7

Las oficinas de la Lotería de Collago estaban situadas en una calle transversal, a unos cinco minutos de viaje desde el puerto. Pagué al conductor y el taxi se alejó de prisa, el vetusto y polvoriento sedán traqueteando ruidosamente por el empedrado. En el fondo de la calle giró hacia la brusca luminosidad del sol, perdiéndose en el caos rugiente del tránsito.

La oficina, con dos ventanales de vidrio esmerilado que daban a la calle, parecía una gran sala de exposiciones. Al otro lado no había luces encendidas, pero en el fondo, lejos de las puertas y detrás de un pequeño bosque de plantas en tiestos, había un escritorio y algunos armarios. Allí estaba sentada una mujer joven, hojeando una revista.

Probé las puertas, pero estaban cerradas con llave. La mujer me oyó, alzó la vista y me hizo una seña. La vi tomar un manojo de llaves.

Yo estaba aún a pocos minutos de la arrulladora y lánguida rutina de la vida a bordo, pero ya Muriseay había instilado en mí un agudo sentimiento de choque cultural. Nada de cuanto viera en ninguna de las islas pequeñas me había preparado para esta ciudad activa y bulliciosa, ni existía en mi país de origen nada que se le pareciera.

Muriseay, experimentada en crudo, parecía un caos de automóviles, gentes y edificios.

Todo el mundo iba y venía con una asombrosa y a la vez misteriosa deliberación. Los automovilistas guiaban a una velocidad que nadie se hubiera atrevido jamás a intentar en Jethra, acompañada por frenadas bruscas, vueltas violentas en las esquinas y el uso constante del claxon. Las señales de tránsito, en dos idiomas, no obedecían a ningún sistema general aparente, ni había ninguna coherencia entre ellas. En las calles, los comercios estaban abiertos al mundo, contrastando con la formalidad de los emporios de los principales bulevares de Jethra, y las mercancías estaban desparramadas sobre las aceras en un coloreado revoltijo. Había botellas y cajas inutilizadas por todas partes. La gente holgazaneaba al sol, tendida sobre la hierba de las plazoletas, recostada contra los muros de los edificios o sentada bajo las brillantes marquesinas de los bares y restaurantes al aire libre. Una calle estaba totalmente bloqueada por lo que parecía ser un improvisado partido de fútbol, lo que hizo que mi chofer maldijera contra mí y retrocediera violenta y peligrosamente en dirección a la calle principal. Complicando más aún el tránsito urbano, estaban los autobuses, que circulaban a toda velocidad por las pistas para vehículos, con los pasajeros apiñados en las ventanillas y puertas de acceso, arrogándose de viva fuerza el derecho de paso. El trazado de la ciudad no parecía responder a ningún plano general, y era un laberinto de callejuelas entrecruzadas entre los ruinosos edificios de ladrillo; yo estaba habituado a las imponentes avenidas de Jethra, espaciosas, de acuerdo con la tradición, para que pudiese marchar por ellas todo un pelotón de tropas del Señorío.

Todo eso pude captar y asimilar en los pocos minutos de viaje en el taxi, zarandeado a través de las calles en un vehículo que yo nunca había visto antes sino en películas. Era un sedán antiguo, enorme y baqueteado, polvoriento y con costras de barro, el parabrisas moteado de cadáveres de insectos. Por dentro, los asientos estaban tapizados con piel sintética, y eran demasiado blandos para ser confortables; uno se zambullía en ellos con una sensación de excesiva, empalagosa lujuria. La carrocería era de cromo deslucido y desconchada madera prensada; la cara interna del parabrisas estaba recubierta de fotografías de mujeres y niños. Un perro dormía en el asiento trasero, y una música pop estridente desafinaba en la radio. El conductor guiaba con una sola mano en el volante; la otra, fuera de la ventanilla y tocando el techo, golpeaba al compás de la música. El coche cruzaba precipitadamente las esquinas produciendo un balanceo y un quejoso golpeteo de la suspensión.

La ciudad misma era una sensación absolutamente nueva: una despreocupada indiferencia por muchas cosas que yo consideraba naturales —silencio, seguridad, leyes, consideración al prójimo—. Muriseay daba la impresión de ser una ciudad en eterno conflicto consigo misma. El ruido, el calor, el polvo, la luz blanca; una ciudad pululante, vocinglera, turbulenta, descuidada y desordenada y al mismo tiempo desbordante de vida.

