanzarle otro anzuelo.

—Lo que sí me llamó la atención, a pesar de la impresión y todo lo demás, ya sabe —ironicé repitiendo sus palabras—, fue una pequeña pluma blanca que había en el suelo. Me imagino que a la policía no se le habrá escapado un detalle tan peculiar.

—Pues es posible… La verdad es que no lo sé. No dan mucha información sobre su trabajo.

—Ya.

—Iba a bajar a tomar una taza de té, ¿desea acompañarme? —Richard atajó así una conversación que parecía resultarle sumamente comprometedora.

Intuí que poco iba a conseguir de un hermético y esquivo Richard Windfield, y tampoco me apetecía en aquel momento compartir con él una taza de té como dos viejos amigos; no podía ser. Probablemente, Richard Windfield era la única persona en todo Brunstriech que además de estar conmocionado por la muerte de Borís Illianovich, se creía objeto de una traición: la de una mujer que le ofrece sus besos pero pasa la noche en las habitaciones del Gran Duque. Su ídolo se había caído del pedestal; o más bien, lo había tirado él mismo antes de que pudiera hacerle más daño.

—Richard, yo… —intenté explicarle lo que él nunca querría entender.

—No, está bien. Tal vez en otra ocasión.

Richard se retiró, distante y cortés, como si yo fuera una desconocida a la que acababa de encontrarse en un pasillo. Le miré alejarse, lamentándome de que a veces los hombres se empeñasen en estropear una bonita amistad con amor.

Antes de marcharme, dirigí una breve mirada hacia Karel y el inspector Franke. Seguían enfrascados en su conversación. Quizá fuesen las muchas explicaciones que el policía, a buen seguro de naturaleza discreta y cautelosa, se afanaba en darle, o que juntos parecían conspirar, el caso es que algo en su actitud me hizo pensar que aquellos hombres no era la primera vez que se veían.

Recuerdo que nada era especialmente destacable de la apariencia del inspector Heinrich Franke, jefe de la policía local encargada del caso: cincuentón, más bien de pequeña estatura y aspecto robusto, ojillos pequeños pero chispeantes a los que no parecía escapárseles detalle alguno y boca levemente sombreada por un fino bigote, de la cual pendía, como una prolongación de su anatomía, un cigarro puro (para él un lujo que no siempre podía permitirse encender). Nada salvo un detalle que tú me hiciste notar de inmediato: una piel demasiado oscura para lo que se estilaba en una jerarquía básicamente aria y un cabello (o lo que de él quedaba, pues ya sólo le brotaba ralo por encima de las orejas) negro como el carbón. Después me contaste que ambos rasgos habían llevado a la gente a especular sobre su origen gitano, extremo que si bien nunca había sido probado, a la larga suponía un obstáculo para el ascenso en el escalafón policial de un hombre que, por otra parte, se empeñaba en demostrar día a día su valía. Yo, por mi parte, especulé con la teoría de que se trataba de un hombre solitario. No había más que fijarse en su atuendo de clase media: no sólo ofrecía un contraste desafortunado al lado de aquella concentración de uniformes reglamentarios o de los impecables trajes a medida de los aristocráticos moradores de Brunstriech, sino que además aparecía un tanto descuidado y raído por el uso extremo, una evidencia de que el inspector Franke carecía de la compañía de una buena mujer, dispuesta a coserle ese botón de su chaleco que comenzaba a flojear o a lavarle y almidonarle cuidadosamente el cuello arrugado y ennegrecido de la camisa.

A media tarde el inspector me abordó con la orden, camuflada de ruego respetuoso, de interrogarme como testigo del suceso. Me condujo al salón de armas, improvisado cuartel de operaciones policiales, y me ofreció asiento en una cómoda butaca, iniciando así lo que daba toda la impresión de ser para él un procedimiento rutinario.

—Vaya tomando nota, sargento —ordenó el inspector Franke al joven policía que nos acompañaba y que se debatía entre fijar la vista en la libreta o en las formas que imaginaba bajo mi vestido—. Bien, Fraülein, ¿podría relatarme cómo vivió usted los sucesos acaecidos esta pasada noche?

—Por supuesto. Después de la fiesta, me retiré a mi habitación, cuando en mitad de la noche…

—Disculpe —me interrumpió—, ¿podría precisar las horas?

—Creo que sí. Me acostaría sobre las dos o dos y media y en torno a las cuatro y media o cinco oí ruidos.

—¿Qué clase de ruidos?

—Golpes y carreras por los pasillos. Como si se cerrasen puertas o cayesen objetos pesados al suelo.

—Bien, continúe.

—Me asomé a ver qué sucedía y me encontré a Su Alteza el Gran Duque y al mariscal Combel en idéntica situación: ellos también habían oído los ruidos y con el temor de que fueran ladrones decidieron ir a echar un vistazo por la casa.

—¿Por qué no avisaron a la guardia del castillo?

—No lo sé. Quizá ellos puedan responderle a esa pregunta.

Sin más comentario, me hizo un gesto para que prosiguiese.

—Bajaron al primer piso y como a los cinco o diez minutos volví a escuchar otro golpe… Bueno, antes había salido la baronesa Von Wacher igualmente alertada por el ajetreo. Entonces, bajé yo también y encontré a mi primo en la puerta del salón de armas con la cabeza abierta. Le habían golpeado con un jarrón: había trozos por todas partes.

—¿Vio usted a alguien?

—No, a nadie. Seguramente escapó en otra dirección antes de que yo llegara.

—Bien, siga.

—En breve llegó el mayordomo y Su Alteza le envió a buscar al jefe de la guardia. Después acompañamos al Gran Duque a sus habitaciones para curarle la herida.

—¿Usted y el mariscal?

—Sí. Luego el mariscal se retiró y me quedé yo sola para atender a Su Alteza hasta que llegase el médico. Al poco tiempo oímos el disparo.

—¿Recuerda a qué hora exactamente?

Me detuve unos instantes para pensar.

—Aproximadamente a las cinco y media; las seis como muy tarde. Por cierto, momentos antes tuve que abandonar las habitaciones de Su Alteza para buscar un analgésico. Al salir, vi al príncipe Karel salir de la habitación del señor Illianovich.

—¿Está completamente segura de que era esa habitación y esa persona a quien usted vio?

—Completamente.

—Pero si eso fue antes, él no pudo haber disparado.

—Yo no he dicho que lo hiciera. Sólo que le vi salir.

—Ya. ¿Qué sucedió entonces?

—Nada. Regresé a las habitaciones del Gran Duque y a los pocos minutos se oyó el disparo. Cuando llegamos al dormitorio del señor Illianovich, descubrimos que le habían asesinado —afirmé deliberadamente, considerando que había llegado el momento de tomar las riendas de aquel interrogatorio.

Mi observación produjo el efecto que esperaba; por primera vez, el inspector Franke escuchó algo digno de interrumpir el rutinario proceso.

—Parece muy segura de que fue asesinado.

—Lo estoy. No había nota de suicidio y sí un frasco de Veronal abierto sobre la mesilla. Nadie que se va a suicidar se toma antes un somnífero.

—Sin embargo, la víctima tenía una pistola en la mano.

—No —negué rotundamente mientras me preguntaba por qué el inspector daba por seguro algo que él sabía no era así, como si quisiera ponerme aprueba—. La pistola estaba tirada en el suelo; parecía que se había caído de su mano. Cualquiera pudo colocarla de esa forma.

