24
Había una última isla antes de Jethra: una ciudad alta y lóbrega llamada Seevl, a la que arribamos al anochecer. Todo cuanto yo sabía de Seevl era que Seri había nacido allí, que era la isla más próxima a Jethra. Nuestra escala en Seevl me pareció insólitamente larga: mucha gente desembarcó y cargaron una cantidad considerable de fardos. Yo me paseaba impaciente por la cubierta, ansioso por llegar al final de mi largo viaje.
La noche cayó mientras estábamos en Seevl, pero una vez que hubimos partido del estrecho muelle y contorneado un giboso y oscuro promontorio, pude ver a la distancia las luces de una ciudad inmensa en la baja línea costera. El viento era frío y había una considerable marejada.
El barco estaba en silencio; yo era uno de los pocos pasajeros a bordo.
De pronto alguien se acercó y se detuvo detrás de mí, y yo, sin volverme, supe quién era.
—¿Por qué huyes de mí? —dijo Seri.
—Quería volver a casa.
Ella deslizó su mano alrededor de mi brazo y se apretó contra mí. Estaba temblando.
—¿Estás enojado conmigo porque te estoy siguiendo?
—No, de ningún modo. —La rodeé con mi brazo, le besé el costado de la cara fría. Llevaba un blusón delgado sobre la camisa—. ¿Cómo me encontraste?
—Vine a Seevl. Todos los barcos que van a Jethra paran aquí. Era sólo cuestión de esperar a que llegara el bueno.
—Pero ¿por qué me seguiste?
—Quería estar contigo. No vayas a Jethra.
—No es Jethra adonde voy.
—Sí es. No te engañes.
Ahora las luces de la ciudad estaban más cerca, claramente visibles por encima del negro y turbulento oleaje. Las nubes en lo alto eran de un naranja oscuro y manchado, reflejando el resplandor. Detrás de nosotros, las pocas islas todavía visibles eran formas neutras, indistintas. Sentí que se deslizaban alejándose de mí, como un desprendimiento de la psique.
—Es aquí donde vivo —dije—. Yo no pertenezco a las islas.
—Pero te has convertido en parte de ellas. No puedes dejarlas simplemente detrás de ti.
—Eso es lo único que yo puedo hacer.
—Entonces me dejarás también a mí.
—Yo ya había tornado esa decisión. No quería que tú me siguieras.
Ella me soltó el brazo y se alejó. Yo fui tras ella y la retuve otra vez. Traté de besarla, pero apartó la cara.
—Seri, no lo hagas más difícil. Tengo que volver al lugar de donde vine.
—No será lo que tú esperas. Te encontrarás en Jethra, y eso no es lo que estás buscando.
—Yo sé lo que hago. —Pensaba en la naturaleza enfática del manuscrito: la indiscutible blancura de lo por venir.
El barco se había puesto al pairo a un largo trecho de la entrada del puerto. Un balandro piloto estaba saliendo, negro contra el claro mar de la ciudad.
—Peter, por favor, no sigas con esto.
—Hay alguien a quien estoy tratando de encontrar.
—¿Quién es?
—Tú has leído el manuscrito —le dije—. Se llama Gracia.
—Por favor, no sigas. Te vas a hacer daño. No debes creer nada de lo que está escrito en ese manuscrito. Tú dijiste en la clínica que comprendías que todo cuanto decía era una especie de ficción. Gracia no existe. Londres no existe. Tú lo imaginaste todo.
—Tú estuviste conmigo en Londres una vez —dije—. Estabas celosa de Gracia entonces, decías que ella te perturbaba.
—¡Jamás he estado fuera de las islas! —Miró de soslayo la ciudad resplandeciente, y el pelo se le aplastó sobre los ojos—. Ni siquiera he estado allí, en Jethra.
—Yo estaba viviendo con Gracia, y tú también estabas allí.
