Capítulo 12

BUSCANDO A EMILY

Inary

No subí a mi habitación hasta altas horas de la madrugada. Logan estaba en su dormitorio —tanta bebida le había dejado fuera de combate— y Lesley y yo nos sentamos para ver un rato la tele, pero tampoco le prestamos mucha atención. Lo importante era no quedarme sola, no ir a la cama, cerrar los ojos y verme asaltada por pensamientos terribles. Estábamos a punto de quedarnos dormidas en el sofá cuando Lesley se puso de pie. Miré el reloj; las dos de la mañana. Otra noche más sin dormir.

—Me voy a la cama —anunció mi amiga antes de darme un apretón en el hombro—. ¿Estarás bien si te quedas sola?

Asentí, aunque la verdadera respuesta era un «no», pero Lesley tenía que descansar, igual que yo. La seguí escaleras arriba y vi cómo desaparecía en su habitación susurrándome un «buenas noches».

Sentía una mezcla de miedo y anhelo en mi interior por si volvía a ocurrir lo mismo que la noche que Emily había muerto: verla. Una parte de mí tenía la esperanza de que fuera así; la otra estaba absolutamente aterrorizada. Pero todo mi ser tenía clara una cosa: echaba muchísimo de menos a mi hermana y estaba deseando verla. ¿Volvería a pasar?

Después de presenciar aquella aparición en mi tocador, me había pasado horas y horas mirando a la oscuridad, esperando, aunque también temiendo, que aquello sucediera. Quise volver a sentir aquel hormigueo, el zumbido en mis oídos. Que el aire se cargara de electricidad y que el pelo de la nuca se me erizara y me arrancara un escalofrío. Pero no ocurrió nada de eso. Me quedé tumbada en la cama, tensa por la frustración que sentía, llorando lágrimas congeladas por el frío de la noche y torturándome con recuerdos de Emily.

Pero también me aterraba haber recuperado mi don. La razón por la que lo había perdido cuando tenía doce años era tan espeluznante que no quería acordarme siquiera. Llevaba años intentando olvidarla.

Y en aquel momento, tan pronto como crucé el umbral de mi habitación, me quedé petrificada. El ambiente estaba enrarecido, cargado, como antes de una tormenta; era diferente al resto de la casa. Miré a mi alrededor y avancé de forma vacilante en busca del interruptor. La luz iluminó cada recoveco mientras inspeccionaba la habitación. No había nadie y, sin embargo, sentía algo en el espacio que me rodeaba, algo en mi interior.

Me lavé y me puse el pijama lo más rápido que pude mientras tiritaba debido la humedad de la noche. Volví a apagar la luz y me acosté. Seguía temblando a pesar de haberme tapado con el edredón. No conseguía entrar en calor y aunque quería llorar para poder liberar parte del dolor que me atenazaba, no tenía lágrimas. Me acurruqué como si tuviera de nuevo dieciséis años y acabara de quedarme huérfana, abrazándome a la almohada y esperando que la mañana llegara pronto. Todo apuntaba a que iba a pasar otra noche más sin dormir.

De pronto, algo pareció viajar por el aire e irrumpió en la habitación como un rayo; una rápida descarga eléctrica que me llenó los oídos con un ruido sordo y tocó cada una de mis terminaciones nerviosas como el arco de un violín. Cuando sentí un hormigueo en las extremidades, el pelo de la nuca se me erizó, se me puso la piel de gallina y me incorporé de inmediato, jadeando.

«¿Emily?», articulé con los labios. «Emily, ¿eres tú?». Ningún sonido salió de mi boca, aunque sabía que aquello no marcaría diferencia alguna.

Ninguna respuesta. Ningún movimiento en la oscuridad.

Allí no había nadie.

Me vi invadida por una intensa decepción que terminó transformándose en ira a medida que lágrimas de rabia me caían por las mejillas. ¿Podría tratarse de una broma cruel de mis sentidos? ¿Algún efecto secundario del tremendo dolor que sentía, que me infundía esperanza para luego arrebatármela de cuajo y dejarme más destrozada de lo que ya estaba? Golpeé la pared con las palmas abiertas una y otra vez, disfrutando de la liberación que aquel daño me produjo mientras de mi boca escapaban pequeños lloriqueos similares a los de un animal. Entonces recobré la cordura y me detuve, ¿me habrían oído Lesley y Logan? Lo último que necesitaba mi hermano era encontrarme en este estado. Agucé los oídos en la oscuridad, pero no oí nada.

Volví a recostarme sobre la almohada; me sentía sola, perdida. De repente, la oscuridad me cubría como una pesada losa y extraía el aire de mis pulmones. Las cuatro paredes del dormitorio se cernían en torno a mí y temí que sería incapaz de seguir respirando tal y como le había pasado a mi querida hermana.