El inspector Franke me miró con cierto recelo. Obviamente, se había formado una idea sobre mí antes de interrogarme y con mis observaciones me estaba saliendo de lo que él esperaba de una mujer como yo. Empezaba a intrigarle, pero era un buen policía: cauteloso, reservado, de pocas palabras siempre concisas y directas al grano. Su trabajo era preguntar y no dar información. No iba a caer en mi trampa. Al contrario, iba a devolver el interrogatorio a su cauce y además iba a tratar de asustarme.

—Cuando usted llegó a la habitación del señor Illianovich, ¿cómo estaba la ventana?

—Cerrada.

—Así es: cerrada por dentro. ¿Cómo cree entonces que pudo escapar el asesino sin toparse con ustedes?

—No lo sé. Averiguarlo es trabajo de la policía.

—Efectivamente. Por eso la policía podría pensar que el asesino o asesinos no tuvieron necesidad de escapar. Podría pensar que el Gran Duque y usted, encubiertos por el hecho de ser los primeros en descubrir el cadáver, fueron los que efectuaron el mortal disparo. Todos los testigos coinciden en que cuando llegaron a la habitación del crimen ustedes dos ya estaban allí.

Tras exponer su provocadora teoría, el inspector Franke hizo una pausa dramática para observar mi reacción. Yo permanecí impasible, desafiándole con la mirada, haciéndole ver que yo no era el tipo de mujer a la que podía amedrentar con su autoridad y su placa de latón.

—No obstante —continuó—, por fortuna para usted, la policía sí ha encontrado una nota de suicidio. Tal y como están las cosas, Fraülein, yo de usted no me empeñaría en insistir en la teoría del asesinato. Corre el peligro de que se vuelva en su contra.

Justo como esperaba, allí estaba la confirmación oficial de lo que Richard me había adelantado, acompañada, además, de una velada advertencia: una especie de no meta las narices donde no la llaman. Me pregunté a quién estaba tratando de encubrir el inspector Franke; por quién estaba dispuesto a corromper la labor policial… Y porque.

—Bien, Fraülein, si no tiene nada más que añadir, ya no será necesario que sigamos molestándola. Muchas gracias por su colaboración.

Tras el tenso interrogatorio con el inspector Franke, intenté descansar. En la soledad de mi habitación no fui capaz de dejar de martirizar mi cabeza con el asunto de la muerte de Borís. Creí que sería una buena idea hacerte una visita. Y es que, además de cumplir de este modo con el catequético precepto de visitar a los enfermos, lo cierto era que te echaba de menos. Estaba segura de que tu naturaleza jovial y seductora distraería mis negros pensamientos.

—¡Maldito policía de tres al cuarto!

Cuando al acercarme a tus habitaciones me crucé con el inspector Franke, intuí que quizá no había escogido el momento adecuado para valerme de ti como distracción. El policía había estado interrogándote y las consecuencias del intercambio estaban plasmadas en tu ira. Plantado en mitad de tu gabinete, proferías a viva voz maldiciones contra el representante de la ley.

En absoluto había esperado encontrarte quejoso y convaleciente en la cama; no iba con tu forma de ser postrarte en el lecho, cual débil damisela, a causa de una brecha de diez centímetros en plena cabeza. No obstante, aquel despliegue de energía consiguió sorprenderme.

—¡El muy necio, inepto, osado y…! ¡Sucio! ¡¿Cómo se atreve a insultarme en mi propia casa?! ¡¿Puedes creerte que me ha acusado a mí, a mí, de haber matado a ese señor… yo qué sé?!

Tu indignación dejaba claro que el inspector Franke te había dedicado la misma acusación y las mismas amenazas que a mí. Lo que también estaba claro es que tú no te las habías tomado con la misma templanza que yo.

—Vamos, tranquilízate… —trate de aproximarme a ti con gesto apaciguador, mas no dejabas de moverte de un lado a otro, casi ignorando mi presencia—. Si no te calmas se te abrirán los puntos.

—¡¿Calmarme?! ¡¿Cómo voy a calmarme después de lo que acabo de escuchar?! ¡Pero si ni siquiera sé quién era ese demonio de, de…!

—Borís Illianovich.

—¡Borís como sea! ¡Ni siquiera sé qué hacía en mi casa!

¿Cómo era posible que el anfitrión no conociera a uno de sus invitados?

—Es que no le invitaste tú?

—No —respondiste de forma rotunda, como si fuera evidente.

—Entonces, ¿quién le invitó?

Te encogiste de hombros, mostrando no sólo ignorancia sino también indiferencia.

—Mi madre no lo hizo; ella siempre me manda su lista de invitados para que la revise. Tal vez fuera Karel o puede que se incorporara a última hora; de comparsa de alguien. Brunstriech empieza a parecerse a una casa de p… a un lupanar —te corregiste antes de que tu ofuscación te hiciese olvidar los buenos modales y tu exquisito lenguaje—: cualquiera entra y sale de aquí a su antojo.

Yo, sin embargo, no le di mucha importancia a aquel cuasi desliz lingüístico, pues mí atención se había quedado atrapada en un dato mucho más revelador: Karel había invitado al señor Illianovich a pasar las Navidades en Brunstriech. ¿Por qué?

—Y desde luego —proseguiste—, que no hubiera consentido que nadie le invitase si llego a saber que ese viejo gordo iba a tener el mal gusto de morirse en mi casa durante mis fiestas y estropearlo todo.

Acepté aquella negra ironía, tan poco considerada porque en el fondo deseaba que recuperases tu habitual sentido del humor.

—No seas cruel. Era un buen hombre.

De pronto, pareciste haber aplacado tu furia. Inmóvil frente a mí, me miraste con un mensaje extraño en los ojos.

—Seguro que lo era… Tal vez quisiese algo de ti. ¿O es que todavía no te has dado cuenta de que todos los hombres se esfuerzan en ser buenos contigo?

Aquel comentario no me gustó. Era como si, sin motivo aparente, estuvieras aliviando tu mal humor con un reproche hacia mí que estaba totalmente fuera de lugar.

—Ya —respondí secamente—. Bueno, será mejor que me marche.

Me di media vuelta en busca de la puerta, pero de inmediato detuviste mi retirada.

—No, espera. Te has enfadado, ¿verdad?

Antes de responder y muy lentamente, haciéndote ver así que me resistía a atender a tu requerimiento, me giré para mirarte.

—No —negué cabizbaja—. No. Es… Es sólo que estoy cansada —alegué, mostrándome en cambio herida.

—Lo siento, princesa. ¡Es que estoy tan furioso que no sé lo que digo! ¡Y además soy un idiota!

Por fin te concedí una sonrisa y una mirada de clemencia.

—Sí que lo eres.

—Todavía no te he dado las gracias porque esta noche has sido la mejor enfermera que un hombre puede desear.

—Pues la verdad es que tú has sido el enfermo más indisciplinado y atrevido que una enfermera… puede desear. De hecho, ahora mismo, deberías estar en la cama.

Entornaste los ojos y sonreíste, diste un par de pasos para salvar la distancia que nos separaba y buscaste mis manos para retenerlas entre las tuyas.

—Sí, lo sé. Lo que sucede es que detesto irme solo a la cama…

Puede que tus palabras escondieran una invitación sincera; o quizá sólo se trataba de una frase procaz sin mayor trascendencia, como la mayoría de las tuyas. Fuera como fuese, no iba a quedarme a averiguarlo.