—Peter, tú y yo nos conocimos en Muriseay, cuando yo trabajaba para la Lotería.
—No… ahora puedo recordarlo todo —dije.
Ella me enfrentó, y yo percibí algo nuevo.
—Si fuese así, no estarías buscando a Gracia. ¡Sabes que la verdad es que Gracia está muerta! Se mató hace dos años, cuando tuvisteis una pelea, antes de que tú te fueras al campo a escribir tu manuscrito. Cuando ella murió, tú no pudiste admitir que era por tu culpa. Te sentías culpable, desdichado… Bien. Pero no debes creer que ella vive aún, sólo porque lo dice tu manuscrito.
Estas palabras me sobresaltaron; podía sentir la seriedad de ella.
—¿Cómo lo sabes? —dije.
—Porque tú me lo contaste en Muriseay. Antes de que partiéramos para Collago.
—Pero ese es el período que no puedo recordar. No está en el manuscrito.
—¡Entonces no puedes recordarlo todo! —dijo Seri—. Tuvimos que esperar unos días el próximo vapor para Collago. Estábamos en Muriseay. Yo tenía un apartamento allí, y tú te fuiste a vivir conmigo. Porque yo sabía lo que iba a pasar cuando hicieras el tratamiento, hice que me contaras todo tu pasado. Entonces me dijiste… lo de Gracia. Ella se suicidó, y tú le pediste prestada una casa a un amigo y fuiste allí a escribirlo todo para desahogarte.
—No lo recuerdo —dije. Detrás de nosotros el balandro piloto había atracado, y dos hombres de uniforme estaban subiendo a bordo—. ¿Gracia es su nombre verdadero?
—Es el único nombre que me dijiste… el mismo del manuscrito.
—¿Te dije dónde fui a escribir el manuscrito?
—A las colinas de Murinan. Fuera de Jethra.
—El amigo que me prestó la casa… ¿se llamaba Colan?
—Así es.
Una de las inserciones de Seri: en lápiz, sobre la línea mecanografiada. Debajo del nombre de Colan, trazado ligeramente, Edwin Miller, amigo de la familia. Entre los dos nombres un espacio, un blanco, una habitación pintada de blanco, la sensación de un paisaje que se expandía a través de unas paredes blancas, un mar constelado de islas.
—Yo sé que Gracia está viva —dije—. Lo sé porque está presente en cada página de mi historia. Yo escribí para ella, porque quería volver a encontrarla.
—Le escribiste porque te sentías culpable.
—Tú me llevaste a las islas, Seri, pero no eran lo que yo esperaba, y tuve que rechazarte. Tú decías que yo tenía que rendirme a las islas para encontrarme a mí mismo. Lo hice, y ahora estoy libre de ellas. He hecho lo que tú querías. —Seri parecía no escuchar. No me estaba mirando, tenía los ojos fijos, más allá del oleaje, en los promontorios y páramos negros detrás de la ciudad—. Gracia está viva porque tú estás viva. Mientras yo puedo sentirte y verte, Gracia está viva.
—Peter, te estás mintiendo. Sabes que no es verdad.
—Yo comprendo la verdad porque una vez la encontré.
—No existe nada que sea la verdad. Tú estás viviendo por tu manuscrito, y todo cuanto hay en él es falso.
Los dos mirábamos al mismo tiempo en dirección a Jethra, separados por una definición.
Hubo una demora en el barco, habían izado una bandera nueva, luego al fin avanzamos a media velocidad, maniobrando, evitando los ocultos obstáculos subacuáticos. Yo estaba impaciente por desembarcar, por describir la ciudad.
Seri fue a sentarse lejos de mí, en uno de los bancos de cubierta. Yo me quedé en la proa, observando nuestra llegada.
Pasamos un largo muro de hormigón próximo a la desembocadura del río y llegamos a aguas mansas. Oí un tintineo de campanas y el ruido más lejano, atenuado de los motores. En un casi silencio nos deslizábamos entre las distantes riberas. Yo miraba ansioso los muelles y edificios a ambos lados, buscando algo familiar. Las ciudades se ven diferentes desde el agua.
