Después de semejante conversación, que tan de lleno había tocado mi ser sin yo pretenderlo; después de sentirme incómoda ante mi propia desnudez; después de que hubiesen alabado como virtudes lo que para mí eran defectos abominables, me sentía cansada y confusa. Necesitaba vaciar la mente de todo pensamiento profundo que fuera más allá de la música popular y las salchichas que con su vulgaridad me reconfortaban; y dejé que el mundanal ruido acallara la voz de la filosofía oriental. Borís hubiera dicho que no había empezado mi camino con buen pie. La realidad era que sólo tenía ganas de «bailar, saltar, brincar y dar vueltas al aire», como rezaba una cancioncilla de mi infancia. En Richard encontré una pareja solícita y dispuesta, el primero y probablemente el más mundano de mis amigos en Brunstriech. Giré una y otra vez en sus brazos hasta rozar el mareo. Sé que desde el otro lado de la pista de baile nos mirabas mientras cumplías con tus obligaciones de anfitrión, conversando con un grupo al que no vi porque tú acaparabas mi mirada.

Cuando el cuarteto de músicos que debidamente ataviados con sus atuendos ad hoc amenizaban la fiesta con instrumentos regionales quiso dar un respiro a los bailarines con un vals de Chopin, jadeaba casi sin respiración y podía notar las mejillas ardiendo.

—¿Quiere continuar o prefiere que nos sentemos? —me preguntó Richard.

—Tomémonos un descanso. Estoy agotada.

Lord Windfield me acercó una taza de ponche y nos acomodamos en un banco junto al fuego. Mientras yo recuperaba el aliento, permaneció a mi lado, cabizbajo, girando, sin beber, la taza entre las manos.

—Está muy callado esta noche.

—¿Sí? ¿Usted cree? Es posible… —convino sin variar de actitud.

Clavé en él la mirada. Intensamente. Como si quisiera que sintiese una punzada en el costado.

—¡Está bien! Seguramente reviente si no se lo pregunto —reaccionó por fin, más bien por su propia iniciativa que por el efecto de mi mirada—, Lars la ha llevado al pabellón de caza, ¿verdad?

Asentí.

—¡Todos los años es igual! ¡El trineo de cascabeles, el paseo por la nieve y el almuerzo para dos, con velas, champán y fresas en diciembre!

—¿Es que a usted también le ha invitado? —quise bromear.

—Es usted muy ocurrente.

—¿Y cómo es que conoce todos los detalles?

—Oh, porque se trata de una pequeña tradición de Lars. ¡El Gran Duque ha llegado y ha escogido a su Gran Duquesa para estas fiestas! ¡Bah…!

—Richard Windfield —quise amonestarle—, pese al riesgo de parecer presuntuosa, diría que está celoso.

—¿Y qué, si así fuera? —se me encaró envalentonado, como si estuviera más enfadado conmigo que con Lars.

—Pues nada. Está en su pleno derecho. Pero se ofusca sin motivo. Después de todo, sólo he aceptado una invitación a almorzar de mi primo. Si soy o no su Gran Duquesa es una decisión que debo tomar yo y no Lars.

—Usted no lo entiende. No conoce a Lars.

—Es cierto, no lo conozco. Pero no soy tonta, y sí, sí lo entiendo. Por eso no voy a darle más importancia de la que tiene. Usted lo ha dicho: es una tradición. Y me gustan las tradiciones, además del champán y las fresas en diciembre, eso es todo.

Richard no contestó. Se limitó a mirarme a los ojos mientras dejaba que su expresión pasase de la ira contenida a la astucia sibilina.

—Así que le gustan las tradiciones, ¿eh?… Pues yo también tengo una.

Y sin ofrecer más detalles, me quitó la taza de ponche, me cogió de la mano y me arrastró hasta un rincón apartado, uno de los muchos que había en aquella bodega de arquitectura irregular.

—Estamos bajo el muérdago —anunció, parado frente a mí.

Alcé la mirada: ciertamente, una ramita de muérdago verdiblanco colgaba de un dintel de madera como un adorno más.

—¿Y bien?

No iba a responderme, al menos con palabras. Envolvió mis manos como si cerrara sobre ellas grilletes que me impidieran huir y posó sus labios sobre los míos para besarme. Me cogió por sorpresa, pero no me resistí. Apenas tuve tiempo antes de que se apartase dejándome con la sensación de que su tímido beso, casi infantil de puro casto, me había sabido a poco. Algún que otro muchacho a la puerta de la escuela me había besado con más pasión.

—Ha de saber, lord Windfield, que su tradición resulta a todas luces mucho más audaz que la de Su Alteza —murmuré sensualmente antes de coger su rostro entre las manos y proceder a besarle como Dios manda.

—Ruego me disculpéis, si interrumpo algo importante —una voz se alzó insolente apenas habíamos iniciado nuestra particular expedición a lo más profundo de nuestras bocas—. Vengo a reclamar mi baile.

No me sorprendió verte irrumpiendo con tu habitual arrogancia en nuestra escena y conviniéndote por designación propia en el protagonista impertinente. Ya ves que sabía que me mirabas y que tarde o temprano vendrías a mí.

—Como adivino que no quieres bailar con Richard, te concedo el honor de este baile, querido primo —respondí sobreponiéndome al momento no sin cierta ironía que ocultaba un reproche.

Al alejarme, le dirigí a Richard y a su rostro arrebatado por el deseo una mirada de complicidad… Mas aquella mirada, amor mío, iba a ti dedicada.

Fue fácil adivinar que no era precisamente bailar lo que tú querías, De hecho, ni siquiera te molestaste en girar conmigo un par de veces en un gesto de mínima deferencia hacía Richard Windfield. Como si fuese innecesario dar credibilidad a tu pretexto, cruzaste la pista de baile sin detenerte y me llevaste al extremo opuesto del salón, dispuesto a compartir conmigo un trozo de pastel de manzana. Lejos de ofenderme, encontraba divertida aquella pose tuya de chico malo y mi memoria recreó el tópico del matón de escuela: aquel que haciendo uso de su supuesta fuerza, siempre le roba la manzana al más pequeño de la clase.

—Te veo comer con más apetito que esta mañana. ¿Te encuentras mejor? —observaste según yo remataba un último bocado de pastel.

Efectivamente, apenas había podido probar el espléndido almuerzo, preparado con tanto esmero como el cebo que el pescador engancha cuidadosamente en el anzuelo. No es que el faisán estuviera seco, o el vino fuera malo, hasta las fresas de diciembre, como Richard las había bautizado, parecían de mayo. El problema no estaba en el menú, sino en mí, que me había levantado con el estómago revuelto después de tan ajetreada noche. La falta de sueño y de exceso de champán habían sin duda contribuido a descolocar mi cuerpo, que ya estaba alterado por las emociones cuando llegué a la cama. Recordaba con placer el paseo en trineo, casi adormecida por el balanceo, sintiendo en las mejillas el frío del aire de nieve mientras que el resto de mi cuerpo permanecía caliente bajo la manta de piel. Por supuesto, la experimentada compañía había estado más que a la altura: atenta, amable y amena en cada momento. Más lamentaba no haber podido disfrutar de la comida como broche a una mañana perfecta.

—Siento no haber sido la mejor compañía. Después de todas las molestias que te has tomado.

—Tú eres la mejor compañía que un hombre puede desear bajo cualquier circunstancia. Y si no, piensa en todos los que hoy se han disputado tu conversación, tu baile e incluso… tus besos.

No quise satisfacer tu provocación. Estaba cansada de contemplar a hombres celosos como príncipes destronados. Simplemente, me giré para dejar el plato vacío sobre la mesa.

—¿Te he dicho ya que estás preciosa con esas trenzas?

—Muchas gracias. Pero supongo que no me has separado de los brazos de Richard Windfield, por cierto con falsas excusas, para limitarte a tomar tarta y alabar mis trenzas —comenté sin rencor, sonriendo ampliamente para demostrarlo.

—Tienes razón. Este pequeño secuestro es sólo una treta: yo también me disputo tu conversación y, por supuesto, tus besos.

—Cada cosa a su tiempo, querido —coqueteé contigo, sabía que te gustaba—. Si ésa era la intención, te hubiera agradecido me secuestrases cuando soportaba al conde Zagoronov.

—¿Nikolái? Es un patoso inofensivo —aseguraste con desdén—. Suele aburrir a las mujeres con la historia de su vida. Por cierto, más novelada que real.

—¿Ah, sí? ¿Entonces va a resultar que no puede «colmarme de joyas como tributo a mi espléndida belleza»? Es una lástima.

—Bueno, eso seguramente sí podría. Es verdad que ha tenido suerte en los negocios; pero también te habrá dicho que abandonó la carrera militar por voluntad propia, cuando la realidad es que lo expulsaron por escándalo público: algún asunto turbio relacionado con la hija de un superior. Un incidente que deshonró a toda su familia hasta entonces muy bien considerada en Rusia, en los círculos próximos al zar. Pese a todo, su padre, en lugar de darle la espalda, le ofreció otra oportunidad que él rechazó. Ahora que la fortuna le ha dado la espalda al viejo, Nikolái le trata con desprecio. No sé qué clase de rencor le guarda, ni por qué motivo… En cualquier caso opino que su mente, si bien es brillante, no goza de plena salud. La de Nikolái, me refiero.

