17

Al día siguiente, mientras Gracia estaba en su trabajo, me sentí desganado. Había algunas pequeñas tareas de limpieza que hacer en el apartamento, y las hice con mi habitual falta de entusiasmo. Seri no apareció, y después que hube almorzado en el pub del vecindario, saqué mi manuscrito y me puse a recorrerlo, buscando las referencias a Seri con la esperanza de separarla de Gracia. Me parecía que la estaba confundiendo con Gracia en mi mente; Seri me perturbaba. Por la noche había sabido que Gracia era más importante que cualquier otra cosa.

Pero estaba cansado, y las únicas tensiones que el sexo aliviaba eran las físicas. Tanto Gracia como yo estábamos inseguros de nuestras identidades, y en el esfuerzo de indagarlas nos hacíamos daño. Mi manuscrito era un peligro. Contenía a Seri, pero también me contenía a mí como protagonista. Yo aún lo necesitaba, pero me arrastraba a mi mundo interior.

Inevitablemente, Seri apareció. Era real, independiente, y estaba bronceada por el sol de las islas.

—No me ayudaste anoche —le dije—. Y yo te necesitaba, para que Gracia entendiera lo que estoy tratando de hacer.

Seri dijo:

—Yo estaba triste y me sentía sola. No podía inmiscuirme.

La sentía remota, flotando en la periferia.

—Pero ¿no puedes ayudarme?

Seri dijo:

—Puedo estar contigo, y ayudar a que te reencuentres contigo mismo. Sobre Gracia no puedo decirte nada. Tú estás enamorado de ella, y eso me excluye.

—Si vinieras más cerca quizá pudiera amaros a ambas. No quiero herir a Gracia. ¿Qué puedo hacer?

Seri dijo:

—Salgamos, Peter.

Dejé el manuscrito desparramado sobre la cama, y la seguí a las calles.

Era primavera en la ciudad, y a lo largo de los bulevares los cafés habían puesto las mesas en las terrazas bajo las marquesinas. Era la época del año que más me gustaba en Jethra, y salir del apartamento para disfrutar de la brisa suave y del sol fue como un tónico para mí. Compré un periódico. Fuimos a uno de los cafés que a mí más me gustaban, situado en la esquina de una intersección espaciosa y muy transitada. Pasaba un tranvía, y disfruté del claro tintineo de las campanas, el traquido de las ruedas en los cruces de vías, la tracería de los cables eléctricos en lo alto. Las aceras estaban atestadas de gente, creando una atmósfera de agitación y propósito colectivos, aunque individualmente la mayoría parecía estar sólo disfrutando del sol. Las caras miraban hacia arriba después del invierno. Mientras Seri pedía las bebidas eché un vistazo a los titulares del periódico. Iban a enviar más tropas al sur; los primeros deshielos habían arrastrado aludes en los pasos de montaña, y una patrulla de la Policía de Fronteras había desaparecido bajo la nieve; el Señorío había anunciado nuevos embargos de cereales a los países llamados no alineados. Eran noticias deprimentes, discordantes con la realidad del día jethrano alrededor de mí. Seri y yo estábamos sentados a la luz cálida del sol, viendo pasar a los transeúntes, los tranvías y el tráfico de carruajes tirados por caballos, conscientes de la presencia de los parroquianos en las mesas vecinas. Había un predominio de mujeres jóvenes no acompañadas: un indicio del efecto social del reclutamiento.

—Adoro todo esto en Jethra —dije—. En esta época del año es el mejor lugar del mundo.

Seri dijo:

—¿Vas a quedarte aquí el resto de tu vida?

—Probablemente. —Yo veía el sol en su pelo, y ella se estaba acercando.

Seri dijo:

—¿No tienes ganas de viajar?

—¿A dónde? Será difícil moverse mientras continúe la guerra.

—Vayamos a las islas. Una vez fuera de Faiandlandia podemos ir a donde se nos antoje.

—Me encantaría —dije—. Pero ¿qué puedo hacer con Gracia? No puedo abandonarla, simplemente. Ella es todo para mí.

—Lo hiciste una vez, antes.

—Sí, y ella intentó suicidarse. Es por eso que tengo que quedarme con ella. No puedo arriesgarme a que suceda otra vez.

—¿No crees que tú podrías ser la causa de la infelicidad de ella? —dijo Seri—. Yo he observado la forma en que os destruíais. ¿No recuerdas cómo era Gracia cuando la encontraste en Castleton? Estaba llena de confianza en sí misma, positiva, construyendo su vida. ¿Puedes aún reconocer en ella a la misma mujer?

—A veces. Pero ella ha cambiado, lo sé.