Me bajé de la cama y corrí a abrir las cortinas de la ventana. Inhalé con desesperación el aire helado y contemplé asombrada la belleza que se desplegaba ante mis ojos: un enorme cielo negro y repleto de estrellas que resplandecían a través del manto de nubes. La blanca luna menguante y el plateado brillo de Venus.

«¿Dónde estás? Por favor, ven a mí. Regresa», rogué, tocando la pequeña golondrina que colgaba de la pulsera de Emily. «¿Dónde estás? ¿Dónde puedo encontrarte?»

Tenía que salir y respirar aire fresco. Tenía que buscar a mi hermana.

Me vestí a toda prisa y bajé las escaleras de puntillas, haciendo el menor ruido posible. Me puse las botas, agarré mi abrigo y salí de casa antes de que nadie se diera cuenta.

Era una noche ventosa que olía a tierra mojada y humedad: el olor de la noche escocesa. El alivio que sentí al estar fuera fue inmenso. Nunca me había dado miedo la oscuridad; en ella me sentía como en mi casa. Cuando era pequeña intentaba quedarme en la calle hasta tarde porque las probabilidades de «ver» eran más altas. Por extraño que me pareciera en ese momento, antes de que aquel horrible incidente en el lago, el día que perdí el don de ver más allá, solía salir en busca de espíritus. Lejos de asustarme, daba la bienvenida a las señales físicas de lo que estaba a punto de suceder, los pensamientos susurrados que no me pertenecían. Entonces sucedía y los veía, sorprendidos en lo que quiera que estuvieran haciendo en ese momento, congelados en el tiempo. Una mujer vestida con una falda larga caminando por el parque, a través de los columpios, con un bebé en el brazo; dos niñas junto al muro del cementerio, con vestidos de otra época y riéndose sobre algo que solo ellas sabían; una mujer mayor caminando por un lado de la carretera que llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo y una hoz en la mano… Cada vez que aquello sucedía, no muy a menudo, solo en extraños y mágicos momentos, me sentía un poco más fuerte, un poco más profunda. Aquel don era una parte de mí, una parte preciosa que valoraba sobremanera.

Hasta el día que fui al lago con mi padre y la conmoción de lo que vi se llevó mi visión. Durante años me sentí como si hubiera perdido una extremidad. Pero ahora, para mi alivio, esas sensaciones tan familiares habían regresado…, al igual que el miedo. Sin embargo, lo único que en ese instante me importaba era volver a ver a Emily.

«Por favor, deja que te vea», supliqué mientras caminaba decidida por St. Colman’s Way, en dirección al pozo.

Pasé por la casa de Eilidh, oscura y silenciosa, y por el taller de Jamie. A medida que me acercaba al pozo, las viviendas comenzaron a escasear. No se oía ningún ruido, salvo el ocasional ulular de un autillo, el distante tauteo de los zorros y el sonido de mis botas golpeando el pavimento. Anduve por el jardín que habían construido; estaba salpicado de luces solares que le daban un aspecto fantasmal. Desde allí se podía ver cómo todo Glen Avich se extendía como una colcha de retazos con sus casitas blancas y viviendas adosadas a lo largo de la calle principal, y el río dividiéndose en dos. Más allá del pueblo, también se divisaban las colinas con sus bordes irregulares que moteaban el cielo, negro sobre negro.

Metí los dedos en el agua que se recogía en la parte inferior de la pila de piedra. Tras soltar un jadeo por lo fría que estaba, sentí el suave manto de algas que envolvía la piedra. Una repentina ráfaga de aire me hizo temblar y me abotoné el cuello del abrigo. Miré hacia el cielo y vi que las nubes se estaban arremolinando por encima de mi cabeza. El cielo escocés podía cambiar en cualquier momento y antes de que te dieras cuenta descargaba sobre ti, calándote hasta los huesos. Pero no podía regresar a casa, así de simple. Prefería acabar empapada que esconderme de nuevo allí. Emily estaba en algún lugar y estaba decidida a encontrarla.

Continué caminando por el jardín, escudriñando entre las sombras, observando, buscando y anhelando, pero no había nadie…, tampoco sentía nada. Miré a mi alrededor. En mi mente podía ver a Emily con su uniforme escolar marrón mientras leía Harry Potter sentada en el muro bajo de piedra que bordeaba el jardín. Un recuerdo de mi hermana; uno de los muchos que tenía y que se clavaban en mi corazón cual afilados cuchillos.

Volví a bajar por St. Colman’s Way, me adentré en el parque y me senté un instante en uno de los bancos. Allí la oscuridad se rompía por el resplandor naranja que emitían las farolas. Busqué en mi interior alguna señal física. Nada. Ningún hormigueo, ningún zumbido… Nada. Al ulular del autillo que volvió a resonar en el aire le siguió la llamada de otro ejemplar proveniente del bosque. Los zorros, sin embargo, estaban en ese momento silenciosos. La silueta de un murciélago diminuto, más pequeño que un gorrión, atravesó el cielo con el batir de sus alas.