Había escuchado las revelaciones sobre el conde Zagoronov con creciente interés, más no con sorpresa: aquel hombre había despertado en mí el rechazo y la antipatía desde el primer momento.

—¡Y se permite presumir como un pavo real de sus logros! —comenté desairada—, ¡menudo sinvergüenza!

—Ya irás descubriendo la hipocresía de buena parte de esta selecta sociedad que se alza sin pudor en preceptora de ética y moral del resto del mundo. Detrás de cada uno hay una mancha que ocultar —me aleccionabas—. Por ejemplo, monsieur François Dubas, a quien seguramente te han presentado esta noche como un eminente banquero y cuyo aspecto así le avala, es además de eso…, ¿cómo te diría? En su alcoba, la que, por supuesto, mantiene al margen de madame Dubas, que es sólo una tapadera, prefiere recibir a hombres que a mujeres.

Por fin lograste sorprenderme.

—¿Qué me dices? ¡Si parece un respetable burgués!

—¡Ah! Cada uno representa lo mejor que puede el papel que le ha tocado. Y cuanto mejor lo representa es porque más tiene que ocultar.

—«El Gran Teatro del Mundo», decía Calderón de la Barca.

—Así es. Eso es Brunstriech. Pero precisamente por eso es tan divertido.

—¿Y a ti? ¿Qué papel te ha tocado representar? —quise provocarte.

—¿Qué te hace pensar que yo represento algún papel?

—¡Oh, vamos! Al menos conmigo lo haces. Si no, ¿por qué todo el mundo menos yo sabía en qué consistía tu sorpresita de esta mañana? Parece ser que extraoficialmente ya he sido nombrada la Gran Duquesa de este año.

Sonreiste traviesamente. No parecía importarte mucho que te hubieran descubierto el juego.

—¿Tanto te molesta?

En aquel punto de la guerra de ingenio y carácter que sostenía contigo me encontraba ante una encrucijada. Podía hacerme la víctima ofendida y mostrarte abiertamente mi incomodidad por estar en boca de todos y por saber que así como cada año había una Gran Duquesa, el año siguiente yo tendría sustituta y que si el juego para mí se habría acabado, para ti sólo continuaría. O bien podría… emplear tus propias armas.

—Yo no he dicho que me moleste…

Parecías intrigado.

—Es más, te diré que yo también represento mi papel.

Y de la intriga pasaste casi a la alarma. Me mirabas fijamente, serio, alerta, como si esperases escuchar algo que no querías oír. Mientras, yo me recreaba con la escena.

—Así es. Como sabes, hace pocos meses que me dejaron plantada en el altar —asentiste expectante—. Tengo por tanto un buen motivo para vengarme de los hombres.

Tu expresión reflejaba cada vez mayor inquietud.

—¿Y en qué va a consistir tu venganza?

—Eso, querido primo, es algo que no pienso revelarte… al menos, de momento. Ningún general coloca todas sus armas sobre el campo de batalla en tiempos de guerra. Y yo estoy en guerra con el sexo opuesto.

Como la Monna Vanna se hubiera acariciado la sensual melena pelirroja, yo me acaricié aquellas trenzas tirolesas que tú habías encontrado tan atractivas, sintiendo que compartíamos un sofisticado ritual de cortejo que excitaba a tu mente y divertía a la mía.

Entretanto, la tensión había desaparecido de tu rostro. En pocos segundos habías recobrado tu característica seguridad en ti mismo.

—Estaré encantado de ser la primera víctima de tu guerra —declaraste con tal pasión en la voz que supe de inmediato que la primera batalla ya la había ganado yo.

—¿Serías tan amable de concederme un momento?

¿Lo sería?… Cuando la noche y con ella la fiesta se morían, había logrado encontrar un instante de preciada soledad. Casi oculta en un rincón, saboreaba con placer la intimidad lograda y descansaba los sentidos, tan duramente puestos a prueba durante toda la velada. Sin alzar la vista para comprobar quién me requería con tanta gentileza, terminé de servirme un poco de agua fría para aplacar la sequedad de mi boca. Apenas quedaban encendidas unas pocas luces, la estancia estaba en penumbra y un pianista desgranaba en solitario una pieza lenta de Brahms. Tú habías desaparecido… ya no me mirabas desde el otro lado de la estancia.

—¿Karel? —pregunté sin poder ocultar mi asombro: tu hermano era la última persona que esperaba encontrarme al levantar los ojos.

Con sorpresa comprobé que sentí cierto alivio al verle. La indiferencia que desde el primer momento ambos nos habíamos tenido contribuyó a apaciguar mi ánimo: no esperábamos nada el uno del otro. Pero también despertó mi curiosidad. ¿Por qué quería un momento de mí?

—Hola, Isabel —murmuró.

Su voz me pareció entonces cálida y grave como la de los buenos oradores; quizá fuera su susurrar y la acústica de aquella bodega abovedada.

—Hola…

Suponía que no tardaría en romper el hielo con una frase bien meditada. En cambio, durante unos instantes se limitó a mirarme en silencio, mostrándose extrañamente tranquilo. Aquello me desconcertó.

—Empecemos por eliminar barreras —despertó por fin de su ensimismamiento.

La gran mesa del bufet, triste, vacía y desordenada, nos mantenía a distancia. Cumpliendo con su determinación, Karel pasó por debajo de ella, surgió desplegando sus largas piernas, creciendo como el tallo de las habichuelas mágicas. Y por primera vez desde que le conocí dejó de ser un nombre pronunciado por tu madre, la voz que acompañó mi llegada a Brunstriech, la sombra que deambulaba solitaria por la casa. Por primera vez fue alguien en lugar de algo.

—Hola de nuevo —repitió.

Y volvimos al principio.

—¿Te importa si fumo? —preguntó cortésmente sacando una pitillera del bolsillo interior de su chaqueta austríaca de ante gris.

—En absoluto.

Con la llama de una velita cercana encendió un cigarrillo que pendía en curioso equilibrio de sus labios. Una estela fina de humo surcó el aire en dirección al techo. Dio una calada profunda y con un sonoro suspiro exhaló una bocanada: la estela se convirtió en un velo que cubrió sus ojos de gris… ¿o es que eran grises sus ojos? Nunca antes me había fijado. Se apoyó en la mesa ligeramente recostado hacia atrás. Parecía sereno, ausente, como disfrutando de un singular instante de paz y tranquilidad. Pero me sorprendía que me hubiera elegido a mí para compartirlo. Le miré, ajena y a la vez formando parte de aquella escena, esperando la ocasión que él me hubiera reservado para intervenir mientras disfrutaba de la inacción a la que hasta entonces me había confinado. Le miré y por primera vez le vi: sí, eran grises sus ojos y ocres sus cabellos… ¿Cómo podíais ser ambos hermanos tan distintos? ¿Cómo podía su atractivo pasar tan desapercibido y el tuyo ser tan espectacular? ¿Cómo siendo él más alto, a tu lado parecía más bajo?, ¿cómo siendo su cuerpo más robusto, a tu lado parecía más enclenque?, ¿cómo siendo sus ojos más grandes, a tu lado parecían más pequeños?

Quizá me miraba ahora porque se sentía observado. Yo le contesté con una sonrisa que él no correspondió. ¿Cómo podíais ser ambos hermanos tan distintos?

Volvió a concentrarse en fumar; volvió a prolongar el momento, Intuí que no me iba a dar una charla larga y erudita sobre temas profundos. No me iba a seducir, ni me iba a colmar de lisonjas vanas para ganarse mi favor. Por descontado, no iba a intentar besarme llevándome bajo el muérdago… Quizá por eso yo también me había contagiado de su paz y tenía ganas de disfrutar de aquel momento absurdo que muy probablemente nunca ocuparía un lugar destacado en mi memoria.

Suspiré. Justo entonces me hubiera gustado ser un hombre y compartir con él un cigarrillo, recostada con descaro sobre la mesa.

—¿Tienes un día para mí? —dejó caer de repente, como dejó caer la ceniza del cigarrillo que había sacudido con despreocupación.

Pequeñas escamas grisáceas volaron hasta el suelo.

—¿Un día? Sí, supongo que sí —respondí vacilante ante tan inusual pregunta cuyo sentido no alcanzaba muy bien a comprender.

—Tengo que ir a Viena a resolver unos asuntos. He pensado que tal vez te gustaría conocer la ciudad. ¿Querrías acompañarme?

Mi respuesta no fue inmediata. Y a él no pareció extrañarle. Supuse que era consciente del desconcierto que me iba a causar su propuesta. Lo último que yo podía esperar era que Karel me invitase a pasar un día en Viena con él, y yo no hubiera sido una mujer si no me hubiera preguntado por el verdadero propósito de su peculiar invitación. Lo cierto es que sólo se me ocurrió una forma de averiguarlo.

—Claro. Será un placer —accedí con más educación que entusiasmo.