Alzándome de puntillas para alcanzar la altura de tus mejillas, dejé en ellas, cerca de tus labios, un beso no menos procaz que quería herirte más que agradarte. Te vi cerrar los ojos y te oí tragar saliva mientras lo hacía; entonces, supe que había triunfado.

—Buenas noches, Alteza. Que descanséis —concluí con un susurro en tu oído antes de desaparecer por la puerta.

7 de enero

Recuerdo, amor mío, que una vez diseccionado, analizado y estudiado desde todos los puntos de vista médico-forenses, el cuerpo de Borís Illianovich recibió civil sepultura en el cementerio central de Viena, lo que le valió, aun después de la muerte, la crítica y el rechazo de los que habían compartido con él algún momento de su vida; aquellos que hacían una profesión ostentosa de fe cristiana se vieron consecuentemente ofendidos por tal ceremonia atea. Por mi parte, tuve la sensación de que los presentes acudíamos a la llamada de un mero acto social; sin viuda a la que acompañar, sin amigos con los que llorar, sin familia con la que padecer la tragedia.

Borís Illianovich, que en vida se había definido como un ciudadano del mundo y había llevado a cabo un proselitismo propio de esa condición, cuando llegó la hora de su muerte resultó ser un hombre sin una patria dispuesta a recibir sus restos. El azar señaló la tierra que le vio morir como la que había de abrazar su cuerpo frío. Allí donde sus huesos encontrasen un lugar para descomponerse era algo que no importaba probablemente ni al mismo Borís, porque su espíritu ya estaba muy lejos de cualquier lugar.

Una nieve fina y constante, como un soplo divino de polvo, había sido nuestra compañera, salpicando de blanco hombros y cabezas, en tanto contemplábamos impertérritos el sobrecogedor ritual, envueltos en una brisa húmeda y gélida que se colaba traicionera entre la ropa hasta congelar los huesos. A nuestro lado, las esculturas teutónicas (recuerdos de quienes nos habían precedido en el viaje por la laguna Estigia), las ramas desnudas de los árboles como artríticas manos suplicantes, las flores marchitas sobre el granito frío y la mirada severa del viejo ciprés contribuían sobremanera al ambiente lúgubre y desolador; como el atrezo de una obra de teatro, parecían haber sido previamente diseñadas y estratégicamente colocadas para crear tal efecto en el espectador. Después de todo, ¿qué es un cementerio sino la puesta en escena de la muerte?

Ningún llanto, gemido, sollozo, ni cualquier otra muestra sonora de dolor quebró el silencio luctuoso. No hubo responsos. No hubo elegías. No hubo lágrimas, ni siquiera las que se derraman por inercia en tales actos como se derraman los aplausos en los espectáculos, ya sean buenos o malos. Los rostros eran sombríos y serios, pero pétreos y carentes de emoción, como si el viento los hubiera convertido en esfinges de hielo. Tampoco el enigmático criado que siempre acompañaba al señor Illianovich, cuya raza y origen habían sido en más de una ocasión motivo de controversia, mostraba ninguna emoción.

Con la mirada fija en el suelo contemplé manchas negras de tierra que salpicaban el blanco de la nieve, querían imponer un luto riguroso en torno a la sepultura. Y empecé a sentir una extraña angustia.

No era la primera vez que asistía a la muerte, pero sí a aquella muerte tan peculiar de quien vive como un líder de masas pero muere solo; de quien crea opinión pero es abandonado al final; de quien, por vivir en la oscuridad, muere en la oscuridad.

Vivir y morir solo. La angustia iba en aumento.

Nunca me había planteado el final del camino. Yo había estado demasiado ocupada en sobrevivir. Llevada por una existencia llena de sinsabores y desengaños, me había empeñado, quizá por revanchismo o puede que por desesperación, en la búsqueda y en el ejercicio de una libertad que no era más que un espejismo, un ideal sin contenido ni sustancia. Creyendo que la libertad sólo estaba al alcance de las almas solitarias, independientes y autosuficientes, me había convertido en una isla en mitad de un mar al que creía desdeñar desde mi individualismo superior, pero al que en realidad temía por saberlo dañino y peligroso.

Yo había escogido la soledad como refugio y como escudo. ¿Cómo era posible que de pronto me encontrara atrapada en ella como a Borís le iba atrapando la tierra en su agujero? Ver aquella tierra caer sobre su ataúd me produjo tal angustia que tuve la sensación de que caía sobre mi cuerpo, cubriéndome hasta enterrarme por completo.

La noche en la que llegue la dama negra para llevarte con ella… tal vez mañana… te hallará sola. Morirá contigo tu legado, pues no tendrás a quien legar. Morirá contigo tu memoria, pues no tendrá en quién quedar. Nada de ti quedará en este mundo tras tu paso por él. Ésa es la auténtica muerte, la muerte del alma solitaria: la tuya… así me amenazaba la angustia.

Fue miedo. Un miedo silencioso y contenido, de esos que no ves llegar porque se manifiestan desde dentro. Un miedo que erizó mi piel bajo las gruesas ropas de abrigo. Tuve miedo y te miré. Estabas en primera fila: los pies al borde de la tumba; la mirada lejos de ella, la frente, altiva. El aire agitaba tu abrigo y despeinaba tu cabello… Tuve miedo y te miré.

Y la tierra seguía cayendo sobre la tumba de Borís; el único ruido que animaba aquel lugar inanimado. Un ruido rítmico de paladas que alimentaban mi angustia.

Quise correr a que me abrazaras, a que me sacaras de aquel lugar opresivo y amenazador, a que acallaras mi miedo con palabras de consuelo. Pero tú ni siquiera me mirabas…

—¿Te encuentras bien?

Algo en mí me estaba delatando. El miedo se asomaba por las ventanas de mi cuerpo. Karel insistió:

—¿Te encuentras bien?

Asentí, tratando de recobrar la compostura. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había encorvado, porque me erguí; de que estaba sudando, porque seque el sudor de mí frente con dedos temblorosos; de que me había tambaleado, porque tu hermano me sujetaba.

—Tal vez desees sentarte…

Le miré. Severa y orgullosa. Yo nunca me mostraba débil ante los hombres.

—No, gracias.

Y me aparté de él un paso para demostrárselo.

Con la vista de nuevo puesta en la tumba ya cerrada, me aseguré con un ímpetu cercano al enojo, que quería matar el miedo:

¡Yo no quiero llantos de plañideras en mi funeral, ni caretas sombrías de pretendida tristeza!; ¡no quiero que la gente vista de negro como visten las novias de blanco!; ¡no quiero cantos fúnebres, ni trompetas de la muerte!; ¡no quiero alabanzas vacías sobre mi mortaja, ni coronas de flores enviadas por gente que nunca conocí! ¡No es eso lo que quiero!

Mi ira se aplacó.

—¡Todo lo que yo quiero es que alguien deje una flor sobre mi ataúd y vuelva a casa con un millón de recuerdos gratos —dije en un susurro que apenas despegó mis labios.

Tal vez no debí hacerlo, pero adelanté el paso y dejé una flor sobre la tumba de Borís. Mientras me agachaba, tuve la vaga sensación de que decenas de ojos como alfileres se clavaban en mi espalda.

