18
De ciertas cosas, al menos, yo estaba seguro:
Me llamaba Peter Sinclair, tenía treinta y un años, y estaba sano. Fuera de eso, todo era incertidumbre.
Había gente que cuidaba de mí, y hacían todo lo posible por tranquilizarme respecto de mí mismo. Yo dependía de ellos por completo, y confiaba en ellos. Había dos mujeres y un hombre. Una de las mujeres era una muchacha joven, rubia y atrayente, llamada Seri Fulten. Ella y yo nos queríamos mucho porque ella no hacía más que besarme, y cuando no había nadie cerca jugaba con mis genitales. La otra mujer era mayor, se llamaba Lareen Dobey, y aunque trataba de ser afectuosa conmigo, yo le tenía un poco de miedo.
El hombre era un doctor llamado Corrob. Me visitaba dos veces por día, pero nunca llegué a conocerlo muy bien. Me sentía rechazado por él.
Yo había estado gravemente enfermo, pero ahora me estaba recuperando. Ellos me decían que en cuanto estuviese mejor podría llevar una vida normal, y que no había ninguna posibilidad de una recaída. Eso era tranquilizador, porque durante mucho tiempo había tenido dolores. Al principio tenía la cabeza vendada, me controlaban constantemente el ritmo cardíaco y la presión sanguínea, y una cantidad de cicatrices quirúrgicas más pequeñas en otras partes de mi cuerpo estaban protegidas por trozos de esparadrapo; más tarde, uno por uno, me los fueron quitando, y el dolor empezó a ceder.
Mi estado mental, descrito a grandes rasgos, era de intensa curiosidad. Era una sensación de lo más extraordinaria, un apetito mental que parecía insaciable. Yo era una persona extremadamente interesada. No había nada que me aburriese o me pareciera carente de interés. Cuando me despertaba por la mañana, por dar sólo un ejemplo, la mera novedad del tacto de las sábanas alrededor de mí bastaba para retener toda mi atención. Me inundaban raudales de sensaciones. Las vivencias de Calor y Comodidad y Peso y Textura y Fricción eran suficientes para entretener mi mente inexperta con todas las permutaciones y matices de una sinfonía. (La música, que me hacían escuchar cada día, me extenuaba.) ¡Las funciones corporales eran puro asombro! El simple respirar o tragar era un milagro de placer, y cuando descubrí mis ventosidades, y me di cuenta de que podía imitar el ruido con la boca, se convirtió en la más graciosa de mis diversiones.
Pronto aprendí a masturbarme, pero esto fue apenas una fase que concluyó cuando Seri tomó el relevo. Ir al baño era un motivo de orgullo.
Poco a poco fui tomando conciencia de mi entorno físico.
Mi universo, tal como yo lo percibía, era una cama en una habitación en un pequeño chalet en un jardín en una isla en un mar. Mis percepciones se expandían alrededor de mí como una onda de la conciencia. El tiempo era templado y soleado, y durante casi todo el día las ventanas que había cerca de mi cama estaban abiertas, y cuando se me permitió sentarme en una silla me ponían junto a la puerta abierta, o bien fuera, en una pequeña y encantadora galería. Pronto aprendí los nombres de las flores, los insectos y los pájaros, y observé las formas sutiles en que unos dependían de otros. Me encantaba la fragancia de la madreselva, que era más deliciosa aún por la noche. Recordaba los nombres de todas las personas que conocía: amigos de Seri y Lareen, otros pacientes, enfermeros, los doctores, el hombre que cada tantos días recortaba el césped que rodeaba la pequeña habitación pintada de blanco en que yo vivía.
Tenía hambre de conocimiento, de noticias, y devoraba con avidez cada bocado que se me presentaba.
A medida que el dolor físico desaparecía, yo tomaba conciencia de que vivía en la ignorancia. Por fortuna, Seri y Lareen estaban allí al parecer para instruirme. Una u otra o las dos pasaban allí conmigo días y días, al principio cuidándome, cuando estuve más enfermo, más tarde respondiendo a las preguntas primitivas que yo formulaba, luego pasando conmigo horas sin fin explicándome a mí mismo.
Este era el universo más complejo, el más intangible, el más secreto, y el más difícil de percibir.
Mi dificultad principal consistía en que Seri y Lareen sólo podían hablar conmigo desde fuera. Mi sola pregunta: —¿Quién soy?— era la única que ellas no podían contestar directamente. Las explicaciones que me daban provenían de fuera de mi universo interior, confundiéndome desesperadamente. (Un primer enigma: ellas se dirigían a mí en segunda persona, y durante algún tiempo yo pensaba en mí mismo como «tú».) Y como todo era hablado, y yo tenía por lo tanto que comprender lo que ellas decían antes de que pudiera descubrir lo que querían significar, todo me parecía inconvincente.
Mi experiencia era absolutamente vicaria.
Puesto que no tenía otra opción, tenía que confiar en ellas, y en realidad dependía de ellas para todo. Pero era inevitable que pronto empezara a pensar por mí mismo, y cuando lo hice, como mis preguntas iban dirigidas hacia dentro, dos cosas emergieron que amenazaban traicionar esa confianza.