27 de diciembre

Recuerdo, amor mío, el golpe del viento en las mejillas: extrañamente doloroso y placentero a la vez. Era un viento gélido como la soledad en compañía. Y entre el viento, una espesa hilera de árboles desnudos y escarchados, me iba devorando tan rápido que apenas podía distinguirlos en aquella inmensidad blanca. Cerré los ojos, incapaz de soportar el aire, y sentí un total aislamiento: cegada, ensordecida, tan sólo entregada a la sensación de sentir.

Viajábamos bordeando un río estrecho. Sus aguas lamían constantemente la nieve de la orilla hasta hacerla suya de manera inconfundible; agua y hielo, dos cuerpos diferentes en perfecta fusión. El elemento más caliente vencía al más frío… Así debía ser. Miré hacia abajo y desde su posición frente al volante él hizo una curiosa mueca que yo, siempre optimista, interpreté como una sonrisa.

—¡Vas a coger un resfriado! ¡Será mejor que te sientes! —me gritó para hacerse oír entre el escándalo de aquel vendaval inducido.

Me dejé caer pesadamente sobre el asiento del automóvil, escurriéndome hasta casi desaparecer entre las mantas. El calor reconfortó mi cuerpo. Me sentía llena de energía: pbrana que colmaba mis pulmones y se extendía por mis venas, como el agua de lluvia que colma la tierra y se extiende por los acuíferos.

Le observé mientras conducía y su rostro no era menos frío que el resto del paisaje. Volví a pensar lo distinto que era de ti, amor mío; mucho más callado y taciturno, menos ocurrente y ameno, en exceso sensato y bastante más aburrido. Tú, sin duda, hubieras viajado con chófer para poder seducir cómodamente a tu acompañante. Él parecía disfrutar del contacto con la ingeniería: la mirada fija en la carretera, una mano sobre el volante y la otra sobre la palanca de cambios… Tenía unas manos bonitas… Con una sonrisa que se reía de mí misma, pensé que eran las manos del nuevo héroe; manos que ya no empuñaban mazas o espadas; manos fuertes y seguras, acariciando los mandos de las sofisticadas máquinas que el ingenio humano había creado: el automóvil, el aeroplano… Aquel placer que el parecía experimentar con la conducción me tuvo intrigada durante todo el viaje. Pensé que el momento y la persona eran propicios para desplegar una ingenuidad infantil y algo de ignorancia femenina, tan extrañamente atractivas para algunos hombres. También para tomarle el pulso a aquel hombre tan enigmático que era tu hermano.

—¿Puedo pedirte algo?

—Puedes hacerlo… Otra cosa es cómo yo resuelva tu petición —contestó con la brusca franqueza que empezaba a darme cuenta que le caracterizaba.

—¿Me enseñas a llevarlo?

—¿No te referirás al automóvil? —inquirió temeroso de su propia insinuación.

—Pues la verdad es que sí. Me ha parecido que disfrutas tanto conduciendo.». Nunca he conocido a nadie que sepa conducir. Reconozco que me tiene intrigadísima.

Sin apartar la vista de la carretera, parecía meditar mi solicitud y probablemente maldecía el momento en que me invitó a acompañarle en su viaje. Finalmente, dejó que vencieran la cortesía y la vanidad.

—Está bien —concedió deteniendo el automóvil a un lado de la carretera—, pero no podemos entretenernos mucho con esto. Tengo que estar en Viena antes de una hora.

—¡Oh, desde luego! Sólo hasta que tú digas.

—Debo de estar loco —murmuró mientras intercambiábamos los asientos.

Me acomode en mi nuevo sitio con decisión: la espalda erguida, la mirada al frente y las manos sobre el volante.

—¿Cuánta velocidad puede alcanzar esto? —pregunte con la ingenuidad de quien no sabe escoger el momento para satisfacer su curiosidad científica.

—¡Dios mío! ¿Te acabas de sentar delante del volante y me estás preguntando que cuánto corre? ¡Mucho más de lo que sería prudente para ti! Creo que esto no es una buena idea.

—¡Sí, sí, sí! Ya no haré más preguntas. Prometido.

—Veamos… —suspiró—. Tú haz lo que yo te diga.

—Bien.

—Esto es el volante, esto es…

—¡Oh, vamos!

—O me escuchas o no hay trato.

Baje los ojos con sumisión.

—Sigamos. Esto es el volante, esto la palanca de cambios y esto el freno de mano. El pedal de la derecha es el freno y el de la izquierda el acelerador.

—El hace el ¿qué?

—El «a-ce-le-ra-dor». Sirve para corr… para avanzar más o menos. Primero pisa el pedal del freno… Ahora quita el freno de mano empujando la palanca… Eso es… Tienes que poner una marcha; tira de la palanca hacia ti y bájala… Hacia ti, no hacia delante. Bien… Levanta el pie del freno y pisa el acelerador despacio.

Seguí sus instrucciones y el automóvil avanzó dando un tirón.

—Más suave. Poco a poco.

—¡Se mueve! —exclamé con un infantilismo propio de quien no sabe contener la emoción ante las cosas sencillas.

—De eso se trata —concluyó él, tan germánico como siempre.

Avanzamos algunos metros de tramo recto, llano y monótono de carretera.

—¿Y ahora?

—Pues ahora si viene una curva, gira el volante.

—¿Eso es todo? Es fácil.

—Depende… Mira, ahora entramos en una pendiente. Levanta el pie del acelerador para mantener la velocidad o si no, avanzarás demasiado deprisa.

Como era de esperar el automóvil adquirió por sí solo y a merced de la inercia mayor velocidad al entrar en la pendiente.

—Pisa un poco el freno.

El freno: el pedal izquierdo, claro. Y así lo hice; pisé el pedal izquierdo, pero no el freno. Ni siquiera lo pisé un poco, tal y como me había indicado Karel, sino a fondo. Entonces, el automóvil comenzó a descender a una velocidad vertiginosa.

—¡¿Qué haces?! ¡El freno! ¡Pisa el freno!

De pronto, traicionada por los nervios, tuve la sensación de haber perdido el control del automóvil, fui incapaz de reaccionar para pisar o dejar de pisar nada. Simplemente miraba la carretera desaparecer bajo las ruedas.

—¡Isabel! ¡El freno!

—¡¿Y dónde está el dichoso freno?! —chillé absolutamente desesperada, soltando las manos del volante y encarándome con él.

Aterrorizado, se abalanzó hacia mí para hacerse con el control de la dirección.

—¡El derecho! ¡El pedal derecho es el del freno! —exclamó dándome una fuerte palmada sobre la rodilla en cuestión—. ¡Písalo de una vez, maldita sea!

Clavé el pie con fuerza, sonó un chirrido agudo y el automóvil se detuvo con una sacudida violenta que nos empujó bruscamente hacia delante. Estábamos a escasos centímetros de un enorme y centenario abeto, con un enorme, centenario y amenazante tronco.

Mein Gott… —murmuró Karel con el hilo de voz que fue capaz de sacar, según se incorporaba en el asiento—. Casi nos matamos…

—Creo… creo que será mejor que vuelvas a conducir tú.

—¡No me digas!

Su tono de voz estaba tan cargado de sarcasmo y de reproches, y yo estaba tan nerviosa y alterada, que mi reacción fue la de saltar como el corcho de una botella a presión.

—¡Un momento! ¡Todo esto ha sido culpa tuya!

—Que… ¡¿Mía?!

—¡Pisa el freno, pisa el freno! ¡¿Por qué no me dijiste que pisara el pedal derecho?! ¡El pedal derecho!

Los ojos de tu hermano se abrieron de par en par.

—¡¿Que no te dije…?! ¡Ogh…! —intentó sosegarse, si bien aún había furia en su rostro—. Será mejor que vuelvas a tu sitio —me ordenó descendiendo del automóvil.

Muy digna, hice lo propio no sin antes dar un portazo con todas mis fuerzas. Fue entonces cuando ante nuestras atónitas miradas el trasto aquel avanzó el sólito los pocos centímetros que nos separaban del árbol. Lentamente chocó contra el tronco. Sonó un golpe seco y después un crujir de cristales. El preciosísimo, carísimo e impecable Rolls Royce Silver Ghost tenía ya un faro menos.

Durante unos segundos no nos movimos, ni siquiera hablamos. Embobados, contemplábamos la escena, uno a cada lado de la víctima. Karel avanzó unos pasos lentamente, se agachó, se volvió a enderezar y blandiendo tristemente un pedazo de cristal, resto de su hermoso faro, se lamentó:

—No me lo puedo creer… ¿Es que no pusiste el freno de mano?

—¡¿Es que no lo pusiste tú?! ¡Además! ¡¿Qué demonios hace aquí este… árbol?! —maldije dando una patada al tronco.

Un montón de nieve se deslizó de una de las ramas y cayó a plomo sobre tu hermano. En el ambiente quedó un crujido y en el cuerpo de tu hermano el abrazo de un manto húmedo.

