4

Había cesado al fin la sequía y durante las últimas semanas había estado lloviendo sin interrupción. El callejón que llegaba hasta la casa era una ciénaga casi intransitable de charcos profundos y lodo pegajoso. Oí el auto antes de verlo, el motor que jadeaba, las ruedas que patinaban salpicando el fango. Temiendo una interrupción, me encorvé sobre la máquina y clavé los ojos en las últimas palabras que había escrito, fijándolas en la página con la mirada como si fueran a escaparse.

El coche se detuvo en la entrada, al otro lado del seto y fuera de la vista. Oí la marcha pausada del motor y el chasquido del limpiaparabrisas al ir y venir sobre el cristal. Luego el motor dejó de funcionar y una portezuela se cerró con un golpe.

—¡Hola! Peter, ¿estás aquí? —La voz llegaba de fuera y la reconocí como la de Felicity.

Yo seguía con los ojos fijos en mi página inconclusa, esperando ahuyentar a mi hermana con mi silencio. Era tan poco lo que me faltaba para terminar. No quería ver a nadie.

—¡Peter, déjame entrar! ¡Está lloviendo a cántaros!

Fue hasta la ventana y golpeó en el cristal con los nudillos. Yo me di vuelta y la miré, porque había velado la luz del día.

—Abre la puerta. Me estoy calando hasta los huesos.

—¿Qué quieres? —dije, mirando mi página inacabada y viendo temblar las palabras.

—He venido a verte. No has contestado mis cartas. Vamos, no te quedes ahí como una piedra. ¡Me estoy empapando!

—No hay cerrojo —dije, y agité la mano en la dirección general de la puerta del frente.

Al cabo de un momento oí girar el picaporte y el chasquido de la puerta al abrirse. Me arrodillé en el suelo, recogiendo con cuidado las páginas mecanografiadas, amontonándolas en una pila. No quería que Felicity leyera lo que había escrito, no quería que nadie lo viese. Arranqué de la máquina la última página y la puse debajo de la pila.

Estaba tratando de ordenar las páginas en la secuencia que con tanto cuidado había pergeñado, cuando Felicity entró en la habitación.

—Hay un montón de cartas ahí fuera —dijo—. No me extraña que no hayas contestado. ¿Nunca te fijas en la correspondencia que recibes?

—He estado ocupado —dije.

Estaba verificando el orden de las páginas numeradas, temiendo que algunas se hubiesen traspapelado. En ese momento deseé haber sacado una copia de mi manuscrito, haberla guardado en algún escondite secreto.

Felicity había entrado directamente y ahora estaba de pie junto a mí.

—Tenía que venir. Te oí una voz extraña por teléfono y James y yo tuvimos el presentimiento de que algo andaba mal. Como no contestabas a mis cartas, telefoneé a Edwin. ¿Qué estás haciendo?

—Déjame en paz —dije—. Estoy ocupado. No quiero que me interrumpas.

Había numerado con cuidado cada página, pero faltaba la 72. La busqué entre las otras, y algunas resbalaron del montón.

—¡Dios, esto es una pocilga!

Por primera vez la miré de frente y tuve la extraña sensación de reconocerla, como si fuese un personaje que yo hubiera creado. La recordaba de mi manuscrito: figuraba en él y se llamaba Kalia. Mi hermana Kalia, dos años mayor que yo, casada con un hombre llamado Vallo.

—Felicity, ¿qué quieres?

—Estaba preocupada por ti. Y motivos tenía. ¡Mira esta habitación! ¿Ya limpias alguna vez?

Me levanté, sosteniendo mi manuscrito. Felicity dio media vuelta y fue hacia la cocina.

Yo trataba de pensar en algún sitio donde esconder el manuscrito hasta que Felicity se marchara. Ella ya lo había visto, pero no podía tener ninguna idea de lo que yo había estado escribiendo, ni de lo importante que era.

Oí entrechocar cubiertos y vajilla, y un grito contenido de Felicity. Fui hasta la puerta de la cocina y miré lo que estaba haciendo. Estaba parada junto al fregadero, empujando hacia un lado los platos y las cacerolas.