—¡Y es por tu causa! —dijo Seri, sacudiendo hacia atrás el pelo que le cubría la oreja derecha, como lo hacía algunas veces cuando se agitaba—. Peter, por el bien de ella y por el tuyo, tienes que irte.

—Pero no tengo a donde ir.

—Ven conmigo a las islas.

—¿Por qué siempre las islas? —dije—. ¿No podría sencillamente irme de Jethra, como el año pasado?

Me di cuenta de que alguien estaba de pie al lado de mi mesa y levanté la vista. Era el camarero.

—¿No le importaría bajar la voz, señor? —dijo—. Está molestando a los otros clientes.

—Lo siento —dije, mirando alrededor. La otra gente parecía no reparar en mí, ocupada en sus propios asuntos. Dos chicas bonitas pasaron cerca de las mesas; un tranvía rechinó a lo largo de la calle; al otro lado, un empleado municipal barría excrementos de caballo—. ¿Querría traer otra vez lo mismo, por favor?

Volví a mirar a Seri. Se había retraído mientras estaba allí el camarero, apartándose de mí. Extendí la mano, encontré su muñeca, y la oprimí suavemente.

—No me abandones —dije—. No puedo evitarlo. Tú me estás rechazando.

—¡No! Por favor… me estabas ayudando de veras en ese momento.

Seri dijo:

—Tengo miedo de que olvides quién soy yo. Te perderé.

—Por favor, háblame de las islas, Seri —dije—. Noté que el camarero me estaba observando, así que bajé la voz.

—Son el modo de escapar de todo esto, tu vía de escape propia, personal. El año pasado, cuando fuiste a la casa de tu amigo, pensaste que podrías definirte a ti mismo explorando tu pasado. Trataste de acordarte de ti mismo. Pero la identidad existe en el presente. La memoria está detrás de ti y, si dependes de ella únicamente, sólo estarás definido a medias. Tienes que buscar el equilibrio, y abarcar tu futuro. El Archipiélago de Sueño es tu futuro. Aquí, en Jethra, te estancarás con Gracia, y le harás daño.

—Pero yo no creo en las islas —dije.

—Entonces tendrás que descubrirlas por ti mismo. Las islas son tan reales como lo soy yo. Existen y puedes visitarlas, del mismo modo que puedes hablar conmigo. Pero a la vez son un estado de ánimo, una actitud frente a la vida. Todo cuanto has hecho hasta ahora ha sido vivir encerrado en tu egoísmo, dañando a los demás. Debes salir de ti mismo y afirmar tu vida.

El camarero volvió y puso nuestras bebidas sobre la mesa: un vaso de cerveza para mí y un zumo de naranjas para Seri.

—Por favor, pague su cuenta tan pronto como haya terminado, señor.

—¿Qué quiere decir?

—Sólo que se retire lo más pronto posible. Gracias.

Seri había retrocedido otra vez, y por un instante creí estar en otro café: un interior sucio, mesas con tapa de plástico manchado de té viejo, ventanas empañadas y un letrero de Pepsi-Cola… pero en ese momento pasó un tranvía soltando una ráfaga de chispas azules y brillantes, y vi los capullos rosados en los árboles, las muchedumbres de jethranos.

Seri dijo, volviendo:

—Tú puedes vivir eternamente en el Archipiélago.

—La Lotería, quieres decir.

—No… las islas son intemporales. Los que van allí jamás vuelven. Se encuentran a sí mismos.

—Me suena malsano a mí —dije—. Una fuga a la fantasía.

—No más que todo cuanto has hecho en tu vida. Para ti, las islas serán una redención.

Una fuga de la fuga, un retorno al mundo exterior. Tienes que penetrar más profundamente dentro de ti mismo para encontrar tu vía de salida. Yo te llevaré.

Me quedé callado, mirando las piedras de la acera debajo de las mesas. Un gorrión saltaba entre los pies de los parroquianos, buscando migajas. Yo quería quedarme allí eternamente.

—No puedo dejar a Gracia —dije al cabo—. Todavía no.

Seri dijo, retrocediendo:

—Entonces iré sin ti.

—¿Lo dices en serio?

—No estoy segura, Peter. Estoy celosa de Gracia porque mientras estás con ella a mí sólo me usas como conciencia. Estoy obligada a ver cómo la destruyes y te haces daño a ti mismo. Al final me destruirías también a mí.

Se la veía tan joven y atractiva al sol, el pelo rubio y brillante, la tez sedosa de la gente del sur, el cuerpo juvenil, suelto, vislumbrado a través de la tela delgada del vestido. Se había sentado muy cerca de mí, excitándome, y yo soñaba con el día en que pudiera estar con ella a solas.