Se insinuaron en mí solapadamente, despertando insidiosas dudas. Quizás estuviesen conectadas, quizá fuesen absolutamente distintas; yo no tenía forma de saberlo. Y puesto que mi papel era pasivo, aprender interminablemente, tardé días en identificarlas. Para entonces era demasiado tarde. Yo había dejado de responder, y una contrarreacción se había afirmado en mí.
La primera de las dos tenía que ver con la forma en que trabajábamos.
Un día típico comenzaba por ejemplo cuando Seri o Lareen me despertaban. Me daban de comer, y en los primeros días me ayudaban a lavarme y vestirme y a usar el lavabo.
Cuando yo estaba sentado, en la cama o en una de las sillas, venía el doctor Corrob a someterme a un examen de rutina. Después de eso, las dos mujeres se instalaban para emprender el serio trabajo cotidiano.
Utilizaban para instruirme grandes carpetas repletas de papeles, que consultaban con frecuencia. Algunos de aquellos papeles estaban manuscritos, pero la mayoría, un gran montón de hojas con las puntas un tanto gastadas, estaban mecanografiados.
Yo escuchaba, desde luego, con profunda atención: mi necesidad de saber rara vez quedaba satisfecha en aquellas sesiones. Pero, por la simple razón de que yo escuchaba tan atentamente, advertía sin cesar las múltiples incoherencias.
Estas se revelaban en formas diferentes en las dos mujeres.
Era de Lareen de quien yo más desconfiaba. Parecía estricta y exigente, y a menudo había en ella una especie de tensión. Parecía dudar de muchas de las cosas de que me hablaba, y naturalmente esta coloración se reflejaba en mi entendimiento. Cuando ella dudaba, yo dudaba. Raras veces consultaba las páginas mecanografiadas.
Seri, en cambio, transmitía de otra manera las incertidumbres. Cada vez que ella hablaba yo percibía contradicciones. Era como si estuviese inventando algo para mí. Casi siempre recurría a las hojas mecanografiadas, pero nunca leía realmente lo que había en ellas. Se sentaba con las páginas frente a ella, y las utilizaba como notas para lo que iba diciendo. A veces perdía la ilación, o se retractaba; otras hasta interrumpía lo que estaba diciendo y me decía que no lo tuviese en cuenta. Cuando trabajaba con Lareen junto a ella, estaba tensa y ansiosa, y sus enmiendas y ambigüedades eran más frecuentes.
Lareen interfería a menudo cuando Seri estaba hablando, para atraer mi atención hacia ella. Una vez, en un estado de evidente tensión, las dos mujeres me dejaron solo de pronto, y se fueron a caminar por los prados, discutiendo vivamente; cuando volvieron, Seri tenía los ojos enrojecidos y estaba apagada.
Pero, como Seri era afectuosa conmigo, y me besaba, y se quedaba conmigo hasta que me dormía, yo le creía más a ella. Seri tenía sus propias incertidumbres, y por eso parecía más humana. Yo confiaba en las dos, pero a Seri la quería.
Esas contradicciones, que yo atesoraba en mi mente y en las que meditaba cuando estaba solo, me interesaban más que todos los hechos concretos que estaba aprendiendo. Sin embargo, no alcanzaba a comprenderlas.
Sólo cuando la segunda clase de interferencia cobró importancia pude empezar a distinguir las figuras.
Porque pronto empecé a tener recuerdos fragmentarios de mi enfermedad.
Todavía sabía muy poco de lo que me habían hecho. Que me había sometido a alguna forma de cirugía mayor, era obvio. Me habían afeitado la cabeza y tenía un horrible dibujo de tejido cicatricial en el cuello y en la parte inferior del cráneo, detrás de la oreja. En el pecho, la espalda y el bajo vientre tenía cicatrices más pequeñas. En un paralelismo exacto con mi estado mental, estaba débil, pero me sentía apto y lleno de energía.
Ciertas imágenes mentales me perseguían. Me acosaron desde el momento mismo en que recobré la conciencia, pero sólo cuando descubrí qué cosas eran reales en el mundo pude identificar esas imágenes como alucinaciones. Al cabo de largas cavilaciones, llegué a la conclusión de que en algún momento de mi enfermedad había delirado.
Aquellas imágenes tenían que ser, por lo tanto, recuerdos fugaces de mi vida antes de mi enfermedad.
Veía y reconocía rostros, oía voces familiares, tenía la sensación de estar en ciertos sitios. No podía identificar ninguno de ellos, pero tenían no obstante un algo de verdadera autenticidad.
Lo que me confundía de esas imágenes era que fuesen totalmente distintas, en tono y textura, de los supuestos hechos relativos a mí mismo que provenían de Lareen y Seri.
Lo que me atraía en ellas, en cambio, era que fuesen congruentes con las discrepancias que detectaba en Seri. Cuando ella tartamudeaba o vacilaba, cuando se contradecía, cuando Lareen la interrumpía, en esos momentos yo sentía que Seri estaba diciendo la verdad sobre mí. En ocasiones como esas yo deseaba que dijera más, que se equivocara otra vez. ¡Era muchísimo más interesante! Cuando estábamos solos yo trataba de instarla a que fuera franca conmigo, pero ella no quería admitir sus errores. Y yo era incapaz de presionarla demasiado: mis dudas eran demasiado grandes, también yo estaba aún demasiado confundido.