—Ha sido tan triste… —murmuré al tiempo que recibía de manos del príncipe Alois una taza de té.

En el calor de una de las salitas del castillo de Brunstriech, Alejandra, Alois, tú y yo nos recuperábamos del frío y el cansancio; del amargo sabor de boca que dejan los entierros, incluso de uno tan peculiar como el de Borís Illianovich.

—Desde luego, querida. No hay nada comparable a la solemnidad de un entierro religioso, como Dios manda. Si seguimos así, con tanto ateo y anarquista suelto por el mundo, no sé adónde vamos a llegar —renegó tu madre mientras espantaba de su regazo al mullido gato persa gris que momentos antes había trepado hasta allí en busca de una caricia.

No hubo más comentarios; ni el tema ni el foro lo requerían. Tu madre terminó a sorbos rápidos el té y se puso en pie trabajosamente.

—En fin, yo me retiro a mis habitaciones a ver si puedo descansar un poco antes de la cena. Estoy exhausta.

—Te acompaño, Alejandra. Tampoco a mí me vendrá mal un descanso —anunció tu tío dejando sobre la mesa su taza casi sin tocar.

Besé a la Gran Duquesa viuda en sus mejillas suaves cubiertas de polvos de arroz y volví al abrigo del sillón junto al fuego. Tú también despediste a tu madre con un beso para después regresar a la contemplación del paisaje a través de la ventana.

Rodeada de silencio reconfortante, me abandoné a un disfrute inconsciente de sonidos sutiles, a menudo olvidados por su discreción: el tictac del reloj, el crepitar del fuego en la chimenea, el murmullo del viento tras los cristales… el susurro intermitente de una respiración pausada. Casi olvidé que no estaba sola. Costaba creer que tú, tan silencioso que parecías desaparecer, fueras mi compañía.

—Lars… —te llamé en voz baja, temiendo romper la magia del silencio.

—¿Mmmmm?

—¿En qué estás pensando?

Tardaste unos segundos en responder, como si te hubiesen sacado de un sueño y ahora tratases de recomponer el sentido de la pregunta.

—En nada.

En nada que te pueda contar. En nada que tú puedas saber. Algo así es lo que suele ocultarse detrás de tan sencilla respuesta.

—¿Quieres más té?

Por fin te volviste y miraste el reloj que había sobre la chimenea. Yo lo miré contigo. Y si tú viste la hora, yo jugué a catalogarlo: era un reloj francés de bronce chapado en oro, estilo Luis XVI, montado en porcelana biscuit azul y blanca, y firmado por la casa Gavelle de París, probablemente a finales del siglo XVIII.

—No, gracias. He de reunirme con el administrador dentro de unos minutos.

—¡Pobre niño rico!

Con una leve sonrisa, me hiciste ver que aceptabas mi burla con elegancia. Abandonaste la ventana, dejaste la taza de té vacía sobre una mesa y te acercaste a mí. Permaneciste en pie para demostrarme que tu presencia no se iba a prolongar. Desde la perspectiva de mi asiento, a poca altura, tu silueta resultaba aun más imponente de lo habitual.

—Y tú, ¿qué vas a hacer?

Con tu pregunta caí en la cuenta de que no tenía previsto cómo pasar la mañana.

—Pueeeees… podría bordar junto al fuego… sí supiera bordar. O escribir poesía melancólica con la mirada perdida a través de los cristales… pero nunca he escrito un solo verso. Jugaría un solitario con una baraja francesa… claro que los solitarios me aburren soberanamente. No sé, creo que yo también iré a descansar un poco. Tal vez aproveche para escribir un par de cartas.

Una vez hube reconocido que carecía de cualquiera de las habilidades exigidas a una señorita de buena posición, me envolviste en una mirada enigmática que podía haber sido de admiración de no ser porque juzgué imposible que sintieses admiración por mi falta de refinamiento.

Cuando creí que me aclararías tu parecer con palabras, lo que en realidad hiciste fue inclinarte hacia mí y, sin mayor preámbulo, dejar sobre mis labios un beso prolongado que con su adictivo tacto de terciopelo y su agradable calor de primavera me sometió sin dejarme espacio para que replicase. Al separarte de mí, sentí frío y abandono; me dolía que el momento de placer fuese tan breve.

—Tengo que marcharme —exhalaste en un suspiro al incorporarte.

Tienes que marcharte… Entonces, ¿por qué? ¿Por qué calmas mi sed y luego arrancas la copa de mis labios? ¿Por qué sacias mi hambre y luego me arrebatas el alimento de la boca? ¿Por qué alivias mis heridas y luego retiras el bálsamo de mi piel? ¿Por qué caldeas mi alma helada y luego alejas el fuego de mi lado?

—Y recuerda: no has sido tú quien me ha besado, sino yo quien te ha besado a ti —quisiste dejar claro, como si fuese algo crucial, antes de desaparecer por la puerta llevándote contigo una parte de mí.

9 de enero

Suicidio.

Recuerdo, amor mío, el momento preciso en el que mi ira estalló. Contenida mucho tiempo como la lava de un volcán dormido, voló por los aires cuando tuve acceso al informe policial sobre la muerte de Borís Illianovich. Un informe grotesco, plagado de crasos errores de investigación y de evidentes manipulaciones y falsedades, al que se adjuntaba una autopsia que más bien parecía el resumen de una disección de lagartija redactado por un escolar. No se había comprobado la propiedad del arma, no se habían cuantificado las balas que había en el cargador ni si se correspondían con los disparos realizados, no se mencionaba la ausencia de tatuaje o halo alrededor del orificio de bala, no se habían medido la distancia ni la trayectoria del disparo; aparentemente, en el cadáver no habían encontrado restos de barbitúricos, ni se destacaba que la víctima los consumía habitualmente o que se había encontrado Veronal en su mesilla de noche, etcétera, etcétera, etcétera. Todo era tan chapucero que resultaba imposible creer que no hubiera mala intención.

Hecha una furia, sin pararme a pensar en las posibles consecuencias, recorrí los pasillos del castillo con un destino y un objetivo muy concretos.

* * *

Te confieso, hermano… Mejor dicho: te aseguro que aquel día la detesté. Ella hizo que me sintiese débil y vulnerable. Yo, que con el paso del tiempo y con la voluntad necesaria había logrado fortalecer mi ánimo, dominar mis emociones y limar las aristas de mi temperamento, me consideraba un hombre firme, moderado e inquebrantable. Sin embargo, ella alteraba aquel equilibrio: me hacía saltar por los aires, me enfurecía, me desquiciaba… Ella abría mi caja de Pandora con la pericia de un ladrón de guante blanco.

—¡¿Qué demonios está ocurriendo aquí?!

Aquella mujer insolente y descarada había entrado como una marabunta en mí despacho. Ni llamó a la puerta ni la cerró una vez estuvo dentro, se limitó a plantarse delante de la mesa y a espetarme aquella frase cargada de indignación y ajena al decoro.

Sorprendido en mitad de mi trabajo, levanté la vista de los papeles y le dirigí una mirada con la que quise transmitirle mi desagrado. Pensé que lo mejor sería conservar la calma ante tal explosión de ira, por lo que con cierta parsimonia intencionada me puse en pie, me acerqué a la puerta para cerrarla y, mostrándole una silla, fui amable con ironía:

—Buenas tardes, Isabel ¿Quieres tomar asiento?