En un primer momento no reaccionó. Supuse que debido a la impresión era incapaz de pronunciar palabra, además la nieve se colaba por el cuello de su abrigo y descendía por su espalda con un rastro mojado y helado a su paso. Pasados unos segundos se sacudió como un oso. Yo por mi parte, haciendo caso omiso del suceso, rodeé el automóvil y volví a mi sitio, obviando cualquier comentario. Con dignidad, Karel abrió la portezuela, se sentó frente al volante, sintió un escalofrío y puso el motor en marcha; llevaba el ceño fruncido y la mirada era oscura, casi negra.

Pasamos por una iglesia, tres granjas y un puente sin mirarnos ni dirigirnos la palabra. Tampoco creo que alterásemos nuestros gestos. Realmente había llegado demasiado lejos con mi ingenuidad infantil y mi ignorancia femenina; de hecho, no parecían resultar demasiado atractivas para tu hermano. Si lo que había pretendido con tan ridícula escena era suavizar el ambiente de rigidez y desconfianza que como un halo protector le rodeaba… me había salido el tiro por la culata. Decidí hacer un nuevo y más sensato esfuerzo ya no por el bien de nuestra futura amistad (cosa que yo tampoco pretendía), sino porque me quedaba un largo día por delante en su única compañía.

—Está bien. Lo siento. He sido un desastre, lo admito. Lo he hecho todo mal. ¡No volveré a acercarme a un automóvil jamás! Lo prometo»

Tardaba en responder. Demasiado… Con el rabillo del ojo, sin atreverme a hacerlo abiertamente, le miré. Le miré y le vi esbozar una sonrisa que era toda una concesión por su parte.

—La verdad es que no lo has hecho tan mal… para ser la primera vez. Lamento haberte gritado.

—Y yo lamento haber pisado el acelerador en lugar del freno, haber roto un faro, haberte puesto perdido de nieve y además, echarte la culpa de todo.

Tu hermano silbó en un gesto teatral de admiración.

—¿En serio has hecho todo eso tú sola? Eres realmente peligrosa.

Entonces supe que por lo menos Karel no era rencoroso y allá muy, muy lejos, en lo más profundo de su temperamento, ocultaba algo de sentido del humor.

Llegar a una ciudad. No se me ocurre contraste más desolador. Pasar del verde al gris, de la quietud al ruido, del aire al humo. Atravesar zonas industriales, suburbios de casuchas abigarradas, barrios pobres, descampados convertidos en vertederos… No se me ocurre nada más desolador. Y no me malinterpretes: yo soy urbana. Pero lo primero que nos muestran las ciudades no es precisamente su cara más amable, guardan celosamente sus tesoros en un envoltorio desaliñado.

El automóvil sorteaba a capota descubierta una sucesión de suciedad, barro, hollín y excrementos de caballo. Había basura acumulada en las esquinas, aguas fecales corriendo por las aceras y niños harapientos y comidos por los piojos jugando en las calles. Casi atropellamos a un gato sarnoso que corría tras una rata y, al esquivarlo, recibimos los insultos de un carbonero por pasar demasiado cerca de su carro. Aquello también era Viena.

—La Ringstrasse —me señaló tu hermano—. Ya puedes volver a respirar.

Dicen que los grandes pensadores del urbanismo moderno, auspiciados por los filántropos del liberalismo, habían derribado aquel vestigio atávico y antiliberal que eran las murallas de Viena y habían construido la avenida Ringstrasse en su lugar. Se olvidaron de que una muralla no es sólo una acumulación de piedras. La seguridad, la limpieza, el alumbrado público, las zonas ajardinadas y la belleza arquitectónica seguían reservadas a los de siempre, con o sin murallas.

Una cosa era cierta: ya podía volver a respirar Y es que el olor de la opulencia, aun siendo incluso más nocivo que el de la pobreza, resulta al menos agradable.

Absolutamente desorientada respecto al camino que tu hermano parecía recorrer con la indiferencia de quien lo hace por costumbre, me limitaba a disfrutar de las vistas sin preguntar ni el origen ni el destino de nuestro viaje. Aparcó frente a un precioso edificio, uno más de entre tantos, justo a un lado del gran teatro de la Opera de Viena, cuyo estilo renacentista destacaba discretamente entre tanto edificio barroco más por su tamaño que por su ornato. Bajamos ante una puerta flanqueada por columnas y vigilada por un portero uniformado. Sobre ella, una placa negra con letras doradas rezaba: «HOTEL SACHLR».

¿Un hotel?…

Una vez dentro hundimos nuestros pasos en una alfombra roja que nos condujo al mostrador de recepción, situado en una sala decorada con el lujo que el local prometía. Karel y el empleado del hotel intercambiaron saludos afectuosos. Este último me miró casi de reojo y me sonrió de manera cortés. Inmediatamente, el hombre, vestido de etiqueta, tomó sin dudar unas llaves: 530, De repente sentí un extraño temor, como si estuviera en el sitio inadecuado, en el momento inadecuado, a punto de hacer algo inadecuado. Karel se volvió hacia mí:

—Tengo que cambiarme antes de ir a palacio.

Y contuve un suspiro de alivio: la habitación era sólo para él. Solventar otra situación hubiera resultado realmente embarazoso.

—¿A palacio? Sí, por supuesto.

—No pienses que te he traído a Viena para abandonarte en un hotel. Sólo será un momento. Luego comeremos juntos y te enseñaré la ciudad.

Más allá de la fascinante perspectiva que me planteaba tu hermano, lo que en aquel momento deduje de su concisa declaración, unido a otros detalles que había observado, fue que no solía dar muchas explicaciones, ni molestarse en tener una conversación explícita o simplemente entretenida. No era en absoluto un hombre de palabra fácil y fluida sino más bien escasa. Eso sí, clara y directa.

De nuevo dirigió al pequeño empleado del mostrador unas frases en alemán y el pequeño empleado del mostrador me dedicó otra sonrisa, asintiendo sin parar.

—Si tienes algún problema, acude a Josef, él te ayudará en todo lo que necesites… Tengo que irme.

Karel permaneció inmóvil unos segundos, esperando algún gesto mío; al no obtenerlo, dio media vuelta y desapareció por la puerta del ascensor. Allí me quedé, de pie frente al mostrador de recepción, rodeada de gente desconocida en un lugar desconocido; con un señor bajito que parecía un pingüino sonriéndome detrás del libro de registros y mostrando una hilera de dientes regulares, bien formados y blanquísimos. Aquello no era precisamente la idea que yo tenía de una visita a Viena. Sin embargo, no estaba dispuesta a seguir perdiendo el tiempo. Me encogí de hombros y dejando atrás a Josef y su agotadora sonrisa abandoné el Hotel Sacher, dispuesta a aprovechar la mañana hasta la hora de comer.

***

Te confieso, hermano, que desde mi pesimismo observaba con indiferencia y menosprecio tu optimismo vital, como los dioses observan los defectos de los mortales desde sus altares y su perfección. No obstante, te diré en mi defensa —no así en mi descargo pues peco de soberbia— que mi pesimismo no era vital como sí lo era tu optimismo, sino circunstancial. Yo no fui pesimista en la infancia, ni en la adolescencia, tampoco en la juventud. Yo fui pesimista al llegar a la edad adulta, cuando la crudeza de una realidad que no esperaba me sorprendió.

Pesimista como me sentía, me recosté pesadamente en el asiento del carruaje imperial que después de mi encuentro con el emperador me llevaba de regreso al Hotel Sacher, y me froté los ojos: solía hacerlo cuando tenía la cabeza cargada. Por aquel entonces mis visitas a palacio resultaban más tensas de lo habitual, era la angustia de la cuenta atrás: la arena de un reloj que se deslizaba grano a grano por el hueco hacia el fondo de la ampolla de cristal… hasta que ya no quedase más arena.

Había recibido instrucciones de mis superiores de entrevistarme con el emperador, de obtener de él información y de, en un gran esfuerzo diplomático por mi parte a la par que un gran derroche de tacto y psicología, intentar suavizar sus posturas cada vez más radicalizadas, y más influidas por las de sus tajantes consejeros. Francisco José era un hombre anciano, maltratado por la vida, acosado por los problemas y cuyo carácter se había debilitado hasta el punto de encontrarse a merced de las ideas cada vez más extremistas y germánicas de sus ministros. No obstante, seguía siendo una pieza clave en el destino de Europa, quizá la más importante, pues todo parecía indicar que el Imperio se había convertido en un campo de pruebas para la guerra, una suerte de laboratorio en el que cada día se experimentaba con nuevas fórmulas químicas a cada cual más explosiva. El Imperio austrohúngaro era un mosaico de nacionalidades que convivían en un precario equilibrio, donde proliferaban los nacionalismos. Por otro lado, los nuevos movimientos de masas como el socialismo y el marxismo preconizaban la revolución, el fin del liberalismo que tan asentado había estado en Austria. Nacionalismo y socialismo, aun siendo radicalmente opuestos en sus principios, estaban convergiendo peligrosamente hacia un único fin: la guerra. Una guerra que amenazaba con traspasar las fronteras imperiales, para convertirse en una cuestión de ámbito supranacional: el paneslavismo contra el pan-germanismo. Rusia contra Alemania, en otras palabras. Tal vez tú, con tu visión casi cósmica de las cosas, no habías reparado en ello. Estabas equivocado al menospreciarla: la guerra, hermano, no era un concepto que amenazaba a otro concepto; la guerra empezaría en tu casa y amenazaría a los tuyos, a la vida que tú vivías, a la persona que tú eras. No sé cómo nunca te diste cuenta de ello.