—¿Edwin y Marge han visto el chiquero en que estás convirtiendo la casa? —dijo—. Nunca supiste valerte por ti mismo, pero esto ya es el límite. ¡La casa entera hiede! —Abrió de un tirón la ventana y el ruido de la lluvia invadió el cuarto.

—¿Tomarías una taza de café? —dije—, pero Felicity me clavó una mirada fulminante.

Se enjuagó las manos bajo el grifo y miró alrededor, buscando una toalla. Por último se secó las manos con su abrigo; yo había extraviado mi toalla en alguna parte. Felicity y James vivían en una casa moderna, independiente, en lo que fuera antaño un prado de las afueras de Sheffield. Ahora era una urbanización, con treinta y seis casas idénticas alineadas en una avenida perfectamente circular. Yo había ido a la casa en varias oportunidades, una vez con Gracia, y había todo un capítulo en mi manuscrito describiendo el fin de semana que pasé con ellos después de que tuvieran el primer hijo.

Sentí un impulso de mostrarle a Felicity las páginas más significativas que se referían a aquella visita, pero luego pensé que sin duda no las apreciaría.

Sostuve el manuscrito apretado contra el pecho.

—Peter, ¿qué te ha pasado? Tu ropa está mugrienta, la casa es un basurero, y parece que no hubieras comido decentemente desde hace semanas. ¡Y tus dedos!

—¿Qué tienen de malo?

—Nunca te comías las uñas.

Me alejé unos pasos.

—Déjame tranquilo, Felicity. Estoy trabajando intensamente y quiero terminar lo que estoy haciendo.

—¡No te voy a dejar tranquilo! Yo tuve que poner en orden todas las cosas de papá, yo tuve que vender la casa, y hasta tuve que hacer de niñera contigo durante toda esa cuestión legal con la que no quisiste tener nada que ver… y atender mi casa y ocuparme de mi familia. ¡Tú no hiciste nada! ¿Y qué me dices de Gracia?

—¿Qué hay con ella?

—También por ella he tenido que preocuparme.

—¿Gracia? ¿Cómo fue que la viste?

—Ella se puso en contacto conmigo cuando tú la dejaste. Quería saber dónde estabas.

—Pero yo le escribí. Ella no contestó.

Felicity no dijo nada, pero los ojos le relampagueaban de furia.

—¿Cómo está Gracia? ¿Dónde está viviendo?

—¡Egoísta, hijo de mala madre! ¡Bien sabes que estuvo al borde de la muerte!

—No, no es verdad.

—Tomó una sobredosis. ¡Tienes que haberte enterado!

—Oh, sí —dije—. La chica que vivía con ella me lo dijo.

De pronto recordé: los labios pálidos de la chica, el temblor de sus manos, diciéndome que me fuese, que no volviera a molestar a Gracia.

—Tú sabes que Gracia no tiene familia. Tuve que pasar una semana en Londres por tu culpa.

—Tendrías que haberme avisado. Yo la estuve buscando.

—¡No te mientas a ti mismo, Peter! ¡Sabes muy bien que escapaste!

Yo estaba pensando en mi manuscrito y recordé de pronto lo que había sucedido con la página 72. Una noche, cuando estaba numerando las páginas, había omitido ese número por error. Desde entonces había tenido la intención de corregir la numeración de las páginas restantes. Fue un alivio saber que la página 72 no se había extraviado.

—¿Me estás escuchando?

—Sí, por supuesto.

Felicity pasó a mi lado rozándome y volvió a mi cuarto blanco. Abrió las dos ventanas, dando paso a una corriente fría, y luego subió, taconeando, por la escalera de madera. Yo la seguí, movido por un sentimiento de alarma.

—Yo tenía entendido que te comprometiste a redecorar la casa —dijo Felicity—. No has hecho nada. Edwin se va a poner furioso. Piensa que ya casi has terminado.

—No me importa —dije.

Fui hasta la puerta de la habitación en la que ahora dormía y la cerré. No quería que mirase el interior porque mis revistas estaban desparramadas por todas partes. Me apoyé contra la puerta para impedirle entrar.

—Vete, Felicity. Vete. Vete.

—¡Santo Dios! ¿Qué has estado haciendo? —Había abierto la puerta del lavabo, pero la volvió a cerrar inmediatamente.

—Está atascado —dije—. He estado pensando en desatascarlo.