Sin embargo, yo no me sentía inseguro, ni tampoco sobreexcitado, a no ser en un sentido que sólo podría describir como cerebral. La loca carrera del taxi a través del tráfico multitudinario era algo que cortaba el aliento, pero eso acontecía dentro de un contexto de mayor confusión y desorden. En Jethra, un automóvil conducido de esa forma se estrellaría con seguridad a los pocos minutos, si no era detenido por la policía, pero en Muriseay todo sucedía en el mismo nivel de caos. Era como si de algún modo yo hubiese cruzado a otro universo, un universo en el que el grado de actividad había sido incrementado de forma perceptible; el sintonizador había sido adaptado, de modo que los sonidos eran más estridentes, los colores más brillantes, las multitudes más densas, el calor más intenso, el tiempo avanzaba a un ritmo más acelerado. Yo tenía una curiosa sensación de responsabilidad atenuada, como si estuviese soñando. No podía pasarme nada en Muriseay, no correría allí ningún peligro: estaba protegido por el peligroso caos de la normalidad. El taxi no chocaría, aquellos edificios vetustos, inclinados, no se derrumbarían jamás, las muchedumbres siempre saldrían ilesas del tránsito, porque estaban en un sitio de reacciones más altas, un lugar en el que los desastres mundanos, pura y simplemente, no ocurrían jamás.

Era una sensación vivificante, embriagadora, una sensación que me decía que para sobrevivir allí tenía sólo que adaptarme a las reglas ad hoc locales. Allí podría hacer cosas que nunca me había atrevido a hacer en mi país. Las responsabilidades serias habían quedado atrás.

Así pues, mientras seguía en la acera, esperando que se abriesen las puertas de las oficinas de la Lotería de Collago, experimentaba los primeros conatos de esa nueva conciencia. En el barco, receptivo como creía haber estado, me había movido dentro de una burbuja protectora de mi propia vida. Yo llevaba conmigo actitudes y expectativas. Al cabo de apenas unos minutos en Muriseay, la burbuja había estallado, las sensaciones me inundaban.

La cerradura chirrió y una de las dos puertas se abrió.

La joven no dijo nada, se limitó a mirarme.

—Soy Peter Sinclair —dije—. Me dijeron que viniese aquí tan pronto como desembarcara.

—Pase. —Mantuvo la puerta abierta y yo entré a la brusca impresión del aire acondicionado. La oficina estaba seca, refrigerada, y el frío repentino me hizo toser. Seguí a la joven hasta su escritorio.

—Yo lo tengo anotado como Robert Sinclair. ¿Es usted?

—Sí. No uso mi primer nombre.

También mis ojos necesitaban adaptarse a la oscuridad relativa de la oficina, porque, cuando la chica llegó a su escritorio y me encaró, por primera vez reparé en su aspecto.

Tenía un asombroso parecido físico con Matilde Englen.

—¿Quiere sentarse? —Me señaló la silla de los visitantes.

Yo me senté, demorándome en instalar mi bolsón a un lado. Necesitaba unos minutos para recobrarme. ¡El parecido entre ella y Mathilde era extraordinario! No en los detalles, sino en el color, el cabello, la forma del cuerpo. Supuse que si viera a las dos mujeres al mismo tiempo el parecido no sería tan obvio, pero en los últimos días había retenido una imagen mental de Mathilde y el encontrarme de pronto con esta chica era una auténtica sorpresa. Las generalidades de mis recuerdos visuales coincidían exactamente.

Oí que me hablaba:

—Me llamo Seri Fulten y soy aquí la representante de la Lotería. Cualquier ayuda que pueda prestarle mientras permanezca aquí, o…

Era la cantinela de la empresa, y pasó flotando más allá de mí. El aspecto de la joven respondía en un todo al molde de la compañía: llevaba el mismo uniforme rojo vivo de falda y chaqueta que el personal de la oficina jethrana, el tipo de vestimenta usual en las recepciones de los hoteles, en las agencias de alquiler de automóviles, en las compañías de navegación: atractiva dentro de un estilo trivial, pero asexuada y multinacional. El único rasgo de individualidad que ella mostraba era una pequeña insignia prendida a la solapa con la cara de un famoso cantor pop.