Lo cierto era que, ante semejante panorama, intentar aconsejar a Su Majestad era toda una osadía, y podía ser una acción infructuosa o contraproducente. De modo que, a medida que observaba cómo su ceño se fruncía y su talante se volvía esquivo y áspero, decidí desviar el rumbo de mi conversación y terminábamos hablando de sus perros, de la temporada de caza y de los preparativos de mí boda con Nadjia. A veces el mayor acierto de la diplomacia es saber cuándo dejar de tirar de la cuerda.

Abandonaba el palacio, acusando ya el cansancio, cuando se me acercó el secretario personal del archiduque francisco Fernando, el heredero: Su Alteza deseaba hablar conmigo. No podía imaginarme que el archiduque considerase que yo tenía tanto ascendiente sobre el emperador como para dirigir a mí sus pretensiones en espera de que intercediese ante él. Pese a lo desprestigiado que estaba en la Corte, yo tenía cierta confianza en Francisco Fernando y veía en él un buen aliado. Se trataba de un hombre transigente y flexible (mucho más que su tío), de ideas cristianas conservadoras, que detestaba a los nacionalistas austro-alemanes, que resultaban tan peligrosos para la estabilidad mundial, ya que podían inclinar la balanza de la política exterior a favor de Alemania.

Mientras conversábamos, lo observaba con algo de lástima, sentía compasión por él. Realmente no estaba hecho para la labor que le había tocado desempeñar. Como él mismo solía decir, sentía como si llevase una corona de espinas. En muchos aspectos me recordaba al zar Nicolás; ambos eran hombres hogareños y familiares a los que los asuntos de Estado resultaban tediosos, que preferían la compañía de su esposa, sus hijos y sus perros a la de los consejeros y hombres de la Corte. En la Corte se decían muchas cosas de Francisco Fernando, pero pocas eran halagadoras. Lo llamaban miserable, bigotudo y niño mimado, la sociedad vienesa le había dejado de lado y se le consideraba el hombre más solitario de la ciudad. Decían de él que carecía de dos de los elementos clave para triunfar en sociedad; encanto y elegancia —precisamente los que a ti te sobraban—. Tampoco se podía afirmar que contase con todas las simpatías y el favor del anciano emperador. De hecho, cuando la sucesión quedó vacante, el monarca mostró su preferencia por Otto, el hermano menor de Francisco Fernando. Su Majestad me confesó una vez que además de que su sobrino había llevado una vida disoluta cuando era un joven oficial del Ejército (lo cual disgustaba enormemente al hombre de rectos principios que era), no veía en él el carácter fuerte y enérgico que se necesita para reinar. La gota que colmaba el vaso llegó con su matrimonio con Sofía von Chotkova. El emperador intentó oponerse, mas Francisco Fernando, sacando ese carácter fuerte y enérgico del que se le acusa de carecer, se salió con la suya.

Y es que Francisco Fernando sufría un mal endémico de los Habsburgo: querer casarse por amor. ¿O es que el mismo Francisco José no había pasado por ello cuando se enfrentó a su autoritaria madre para casarse con la bella y romántica pero también rebelde e incluso perturbada Isabel de Baviera? Francisco Fernando conoció a Sofía, hija del caballerizo mayor de la Corte Imperial, en un baile en Praga. A pesar de que Sofía pertenecía a una noble y destacada familia bohemia, Francisco Fernando sabía que el emperador no vería el matrimonio con buenos ojos al no ser ella de sangre real. El precio que pagó por su empeño en casarse fue alto: no sólo ninguno de sus hijos tiene derechos sucesorios, sino que, a mi juicio, a Sofía la humillan públicamente, pues no puede acompañarle en el carruaje oficial, ni sentarse junto a él en el palco real. De hecho, el emperador accedió a la boda porque, en lo que él considera una conspiración internacional, el emperador Guillermo II, el zar Nicolás II y el papa León XIII intercedieron a favor de su sobrino en pro de la estabilidad y la continuidad de la monarquía.

Apuesto a que desde tu visión cósmica de las cosas tampoco habías reparado en este chismorreo provinciano.

No te brindo esta crónica folletinesca con el único objeto de chismorrear, sino para hacerte ver que sucesos me hacían reflexionar y venían a perturbar mis pensamientos y mis convicciones respecto a mi futuro matrimonio. Tenía muy asumido que no era un matrimonio por amor, pero no descartaba que pudiera llegar a serlo, no descartaba que al menos pudiéramos ser relativamente felices. Incluso, a veces, me costaba entender lo que se pasaba por las mentes de aquellas personas que anteponían los sentimientos a importantes razones de Estado. Quizá es que yo nunca había sentido una pasión tan intensa como para comprenderlo. Las pasiones son sólo debilidades del carácter, peligrosas manchas que nublan nuestro raciocinio. Ni el amor ni el odio son sentimientos recomendables para aquellos que desean triunfar en el propósito de sus vidas. De esa teoría, hermano, estaba plenamente convencido, créeme.

—¡Pare, cochero! —ordené nada más traspasar las verjas del recinto palaciego y adentrarnos en el bullicio de las calles de la ciudad.

Mi dolor de cabeza iba en aumento y antes de tener que enfrentarme a ella, a la entonces insufrible prima nuestra, quise dar un paseo. El aire me despejaría y el ejercicio me vendría bien. Nada más bajar del coche le compré a un chico, que voceaba con el tono asexuado de los niños los titulares del día, un ejemplar del Neue Freie Presse, a mi modo de ver, aunque sé que tú discreparías, el periódico más importante no sólo de Viena sino de toda Austria, y también un diario de referencia en todo el mundo. Además, su línea editorial era de corte burgués y liberal: justo lo que a mí me gustaba leer. Demasiada prensa subversiva contaminaba el panorama en aquellos días. Uno sólo podía confiar en las publicaciones serías.

«Sí, todo es subversivo en estos días… —medité ojeando los titulares—. En cambio, Viena sigue mostrándose como una ciudad de espíritu jovial y despreocupado; de gente entregada a la diversión y al placer de la buena vida, al bienestar de una sociedad moderna —pensé según alzaba la vista y contemplaba mi alrededor—. Aún más en Navidad, con todas las calles y comercios decorados, los coros de villancicos, los mercados, el abeto inmenso de la plaza del Ayuntamiento…»

Meneé la cabeza y volví la vista al periódico. Viena mentía; era el canto del cisne de una ciudad que agonizaba. Porque mi Viena, hermano, se moría: se moría el Imperio y su emperador; se moría la sociedad de las buenas costumbres y de los principios morales; se morían los valores tradicionales, el legado de nuestros padres; se moría el buen gusto y la cordura; se moría la belleza del arte y la armonía de lo estético; se moría la contención y la razón, el sentido común. Llevaban muriéndose desde que se había acabado el glorioso siglo de la razón, de la ciencia y del pensamiento liberal. El nuevo siglo había llegado abanderado de modernismo. Una política moderna; la de la revolución. Una sociedad moderna: la del individuo frente a la familia. Una moral moderna: la de la espontaneidad y el libertinaje. Parado en mitad de la Miehaclerplatz, dominado por mis reflexiones, mi vista chocó con la sastrería Goldman und Salach y sonreí para mis adentros con una amargura que quiso ser sarcástica. También proclamaban un arte moderno: el de la trasgresión y la destrucción. Destruir para construir, proclamaba la intelectualidad. ¡Cuánta necedad! Aquel edificio me puso sobre la pista de una revelación: el arte, como manifestación de un tiempo y una sociedad determinados, era el ejemplo más evidente de que Viena agonizaba en todas sus dimensiones. La sastrería de Adolf Loos, uno más de aquel atajo de modernos que estaban desfigurando mi ciudad… ¿Reparaste alguna vez en su triste singularidad cuando pasabas por delante de ella? A mí se me antojaba un edificio que retaba con su insulsa fealdad a toda la belleza arquitectónica que le rodeaba: una mole, sin ningún tipo de encanto, de granito agujereado por ventanas anodinas que tenía el aspecto de un enorme queso de Gruyere que hubiera caído en mitad de la plaza. En cierto modo me recordaba a la horrorosa torre Eiffel de París, en la que yo no veía otra cosa que una estructura de hierro esquelética que se alzaba insolente por encima de toda la ciudad, mostrando sin pudor sus intestinos vacíos, como si alguien se hubiera olvidado de terminarla. La sastrería Goldman und Salach o la torre Eiffel eran sólo muestras de un sarampión que se extendía con pasmosa virulencia por toda Europa y que en Viena había encontrado un caldo de cultivo especialmente propicio.