¿Cuántas veces Emily y yo nos habíamos sentado en esos columpios, primero como niñas y luego como adolescentes, para contarnos en voz baja todos nuestros secretos, todo aquello de lo que no queríamos que se enteraran nuestros padres o Logan? Ahí, justo ahí, me dijo que David besaba de maravilla, pero tenía un pésimo gusto musical. Allí también me confesó que quería tatuarse un delfín en la muñeca en cuanto convenciera a Logan de que era una buena idea, o que de mayor quería ser diseñadora de moda.

«Oh, Emily. Te echo de menos. Te echo de menos. Te echo de menos.»

Me puse de pie y continué caminando. Pasé la peluquería —a la que viniste para peinarte el día de tu graduación—, la tienda de Peggy —a la que solíamos venir para comprar dulces después del colegio— y la nueva cafetería —aquí no tengo recuerdos tuyos, no tuvimos tiempo de crearlos. Estabas demasiado enferma para venir conmigo—. Bajé hasta Green Hat, de cuyas puertas ya no se filtraban música ni voces porque estaba cerrado y oscuro —aquí solías añadir un chorro de vodka a tu zumo de naranja, a pesar de que se suponía no debías hacerlo por los medicamentos que tomabas. «¿Qué sentido tiene estar vivo si no puedes darte alguna alegría de vez en cuando?», solías decir.

Fuera donde fuese había un sinfín de recuerdos de mi hermana, tanto en el exterior como en el interior. Mis ojos volvieron a humedecerse. ¿Olvidaría alguna vez todos esos recuerdos, ahora tan intensos? Aunque adoraba a mi hermana, ¿terminaría olvidándome de su voz, del olor de su piel y de todos sus gestos? Como la forma en la que solía retirarse el pelo de la cara con las dos manos cuando estaba concentrada en algo, o la pasión con la que decía «es alucinante» cuando algo le gustaba mucho o la manera en que arrugaba la nariz cuando se reía; o cantaba las canciones que sonaban en la radio aunque no supiera bien la letra.

Recuerdo el día que salvó de morir a una mariquita —debía de tener unos cinco años— y la bautizó con el nombre de Polly. A partir de entonces, todas las mariquitas que veíamos eran Polly. Recuerdo cuando se tiñó el pelo de azul al cumplir los quince y lo furioso que se puso Logan. O cuando adoptó una camada de gatitos, todos negros con las patas blancas, y a todos los llamó Murdo, incluidas las hembras. Glen Avich todavía está llena de Murdos.

Recuerdo a mi hermana. «Te recuerdo, Emily.»

Antes de darme cuenta, estaba llorando de nuevo sin ningún tipo de vergüenza ni cortapisas, con las manos en la cara. Me alejé de las calles y corrí hacia el bosque, la llamaba a cada paso. De pronto vi una cara con forma de corazón que me miraba desde una rama y me quedé petrificada; era el autillo que había ululado antes. Pasé delante de él, con cuidado, intentando no hacer ruido para no asustarlo, pero desplegó sus alas y salió volando hacia otra rama no muy lejos de donde me encontraba. Encendí la luz de mi teléfono y lo seguí. Cuando estuve a punto de alcanzarlo volvió alejarse volando, esta vez a mucha más distancia.

Continuó llamándome durante un tiempo, encaramándose en árboles cada vez más lejanos. Lo seguí mientras las ramas azotaban mi cabello y las hojas caídas y ramitas secas se quebraban bajo mis pies como frágiles huesos. Estaba amaneciendo —pude ver un toque grisáceo en el este—, pero en la práctica era noche cerrada. El cielo negro brillaba con las espectrales nubes que lo teñían de acero. Los árboles a mi alrededor parecían susurrarme, sus ramas se balanceaban y crujían por el viento creciente. El autillo levantó el vuelo una última vez y desapareció para siempre en la oscuridad.

Me quedé allí de pie, confundida. Pensé que aquella ave nocturna me conduciría hasta Emily. Estaba convencida. Pero cuando me di la vuelta lo único que me esperaba era el silencio y la desolación. Estaba sola. Completa y absolutamente sola. Allí no me quedaba nada más por hacer, excepto regresar a casa.

De repente, la tenue luz de mi teléfono iluminó algo —un pino; en concreto un trozo de corteza que era blanca en lugar de marrón—. Se trataba de una inscripción con letras que sobresalían en relieve en vez de estar talladas. Me acerqué y coloqué el teléfono justo delante para poder leer las palabras.

«Te quiero, Emily. D.»

«D» de David. El chico que besaba de maravilla pero con un pésimo gusto musical y que vino al funeral con su madre.

Sentí las primeras gotas de lluvia sobre mi mano y rostro. Instantes después, cayó el aguacero.