En realidad, la encontraba atrayente, pero era la imagen que la empresa pretendía que diera. Más allá de eso, la coincidencia con Mathilde despertaba importunas resonancias.

—¿Esperaba aquí sólo por mí? —le pregunté, cuando ella terminó su cantinela.

—Alguien tenía que hacerlo. Llega con dos días de retraso.

—No tenía la menor idea.

—Todo está en orden. Hemos estado en contacto con la compañía de navegación. No estuve esperando aquí dos días.

Conjeturé que tendría alrededor de treinta años y que estaba casada o viviría con alguien. No usaba anillo, pero eso ya no quería decir nada.

Abrió un cajón del escritorio y sacó una carpeta de papeles cuidadosamente cerrada.

—Puede llevarse esto —me dijo—. Le explicará todo cuanto necesita saber sobre el tratamiento.

—Bueno, todavía no estoy decidido del todo…

—Léalo, entonces.

Tomé la carpeta y hojeé el contenido. Había varias páginas de fotografías satinadas, presumiblemente la clínica de atanasia, y una serie de preguntas y respuestas impresas.

El echar un vistazo a las páginas me dio la oportunidad de dejar de mirar a la joven. ¿Qué había ocurrido? ¿Estaba viendo a Mathilde en ella? Desairado por una mujer, ¿encuentro a otra que se le parece y transfiero a esta mi interés?

Con Mathilde, siempre había tenido la impresión de estar cometiendo un error, a pesar de lo cual la seguí persiguiendo; ella, que no era nada tonta, me había eludido. Pero, suponiendo que yo hubiese cometido un error, que hubiese confundido a Mathilde con alguna otra, en una transposición de la causalidad, ¿habría pensado yo que Mathilde era esta joven, la representante local de la Lotería?

Mientras yo, ostensiblemente, examinaba las fotografías, Seri Fulten había abierto lo que yo supuse era el legajo de la Lotería sobre mí.

—Veo que es usted de Faiandlandia, Jethra —dijo.

—Sí.

—Mi familia es oriunda de allí. ¿Cómo es?

—Hay partes muy bellas. El centro, los alrededores del Palacio Señorial. Pero se han construido muchas fábricas en los últimos años, y son horribles.

No se me ocurría nada más que decir. Hasta que me fui de Jethra jamás había pensado realmente en ella, a no ser como el sitio en que vivía y que tomaba como era. Dije, al cabo de una pausa:

—Ya la he olvidado. En los últimos días sólo he sentido la presencia de las islas. No me imaginaba que fuesen tantas.

—Ya nunca se irá de las islas.

Dijo esto en el mismo tono incoloro en que había recitado el discurso de la compañía, pero yo tuve la sensación de que ésta era una muletilla de otra especie.

—¿Por qué dice eso?

—Es un dicho. Siempre hay un sitio nuevo adonde ir, otra isla.

El cabello corto y rubio, la tez que se veía pálida a través del bronceado superficial.

Recordé de pronto haber encontrado a Mathilde en la cubierta del barco tomando baños de sol con la barbilla levantada para impedir que le hiciera sombra en el cuello.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —dijo Seri.

—Sí, gracias. ¿Qué tiene?

—Iré a ver. El armario está cerrado por lo general. —Abrió otro cajón, buscando una llave—. O podríamos ir a registrarlo en su hotel y beber algo allí.

—Preferiría eso —dije. Había viajado demasiado tiempo; quería dejar mi equipaje.

—Tendré que confirmar la reserva. Lo esperábamos dos días atrás.

Alzó el teléfono, escuchó en el receptor y agitó varias veces la horquilla. Frunció el ceño y contuvo el aliento. Al cabo de unos segundos oí el clic de la línea, y ella empezó a marcar un número.

El teléfono del otro extremo de la línea tardaba en contestar y ella seguía con el receptor contra la oreja, observándome desde el otro lado del escritorio.

—¿Trabaja sola aquí? —dije.

—Por lo general está el gerente, y dos chicas más. Hoy teníamos que cerrar. Es fiesta nacional… ¡Hola! —Oí una voz en el otro extremo, que resonó, metálica, a través de la silenciosa sala de exposiciones—. Lotería de Collago. Deseo confirmar la reserva a nombre de Robert Sinclair. ¿Todavía la tienen?