Reanudé mis pasos con la idea del arte transgresor amargándome la boca. ¡Bastaba con pensar en la Wiener Sezession! ¿Qué eran sino Klímt y sus secuaces revolucionarios del arte? Transgresores, destructores, inmorales… Bien claro habían dejado su parecer con aquel lema impreso en letras de oro sobre la entrada de su sede: «Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Preiheit». A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad.

Pero ¡¿qué tiempo es este?! Me pregunte indignado. El tiempo de la Krisis, de la ruptura, del individuo por encima de la sociedad, del sentimiento por encima de la razón… Palabras bonitas que para mí sólo significaban la negación de la autoridad paterna; la doble moral; el debilitamiento de la ley y el progreso; el feminismo y la mujer contestataria; la obsesión enfermiza por el sexo y el erotismo; la neurosis, el hedonismo y la ansiedad, tan patentes en todas la manifestaciones culturales desde la literatura de Schnitzler, con su crudo y polémico análisis de la sociedad vienesa, pasando por los angustiosos cuadros de Klimt, Kokoschka o Schiele, hasta la música ecléctica de Gustav Mahler, el director de la Opera de Viena… ¡Ah, sí! y olvidaba a los científicos, como aquel médico judío, el doctor Sigmund Freud, empeñado en achacar todos los males de nuestra sociedad al individuo reprimido por la moral cristiana y la autoridad paterna. Hasta la ciencia se había contagiado de la perniciosa modernidad, Schópferische Zerstorung… la destrucción creadora. El paso del hombre racional al hombre psicológico. Qué poco imaginaba el mundo la dramática destrucción que se avecinaba…

¿Cómo no iba yo a ser un pesimista circunstancial y desapasionado? Yo tenía los pies en la tierra. Sólo los que vivíais en el misticismo y volvíais al mundo de los mortales en busca de diversión, como dioses mitológicos, podíais permitiros ser optimistas.

Apoyado en un bastón, que normalmente no era más que un rasgo de dandismo, con el paso cansino, la mirada perdida en la acera y el periódico cargado de malas noticias bajo el brazo, continué mi melancólico paseo.

Aferrado como estaba a mis convicciones, sintiéndome plenamente seguro de mis principios y mis valores, que siempre defendía con absoluta vehemencia, no podía imaginarme la crisis personal que estaba a punto de acontecerme: cómo todo aquello en lo que creía y por lo que estaba luchando iba a dejar de tener sentido para mí; cómo yo, el hombre racional, contenido, moderado, iba a convertirme en el paradigma del hombre psicológico, desenfrenado e impulsivo, cómo iba a sucumbir a mis emociones, a mis obsesiones y a mis debilidades… pues yo también las tenía. Pero te juro, hermano, por lo más sagrado para ti, que lo que jamás hubiera imaginado era cuál iba a ser el catalizador de semejante cambio.

Me detuve ante la fachada del Sacher e inspiré una última bocanada de aire de soledad que expiré como un suspiro. Estar solo era lo único que en aquel momento deseaba, poder continuar mi paseo sin rumbo fijo hasta el anochecer, regresar conduciendo en la libertad de mi automóvil y dormir para olvidar. Tú no podrías entenderlo jamás pero la compañía de una mujer era lo último que necesitaba. Y todavía menos la de aquella mujer: no se encontraba mi ánimo en condiciones de aguantar el exceso ofensivo de energía, el buen humor casi obsceno y la incontenible verborrea impropia de una dama educada de los que entonces me parecía que ella hacía gala. No obstante, me armé de voluntad para cumplir una vez más con mi deber (después de todo, el deber era el motor de mi vida): ella era una mujer extraña que actuaba de forma extraña. Y yo quería —debía— averiguar por qué.

Había empezado a cumplir con mí cometido justo al llegar a Viena y tras dejarla en el Sacher. Decidí esperar para seguir de cerca sus movimientos; presentía que no se quedaría en el hotel. Efectivamente, le faltó tiempo para adentrarse por las calles de la ciudad y yo la seguí. Enseguida observé que obviaba las atracciones que se le ofrecían, las que se esperaba que hubiesen llamado la atención de una muchacha como ella: los palacios, los museos, las tiendas. Su comportamiento se volvió definitivamente extraño cuando la vi preguntar por una dirección concreta que llevaba apuntada en un papel. Supuestamente, ella no conocía a nadie de Viena. ¿Qué era eso tan específico que buscaba? No tardé en averiguarlo cuando lo encontró: una tienda de antigüedades en un barrio obrero alejado de la parte noble de la ciudad. Y no creía que fuesen antigüedades lo que buscaba, pues no entró en la tienda, ni apenas miró el escaparate. Como siempre, procedía de manera cuando menos inusual.

Por fin decidí traspasar las puertas del Sachen. Renovada mi presencia de ánimo, el paso amplio y la mirada al frente, el bastón volvió a ser un rasgo de dandismo.

Recuerdo, amor mío, con precisión absurda, la hora exacta en la que apareció Karel por el hall del hotel donde yo me encontraba sentada en un incómodo sofá, probablemente de valor incalculable, Eran las doce y veintisiete según el maravilloso reloj bracket de madera de nogal firmado por Markwick Markham —hubiera asegurado que de finales del siglo XVIII—, que reposaba sobre una consola, frente a un espejo de marco dorado.

—Lamento el retraso.

Ese fue su escueto saludo. Supuse que no le había ido muy bien su visita al Hofburg, pues su aspecto era cansado y mohíno.

En cuanto tu hermano cambió las galas de visitar personas importantes en palacio por un atuendo informal de pasear primas por la ciudad, abandonamos el hotel en busca de un restaurante para almorzar.

—¿Que has hecho esta mañana? —me preguntó, seguramente más por mantener viva la conversación que por un interés auténtico.

¿Qué había hecho por la mañana?… Demasiadas cosas en tanto tiempo de libertad. Había querido conocer la ciudad y como aborrecía la frialdad de las guías de viaje, me dediqué a pasear para conocer el cuerpo de Viena, y compré un periódico para conocer su alma: un ejemplar del Neue Freie Presse. Sabía que era el más importante de la ciudad, con plumas de la talla de Teodore Herlz, Arthur Schniltzer, Stephan Zweig, el doctor Sigmund Freud… incluso Karl Marx había colaborado con el Presse durante su estancia en Londres (si bien era verdad que tales colaboraciones fueron casi anecdóticas pues la mayoría de sus polémicos artículos fueron rechazados por el diario conservador). Un periódico es un recurso valiosísimo para palpar la esencia de un país o de una ciudad. El problema era que el Neue Freie Presse, aunque era prensa de calidad, era demasiado convencional, conservador y burgués. Así que también compré un ejemplar de Die Flacke la revista satírica de Karl Kraus. Me gustaba porque ofrecía otro punto de vista, era mordaz en sus ataques al Imperio, a los nacionalistas alemanes, a la cultura establecida, a la moral burguesa, a los judíos… Recuerdo que un día nos reímos los dos, tú y yo, comentando alguno de sus artículos. Aún conservo aquel ejemplar…

La cuestión es, amor mío, que con ambas publicaciones en la mano me dirigí a la sede de la Wiener Sezession para contemplar algunas muestras del arte del momento. Sentada en un banco en mitad de una de las salas, me regodeé en la contemplación de aquella pintura tan espectacular, de aquella nueva forma de expresarse tan descarnada y sobrecogedora. Por un momento, rodeada de la obra de Klimt, Schiele o Kokoschka, tuve la sensación de que a través de sus cuadros experimentaba sus emociones: sus miedos, sus deseos; que era capaz de mirar en el interior de sus almas, a veces oscuras y atormentadas, pero que se expresaban sin contención y sin límites. El suyo era un arte sin reglas que me fascinó por su naturaleza transgresora»

Con ayuda de la prensa y el arte fui poco a poco entendiendo que Viena no era entonces sólo una ciudad; era la esencia de lo que le sucedía al mundo; era el reflejo de la sociedad del nuevo siglo, ¿alguna vez miraste a Viena con esos ojos? Creo que no… Viena sólo era para ti un lugar en el mapa, pues tu mapa era muy grande; demasiado… Yo miré a Viena a la cara y pude comprobar que era una ciudad en tensión. Viena estaba sumida en la tensión entre lo nuevo y lo viejo, entre lo que había sido una generación y lo que deseaban ser las posteriores. Y de tal tensión había surgido un ambiente enormemente enriquecedor en el que el pensamiento, la ciencia y la cultura florecían como nunca.

Después de la visita a la Sezession continué con la lectura de Dic Flacke mientras paseaba por el Stadtpark: ponía los ojos en el parque y veía la ilusión; posaba los ojos sobre el papel y volvía a la realidad que había palpado en el museo: la violenta contradicción de una farsa mal disimulada al alcance de un paseo atento. Aunque Viena quiere aparentar que sigue siendo la misma ciudad del siglo pasado, anclada a su tradición y a sus costumbres; y aunque perduran los valses, el café con tarta y el paseo en carruaje por la Ringstrasse, en realidad esconde un espíritu en pleno proceso de revolución. Viena es una olla a presión de pasiones a punto de estallar: pasiones liberalistas, socialistas y nacionalistas; pasiones costumbristas y transgresoras; pasiones desenfrenadas y reprimidas; pasiones semitas y antisemitas. Pasiones encontradas, pero al fin y al cabo pasiones que convertían a esta Viena de los albores del siglo en una ciudad fascinante. Pues aunque las pasiones puedan desembocar en desengaños, tragedias y frustraciones, como yo muy bien sabía, renunciar a ellas era morir… como yo muy bien sé.