—Estás viviendo como un animal.

—No importa. No hay nadie más aquí.

—Déjame ver las otras habitaciones.

Felicity se adelantó hacia mí e intentó arrebatarme el manuscrito. Yo lo apreté contra mí con más fuerza, pero todo había sido una maniobra por parte de ella: asió el picaporte, y antes de que yo pudiera impedírselo había abierto la puerta.

Durante varios segundos espió el interior. Luego me lanzó una mirada de desprecio.

—Abre la ventana —dijo—. Hay un olor infecto ahí dentro.

Cruzó el rellano, decidida a inspeccionar los otros cuartos. Yo entré en mi dormitorio, para sacar del medio todo lo que ella había visto. Cerré las revistas y las empujé bajo mi saco de dormir; de un puntapié amontoné mi ropa sucia en un rincón.

Abajo, Felicity estaba en mi cuarto blanco, de pie junto a mi escritorio y lo observaba. Cuando entré, clavó una mirada acerada en mi manuscrito.

—¿Puedo ver esos papeles, por favor?

Yo meneé la cabeza y los apreté contra mí.

—Está bien. No es necesario que los defiendas de ese modo.

—No te los puedo mostrar, Felicity. Lo único que quiero es que te marches. Déjame en paz.

—Muy bien, pero espera un momentito. —Apartó la silla del escritorio y la puso en el centro del cuarto. La habitación pareció perder de pronto su equilibrio armonioso—. Siéntate, Peter. Necesito pensar.

—No sé qué estás haciendo aquí. Yo estoy bien. Estoy muy bien. Necesito estar solo. Estoy trabajando.

Pero Felicity ya no escuchaba. Entró en la cocina y llenó de agua la caldera. Yo me senté en la silla con el manuscrito apretado contra el pecho. La observé a través de la puerta mientras ponía dos tazas bajo el grifo y miraba en torno buscando el sitio en que yo guardaba el té. Encontró en cambio mi café instantáneo y echó un par de cucharadas en cada taza. Mientras el agua se calentaba, empezó a correr hacia un lado mis cacharros y cacerolas sin lavar y llenó de agua el fregadero, manteniendo los dedos bajo el chorro.

—¿No hay agua caliente?

—Sí… Está caliente. —Yo veía el vapor rizándose en cascadas alrededor de sus brazos.

Felicity cerró el grifo.

—Edwin dijo que habían instalado un calentador de inmersión. ¿Dónde está?

Me encogí de hombros. Felicity encontró la llave y encendió el aparato. Luego se paró al lado del fregadero con la cabeza gacha. Parecía estar temblando.

Yo nunca en mi vida la había visto así; era la primera vez que estábamos los dos solos en muchos años. La última había sido tal vez cuando vivíamos en casa, durante una de mis vacaciones de la universidad, en la época en que ella estaba de novia. Desde entonces siempre estaba James con ella, o James y los niños. Me la mostraba bajo una nueva faz, y recordé lo difícil que me había resultado escribir sobre Kalia en mi manuscrito. Las escenas de la niñez con ella habían sido las más difíciles de narrar, las que me habían obligado a inventar más elementos circunstanciales.

Observé a Felicity mientras ella seguía allí, de pie en la cocina, esperando a que hirviese el agua, y yo en silencio la urgía a que se fuera. La interrupción hacía que mi necesidad de escribir fuese aún más imperiosa. Acaso ella, sin saberlo, había venido a cumplir esa misión: importunarme para ayudarme. Yo ansiaba que se marchase para poder terminar lo que estaba haciendo. Hasta vislumbraba la posibilidad de un nuevo borrador, en el que penetrara más profundamente en el reino de la invención, en la búsqueda de una verdad más alta.

Felicity miraba ahora por la ventana hacia el jardín, y la tensión se había disipado en parte. Deposité el manuscrito en el suelo, junto a mis pies.

Felicity dijo:

—Peter, creo que necesitas ayuda. ¿Quieres ir a vivir con nosotros, con James y conmigo?

—No puedo. Tengo que trabajar, no he terminado lo que estoy haciendo.

—¿Qué estás haciendo? —Ahora estaba apoyada contra el alféizar y me miraba.