Pagué mi cuenta y tomé un tranvía en dirección al norte. A medida que las calles se estrechaban y comenzaba la lluvia, sentía crecer en mí una depresión familiar. Seri, sentada a mi lado, no decía nada. Bajé del autobús en Kentish Town Road y eché a andar por las míseras calles laterales hacia el apartamento de Gracia. El auto de ella estaba estacionado a la entrada, apretujado entre la furgoneta de un constructor y un Dormobile con una bandera australiana en la ventanilla.

Anochecía, pero no se veía luz en la ventana.

—Algo anda mal, Peter. ¡Date prisa! —dijo Seri. La dejé allí y bajé los escalones hasta la puerta. Iba a poner la llave, pero la puerta no estaba cerrada.

—¡Gracia! —Encendí la luz del vestíbulo, corrí a la cocina. El bolso de Gracia estaba en medio del piso, el contenido desparramado sobre el gastado linóleo: cigarrillos, un pañuelo de papel arrugado, un espejo, un paquete de Polos, un peine. Los recogí y puse e] bolso sobre la mesa—. ¿Dónde estás, Gracia?

Entré en la salita desierta y fría; la puerta del dormitorio estaba cerrada. Probé el picaporte, empujé, pero había algo, algo al otro lado que bloqueaba la puerta.

—¡Gracia! ¿Estás ahí? —Empujé la puerta con el hombro, y se movió ligeramente, pero algo pesado rascó el suelo del otro lado—. ¡Gracia! ¡Déjame entrar!

Estaba temblando, las rodillas se me doblaban sin que pudiera dominarme. Supe con una espantosa certeza lo que Gracia había hecho. Apoyé contra la puerta todo el peso de mi cuerpo y empujé lo más fuerte que pude. La puerta cedió unos centímetros y conseguí introducir la mano y encender la luz. Escudriñando por la rendija en dirección a la cama vi una de las piernas de Gracia colgando, sin tocar el suelo. Empujé la puerta por tercera vez, y entonces lo que fuere que había sido arrimado contra ella se derrumbó con estrépito. Me abrí paso y entré.

Gracia yacía bañada en sangre. Estaba boca arriba, sólo a medias en la cama. La falda se le había levantado mientras se revolvía en la cama, revelando la palidez enfermiza de sus piernas desnudas. Una de las botas, quitada a medias, le ceñía inconfortablemente el pie; la otra yacía en el suelo. Vi el brillo metálico de una navaja sobre la alfombra. La sangre le brotaba de la muñeca a borbotones rítmicos.

Jadeando de horror le levanté la cabeza y le abofeteé la cara. Estaba inconsciente, y apenas respiraba. A tientas le ausculté el corazón, pero no pude sentir nada. Miré con desesperación alrededor del cuarto, aterrorizado de angustia. Tuve la certeza de que se estaba muriendo. Estúpidamente, la moví para que estuviera más cómoda, le apoyé la cabeza en un almohadón.

De pronto, como una hoz que atravesara el horror, la cordura segó de raíz mi inmovilidad. Le levanté el brazo inmolado y le até mi pañuelo tan fuerte como pude por encima de la herida. De nuevo le ausculté el corazón, y esta vez encontré el latido.

Corrí como loco al teléfono del vestíbulo y pedí una ambulancia. Lo más pronto posible.

Tres minutos.

Volví a la alcoba. Gracia había rodado de la posición en que yo la había dejado, y estaba en peligro de resbalar al suelo. La bajé, tratando de no lastimarla, para que quedara sostenida contra la cama. Me paseé por el cuarto, urgiendo mentalmente a la ambulancia para que llegara. Retiré la cómoda de donde Gracia la había empujado, contra la puerta, abrí la puerta de entrada y me paré en la, calle. Tres minutos. Por fin el distante sonido ciudadano: las dos notas repetidas de la sirena, acercándose. El resplandor de una luz; los vecinos en las ventanas, alguien haciendo retroceder el tránsito.

El conductor de la ambulancia era una mujer. Dos hombres entraron de prisa en el apartamento: un trole de aluminio esperando junto al vehículo, una camilla transportada dentro, dos mantas de un rojo brillante.

Preguntas escuetas: nombre de ella, vive aquí, cuánto hace que la encontró así. Las mías: va a vivir, a dónde la llevan, por favor de prisa. Luego la partida: dando vuelta en la calle con desesperante lentitud, acelerando, la lámpara eléctrica azul, la sirena alejándose.

Dentro del apartamento utilicé de nuevo el teléfono y llamé un taxi. Mientras esperaba fui al dormitorio para poner un poco de orden.