—Será siempre Jethra —oí que decía Seri.
Estábamos pasando a través de un enorme distrito de dársenas, un verdadero puerto, muy distinto de los muelles precarios de las ciudades isleñas. Las grúas y los depósitos se agigantaban oscuros en la orilla, y los grandes buques amarrados estaban desiertos.
Una vez, a través de una brecha, vi tránsito en una carretera, silencioso y rápido; las luces, la velocidad, el inexplicado ir y venir, vislumbrados a través de los edificios. Más adelante pasamos por un complejo de hoteles y edificios de apartamentos violentamente iluminados, que se alzaban alrededor de una enorme marina en la que estaban amarrados centenares de yates y cruceros pequeños; las deslumbrantes luces de todos los colores parecían apuntar directamente a nosotros. Había gente sobre los muelles de hormigón, observando nuestro buque que se deslizaba con los motores en sordina.
Llegamos a un tramo más ancho del río, una de cuyas orillas era un parque arbolado.
De los árboles colgaban luces de colores y guirnaldas, el humo se elevaba multicolor a través de las ramas, la gente se apiñaba alrededor de las hogueras. Había una plataforma montada como un tablado, circundada de luces, y allí la gente bailaba. Todo era silencio, un misterioso silencio contra el ritmo del río.
El buque giró y enfilamos hacia la orilla. Delante de nosotros había ahora un letrero luminoso perteneciente a la compañía de navegación, y los reflectores esparcían un resplandor blanco a través de una ancha explanada desierta. Había algunos coches estacionados en la parte más alejada, pero no tenían luz y no había nadie allí para recibirnos.
Oí sonar en el puente la campanilla telegráfica, y un momento después las vibraciones restantes de las máquinas se extinguieron. La decisión del piloto era misteriosa: ahora, sin fuerza motriz ni gobierno, la nave se deslizaba lentamente hacia el muelle. Cuando el gran flanco de acero se recostó contra los viejos neumáticos y los paragolpes de soga, era virtualmente imposible percibir ningún movimiento.
El buque estaba inmóvil, el silencio de la ciudad se extendía sobre nosotros. Más allá del muelle, las luces de la ciudad eran demasiado brillantes, vertiendo un resplandor no luminoso.
—Peter, espera aquí conmigo. El buque zarpará por la mañana.
—Tú sabes que voy a viajar a tierra.
Me volví y la miré. Seri estaba hundida en el asiento, acurrucada contra los vientos del río.
—Si encuentras a Gracia, ella te rechazará, como tú me rechazas a mí.
—¿Admites entonces que está viva?
—Eres tú quien dijo primero que no lo estaba. Ahora han cambiado tus recuerdos.
—Iré a buscarla —dije.
—Entonces yo te perderé. Parece que eso no significa nada para ti.
A la luz deslumbrante de la ciudad vi la aflicción de Seri.
—Pase lo que pase, tú siempre estarás conmigo.
—Eso es lo que dices. ¿Y todas las cosas que proyectábamos hacer juntos?
Yo la miraba, y no podía decirle nada. Seri me había creado a mí en Collago, pero antes de eso, en mi cuarto blanco, yo la había creado a ella. Ella no tenía una vida independiente de la mía. Pero aquella desolada tristeza era real, en ella había una verdad punzante.