Yo traté de pensar una respuesta. No podía decírselo todo.

—Estoy diciendo la verdad sobre mí mismo.

Algo le cambió en los ojos y en un súbito golpe de clarividencia presentí lo que me iba a decir.

Capítulo cuarto de mi manuscrito: mi hermana Kalia, dos años mayor que yo. Lo bastante cercanos en edad para que nuestros padres nos trataran como iguales, pero lo bastante distintos como para que se notaran nuestras reales diferencias. Ella siempre me llevaba esa pequeña ventaja, en la escuela, en quedarse levantada hasta más tarde, en ir a fiestas. A pesar de todo la alcancé, porque yo era listo, y ella en cambio sólo era bonita, y eso fue algo que nunca me perdonó. En los años de la adolescencia, a medida que nos convertíamos en personas, el abismo que nos separaba se hizo evidente. Ninguno de los dos trató de zanjarlo: cada uno fue tomando posiciones cada vez más distantes. El suelo mismo se abría entre nosotros. Su actitud era, por lo general, la de una presunta sapiencia respecto de todo cuanto yo hiciera o pensara. Según ella, todo era inevitable.

Nada en mí la sorprendería, porque o bien yo era absolutamente predecible, o ella había estado allí antes que yo. Crecí odiando la sonrisa ufana, la risa experimentada de Kalia, en tanto ella procuraba dejarme para siempre dos años a la zaga. Y mientras le contaba a Felicity lo que había estado escribiendo, anticipaba la misma sonrisa, el mismo desdeñoso chasquido de la lengua.

Me había equivocado. Felicity se limitó a menear la cabeza, y desvió la mirada.

—Tengo que sacarte de aquí —dijo—. ¿No hay ningún lugar en Londres adonde puedas ir?

—Estoy muy bien, Felicity. No te preocupes por mí.

—¿Y qué piensas hacer con Gracia?

—¿Qué pasa con ella?

Felicity parecía exasperada.

—Yo ya no puedo hacer nada más. Tendrías que verla. Ella te necesita, no tiene a nadie.

—Pero ella me dejó.

Capítulo séptimo de mi manuscrito y varios de los capítulos subsiguientes: Gracia era Seri, una muchacha de una isla. Yo había conocido a Gracia un verano, en la isla griega de Kos. Había ido a Grecia en un intento de comprender por qué representaba en mi vida una oscura amenaza. Grecia era para mí el lugar a donde otra gente iba y se enamoraba.

La sentía como un rival sexual. Los amigos que partían a una de esas vacaciones de turismo envasado, volvían en éxtasis, con sueños impregnados del hechizo de Grecia. Fui pues, al fin, a enfrentarme con ese rival, y allí conocí a Gracia. Viajamos algún tiempo por las islas del Egeo, durmiendo juntos, y luego regresamos a Londres, donde perdimos contacto uno con otro. Pocos meses después volvimos a encontrarnos por casualidad, como sucede en Londres. En los dos persistía acuciante la nostalgia de las islas, el éxtasis distante, embriagador. En Londres nos enamoramos y las islas se desvanecieron poco a poco. Volvimos a ser personas comunes. Ahora ella se había transformado en Seri y estaría sola en Jethra al final del manuscrito. Jethra era Londres, detrás de nosotros estaban las islas, pero Gracia había tomado una sobredosis de pastillas para dormir, y habíamos roto. Todo eso estaba en el manuscrito, traspuesto a su verdad más alta. Yo estaba cansado.

El agua hirvió y Felicity fue a preparar el café. No había azúcar, ni leche, ni nada en que ella pudiera sentarse. Corrí a un lado las páginas manuscritas y le dejé la silla.

Durante algunos minutos no dijo nada; con la taza de café negro en la mano, bebía a pequeños sorbos.

—No puedo viajar a cada momento para venir a verte —dijo.

—No te pido que lo hagas. Puedo cuidarme solo.

—¿Con la cloaca tapada, sin comida y con toda esta mugre?

—Yo no quiero las mismas cosas que tú.

No dijo nada, pero paseó una mirada exploradora alrededor de mi cuarto blanco.

—¿Qué les vas a decir a Edwin y Marge? —le pregunté.

—Nada.

—A ellos tampoco los quiero aquí.