Empujé la cómoda a su sitio, estiré la colcha de la cama, y estúpidamente me detuve, atolondrado, en el centro del cuarto. Había sangre en la alfombra; salpicaduras en la pared. Busqué un estropajo y algunos trapos, limpié lo peor. Fue horrible hacerlo. El taxi no llegaba.

De vuelta en el dormitorio me enfrenté al fin con lo que hasta ese momento había esquivado. Sobre la cama, donde había encontrado a Gracia, estaban desparramadas las páginas de mi manuscrito, la cara mecanografiada a la vista. ¿Era a eso a lo que había conducido mi manuscrito? La sangre había salpicado muchas de las páginas. Yo sabía lo que había escrito en ellas, sin necesidad de leer las palabras. Eran los pasajes sobre Seri; el nombre resaltaba en las páginas como si estuviera subrayado en rojo. Gracia debió de leer el manuscrito, debió de haber comprendido.

El taxi llegó. Recogí el bolso de Gracia y salí al taxi. Anochecía y atravesamos las calles atestadas en dirección al Royal Free en Hamstead. Dentro, busqué el camino hasta la Guardia de Urgencias.

Al cabo de una larga espera un asistente social vino a verme. Gracia todavía estaba inconsciente, pero iba a sobrevivir. Si quería, yo podía visitarla por la mañana, pero antes había algunas preguntas.

—¿Ha hecho esto antes alguna otra vez?

—Ya lo dije al personal de la ambulancia. No. Ha de haber sido un accidente. —Desvié la mirada para desviar la mentira. ¿No tendrían registros? ¿No se habrían puesto en contacto con el médico de Gracia?

—¿Y dice usted que vive con ella?

—Sí. Hace tres o cuatro años que la conozco.

—¿Había mostrado antes tendencias suicidas?

—No, por supuesto que no.

El asistente social tenía otros casos que atender; me dijo que el médico había estado hablando de hacer un informe sobre ella, pero si yo me responsabilizaba…

—Nunca más volverá a suceder —dije—. Estoy seguro de que no fue deliberado.

Felicity me había dicho que después del último intento Gracia había sido derivada durante un mes a tratamiento psiquiátrico compulsivo, pero que finalizado el plazo la habían dado de alta. Eso fue en otro hospital, en otra parte de Londres. Con tiempo, la gente de aquí lo averiguaría, pero las salas de urgencia y los servicios sociales de los hospitales siempre estaban recargados de trabajo.

Le di la dirección al asistente, y le pedí que le entregara a Gracia su bolso cuando volviera en sí. Dije que la visitaría por la mañana. Quería irme de allí; empezaba a encontrar opresivamente neutral y frío el edificio moderno. Lo que yo perversamente quería era alguna forma de recriminación autoritaria, una acusación de este asistente social de que yo era de algún modo culpable. Pero él estaba preocupado y acosado: quería que el caso de Gracia fuese llano y sin complicaciones.

Salí a la llovizna.

Necesitaba a Seri como nunca la había necesitado antes, pero ya no sabía cómo encontrarla. El acto de Gracia me había trastornado; Seri, Jethra, las islas… aquellos eran los lujos de la ociosa vida interior.

No obstante, y por la misma razón, me sentía menos capaz que nunca de enfrentarme con el complejo mundo real. La terrible tentativa de Gracia contra su vida, mi complicidad en ella, la destrucción contra la que Seri me había prevenido. Yo huía atemorizado de todo eso, aterrorizado por el pensamiento de lo que podía encontrar en mí.

Caminé unos minutos por Rosslyn Hill, luego apareció un autobús y lo tomé, apeándome en Baker Street. Estuve un rato a la entrada del tren subterráneo, mirando más allá de Marylebone Road la esquina en que antes una vez Gracia y yo habíamos terminado. En un impulso, crucé por el pasaje subterráneo para peatones y me detuve en el lugar. Había una agencia de trabajo en la esquina, ofreciendo puestos de empleados para archivos, secretarias y contadores públicos; los altos sueldos anunciados me sorprendieron. Había sido una noche como esta la última vez: Gracia y yo en una desavenencia, Seri esperando en algún lugar cercano. Partiendo de allí, yo había encontrado las islas, pero ahora parecían estar fuera de mi alcance.

Las evocaciones del lugar: era como si Gracia estuviera allí conmigo, repudiándome, deseando que la dejara y empujándome hacia Seri.

Me quedé allí, bajo la llovizna, observando el tránsito tardío, que aceleraba cuando cambiaban los semáforos, enfilando hacia Westway y la carretera de Oxford, la campiña lejana. Allí yo había encontrado por primera vez a Seri, y me preguntaba si tendría que volver allá para encontrarla de nuevo.

Tenía frío, e iba y venía, iba y venía, esperando a Seri, esperando a las islas.