Sin escuchar mis palabras, que le trasladaron velados reproches por su grosería, continuó con su fogosa intervención.

—¡¿Qué clase de mascarada es ésta?! ¡¿A quién pretendéis engañar?! ¡Cualquier aficionado de tres al cuarto a las novelas policíacas baratas sabría que esto tiene de suicidio lo que yo de obispo de Calcuta! ¡Ni siquiera el asesino ha querido que parezca un suicido, por Dios!

Tanto Richard como el inspector Franke ya me habían avisado de que ella estaba hurgando en el asunto de la muerte del señor Illianovich y que iba a acabar dándonos más de un problema. Tomé el firme propósito de no alterarme ante sus acusaciones.

—No estoy seguro de saber a lo que te refieres, pero si es a la muerte del señor Illianovich, creo que deberías hablar con la policía. Me temo que yo no puedo ayudarte.

—¡Tonterías! —me interrumpió como si en vez de escuchar mis explicaciones, quisiera soltar sus exabruptos—. ¡Tú eres quien está detrás de todo esto, no lo niegues! ¡Tú echaste tierra sobre el cadáver de Nikolái y ahora has mentido sobre la muerte de Borís! ¡¿Por qué tienes tanto interés en ocultar la verdad?!

Sin perder la compostura, pero empezando a entrar en el juego, solté desafiante:

—¿Y tú? ¿Por qué tienes tanto interés en que se sepa la verdad?

Mi hábil pregunta la dejó sin réplica, con su violenta verborrea atrapada entre los labios. Noté que el calor le subía a las mejillas cada vez más arrebatadas. Sin embargo, aunque creí que le había dado jaque mate, me mostró que no iba a consentir que yo dijera la última palabra.

—Te advierto que esto no va a quedar así. Seguro que hay alguien, además de tus corruptos policías, a quien le interesa saber lo que hacías en la habitación de Borís la noche de su muerte.

Y así pulsó el resorte adecuado para hacerme saltar. Aquella mujer empezaba a ir demasiado lejos con sus amenazas. Con ella no valían la templanza ni las buenas maneras. Necesitaba una demostración firme de autoridad: con el gesto deliberadamente severo y la mirada sombría, di un paso hacia delante para encararme con ella y dar por zanjado el asunto.

—Y yo te advierto que no voy a tolerar que una niñata con pretensiones criminalistas entre en mi despacho gritando como una verdulera y me amenace en mi propia casa. Así que, por tu bien, te aconsejo que vuelvas al salón a chismorrear con el resto de las mujeres y te olvides de unos asuntos que no son de tu incumbencia.

Una vez pronunciadas estas duras palabras, me dirigí a la puerta y la abrí mostrándole la salida.

—Ahora, te ruego que te marches. Tengo mucho trabajo.

No le di opción a que se resistiera, y ella atendió mi orden no sin antes dedicarme una última mirada de furia. Cerró la puerta y volví a mis papeles. Pero ya no podía concentrarme en ellos. Me reconocí absurdamente alterado: sudaba y me temblaban las manos. Nada se escapaba nunca de mi control, y de pronto todo parecía descontrolado. ¿Qué clase de mujer perteneciente a la aristocracia rural española, que jamás ha visto nada más allá de los límites de su pueblucho, sabría distinguir un suicidio de un asesinato? Richard diría que volvía a ver fantasmas donde no los había, pero de nuevo algo o, mejor dicho, alguien no encajaba: ella era la pieza sobrante que estaba estorbando al buen funcionamiento de mí, creía, bien engranada máquina. Y no iba a consentirlo.

* * *

Recuerdo, amor mío, que llegué a mi habitación con la tensión apretándome en el pecho y lágrimas de rabia quemándome en los ojos.

Empezaba a ser consciente de lo que acababa de hacer: me había dejado llevar por mis emociones, había dejado que mi temperamento me traicionase. Tal vez, al contrario de lo que otros habían creído, yo no fuera la persona adecuada para el cometido que se me había asignado, Tal vez no sería capaz de soportar la tensión y me desmoronaría, poniendo en peligro la misión.

Me senté frente al espejo del tocador, buscando en mi reflejo el consuelo de un confesor. No iba a llorar, no iba a permitir que mi temperamento volviese a traicionarme. Puede que no tuviera la sangre tan fría ni los nervios tan templados como se suponía debía tener, pero poseía amor propio y decisión: tenía un trabajo que terminar e iba a terminarlo.

De un cajón de la cómoda, extraje un sobre con matasellos de España. Contenía la nota que había encontrado en el libro que intentaron robarme en París. Cuando la leí por primera vez su contenido aparentemente anodino me hizo sospechar que estaba en clave. La envié a que la descifraran y un par de semanas atrás me había llegado la respuesta con el aspecto de una carta convencional, enviada por una amistad inexistente desde España. Clavé los ojos en aquellas letras, eran mi punto de referencia para recobrar el control de mí misma, y me concentré en dar el siguiente paso.

10 de enero

DIE KLEINE SPIELDOSE

Wien

10 Januar 1914

9.00 abends

Recuerdo, amor mío, que levanté los ojos de la tarjeta que sostenía en mi mano para posarla en el sucio cartel con las mismas tres palabras mareadas por el aire: «DIE KLEINE SPIELDOSE».

Estaba algo nerviosa y me detuve unos instantes delante de aquel cartel recordando la primera vez que había estado allí: aquel 27 de diciembre que viajé a Viena con Karel y en el que aproveché el tiempo que me dejó sola para buscar La Cajita de Música. Ya entonces, en previsión de que alguien me estuviera vigilando o siguiendo, invente que lo que me interesaba era una bombonería con el mismo nombre y ésa fue la explicación que le di al propio Karel. Siempre había tenido que tener previstas las respuestas a sus preguntas. Para aquel segundo viaje, había decidido que lo mejor sería recurrir a un cómplice inocente: lady Eleanor fue la elegida. Ella entendería a la perfección la necesidad incontenible, el deseo fervoroso de acudir a una cita clandestina con un apasionado, secreto y sórdido amante. Y eso fue lo que alegué para que accediese a cubrir mi aventura. Acompañadas de su madre, acudiríamos a una representación en la Opera de Viena. Una vez allí, yo me escabulliría para reunirme con el presunto trasgresor de mis virtudes. Llegada la hora de regresar, lady Eleanor le diría a su madre que me había encontrado con uno de vosotros, quienes, como solícitos primos que erais, me habíais acompañado de vuelta a Brunstriech. A lady Eleanor le encantó la idea, así que dicho y hecho. Por lo demás, contaba con una ventaja imprescindible a mi favor: lady Jane Stancton, la madre de Eleanor, que tenía la costumbre de ahogar las frustraciones de su vida en algo más de media botella de ginebra justo antes de irse a la cama. Era muy probable que a la mañana siguiente no recordase nada de lo sucedido la noche anterior, pues, por descontado, yo no habría vuelto a Brunstriech con ninguno de mis primos.