Aun así, al cabo de varios días de esto, conocí dos versiones distintas de mí mismo.
La versión autorizada, según Lareen y Seri, era esta: yo había nacido en una ciudad llamada Jethra en un país llamado Faiandlandia. El nombre de mi madre era Cotheran Gilmoor, cambiado por el de Sinclair al casarse con mi padre, Franford Sinclair. Ahora mi madre estaba muerta. Tenía una hermana llamada Kalia. Estaba casada con un hombre llamado Yallow; este era sólo su nombre de pila. Kalia y Yallow vivían en Jethra, y no tenían hijos. Después de la escuela yo había ido a la universidad, y me había licenciado en química. Durante algunos años trabajé en la industria como químico de fórmulas. En años recientes había contraído una grave afección cerebral, y había viajado a la isla de Collago en el Archipiélago de Sueño para someterme a un tratamiento especializado.
Durante el viaje a Collago había conocido a Seri y nos habíamos hecho amantes. A consecuencia de la cirugía yo padecía de amnesia, y ahora Seri estaba trabajando con Lareen para devolverme la memoria.
En un nivel de mi mente yo aceptaba esta versión. Las dos mujeres me pintaban un cuadro convincente del mundo: me hablaban de la guerra, de la neutralidad de las islas, de los trastornos causados por la guerra en la vida de la mayoría de la gente. La geografía del mundo, su política, su economía, su historia, sus sociedades, todo me era descrito de un modo plausible y evocativo.
La onda de mi conciencia externa se expandía hasta el horizonte, y más allá.
Pero por otro lado estaba mi obstinación, basada en las inconsistencias, y en mi universo interior las ondas chocaban y se estrellaban.
Ellas me decían que yo había nacido en Jethra. Me mostraban la ciudad en un mapa, había fotografías que yo podía ver. Yo era jethrano. Sin embargo un día, describiendo Jethra mientras miraba de soslayo las páginas mecanografiadas, Seri había dicho accidentalmente «Londres». Yo me sobresalté al oírla. (En mi delirio yo había experimentado una sensación que era localizada y descrita por esa palabra. Era un lugar sin duda; podía ser o no el lugar en que yo había nacido, pero existía en mi vida y se llamaba «Londres».) Mis padres. Seri y Lareen decían que mi madre había muerto. No sentí conmoción ni sorpresa, porque eso yo lo había sabido. Pero me dijeron, muy categóricamente, que mi padre estaba vivo. (Esto era una anomalía. Yo estaba confuso, dentro de mis otras confusiones. Mi padre estaba vivo, mi padre había muerto… ¿qué era? Hasta Seri parecía insegura.) Mi hermana. Era Kalia, dos años mayor que yo, casada con Yallow. Sin embargo una vez, rápidamente corregida por Lareen, Seri la había llamado «Felicity». Otro sobresalto inesperado: en las imágenes de mi delirio la presencia fraterna se llamaba «Felicity». (Y otras dudas dentro de las dudas. Cuando Lareen o Seri hablaban de Kalia, impartían un sentimiento de calor fraternal a nuestra relación. Yo de Seri percibía fricción, y en mi delirio había experimentado hostilidad y competitividad.) El marido y la familia de mi hermana. Yallow intervenía en mi vida sólo periféricamente, pero cuando lo mencionaban era en los mismos términos que a Kalia, de afecto y calor. (Yo conocía a Yallow por otro nombre, pero no podía encontrarlo. Esperaba que Seri cometiera otro error, pero en esto fue consecuente. Yo sabía que «Felicity» y su marido, en quien yo pensaba como «Yallow», tenían hijos; nunca se los mencionaba.) Mi enfermedad. Algo incongruente aquí, pero no podía descubrirlo. (Dentro de mí, en lo profundo, yo estaba convencido de que nunca había estado enfermo.) Y luego, finalmente, Seri misma. De todas sus contradicciones ésta era la menos explicable. Yo la veía todos los días durante muchas horas cada vez. Ella, día tras día, estaba allí explicándome, en efecto, quién era ella y su relación conmigo. En un océano de corrientes encontradas, de abismos ocultos, ella era la única roca de realidad a que yo podía asirme. Sin embargo, con sus palabras, sus cambios súbitos de expresión, sus gestos, sus vacilaciones, creaba en mí la duda de que en verdad existiera. (Detrás de ella había otra mujer, un complemento. Yo no tenía nombre para ella, sólo la certeza total de su existencia. Esa otra Seri, la doppelganger, había poblado mi delirio. Ella, «Seri», era pasional y voluble, inestable y temperamental, afectuosa y muy sexual. Ella despertaba en mí intensas pasiones de amor y sentimientos de protección, pero también de ansiedad y egoísmo. Su existencia en mi sub-vida estaba arraigada tan profundamente que a veces era como si pudiese tocarla, sentir su fragancia, tener en mis manos sus manos delgadas.)