—Tú piensas que yo no estoy aquí realmente —dijo—. Piensas que sólo vivo por ti. Un accesorio, un complemento… Leí eso en tu manuscrito. Me creaste una vida, y ahora pretendes negarla. Tú crees que sabes qué soy yo, pero no puedes saber nada más que lo que yo hice de ti. Yo te amé cuando estabas desamparado, cuando dependías de mí como un niño. Te hablé de nosotros, te conté que éramos amantes, pero tú leíste tu manuscrito y creíste otra cosa. Yo te veía todos los días y te recordaba lo que habías sido, y yo sólo pensaba en lo que yo no había tenido de ti. Peter, créeme ahora…, ¡no puedes seguir viviendo en una ficción! Todo lo que hablamos, tú y yo, antes de que huyeras…
Entonces lloró, y yo esperé, inclinado sobre su cabeza, rodeando con mis brazos sus hombros delgados. De noche su pelo era más oscuro, el viento lo había despeinado, la sal pulverizada se lo había rizado. Cuando alzó la vista, me miró con ojos enormes, y había un dolor profundo, familiar, detrás de las pupilas.
Por un momento supe quién era ella realmente, a quién reemplazaba. La estreché con fuerza, arrepintiéndome de todo el dolor que le había causado. Pero cuando le besé el cuello ella giró de golpe en el asiento y se me enfrentó.
—¿Me quieres, Peter?
Ella estaba sufriendo por la ternura que yo le estaba quitando. Yo sabía que ella era una prolongación de mis deseos, una encarnación de cómo yo había defraudado a Gracia. Amarla a ella era amarme a mí mismo; negarla era infligir un dolor inútil. Yo titubeaba, tratando de aferrarme a una no-verdad.
—Sí —dije, y nos besamos. Su boca sobre la mía, su cuerpo leve estrechándose contra mí. Ella era real, así como las islas estaban realmente allí, como era sólido el buque bajo nuestros pies, como la ciudad resplandeciente, que esperaba.
—Entonces quédate conmigo —dijo.
Pero fuimos a popa y buscamos mi bolsón, y luego bajamos por los pasadizos de resonancias metálicas hasta el sitio en que habían tendido una planchada desde la orilla.
Bajamos, pisando los elevados listones de madera, esquivando una de las estacas que sujetaban el barco al amarradero.
Cruzamos la explanada, pasamos a través de la fila de coches estacionados, salimos a un callejón que conducía a una escalera, y de ésta a una calle. Un tranvía pasó en silencio.
—¿Tienes alguna idea de dónde estamos? —dije.
—No, pero ese tranvía iba al centro.
Yo sabía que era Jethra, pero supe que cambiaría pronto. Echamos a andar en la dirección del tranvía. La calle que llevaba a las dársenas era fea, azotada por corrientes de aire, daba la impresión de que la luz del día sólo podría subrayar su decrepitud.
Anduvimos por ella un largo trecho, y llegamos a una ancha intersección donde un edificio de mármol blanco, de estructura encolumnada, se alzaba sobre un prado.
—Es el Señorío —dijo Seri.
—Lo sé.
Yo lo reconocía de antes. En los viejos tiempos había sido la sede del gobierno, luego, cuando el Señor se había mudado al campo, se había convertido en una atracción turística, y después, cuando llegó la guerra, no fue nada. Durante toda mi vida en Jethra no había sido nada, nada más que un edificio de columnas, sin ningún significado.
Al lado del palacio había un parque público, y un sendero lo cruzaba en diagonal, iluminado por farolas. Reconociendo un atajo, tomé la delantera. El sendero trepaba por la loma del centro del parque, y poco después estábamos contemplando desde la cresta una gran parte de la ciudad.
—Aquí compré un billete de lotería —dije.
El recuerdo era demasiado vivido para que se hubiera perdido. El día aquel, el kiosco franco de troncos, el joven soldado con el collarete y el uniforme de gala. Ahora no había nadie a la vista, y contemplé más allá de los tejados el estuario del río y más lejos el mar.
Allí, en algún lugar estaba el Archipiélago de Sueño: territorio neutral, un mundo para vagabundear, una vía de escape, una franja divisoria entre el pasado y el presente. Sentí que el éxtasis de las islas moría entonces, y supe que también Seri estaba mirando. Ella estaba identificada para siempre con las islas; si el éxtasis moría, ¿se convertiría ella en una criatura ordinaria?