Me hizo una mueca, y miró hacia la ventana con la expresión vacía de la gente que espera en el teléfono. Yo me levanté y recorrí la oficina. Colgadas de las paredes había una cantidad de fotografías en colores de la clínica de la Lotería de Collago; reconocí algunas de las que había visto al hojear el folleto. Vi edificios modernos y pulcros, una cantidad de chalets pintados de blanco en un parque, macizos de flores, y en el fondo, a lo lejos, montañas escarpadas. Todo parecía sonreír. Varias fotografías eran de ganadores de la Lotería que llegaban o partían de la isla, apretones de manos y sonrisas, y palmoteos de hombros. Las instantáneas del interior exhibían la pulcritud aséptica de un hospital con el equipamiento de un hotel de lujo.

Me recordaban el tipo de fotos que uno ve a veces en los folletos de los lugares de vacaciones. Una que recordé en particular fue la de una estación de deportes invernales en las montañas del norte de Faiandlandia. Tenía exactamente la misma atmósfera de exagerada alegría y cordialidad, los mismos colores chillones de muestrario de viajante de comercio.

En el fondo de la oficina había una sala de espera, varios sillones confortables alrededor de una mesa baja con tapa de cristal. Sobre ella había un talonario de billetes de lotería, puestos allí a la vista para que se los examinara. Los hojeé. Cada uno había sido cuidadosamente inutilizado con una leyenda sobreimpresa (MUESTRA, NO PARA LA VENTA), pero en todos los demás aspectos eran idénticos a aquel con que había ganado el premio.

En ese momento conseguí al fin identificar el vago sentimiento de inquietud que había tenido desde que ganara.

La Lotería era algo que existía para otra gente. Yo no era la persona adecuada para ganarla.

La Lotería de Collago otorgaba el tratamiento de atanasia como premio principal: genuina inmortalidad, médicamente garantizada. La clínica declaraba un ciento por ciento de éxito: nadie que hubiese recibido el tratamiento había muerto aún. Se decía que la más anciana de las personas sometidas al tratamiento tenía ciento sesenta y nueve años, la apariencia física de una mujer de cuarenta y cinco y, se aseguraba, estaba en plena posesión de sus facultades. Solía aparecer en la propaganda televisiva de la Lotería: jugando al tenis, bailando, resolviendo crucigramas.

Ante todo eso yo había hecho algunas veces el comentario sardónico de que si la vida eterna significaba un siglo y medio de crucigramas, yo me contentaba con morir de muerte natural.

Y había, además, un sentimiento que nunca había desechado del todo, que el premio siempre recaía en alguien que no lo merecía: en otras palabras, le tocaba a la gente que participaba en sorteos, sólo ellas tenían derecho a merecer esa suerte.

A pesar del consejo de la lotería, que yo ahora conocía, los ganadores recibían a veces abundante publicidad. A menudo, a través de los medios de difusión, esos ganadores resultaban ser personas oscuras, vulgares, estrechas de miras, que carecían de ambición o inspiración y que eran, a todas luces, incapaces de imaginarse viviendo eternamente.

En las entrevistas solían recitar homilías, dedicando al bien, a las obras de caridad la nueva vida, pero la similitud de tales expresiones hacía sospechar que habían sido sugeridas por la Lotería. Fuera de eso, la ambición principal era casi siempre la de ver crecer a los nietos, o tomarse unas largas vacaciones, o dejar de trabajar e irse a vivir a algún sitio agradable.

Yo me había burlado de las aspiraciones prosaicas de aquellos inocentes ganadores, pero ahora que me había convertido en uno de ellos descubría que yo mismo no tenía mucho más que ofrecer. Todo cuanto había hecho para merecer el premio había sido sentir una compasión transitoria, y en última instancia inútil, por un mutilado de la guerra, en un parque. Yo no era menos oscuro, menos vulgar que cualquiera de los otros ganadores. No tenía en qué emplear una vida prolongada. Antes de la lotería había llevado una vida segura, sin grandes altibajos en Jethra, y después del tratamiento de atanasia probablemente la continuaría. De acuerdo con la publicidad, podía contar con esa esperanza durante por lo menos otro siglo y medio, y posiblemente tanto como cuatrocientos o quinientos años.