—La casa es de ellos, Peter.

—La limpiaré. Lo estoy haciendo todo el tiempo.

—No la has tocado desde que estás aquí. Me sorprende que no hayas atrapado una difteria o algo, en esta inmundicia. ¿Cómo era en el verano, con los fuertes calores? Ha de haber hedido hasta los santos cielos.

—No me di cuenta. He estado trabajando.

—Eso dices. Escucha, ¿de dónde me telefoneabas? ¿Hay una cabina telefónica?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Voy a telefonearle a James. Quiero que sepa lo que está pasando aquí.

—¡No está pasando nada, aquí! Lo único que necesito es que me dejen en paz el tiempo suficiente para terminar lo que estoy haciendo.

—¿Y entonces limpiarás y pintarás la casa y quitarás las malas hierbas del jardín?

—Lo he estado haciendo todo el verano.

—No es cierto, Peter. Tú sabes que no es cierto. No has tocado nada. Edwin me dijo que te comprometiste. Él confiaba en que les limpiarías la casa, y está peor ahora que antes de que te mudases.

—¿Y qué me dices de esta habitación? —dije.

—¡Es el antro más infecto de toda la casa!

Yo estaba estupefacto. Mi cuarto blanco, el eje de mi vida en la casa. Desde el momento en que se había convertido en lo que yo había imaginado, era fundamental para todo cuanto estaba haciendo. El sol resplandecía sobre las paredes recién pintadas, el roce de las esteras de junco era agradablemente abrasivo contra mis pies desnudos, y cada mañana, cuando bajaba después de dormir, aspiraba el olor fresco, penetrante de la pintura. Siempre me sentía reanimado y vivificado por mi cuarto blanco, era un oasis de cordura en una vida que se había vuelto caótica. Felicity arrojaba una duda sobre todo esto. Traté de verlo con los ojos con que ella lo miraba… Sí, en realidad aún no había acabado de pintarlo. Las tablas estaban desnudas, el yeso resquebrajado y abultado de hongos, y había moho alrededor de los marcos de las ventanas.

Pero esa era una falla de Felicity, no mía. Era ella la que tenía una percepción falsa.

Yo, mirando mi habitación blanca, había descubierto la forma de escribir mi historia.

Felicity veía tan sólo la verdad desnuda, o real. No estaba abierta a la verdad más alta, a la coherencia imaginativa, y sería incapaz por cierto de comprender las distintas categorías de verdad que había en mi manuscrito.

—¿Dónde está la cabina telefónica, Peter? ¿Está en la aldea?

—Sí. ¿Qué le vas a decir a James?

—Sólo quiero avisarle que he llegado aquí sana y salva. Está cuidando a los chicos este fin de semana, por si te interesa saberlo.

—¿Es un fin de semana?

—Hoy es sábado. ¿Quieres decir que no lo sabes?

—No había pensado en eso.

Felicity terminó su café y llevó la taza a la cocina. Recogió el bolso y cruzó mi cuarto blanco en dirección a la puerta de entrada. Oí que la abría. Pero en seguida ella entró otra vez.

—Traeré algo para almorzar. ¿Qué te gustaría?

—Cualquier cosa.

Al fin salió y me apresuré a levantar del suelo mi manuscrito. Busqué la página que había estado escribiendo cuando llegó Felicity; había escrito sólo dos renglones y medio, y el espacio en blanco al pie del papel parecía recriminármelo. Leí los renglones pero no encontré en ellos ningún sentido. Había descubierto que cuanto más trabajaba, mi rapidez en la máquina aumentaba al punto de que podía escribir casi a la velocidad del pensamiento. Mi estilo era, por lo tanto, suelto y espontáneo, dependiendo para su desarrollo de lo que se me ocurría en ese momento. En el tiempo que Felicity había estado en la casa yo había perdido el hilo de mis ideas.

Releí las dos o tres páginas anteriores a mi forzado abandono del manuscrito, y al punto me sentí más confiado. Escribir era como grabar un surco en un disco de fonógrafo.

Mis pensamientos estaban en la página y releerlos era como pasar el disco para volver a escucharlos. Al cabo de unos pocos párrafos volví a encontrar el pulso de mis pensamientos.