Concluido con éxito el plan de fuga, no tuve mayor dificultad para llegar hasta Die kleine Spieldose, que no era otra cosa que una chamarilería con pretensiones de anticuario situada en una de las callejuelas más angostas del distrito de Ottakring, un barrio obrero de Viena, Estaba encajada entre dos viviendas de vecinos ruinosas, con las fachadas desconchadas y negras por efecto de la humedad del Danubio. Toda la calle olía a la carbonilla de las estufas y a orín de gato: el aliento pestilente que exhalaban los portales, sucios y oscuros como bocas de borracho. Por fin me decidí a cruzar la calzada solitaria y mal iluminada, y el crujido de mis pisadas sobre la nieve resonó en el silencio de la noche. Miré a los lados: el único movimiento que percibí fue el del polvo de nieve arremolinándose en las esquinas por efecto del viento. La tienda estaba cerrada, pero haciendo pantalla con la mano pude ver, a través del cristal incrustado de óxido y suciedad, una multitud de objetos apilados que parecía imposible que nadie quisiese comprar. Más que de antigüedades se trataba de trastos viejos sin ningún encanto ni valor: telas sucias y apolilladas, cubiertos herrumbrosos y descabalados, cuadros de escaso interés artístico, cajas de latón descascarilladas, porcelanas rotas y recompuestas de entre cuyos bordes sobresalían pegotes ocres de pegamento reseco…

Me pregunté qué clase de cita podría estar teniendo lugar en aquel rincón abandonado. Empecé a considerar la posibilidad de que hubiera interpretado mal el sentido del mensaje. Tal vez no hacía referencia a una cita secreta, como había pensado, o podía ser que Die kleine Spieldose no fuese la tienda cochambrosa ante la que me encontraba, sino otro sitio u otra clave. Por otro lado, también era cierto que si se trataba de una reunión secreta, no me la iba a encontrar delante de las narices… Fije mi atención en los dos portales que flanqueaban el local: quizá en uno de ellos hubiese una entrada a la trastienda. Escogí primero el de la derecha y al empujar la puerta, cedió sin dificultad. En el interior, el nauseabundo olor de la calle se volvió más desagradable al mezclarse con el de las patatas y el repollo que se cocían para la cena. Frente a mí se abría una escalera de peldaños de madera estrechos y agrietados; a mi derecha, unos cuantos buzones abollados, todos ellos con las cerraduras forzadas; y a mi izquierda, una puerta. Miré en los buzones y me felicité a mí misma al leer: «Die kleine Spieldose. Bajo izquierda». La puerta del bajo izquierda estaba asegurada con una cadena y un candado, pero no me costó franquear la barrera descerrajando con unos alicates, parte de mi equipo, el candado herrumbroso y más bien endeble.

Detrás de la puerta se abría un pasillo oscuro del que no pude apreciar su final. Encendí mi linterna y me dispuse a recorrerlo. Mientras avanzaba iba percibiendo un calor húmedo cada vez más sofocante, al tiempo que comprobaba que el lugar estaba limpio y cuidado, libre de polvo o telarañas, como si estuviese más transitado que la roñosa tienda de la calle. No obstante, las bombillas que colgaban del techo estaban frías y en el suelo no había rastro de la humedad que deja el calzado manchado de nieve. Aparentemente, hacía tiempo que nadie pasaba por allí; por algún motivo alguien se preocupaba de mantener el pasadizo en buenas condiciones de uso, lo cual despertó aún más mi interés por saber adónde conduciría.

De repente, un ruido sutil, similar a un roce de telas, me puso en alerta, esa clase de ruidos sutiles delatan presencias sutiles y furtivas…

Apagué la linterna.

Agucé el oído y contuve la respiración.

Traté de percibir algún otro sonido delator.

Sin embargo, el silencio era absoluto. Ya ni siquiera llegaban hasta mí los murmullos del vecindario que escuchara momentos antes en el portal. Llegué a la conclusión de que en aquel lugar no había nadie más que yo y quizá alguna rata, así que continué mi andadura, confiando en alcanzar pronto el final de aquel pasadizo.

Por fin, vislumbré que el túnel desembocaba en un espacio amplio. Al aproximarme, el corazón me dio un vuelco. Entre las sombras se dibujaban, fantasmagóricas, dos figuras humanas. Estaban en el centro de la estancia y parecían conspirar en una voz tan baja que ni siquiera había podido oírlas. Rápidamente, apagué la luz, aun sabiendo que ya sería tarde. Con el alma encogida, esperé a que, alertadas por los disparos luminosos que lanzara mi linterna, se volviesen y me descubriesen husmeando. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo, donde sentí el frío y tranquilizador acero de mi pistola, y me preparé para defenderme.

Pero nada sucedió.

Las figuras permanecieron inmóviles, ajenas a mi presencia. Con cautela avancé unos pasos casi ciegos por la falta de luz. Sin soltar la pistola, aguardé un movimiento que seguía sin producirse. Era como si una imagen que debería estar viva, se hubiera congelado. Era tan inquietante como irreal. Finalmente, me decidí a encender de nuevo la linterna. Bajo el haz de luz amarilla y mortecina se revelaron las formas humanas de dos maniquíes de sastre. Suspiré, aflojé la mano que apretaba el arma y después me sentí idiota por la confusión.

En cuanto mis nervios se sosegaron llevé a cabo una primera inspección visual del lugar. Deduje sin problemas que me hallaba en el almacén de Die kleine Spieldose. Grandes cajas de embalar y otros bultos se apilaban contra las paredes. Una sucesión de libros dispuestos en torres que desafiaban la ley de la gravedad, de hileras de viejas muñecas tuertas que me miraban con una sonrisa satánica, lienzos agujereados y carcomidos con retratos de personas desconocidas, espejos rotos que me devolvían mi propia imagen negra y descompuesta, cacharrería variada, sucia y desportillada… Según pasaba los dedos por todos aquellos objetos polvorientos, me invadía una sensación incómoda: como si desde el pasado, sus dueños anónimos me observaran profanar los restos de sus vidas; la parte de ellos mismos que allí había quedado, relegada al olvido de un sórdido almacén.

Una vez más creí que había llegado a un callejón sin salida, a una pista falsa, fuese lo que fuese lo que estuviese buscando. No obstante, llevada por una especie de intuición seguí revolviendo entre aquellos despojos del tiempo y mi tenacidad tuvo su recompensa. Algunas de las cajas de debajo, ocultas a simple vista, eran más nuevas que las demás y estaban perfectamente selladas. Tiré de una de ellas para desenterrarla de entre los trastos y con ayuda de un viejo utensilio de cocina hice palanca para abrirla. En su interior hallé montones de paquetitos rectangulares, bien envueltos y ordenados para aprovechar al máximo el espacio de cada caja. Sostuve uno entre mis manos; calculé que pesaría entre doscientos y trescientos gramos. Rasgué el papel y descubrí una inconfundible resina marrón, grasienta y pegajosa: hachís. Allí había almacenadas grandes cantidades de hachís listo para su consumo. Estaba cerca de mi objetivo.

Me puse en pie y observé cuidadosamente toda la habitación. Proyecté la luz de la linterna sobre las paredes para buscar otra entrada o salida de aquel lugar. Aunque a simple vista no encontré ni el más mínimo hueco, no tardó en llamarme la atención que una de las paredes parecía distinta de las demás; los ladrillos estaban enteros y brillantes, y el cemento entre ellos, un poco más blanco. Además, había menos trastos apilados frente a ella. Los aparté para dejarla casi al descubierto y empecé a palparla en busca de alguna grieta, agujero o resorte. En un momento dado de mi cuidadosa exploración mis dedos toparon con un ladrillo suelto: lo empujé con fuerza. Se oyó un estruendo como de piedra de molino, un crujir de mecanismos y un chirriar de bisagras que llenó la habitación, después una sección de la pared comenzó a desplazarse dejando al descubierto unas escaleras que ascendían en espiral. Lo primero que percibí fue una corriente de aire fresco que penetró en el ambiente enrarecido y mohoso de aquel lugar. Después, percibí el rumor monótono y grave de un canto colectivo; un murmullo constante parecido a un oleaje suave de mar o al viento en las copas de los árboles, sin altibajos ni interrupciones. Un indicio de vida humana.