La atanasia aumentaba la cantidad de vida, pero no ofrecía nada en cuanto a la calidad.

Aun así, ¿quién desdeñaría una oportunidad como esa? Yo tenía ahora menos miedo de la muerte que en mi adolescencia: si la muerte era una pérdida de la conciencia, entonces no contenía horrores. Pero siempre había tenido suerte con mi salud y, como tantas personas que desconocen la enfermedad, tenía miedo al dolor y a la invalidez, y la perspectiva real de morir, de verme declinar sin remedio, de sufrir dolor e inmovilidad, era algo en que no podía pensar sin estremecerme. La clínica de atanasia proporcionaba un tratamiento que limpiaba totalmente el sistema, que aseguraba indefinidamente la regeneración celular. Otorgaba inmunidad a las enfermedades degenerativas como el cáncer y la trombosis, protegía contra las enfermedades virósicas y aseguraba la conservación de toda la capacidad mental y muscular. Después del tratamiento yo permanecería para siempre en mi edad física actual: veintinueve años.

Yo quería eso; no podía negarlo. Conocía sin embargo la injusticia del sistema de la lotería, tanto a través de mi corta experiencia de ganador como de las numerosas críticas apasionadas que se expresaban públicamente. Era injusto; yo sabía que no lo merecía.

Pero ¿quién lo merecía? El tratamiento, en verdad, curaba o impedía el cáncer, pero centenares de miles de personas morían aún cada año de esa mismo enfermedad. La Lotería decía que el cáncer era incurable, excepto como un subproducto del tratamiento que ellos ofrecían. Y ese era también el caso de las enfermedades cardíacas, de la ceguera, la senilidad, de una docena de dolencias graves que estropeaban o acortaban la vida de millones de personas. La Lotería decía que el tratamiento, costoso y difícil, no podía brindarse a todo el mundo. El único método justo, el único incuestionablemente democrático y no discriminatorio era la lotería.

Era raro que pasara un mes sin que la Lotería fuese objeto de críticas. ¿No había, por ejemplo, casos que la merecieran genuinamente? ¿Personas que habían consagrado su vida al prójimo? ¿Artistas, músicos, científicos cuya obra quedaría limitada o interrumpida por la inevitable declinación? ¿Líderes religiosos, pacifistas, inventores? Los nombres eran sugeridos con frecuencia por los medios, por los políticos, siempre con el propósito de mejorar la calidad aparente del mundo.

Bajo tales presiones, la Lotería había propuesto varios años antes un plan destinado a contrarrestar las críticas. Se designó un grupo de jueces internacionales para que se reuniera anualmente y nombrase cada año un pequeño número de personas que, en opinión de ellos, fuese digna del elixir de la vida. La Lotería se ocupaba entonces de brindar el tratamiento.

Para sorpresa de la gente común, casi todos estos laureados rechazaban el tratamiento. Notable entre ellos fue un eminente escritor llamado Visker Deloinne.

Poco después de haber sido elegido, Deloinne escribió una obra apasionada intitulada Renunciación. En ella argüía que aceptar la atanasia era negar la muerte, y como la vida y la muerte estaban ligadas indisolublemente, era también una negación de la vida. Todas sus novelas, decía, habían sido escritas con el conocimiento de la muerte inevitable, y ninguna pudo o hubiera podido ser escrita sin él. Él expresaba su vida a través de la literatura, pero eso no era en esencia diferente de la forma en que otras personas expresaban las suyas. Aspirar a vivir eternamente sería como adquirir vida a expensas de la vida misma.

Deloinne murió de cáncer dos años después de que se publicara Renunciación. Ahora se la consideraba su obra magna, su más sublime creación literaria. Yo la había leído cuando iba a la escuela. Me había causado una profunda impresión, y sin embargo allí estaba yo, a mitad de camino hacia Collago, a mitad de camino hacia la vida eterna.

En la otra punta de la oficina oí a Seri colgar el receptor y me volví hacia ella.

—Tuvieron que cancelar su reserva —dijo—. Pero lo han registrado en otro hotel.

—¿Puede decirme cómo encontrarlo?

Levantó del suelo una cesta de rafia, y la puso frente a ella sobre el escritorio. Se quitó la chaqueta roja y la colgó entre los mangos de la cesta.