Miré un instante su rostro contraído, el pelo revuelto por el viento, el cuerpo menudo, los ojos dilatados.
Al cabo de unos minutos reanudamos la marcha, ahora descendiendo la colina, internándonos en uno de los grandes bulevares que atravesaban el corazón de Jethra. Allí había más tránsito, carruajes tirados por caballos y automóviles, avanzando por las pistas demarcadas, separadas de los rieles de los tranvías. El silencio moría. Oí la campanilla de un tranvía, y en seguida las llantas metálicas de las ruedas rechinando sobre la superficie de la calle. La puerta de un bar se abrió de golpe, y la luz y el ruido se volcaron afuera. Oí vasos y botellas, una caja registradora, una mujer que reía, música pop amplificada.
En la calle un tranvía se alejó siseando, rechinando en una bocacalle.
—¿Quieres comer algo? —pregunté cuando pasábamos por la terraza de un café. El olor de la comida era irresistible.
—Como tú quieras —dijo ella, así que seguimos de largo. Yo no tenía ninguna idea de a dónde íbamos.
Llegamos a otra intersección, que reconocí vagamente sin saber por qué, y por un acuerdo tácito nos detuvimos. Yo estaba cansado, y el bolsón me pesaba sobre el hombro. El tráfico pasaba rugiendo en ambas direcciones, obligándonos a alzar la voz.
—No sé por qué te estoy siguiendo —dijo Seri—. Me vas a abandonar, ¿verdad?
Yo no dije nada hasta que tuve que hacerlo: Seri parecía exhausta y desdichada.
—Tengo que encontrar a Gracia —dije al fin.
—No hay ninguna Gracia.
—Tengo que estar seguro. —Allí, en alguna parte, estaba Londres, en alguna parte en Londres estaba Gracia. Yo sabía que la iba a encontrar en una habitación blanca, una habitación en la que había papeles en blanco desparramados por el suelo, cual islas de pura verdad, augurando lo por venir. Ella estaría allí, y vería cómo había emergido yo de mi fantasía. Ahora yo estaba completo.
—No sigas creyendo, Peter. Ven a las islas conmigo.
—No, no puedo. Tengo que encontrarla.
Seri esperaba, los ojos fijos en la acera sembrada de desechos.
—Eres un atanasio —dijo, y a mí me pareció que lo decía por desesperación, un último intento—. ¿Sabes lo que eso significa?
—Temo que eso no signifique nada para mí, ahora. No creo que eso sucediera nunca.
Seri levantó el brazo, me tocó la parte superior del cuello, detrás de la oreja. Todavía había allí un punto sensible, y yo me aparté con un respingo.
—En las islas vivirás para siempre —dijo—. Si te vas de las islas te vuelves común. Las islas son eternas, tú serás eterno.
Yo sacudí enfáticamente la cabeza.
—Ya no estoy seguro, Seri. No soy de aquí.
—Entonces no me crees.
—No, no te creo.
Traté de besarla, pero ella me empujó con violencia.
—No quiero que me toques. Ve y busca a Gracia.
Estaba llorando. Yo seguía allí, indeciso. Tenía miedo de que Londres no estuviese allí, de que Gracia hubiese desaparecido.
—¿Te volveré a encontrar? —dije.
—Cuando hayas aprendido dónde mirar —dijo Seri.
Demasiado tarde advertí que se había alejado de mí. Yo me alejé de ella trastabillando y me detuve al costado de la calle, esperando una brecha en el tránsito. Los carruajes y tranvías pasaban precipitadamente. De pronto vi que había un pasaje subterráneo para peatones, y crucé por él, perdiendo de vista a Seri. Eché a correr, trepé hasta la superficie del otro lado. Durante un momento creí que sabía dónde estaba, pero cuando me volví a mirar.
FIN