Me olvidé de Felicity y su intrusión. Era como reencontrar a mi verdadero yo.

Una vez que me hube sumergido en el trabajo, sentí que recobraba mi integridad.

Felicity me había hecho sentir que estaba loco, que era irracional e inestable.

Puse a un lado la página inconclusa e inserté una hoja limpia en la máquina de escribir.

Transcribí con presteza los dos renglones y medio, dispuesto a continuar.

Pero me detuve, y en el mismo pasaje que antes: «Por un momento creí saber dónde estaba, pero cuando me volví a mirar…» ¿Cuando me volví a mirar qué?

Releí la página anterior, tratando de escuchar la grabación de mis pensamientos. La escena era la reconstrucción de mi pelea definitiva con Gracia, pero a través de Seri y Jethra quedaba distanciada. Los estratos de mis distintas realidades me confundían momentáneamente. En el manuscrito no era en modo alguno una disputa, más bien un desacuerdo insalvable entre la forma en que dos personas interpretaban el mundo… ¿Qué era lo que había estado tratando de decir?

Rememoré la pelea real. Estábamos en Marylebone Road, en la esquina de Baker Street. Estaba lloviendo. La discusión empezó por nada, ostensiblemente una desavenencia trivial sobre si ir a ver una película o pasar la velada en mi apartamento, pero en realidad las tensiones venían acumulándose desde hacía días. Yo tenía frío y estaba de mal humor, desproporcionadamente irritado por la aceleración de los coches y camiones en los semáforos, el ruido de los neumáticos sobre el pavimento húmedo. El pub de la estación de Baker Street acababa de abrir, pero llegar hasta allí significaba que tendríamos que cruzar la calle por el pasaje peatonal subterráneo. Gracia era claustrofóbica; estaba lloviendo; empezamos a gritar. La dejé allí y no la volví a ver nunca más. ¿De qué modo había estado tratando de describir este incidente? Lo sabía sin duda antes de que llegara Felicity; todo en el texto anticipaba una continuidad.

La llegada de Felicity había sido una doble intrusión. Además de interrumpirme, había impuesto ideas diferentes acerca de la percepción de la verdad.

Por ejemplo, había traído nuevas informaciones sobre Gracia. Yo sabía que Gracia había tomado una sobredosis después de nuestra pelea. Ya otra vez, durante nuestra relación, había tomado una pequeña sobredosis después de una disputa; ella misma había dicho más tarde que fue una forma de llamar la atención. Luego, durante aquella fría discusión en el umbral de la puerta, la chica que vivía con ella le había restado importancia al incidente. Desde su antipatía por mí, desde su visible desprecio, me había dado la mala noticia, pero en cierto modo minimizada: no era yo quien tenía que preocuparse por eso. Y yo lo había tomado por así decir al pie de la letra. Tal vez Gracia estaba en el hospital en aquel mismo momento. Según Felicity, había estado al borde de la muerte.

Pero la verdad, la verdad más alta, era que yo había huido. No había querido saber.

Felicity me lo había hecho saber. Quizá Gracia había querido matarse.

Yo podía, en mi manuscrito, describir a una Gracia que llamaba la atención sobre sí misma; no conocía a una Gracia capaz de un intento serio de suicidio.

Ahora, el hecho de que Felicity me hubiera revelado una faceta del carácter de Gracia que yo desconocía, ¿no significaría que había también otras partes de mi vida en las que yo cometía errores de juicio similares? ¿Cuánta verdad era capaz de decir?

Por otro lado estaba la fuente, Felicity misma. Ella no era en mi vida una figura imparcial. Parte de su táctica conmigo era, siempre lo había sido, el presentarse a sí misma como más madura, más sabia, más sensata, con más experiencia de la vida.

Desde la época en que jugábamos juntos de niños, siempre había pretendido ejercer sobre mí algún dominio, así fuese la ventaja temporal de ser un poquito más alta, o la presunción, cierta o no, de tener un poco más de experiencia que yo en las cosas de la vida adulta. Felicity se arrogaba una normalidad que se consideraba superior a la mía. En tanto yo permanecía soltero y vivía en habitaciones alquiladas, ella tenía una familia, una casa, una respetabilidad burguesa. Tenía una vida muy distinta de la mía, pero ella daba por sentado que yo aspiraba a algo parecido, y por el hecho de que aún no lo hubiese alcanzado se sentía con derecho a criticarme.