Lo lamentable de esta situación tan excitante es que las tensiones se resolverían de forma dramática. Pero esto, amor mío, nadie o tal vez sólo unos pocos pueden aventurarlo…

—Isabel…

Karel me devolvió al presente ocupado por nuestro paseo y a su pregunta.

—… pareces distraída. ¿Es que no vas a contestarme? Te preguntaba por lo que has hecho esta mañana.

No iba a contarle todo lo que había hecho, ni nada de lo que su ciudad me había confesado una vez sometida a la tortura de mi análisis. No estábamos preparados para eso; sólo éramos dos desconocidos sin demasiadas ganas de conocerse. Me limité a contarle que había estado buscando una bombonería que me había recomendado Eleanor —¿recuerdas a la joven aristócrata escocesa que estaba invitada en Brunstriech durante la Navidad?—. Le conté que sólo tenía el nombre, pues no había sido capaz de recordar la dirección exacta, y que lo único con lo que había conseguido dar era con una sórdida tienda de antigüedades que al parecer se llamaba igual. Le dije que después me había dedicado a pasear por el centro hasta que aburrida de deambular sola por las calles me había sentado en un banco de un parque a compartir un trozo de Kumpelhoj con los voraces patos del estanque.

—Si quieres bombones, después de comer te llevaré a una buena bombonería —fue su único comentario a mi relato.

Tanta sequedad, rayana en la antipatía, no es que me fastidiase pero sí despertaba en mí a un geniecillo travieso.

—¿Sabes? Me he comprado el último número de Die Flacke. Ese hombre… Kraus: es muy ingenioso.

Como suponía, semejante comentario, lanzado con estudiada candidez, despertó su interés: se había dignado mirarme con una ceja alzada y un rictus de desagrado en la comisura de los labios.

¿Die Flacke? ¿Y de qué conoces tú esa basura? Seguro que te la ha recomendado mi hermano. Es muy aficionado a la sátira fácil sin ningún fundamento.

—En realidad, no. Fue en una de las fiestas: un grupo de personas comentaban jocosamente algunos de los artículos de Kraus: Lo que los padres han construido, es deber de los hijos destruir» —recité pomposamente.

—Ese Kraus no es más que un judío renegado con pretensiones; un majadero con un problema de identidad personal —espetó con desprecio.

Comprobé que no me había equivocado al intuir en qué lado de las pasiones de Viena se situaba Karel… Y no era precisamente el lado que yo habría escogido para mí.

Tras un reconstituyente almuerzo en el Ofenloch aprovechamos las escasas horas que nos quedaban de luz para recorrer (a modo de guía de viaje) lo más significativo de Viena; la ciudad de la música, de los palacios imperiales, de la catedral gótica, de la noria gigante y de los cafés, desde los más frívolos y elegantes hasta los más serios e intelectuales. Precisamente, en uno de ellos terminamos la larga jornada, compartiendo tras una mesita un par de cafés calientes hasta quemar, dulces sin empalagar y rebosantes de espuma de leche espesa como la nata, justo como a mí me gusta.

—Cuando era pequeño solía acompañar a mi padre cada vez que él venía a ver al emperador. Llegábamos al Sacher, pedía la habitación 530 y me dejaba en manos de Helga, una camarera del hotel tan gorda como cariñosa. Helga me llenaba los bolsillos de pastillas de jabón de tocador y como premio a mi buen comportamiento me prometía un par de bombones de aquellos que bajo mi atenta mirada iba dejando sobre las almohadas como obsequio de bienvenida. Ella me enseñó a hacer la cama y a doblar toallas, y subido en el carrito de los escobones he recorrido todos los pasillos del hotel. Después, mi padre venía a recogerme para ir a comer al Ofenloch… Siempre entraba en el comedor silbando una marcha militar, se sentaba a la misma mesa junto a la ventana y pedía un vaso de leche para mí, una jarra de cerveza bien fría para él y Bauernschmaus para dos.

Aquella historia que tu hermano relataba con los ojos entornados, en parte por cansancio y en parte por dejar libre la ensoñación, tenía muchas similitudes con nuestro recorrido de aquel día: hasta las salchichas, el cerdo asado, el jamón ahumado y el chucrut con bayas de enebro —sólo entonces supe qué era el Bauernschrnaus— era lo mismo que habíamos comido. Pensé que aquel apego, tan nostálgico como obsesivo, hacia un pasado irrecuperable no era más que una huida de la realidad. Daba la impresión de que Karel padecía una tortura cotidiana cuyo alivio era el recuerdo: placentero y doloroso a la vez, como aquel viento que por la mañana golpeara mis mejillas. Me pregunté qué podía estar torturando a un hombre al que la vida parecía sonreír.

—Aún hoy, al entrar en el Sacher, me parece ver a Helga trasegar por los pasillos con sus pastillas de jabón y sus bombones, dejando tras de sí un olor inconfundible a desinfectante y a colonia de limón… Y en el Ofenloch me vienen de pronto a la memoria decenas de marchas militares…

—Esa enfermedad se llama nostalgia.

—Tal vez… La infancia es una etapa maravillosa. No hay pasado, no hay futuro; sólo un presente que se mira con inocencia e ilusión…

Karel bajó la vista hacia la taza de café como si fuera a beber, pero no lo hizo; tiró levemente del asa y la giró sobre el plato sin ni siquiera levantarla.

—Y tú, ¿qué recuerdas de tu infancia?

Su repentino interés me cogió por sorpresa y, aunque sabía lo que debía contestar, medité unos segundos antes de hacerlo, no estaba segura de querer contestar lo que debía.

—A mi padre. Lo recuerdo como sí lo estuviera viendo. Era un hombre alto y fuerte; o al menos en mi pequeñez infantil así lo idealicé. Tenía una barba espesa y oscura, como un auténtico lobo de mar. Cuando no estaba embarcado, llegaba a casa al caer la noche, se sentaba en su sillón y con un metódico ritual encendía su pipa; sacaba cuidadosamente un poco de tabaco de un bote de madera que había sobre la chimenea, lo empujaba delicadamente dentro de la pipa y lo quemaba varias veces, con un característico chasquido aspiraba el humo aromático. «¿Has hecho los deberes, grumete?», me preguntaba mientras acariciaba a Timón nuestro enorme perro pastor, que dormitaba a sus pies. «Sí, señor», respondía yo muy seria, como si realmente fuera un grumete. «¿Has cenado?» «Sí, señor.» «¿Todo?» «Todo.» «Entonces, puedes subir a bordo, grumete.» Y yo saltaba sobre sus rodillas, buscando con mimo su abrazo. Después mi padre comenzaba a acariciarme el pelo mientras me contaba historias sobre lejanos mares de aguas transparentes, donde los árboles dan frutos gigantes de sabor exótico y el sol siempre, siempre brilla… Cada noche prometía llevarme a aquellos lugares, aunque murió sin poder cumplir sus promesas. Eso sí, me dejó sus historias, las que yo escuchaba hasta quedarme dormida, y sus libros con hermosas litografías. Él me enseñó a interesarme por otras culturas y otras razas, por otros paisajes. Más allá de nuestro mundo hay muchas cosas que aprender, sólo es necesario abrir un poco los ojos y la mente.

Fue un retal de mi infancia, amor mío. Todo lo que le conté a tu hermano fueron recuerdos vivos y ciertos. Fueron recuerdos a los que yo, como Karel a los suyos, tenía un apego nostálgico, pero que cada día me obligaba a relegar. En mi vida no había espacio para la nostalgia. Sin embargo, que aquella tarde los sacara a la luz me demostró que eran una parte indisoluble de mí, que nadie podía arrancármelos ni hacerlos desaparecer. Estaban allí para recordarme mi identidad. Mis recuerdos me aliviaban como a tu hermano los suyos.

Dejé de hablar para sonreír; una sonrisa que me dediqué después de aquel alivio que me había permitido: tan físico como el calor que calma el frío. Fue un momento de gran intimidad en el que casi olvidé que no estaba sola.

—Si hubiera sido un hombre —continué—, me hubiera gustado ser marino como mi padre. Cruzar el mar y tener todo el mundo al alcance de la mano, sin límites ni fronteras. Sentir la libertad…

—No creo que sentir la libertad sea algo tan sencillo como subirse a un barco.

Fue el pragmatismo obtuso de tu hermano el que me recordó que no estaba sola. De nuevo recuperé la conciencia sobre dónde estaba y para qué.

—Yo creo que es algo tan sencillo o tan complicado como uno quiera.

Al observar su expresión, decidí ser más explícita:

—Sí. Es como la felicidad. Son conceptos subjetivos; son sentimientos y dependen de cada persona. Tenerlos o no al alcance es sólo cosa nuestra y es en nosotros donde hay que buscarlos, no fuera. Lo que para mí signifique ser libre o feliz, no es lo mismo que lo que pueda significar para ti.