Decidida a llegar hasta el final de aquella aventura que parecía no tenerlo, puse el pie sobre el primer peldaño y comencé el ascenso, únicamente guiada por el hipnótico canto. Al alcanzar el último escalón, me topé con una pared cóncava en cuyo centro brillaban dos círculos de luz de unos treinta centímetros de diámetro que eran como los ojos de buey de un barco. Me asomé por uno de ellos y ante mi mirada atónita se abrió una estancia de proporciones gigantescas tanto en planta como en altura; completamente cubierta de paneles dorados, y que brillaba con intensidad cegadora a la luz de unas antorchas que se distribuían por las paredes. El techo estaba surcado de telas de gasa de un rojo vivo, largas y vaporosas. Desde el suelo de mármol negro, brotaban como grandes troncos de secuoya dos hileras de columnas profusamente decoradas con dibujos e inscripciones en oro y grana, que dividían la planta rectangular en tres naves, la central era la más ancha de las tres. Al fondo, se levantaba sobre una escalinata flanqueada por dos enormes cobras negras lo que parecía un altar cuyo centro estaba marcado por una pila de llamas que se alzaban más de un metro hacia el techo. Detrás, presidiendo el impresionante escenario, una colosal estatua, mitad figura humana femenina, mitad serpiente, con dos pares de brazos que brotaban de su torso como las ramas de un árbol, parecía dedicarle una mueca terrorífica a quien la mirase. La piel azul, la lengua larga colgando de sus labios, el collar de calaveras… Era la diosa Rali en una extraña versión.

Cientos de congregados se arrodillaban ante ella. Vestían con túnicas de color azafrán y cubrían sus rostros con máscaras de inspiración hindú. Al pie de la escalinata formaban en fila una decena de personas con túnicas púrpura y, sobre el altar, otras cuatro personas más, ataviadas igualmente con máscaras y túnicas cada una de ellas de un color —marrón, blanco, azul y rojo—, rodeaban a una quinta vestida de negro. Inmediatamente acudieron a mi mente las imágenes de las reuniones secretas de Brunstriech con sus cinco congregados.

La recreación grandiosa de un templo y la celebración de una ceremonia religiosa. ¡Todo ello en mitad de Viena! Aquel descubrimiento me puso los pelos de punta, me trasladó a las selvas de Bengala, a los cantos de los brahmanes, al sonido del gong, al calor sofocante, al olor de los sadus… Sin embargo, me encontraba en medio de Viena.

Desde mi posición privilegiada en lo alto de la estancia, envuelta en el peculiar olor dulzón del hachís que ardía en las piras llenándolo todo de un denso humo blanco, observé a los fieles ponerse en pie, arengados por el sacerdote. Los cantos se exacerbaron y la multitud comenzó a moverse en convulsiones frenéticas, al ritmo de aquel son embriagador. Yo misma empezaba a sentirme mareada por efecto de la droga y el runruneo de aquella canción repetitiva, de aquel mantra que parecía martillear mis sienes, hice grandes esfuerzos por mantener la concentración y no dejar escapar ni un solo detalle. Entonces entraron en escena dos fieles más que empujaban una mesa con una caja encima que parecía un ataúd. La llevaron al centro del altar ante el primer sacerdote y una vez allí levantaron la tapa y sus cuatro paredes cayeron, como si se tratase del artilugio de un mago, dejando al descubierto un cuerpo humano: el de un hombre completamente desnudo, con la piel tatuada por completo. El sacerdote se aproximó a él. El ritmo de los cánticos se aceleró. Se sacó un puñal de entre las vestiduras y lo alzó sobre el cuerpo yacente. La multitud entró en un silencio expectante.

Frente a aquella imagen congelada como un fotograma y ante la perspectiva de lo que iba a suceder, mis nervios se crisparon. Sabía que el sacerdote iba a descargar el puñal, a clavarlo con fuerza en aquel cuerpo. Apenas podía respirar de la tensión. Abrí la boca en busca de aire para mis pulmones ahogados… De pronto, recibí la fuerte acometida de alguien que se abalanzó sobre mí. Sin darme tiempo a reaccionar, me inmovilizó y cubrió mi nariz y mi boca con un pañuelo. En cuanto noté en las fosas nasales un olor agradable y cálido, que sin embargo parecía a punto de asfixiarme, quise dejar de respirar; pero ya era demasiado tarde. Sin poder evitarlo, me sumí en un profundo abismo negro…

* * *

Recuerdo haber abierto los ojos sin ver. Sueños extraños en los que mi pasado desdichado acudía a mí como una advertencia premonitoria sobre mi futuro incierto. Voces desconocidas que me rodeaban, que me susurraban palabras que no lograba entender. Punzadas de dolor por todo el cuerpo, mareo, náuseas y dolor de cabeza. Nada más.

12 de enero

Recuerdo, amor mío, que al levantar los párpados, percibí como un fogonazo en las pupilas la luz tenue de una lámpara de mesa. Intenté incorporarme y tuve la sensación de que el cerebro me rebotaba dentro de la cabeza, hinchado como una esponja, y que mis piernas y mis brazos entumecidos eran sordos a mi voluntad. Desde el lecho fotografié cuanto me rodeaba, tratando de situarme en la realidad.

Me hallaba en una habitación amplia y lujosamente decorada, con dos balcones cubiertos por aparatosos cortinajes de damasco color mostaza y sendas puertas blancas de cuarterones. El mobiliario lo componían un gran armario, un escritorio, la cama en la que me tumbaba, dos mesillas, un diván y una mesa baja con dos silloneros frente a la chimenea, todos ellos con aspecto de cotizada antigüedad y seguramente apellidados con el nombre de un rey inglés o francés. Lo cierto es que yo no soy experta anticuaría y confundo los estilos Luis XVI, Isabelino, Imperio y demás. Lo que sí identifiqué inmediatamente fue un precioso reloj barroco estilo Le Roy, del siglo XVIII, que descansaba cantando impasible su tictac sobre la chimenea. Y es que ya habrás notado que yo soy una entusiasta del mundo de la relojería de coleccionista con su fascinante mezcla de belleza artística y precisión técnica.

Incapaz de saber dónde estaba, dejé descansar mi cabeza dolorida sobre la almohada y con la vista fija en el techo blanco ornado de escayolas, hice acopio de mis recuerdos confusos. Una calle de Ottakring, la tienda de antigüedades, Díe kleine Spieldose… Kali… un templo hindú… miles de fieles… los cinco sacerdotes… un sacrificio humano…

¡Tenía que informar enseguida de todo aquello!… Si hubiese podido…

Intenté de nuevo incorporarme, ahora con más éxito, y decidí beber un poco del agua que había sobre la mesilla de noche para tragar aquel estropajo que parecía tener en la boca y que era mi lengua áspera y reseca por la falta de uso. Aquel simple trago me dio fuerzas y pese a tambalearme, abandoné la cama con la vista fija en las salidas. Forcejeé con los manillares de las dos puertas que tenía la habitación: una cedió al instante, mas daba a un baño, y la otra resistió la acometida con firmeza. Los balcones colgaban de una fachada lisa, a una altura de tres pisos sobre lo que semejaba el amplio patio interior de una residencia palaciega. No parecía haber muchas opciones de escapar por allí. Apenas había visibilidad para intentar descolgarse.