Me había tratado hoy desde el primer momento como le era habitual: una curiosa mezcla de preocupación y censura; no sólo era incapaz de comprenderme a mí; tampoco comprendía lo que yo estaba tratando de hacer con mi vida.

Todo estaba en el capítulo cuarto, y yo creía haberlo dilucidado al fin, al escribirlo. Pero Felicity había sembrado su cizaña, y el manuscrito había quedado interrumpido a pocas páginas del final.

Había cuestionado todo cuanto yo había estado tratando de hacer y allí, en el interregno, en las últimas palabras que había escrito, estaba la prueba. La frase seguía inconclusa en la página: «… pero cuando me volví a mirar…»

Pero ¿qué? Añadí: «Seri estaba esperando», y al momento taché estas palabras. No era lo que me había propuesto decir, aunque irónicamente aquellas fueran las palabras que había pensado escribir. El impulso había muerto con la frase.

Eché una ojeada al montón de hojas mecanografiadas: una pila satisfactoriamente abultada de bastante más de doscientas hojas. La sentía consistente en mis manos, una prueba de mi existencia.

Ahora, sin embargo, tenía que cuestionar lo que había hecho. Yo buscaba la verdad, pero Felicity me mostraba que la verdad no siempre es evidente. Ella no podía ver mi cuarto blanco.

Suponiendo que alguien no estuviera de acuerdo con mi versión de la verdad.

Felicity discreparía con seguridad, en el supuesto de que yo le permitiese leerla. Y también Gracia, a juzgar por lo que decía Felicity, recordaría probablemente una versión distinta de los mismos hechos. Mis padres, si aún estuviesen vivos, se horrorizarían sin duda con algunas de las cosas que yo decía sobre la infancia.

La verdad era pues subjetiva, pero yo jamás había pretendido que no lo fuera. El manuscrito no aspiraba a ser nada más que un relato de mi propia vida, narrada con honestidad. Ni siquiera pretendía que mi vida fuese original o insólita. No era extraordinaria en ningún sentido, excepto para mí. Era todo cuanto yo sabía de mí mismo, todo cuanto poseía en el mundo. Nadie podía estar en desacuerdo; yo había descrito los hechos tales como los había percibido.

Volví a leer la última página completa y escruté una vez más los dos renglones y medio. Empecé a intuir lo que había estado a punto de decir. Gracia, ahora Seri, estaba en aquella esquina porque…

La puerta de entrada resonó como si un hombro la empujara, oí chirriar el picaporte y los ruidos de fuera llegaron al cuarto. Felicity entró cargando entre los brazos una bolsa de papel de embalaje empapada por la lluvia.

—Prepararé el almuerzo, pero luego será mejor que empaques tus cosas. James dice que es preferible que volvamos a Sheffield esta noche.

La miré con incredulidad, no por lo que había dicho sino por la precisión con que había llegado. Era inverosímil que por segunda vez me interrumpiera en el mismo punto.

Miré la página reescrita. Era en todo sentido idéntica a la anterior.

La desenrosqué lentamente del carro de la máquina y la puse en su sitio al final del manuscrito.

Esperé en silencio mientras Felicity iba y venía por la cocina. Se había comprado un delantal en la aldea. Lavó los platos sucios, puso a cocinar unas chuletas.

Cuando terminamos de comer, me quedé sentado a la mesa en silencio, sin prestar atención a los planes, ideas y preocupaciones de Felicity. La normalidad de ella era una infusión de locura en mi vida.