—Yo ya me marcho. Le mostraré dónde está.

Echó llave a los cajones del escritorio, verificó si la puerta interior estaba cerrada, y salimos a la calle. El calor me asaltó y en un acto reflejo miré en torno y levanté la vista, pensando estúpidamente que algún ventilador estaría soplando aire caliente desde arriba.

No era más que el clima, la humedad del trópico. Yo sólo llevaba puesto un pantalón liviano y una camisa de manga corta, pero con mi bolsón a cuestas me sentía totalmente fuera de lugar.

Caminamos hasta la calle principal y enfilamos por ella a través de las muchedumbres.

Las tiendas y los portales estaban abiertos, brillaban las luces y el tránsito afluía en un pandemónium de ruidos y velocidad. Todo estaba investido de un propósito que yo no había notado jamás en mi país; todo el mundo parecía saber adónde iba y obedecer las leyes caóticas de aquel mundo irreal.

Seri me guiaba a lo largo de las atestadas aceras, pasando restaurantes, cafeterías, clubs de strip, kioscos de periódicos, cinematógrafos. Todo el mundo parecía avanzar a empujones o a gritos, nadie caminaba con calma o en silencio.

En varias esquinas, las cocinas al aire libre vendían croquetas de carne y arroz, servidas en envoltorios de papel de seda. La carne, el pan y las legumbres, expuestos al aire caliente de los escaparates abiertos de las tiendas, atraían centenares de moscas.

Las radios de transistores, amarradas a las estacas de madera de los tenderetes, volcaban sobre el tumulto una música pop desnaturalizada, crepitante. Un camión de riego bramaba calle abajo anegando la calzada y las aceras con una absoluta desconsideración por la gente; luego los desechos y mondaduras de las legumbres se amontonaban en las alcantarillas. Y a través de todo, un olor nauseabundo, penetrante, empalagoso y malsano: carne rancia, tal vez, o incienso quemado para disimular el olor a estiércol. Tenía una intangible calidad «caliente», como si el clima llevara el perfume que rezumaba de las calles y de los muros.

Al cabo de unos minutos yo estaba bañado en sudor, y era casi como si el aire húmedo se estuviera condensando sobre mí. Me detuve un par de veces para cambiar de mano mi bolsón. Cuando llegamos al hotel entramos directamente al bienvenido frío del aire acondicionado.

Registrarme en el hotel fue una formalidad breve, pero antes de darme la llave de la habitación, el empleado pidió ver mi pasaporté. Se lo entregué. Lo puso, sin mirarlo, detrás del mostrador.

Esperé un momento, pero no hubo señales de que fuera a reaparecer.

—¿Para qué necesita el pasaporte? —pregunté.

—Tiene que ser registrado por la policía. Podrá recogerlo cuando se marche.

Algo me hizo recelar, así que me acerqué a Seri, que me estaba esperando. Le dije:

—¿Qué sucede?

—¿Tiene un billete de diez?

—Creo que sí.

—Déselo. Una antigua costumbre local.

—Extorsión, querrá decir.

—No… en realidad es más barato que la policía. Allí le cobrarán veinticinco.

Volví al escritorio, entregué el billete y obtuve a cambio mi llave y mi pasaporte; nada de remordimientos, de explicaciones, de disculpas. El empleado estampó un sello de goma junto al visado del Archipiélago.

—¿Se va a quedar a tomar un trago conmigo? —le dije a Seri.

—Sí, ¿pero usted no quería dejar el equipaje?

—Me gustaría darme una ducha. Me llevará alrededor de un cuarto de hora. ¿Quiere que nos encontremos en el bar?

—Creo que iré a casa a cambiarme de ropa. Vivo muy cerca de aquí.

Subí a mi habitación, me tendí en la cama unos minutos y luego me desnudé y me duché. El agua era de color ocre y parecía muy dura: el jabón casi no hacía espuma.

Unos veinte minutos después, refrescado y con ropa limpia, bajé al bar que quedaba en la planta baja. En realidad estaba fuera del hotel, y daba a una calle transversal, pero había allí una marquesina de cristales y unos cuantos ventiladores poderosos mantenían el aire fresco alrededor de las mesas. Había anochecido mientras yo esperaba dentro. Pedí una cerveza doble, y Seri llegó un rato después. Se había puesto una falda acampanada, suelta y una blusa de liencillo semitransparente: se parecía menos al estereotipo de una empresa y más a una mujer. Pidió una copa de vino helado; sentada al otro lado de la mesa, delante de mí, parecía distendida y muy joven.