De vuelta al interior de mi jaula de oro, empecé a tomar consciencia de la situación. Estaba encerrada, mis ropas de abrigo habían desaparecido y con ellas, mi equipo y mi pistola. No era capaz de precisar cuánto tiempo llevaba allí, aunque tenía la sensación de haber estado sedada e inconsciente al menos durante horas. Desde luego que aquella habitación no pertenecía a ninguna de las austeras viviendas obreras del Ottakring, y era probable que ni siquiera estuviera en Viena. Obviamente, me habían secuestrado, pero no podía permitirme perder los nervios si quería escapar de aquella difícil situación.

Mis opulentos —porque sin duda lo eran— captores no tardarían en aparecer y debía actuar con rapidez. Lo primero que me vino a la cabeza fue intentar forzar la cerradura de la puerta con una de las horquillas de mi moño, si conseguía salir ya decidiría sobre la marcha lo que haría. Sin embargo, no pude poner en práctica mi improvisado plan. Mientras buscaba una horquilla en mi pelo el manillar de la puerta descendió, el pestillo chasqueó y la hoja de madera se deslizó, para dar paso a un hombre.

—¡Vaya! No esperaba encontrarte levantada.

—Tú… —fue lo único que acerté a decir, en parte porque me debatía entre el estupor y la ira, en parte porque mis cuerdas vocales, que llevaban tiempo sin pronunciar palabra, no dieron para más.

—He traído un poco de café y un analgésico. Supongo que te dolerá la cabeza. Son las cosas del cloroformo.

En realidad, no me dolía: parecía a punto de estallar. Pero me había quedado tan pasmada que incluso había olvidado el dolor.

Karel cerró la puerta. Como si aquello fuese una cita para el té de las cinco, se aproximó a la mesa baja frente a la chimenea y depositó allí una bandeja con el servicio.

—¿Qué significa esto? —le pregunté intentando parecer tranquila.

Tardó unos segundos en responder, concentrado en verter un poco de café dentro de una taza; la habitación se llenó de un agradable aroma. Por fin, sin dejar de darme la espalda, contestó:

—Ya habrá tiempo de explicaciones. Ahora, tómate esto. ¿Estás mareada?

Mi primer pensamiento fue abalanzarme sobre la puerta y escapar de allí. Pero dejé de un lado el instinto y después de apelar a la razón, llegué a la conclusión de que no llegaría muy lejos dentro de aquella casa enorme que desconocía. Entonces, como iluminada por la memoria, recordé un importante detalle. Aprovechando que Karel continuaba de espaldas disolviendo concienzudamente un analgésico en agua, me levanté discretamente la falda y con alivio comprobé que allí, sujeto por la liga a mi muslo derecho, seguía mi cuchillo.

—Quiero azúcar, por favor. Y leche —pedí para mantenerle entretenido mientras me acercaba a él por la espalda—. ¿Está tu madre al corriente de este secuestro?

—No te preocupes por mi madre. Ella no diría que estás secuestrada. Sabe que estás conmigo y está tranquila. Ha caído una gran nevada y la carretera a Brunstriech está cortada.

—Ya veo que lo tienes todo muy bien pensado. ¿Cómo sé que no vas a envenenarme con esos polvos?

—Sería absurdo. Sólo es Aspirina. De momento me eres mucho más útil viva que muerta…

Se interrumpió bruscamente, enderezándose como una vara al notar el repentino pinchazo del cuchillo en los riñones.

—Bien. Ahora, tú y yo nos vamos a marchar de aquí. Tú primero, si eres tan amable —le invite con sorna.

Empezó a girarse, no me iba a ser tan sencillo dominarle. Al volverse, me lanzó con un rápido movimiento la taza de café que olvidé tenía entre las manos. Conseguí esquivarla y vi cómo la taza y su contenido se precipitaban sobre la alfombra sin llegar a rozarme, mas él aprovechó el descuido para intentar hacerse con el cuchillo. Forcejeamos durante unos segundos, Se cortó el dorso de la mano, pero ni se inmutó. Y, finalmente, haciendo un alarde de fuerza realmente humillante para mí, me inmovilizó el brazo detrás de la espalda, y lo retorció hasta que el dolor me hizo soltar el arma.

Con la boca justo detrás de mi oído y su aliento caliente golpeándome el cuello, murmuró con voz grave y furiosa:

—¿Quién demonios eres?

Y yo, desafeándole hasta la inconsciente temeridad, repliqué:

—¿Quién eres tú?

Tiró de mi brazo con violencia para obligarme a mirarle. En sus ojos grises como el acero había fuego. Los clavaba en mí, larga y detenidamente, como queriendo quemarme con su odio.

Repentinamente, me pasó la mano por detrás del cuello. Temí que fuera a rompérmelo. Sin embargo, tiró de él y me besó con furia en la boca. Parecía querer morderme, traspasarme con los labios, hacerme daño. Aquello no era un beso, era una agresión.

Empecé a sentir que una ola de calor invadía mi cuerpo, que el aire llegaba con dificultad a mis pulmones. Un acceso de placer tensó mis nervios y después los relajó. Nuestras respiraciones entrecortadas se confundían hasta el punto de que creí que nos ahogaríamos juntos.

Al corresponder a su beso, actué impulsivamente, como un animal que compite por la mayor embestida: con la misma furia y la misma pasión que si tuviera que dejarle malherido para sacarle de mi territorio. Yo no quería besarle y acariciarle, deseaba morderle la garganta y arañarle la espalda.

Abandonó mi boca y dejó en ella un eco de dolor, un escozor ligero como el roce de una ortiga. Y sus labios me quemaron el cuello y el escote, se hundieron entre mis pechos turgentes y abiertos al placer de un tirón hizo saltar los botones de mi blusa. Yo le respondí forzando su camisa hasta dejarla caer por sus hombros y con los dedos busqué su torso y le pellizqué los pezones…

Karel gimió. Se detuvo jadeante; casi sin respiración. Sujetó suavemente mis manos contra su pecho y me miró a los ojos. Noté que su corazón latía con fuerza bajo mis manos y sus pulmones buscando el límite de su capacidad. Creí que iba hablar, pero no encontró ni el aliento, ni las palabras; parecía al borde del desmayo cuando cerró los ojos. Entonces, como si en mis pupilas hubiese encontrado el catalizador que necesitaba para pasar del desenfreno a la calma, manso como las aguas de la orilla después de una caída turbulenta y vertiginosa por la cascada, soltó una a una las horquillas de mi peinado, se regodeó en la contemplación de las ondas de mi pelo deslizándose libremente sobre mis hombros, enredándose entre sus dedos que eran como las púas de un peine. Me alzó en brazos y me llevó hasta la cama.

Cuando me dejó sobre el colchón para seguir desnudándome mientras me besaba cuidadosamente todo el cuerpo, la melodía de un tal Rachmaninoff sonaba insistentemente en mi cabeza.