Me alimentarían y bañarían; me devolverían la salud. Era la muerte de papá lo que me había trastornado. No mucho, según Felicity, pero sí, me había trastornado. Yo era incapaz de valerme por mí mismo, así que ella se encargaría de mí. Me ayudaría a ver las cosas que yo me estaba negando. Haríamos excursiones de fin de semana a la casita de Edwin, ella y yo y James, y también los chicos, y trabajaríamos con las escobas y los pinceles, y James y yo limpiaríamos de malezas el jardín, y en un santiamén pondríamos la casa habitable, y entonces Edwin y Marge vendrían a verla. Y cuando yo estuviese mejor iríamos todos a Londres, ella y yo y James, quizá no los chicos esta vez, y veríamos a Gracia, y nos dejarían solos a los dos para que hiciéramos todo cuanto se nos antojara. No me dejarían caer en el pozo otra vez. Yo iría de visita a Sheffield cada dos o tres semanas y haríamos juntos largas caminatas por los páramos, y quizá hasta viajara al extranjero. Yo la quería a Gracia, ¿no? James podría conseguirme un empleo en Sheffield, o en Londres, si yo lo prefería, y Gracia y yo seríamos felices juntos y nos casaríamos y tendríamos…

—¿De qué estás hablando, Felicity? —dije.

—¿Me estabas escuchando?

—Mira, ha parado de llover.

—¡Oh, Dios! ¡Eres imposible!

Ella estaba fumando un cigarrillo. Imaginé el humo flotando por mi cuarto blanco, depositándose sobre la pintura fresca, amarilleándola. Llegaría a las hojas de mi manuscrito, y también las decoloraría, dejando sobre ellas una pátina de influencia Felicity.

El manuscrito era como una partitura musical inconclusa, y esta inconclusión parecía más real que el manuscrito mismo. Como una séptima dominante, reclamaba una resolución, una armonía tónica final.

Felicity empezó a levantar la mesa, a entrechocar los platos en el fregadero de la cocina; yo recogí mi manuscrito y me encaminé hacia la escalera.

—¿Vas a hacer tus maletas?

—No iré contigo —dije—. Quiero terminar lo que estoy haciendo.

Ella salió de la cocina; el agua espumosa le chorreaba de las manos.

—Ya está todo arreglado, Peter. Te vienes conmigo.

—Tengo que trabajar.

—¿Qué es eso que estás escribiendo?

—Ya te lo dije.

—Déjame ver. —Extendió la mano enjabonada y yo apreté con fuerza mi manuscrito.

—Nadie lo verá jamás.

En ese momento reaccionó en la forma que yo había esperado antes. Chasqueó la lengua, con un movimiento rápido echó la cabeza hacia atrás; fuese lo que fuere lo que yo había estado haciendo, no valía la pena.

Me senté a solas en el revoltijo de mi saco de dormir, apretando el manuscrito contra mi pecho. Estaba a punto de llorar. Abajo, Felicity había descubierto mis botellas de whisky vacías y me gritaba, me acusaba de algo.

Nadie leería jamás mi manuscrito. Era la cosa más secreta del mundo. Una definición de mí mismo. Yo había narrado mi historia, la había trabajado para hacerla legible, pero el público a que estaba destinada era sólo yo. Bajé al fin, para descubrir que Felicity había alineado mis botellas vacías en el pequeño pasillo al pie de la escalera. Había tantas que tuve que saltar por encima de ellas para entrar en mi cuarto blanco. Felicity me estaba esperando.

—¿Por qué entraste las botellas? —le dije.

—No puedes dejarlas en el jardín. ¿Qué has estado tratando de hacer, Peter? ¿Matarte con alcohol?

—Hace varios meses que estoy aquí.

—Tendremos que conseguir a alguien que se las lleve. La próxima vez que vengamos a la casa.

—No pienso ir contigo.

—Podrás ocupar el cuarto libre. Los chicos están fuera de casa todo el día, y yo te dejaré en paz.

—Nunca lo has hecho todavía. ¿Por qué empezarías ahora?

Ella había sacado ya parte de mis cosas y las había guardado en el portaequipajes del coche. Ahora estaba cerrando las ventanas y los grifos, revisando las llaves de luz. Yo la observaba mudo, con el manuscrito apretado contra el pecho. Ya estaba malogrado para siempre. Las palabras quedarían sin escribir, el pensamiento inconcluso. Oía en mi cabeza la música imaginaria: la séptima dominante vibraba buscando su cadencia hasta la eternidad. Ya empezaba a disiparse como en el surco rayado de un disco, la música reemplazada por un crujido imprevisto. Pronto la púa de mi mente se detendría en el centro, en el surco final, inmóvil pero chasqueando con un significado aparente treinta y tres veces por minuto. Al fin, alguien tendría que levantar el brazo del aparato y se haría el silencio.