Me hizo una cantidad de preguntas sobre mí: cómo se me había ocurrido comprar el billete de lotería, cómo me ganaba la vida, de dónde era mi familia, y varias otras cosas que la gente suele preguntarse cuando acaba de conocerse. Yo no sabía qué pensar de ella. No me daba cuenta de si aquellas preguntas personales inofensivas eran inspiradas por una mera cortesía, o por un interés genuino o profesional. Tenía que recordarme sin cesar que ella era allí mi contacto con la Lotería de Collago y no hacía más que cumplir con su obligación. Después de la soltería del barco, agravada por las evasivas de Mathilde, era desconcertante el estar sentado despreocupadamente con una mujer tan atractiva y afable. Yo no podía dejar de mirarla apreciativamente: tenía una figura menuda y bien formada, y un rostro agraciado. No cabía duda de que era inteligente, pero yo tenía la impresión de que ocultaba algo, que guardaba una distancia, y eso me seducía e intrigaba. Seguía la conversación con aparente interés, inclinándose ligeramente hacia mí, sonriendo a menudo, pero a la vez se la sentía como distante. Quizás estuviera haciendo horas extras, atendiendo a un cliente de la compañía; quizá sólo fuera la cautela natural con un hombre que conocía apenas.

Me contó que había nacido en Seevl, la isla lóbrega cercana a Jethra. Sus padres eran jethranos pero se habían trasladado a Seevl justo antes de que estallara la guerra. El padre había sido administrador de un colegio teológico en esa isla, pero ella se había ido de la casa en los primeros años de la adolescencia. Desde entonces, había estado viajando por las islas, flotando de un empleo a otro. Sus dos padres habían muerto ahora.

Dijo poco, cambió de tema rápidamente.

Habíamos bebido dos tragos más, y yo empezaba a sentir hambre. La perspectiva de pasar el resto de la velada con Seri era muy atrayente, de modo que le pregunté dónde podríamos encontrar un buen restaurante.

Pero ella dijo:

—Lo siento, tengo una cita esta noche. Usted puede comer en el hotel. Todo corre por cuenta de la Lotería. O en alguno de los restaurantes salayanos de los alrededores. Son todos excelentes. ¿Ha probado la comida salayana?

—En Jethra.

—No sería lo mismo, probablemente, pero de todos modos comer a solas tampoco lo sería.

Me arrepentí de haber sugerido la comida porque era evidente que le había recordado lo que iba a hacer el resto de la velada. Bebió el resto del vino, y se levantó.

—Lamento tener que irme. Ha sido muy agradable conocerlo.

—Lo mismo digo —dije.

—Mañana por la mañana, vaya a verme a la oficina. Trataré de reservarle un pasaje para Collago. Sale un barco una vez por semana, pero acaba de perder uno. Hay unas cuantas rutas diferentes. Veré qué se puede conseguir.

Por un instante vislumbré a la otra Seri, a la que usaba el uniforme.

Le confirmé que iría, y nos dijimos buenas noches. Ella se encaminó hacia la noche perfumada y no volvió la cabeza.

Comí a solas en un restaurante salayano atestado y ruidoso. La mesa estaba puesta para dos, y desde mi partida de Jethra nunca me había sentido tan solo. Era una debilidad y una estupidez de mi parte el fijarme en las primeras dos mujeres que conociera, pero lo había hecho y no había nada que pudiera cambiarlo. La compañía de Seri había logrado librarme de la obsesión de Mathilde, pero ella parecía empeñada en convertirse en una segunda Mathilde. ¿Su cita de esa noche no sería tal vez el primer subterfugio?

Después de la cena, caminé por las alborotadas callejuelas de Muriseay, me extravié, descubrí dónde estaba, y volví al hotel. En mi cuarto, el aire acondicionado llegaba al punto de congelación, de modo que abrí de par en par las ventanas y durante horas permanecí acostado, despierto, escuchando las disputas, la música y el estrépito de las motocicletas.