—¿Y qué significan para ti?

Suspiré elevando la mirada al cielo ante la magnitud de la pregunta, asaltada por la sensación de que me estaban poniendo a prueba, Tal vez sólo fuera un recelo.

—Estoy convencida de que si busco la libertad y la felicidad en las cosas sencillas y cercanas de la vida siempre seré libre y siempre seré feliz. Soy libre cuando paseo descalza por la playa, con la falda remangada hasta las rodillas; cuando leo un buen libro tirada sobre la hierba una tarde de primavera; cuando cada noche deshago mi peinado y noto que el pelo cae libremente por mi espalda; cuando dejo el corsé en el armario y puedo respirar a mis anchas…

Sonreí y Karel me acompañó. Aquello parecía un juego. No podía ser otra cosa que yo teorizara sobre la felicidad o la libertad con un hombre desconocido delante de un café. Tenía que trivializar la situación; así me libraba de cierta responsabilidad. Sin perder la sonrisa, continué hablando.

—¿Y sabes cuándo soy feliz?

Tu hermano negó con la cabeza, la sonrisa todavía en los labios, la risa a punto de brotar, y un interés auténtico en los ojos.

—Soy feliz si siento calor cuando hace frío, si puedo dormir cuando tengo sueño, si puedo comer cuando tengo hambre… sobre todo: chocolate —apostillé en mi línea frívola—. Y soy feliz cuando río; cuando me río de verdad, aunque sólo sea unos segundos.

Hice una pausa para remover el café ya removido. En realidad, era una pausa dramática. Una transición del juego a la seriedad.

—La libertad y la felicidad son sensaciones efímeras. Pretender que se vuelvan permanentes sólo nos procura insatisfacción y desdicha. Por eso yo intento concatenar momentos efímeros de felicidad y libertad, pequeños episodios que suceden, cada día.

Karel parecía meditar sobre mis teorías, debatiéndose entre el escepticismo y la satisfacción de estar posiblemente ante un nuevo descubrimiento.

—Por ejemplo, ahora voy a disfrutar de un momento de felicidad en cuanto me coma este pastel con tan buena pinta —anuncié con la intención de volver a relajar el tono de la conversación—. Y tú deberías hacer lo mismo.

Como un alumno aplicado que sigue los consejos de su maestro, me obedeció. Observó pensativo las hileras de pasteles brillantes y suculentos, toda una verbena de colores y sabores. Finalmente se decantó por uno de grosellas: una elección agridulce muy acorde con su forma de ser.

—Tu padre debió de ser un hombre único si te enseñó todo eso —consideró después de engullir de un solo bocado, sin disfrutarlo, el pastel: y es que, amor mío, ciertas actitudes frente a la vida no se cambian con una sola frase.

—Sí que lo era.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Asentí con un leve movimiento de cabeza.

—¿Qué son esos ejercicios que haces todas las mañanas en el invernadero?

—¡Oh, Dios mío! ¡No me digas que tú también me has visto! ¡Y yo quería pasar desapercibida!

—¿Tan perverso es que deseas ocultarlo?

—No es que sea malo pero sé que podría escandalizar a algunas personas. Son ejercicios de yoga, otra de las enseñanzas que mi padre me dejó en herencia. Son una serie de ejercicios para mantener el cuerpo ágil y la mente sosegada. Es una disciplina hindú muy antigua que mi padre aprendió en sus viajes a la India. El caso es que desde muy pequeña me acostumbré a practicarlo y ahora me cuesta prescindir de ello… ¡Qué vergüenza! —insistí—. ¿No se habrá enterado tu madre?

A Karel le divertía mi apuro.

—No lo creo. Te confesaré algo: lejos de escandalizarme, a mí me han parecido unos ejercicios muy bellos y armoniosos. Si además resulta que son buenos para la salud, no veo de qué tienes que avergonzarte.

—La verdad es que soy consciente de que puedo resultar una mujer rara en muchos aspectos: mis ejercicios paganos, mis lecturas prohibidas, mi desafortunada vida… Hay cosas de las que prefiero no ir presumiendo.

—Admito que yo te he considerado una mujer cuando menos… atípica.

—No te culpo. El yoga, el Bahgavad Gíta y algunas otras costumbres atrevidas son rasgos impropios de una muchacha de la más rancia nobleza rural española. Pero ya ves que la culpa es de un padre marino de mente abierta.

—Sí, el Bahgavad Gitá —repitió como si me hubiera adelantado a la siguiente curiosidad—. Desde luego que no es una lectura habitual.

—Pero que, sin embargo, tú conoces.

—Asistí una vez en Londres a una conferencia sobre religiones orientales. Pero lo que me sorprende no es que leas el libro sino la versión que has escogido: la de Annie Besant. Supongo que sabes quién es…

—Sí. Una feminista recalcitrante, atea, que reniega con ferocidad del cristianismo, de vida disoluta y reputación dudosa. Sin embargo, también es una mujer culta e inteligente. Eso nadie se lo puede negar… ¿Sabes? Yo creo que es bueno conocer todos los puntos de vista para poder opinar. Además el Bahgavad no deja de ser el Bahgavad, no importa quién lo traduzca.

—Sí, ahora lo entiendo —concluyó, y parecía estar refiriéndose a muchas cosas.

Bebimos el café apurando las tazas. Karel volvió a pedir más. Las horas caían inadvertidas en aquel lugar acogedor donde todo era propicio para la conversación: la luz tenue, los asientos mullidos, el olor a café recién molido y a dulces recién horneados… Fuera, la noche vienesa era fría y no invitaba a abandonar el refugio.

—Quería darte las gracias por haberme invitado a venir y haber sobrellevado con dignidad la tarea de entretener a la «sobrina de mamá». Ha sido un día estupendo —dije para saldar con él mi deuda de gratitud antes de caer en un olvido imperdonable.

—No digas eso. Tú sabes mejor que yo que no es necesario que te entretenga. Muchos desean pasar un día contigo. En realidad, yo les he privado hoy de ese placer.

¿Por qué lo has hecho, entonces?, estuve tentada de preguntarle. ¿Por qué, príncipe Karel, me habéis sometido a un hábil interrogatorio disfrazado de conversación de caté? ¿Por qué ahora sabéis que me gusta más el vino que la cerveza, la carne poco hecha, el café muy dulce y andar por el lado interior de la acera?… Mas me contuve; sólo hubiera provocado una tensión innecesaria, pues en ningún caso él hubiera sido sincero. Aquellas preguntas, amor mío, se fueron conmigo a la cama, y con ellas, la enigmática personalidad de tu hermano.

* * *

Te confieso, hermano, que en ocasiones entendía ese mal vicio tuyo de buscar siempre compañía femenina. Ya sea porque unas son narcotizantes, otras exasperantes, algunas tranquilizantes, y el menor número de ellas estimulantes, lo cierto es que las mujeres te hacen olvidar todo lo que no se refiere a ellas mismas, con ese sano beneficio que conlleva el olvido de lo trascendental.

Olvidar fue lo que me permitió disfrutar del regreso a Brunstriech: las manos sobre el volante, el rugir del motor imponiéndose a cualquier sonido, la luz tuerta de uno de los faros rompiendo la carretera frente a mis ojos… Por primera vez en mucho tiempo aquella perenne sensación de desasosiego que solía acompañarme parecía haberme abandonado.

Junto a mí, en una intrincada postura para aprovechar la escasa comodidad del asiento, ella dormía, dándome un respiro… Y yo pensaba que era una mujer extraordinaria. Ella no era una mujer como las demás. Ella era la hija de mente inquieta y curiosa de un padre marino importador de culturas lejanas y costumbres extravagantes. Hubo tanta verdad en sus ojos cuando me habló de su padre; hubo tanta nostalgia en sus palabras; hubo tanta dulzura en su sonrisa… que cuando giraba el volante para tomar las curvas, sólo me preocupaba de que ella no se despertase; cuando el automóvil avanzaba recto devorando la noche, sólo pensaba en que a ella le gustaba el vino tinto, la carne poco hecha y el café muy dulce; que era terriblemente golosa, porque había comenzado a leer la carta por los postres; que le gustaba caminar por el lado interior de la acera y que a menudo jugueteaba con el pequeño elefantito que llevaba colgado, acariciándolo con los dedos. Pensaba que ella tenía la noción de libertad y felicidad más asombrosa, vitalista y esperanzadora que había oído nunca; pensaba en que llevaba de regreso a casa, dormida en el asiento del copiloto, a una mujer extraordinaria y que por eso debía tomar las curvas con cuidado.

No pensaba en si había sido o no sincera; no analizaba los detalles de su historia, ni buscaba gestos que la delataran; no me preguntaba por qué no me había hablado de su presencia en los pasadizos de Brunstriech la noche de la reunión… Ningún recelo ocupaba mi mente.

¿Cuánto tiempo duró aquel hechizo que me nubló la razón? No estoy seguro. Lo cierto, hermano, es que se prolongó al menos durante toda la noche.