«OSTALGIA[2]»
La memoria a veces se parece a un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, a los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe nuestra historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, la arqueología del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es una guardiana precisa de nuestro recuerdo más íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta y más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares. Porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien.
Con la caída del sistema en los países de Europa oriental fue desvaneciéndose poco a poco la cotidianidad a la que los habitantes de estos países, sin saberlo, se habían acostumbrado. Hoy día poderosas cadenas comerciales occidentales, de manera lenta pero segura, pueblan el Este. Los yogures alemanes, los quesos holandeses y las tartas heladas inglesas llevan a cabo una silenciosa, pero imparable, invasión del Este. La mercancía occidental desbanca lentamente a los productos nacionales que con su diseño comunista divirtieron durante años a los turistas y visitantes occidentales mientras que para los consumidores domésticos eran fuente de frustración.
Sin embargo, queda demostrado (¡ay, la ingrata naturaleza humana!) que ese durante años ansiado brillo de las tiendas occidentales se ha oscurecido; que el deseo de quesos holandeses, yogures alemanes y tartas inglesas se ha apagado. Cuanto más fácil es conseguirlo más se debilita el deseo.
En Ámsterdam, en el club de refugiados bosniacos, ubicado en una nave industrial, bulle la vida ilegal. El espacio es la réplica de un refugio antiaéreo improvisado. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, un mapa pequeño de Bosnia, pero también un paisaje esloveno y una marina dálmata pintados por la mano de un aficionado sin talento. Hay además una mezquita hecha de manera chapucera con aglomerado, y una tiendecita en cuyos estantes pueden encontrarse galletas yugoslavas, café de la marca Minas, salchichas caseras y aguardiente de ciruelas bosniaco. En el club retumban las últimas canciones populares bosniacas, los hombres fuman y juegan al ajedrez y a las cartas, y las mujeres se reúnen como gallinas en un espacio que recuerda a una peluquería de campaña. Ahí Senada peina a sus compatriotas por dos o tres florines, ¡dónde vas a encontrarlo más barato!
La Ostalgia, un sentimiento complejo, por lo general no se satisface con la reconstrucción de réplicas de nuestros hogares abandonados en Europa oriental. El encuentro con la réplica suele provocar una mezcla confusa de desprecio, estupor, descontento, asombro, dolor: quién sabe todo lo que se agita en las almas traumatizadas de los exiliados. Por eso un acceso repentino de nostalgia sorprende a los ostálgicos en lugares que por lo general no son los suyos. Porque los caminos de la nostalgia son tortuosos e imprevisibles, como el propio destino.
No hace mucho estuve en Berlín. Aunque con evidente satisfacción constaté que Unter den Linden se transforma despacio en una Quinta Avenida, no es lo que más me interesó. Corrí a las direcciones que me habían dado confidencialmente mis amigos del Este. Primero fui a un negocio judío-ucraniano, comí un borsch kosher, luego en una especie de taberna rusa improvisada me harté de comer pelmeni rusos, y encendí una papirosa picante Belomor. En mi estantería de Ámsterdam, junto con los libros, se pavonea ahora un souvenir de Berlín, un ejemplar prehistórico, Sguschiónnoye molokó, una lata soviética de leche condensada, denominada cariñosamente Sguschionka, algo así como «condensadica». La lata de hierro soviética, en la que incluso un cuchillo suizo se dejaría los dientes, contiene una masa lechosa que en la época comunista servía para todo: de una cucharada de Sguschionka se podía hacer un litro de leche; también podía ser mermelada blanca; con ella se hacían unos pasteles llamados popularmente minutka.
Mientras escribo estas líneas paladeo uno de los últimos caramelos de fabricación soviética, los Krásnaya Shápochka. A duras penas logro tragar una masa pegajosa con sabor a chocolate. Me siento como un ilegal. Con el caramelo satisfago la nostalgia. Aunque en realidad no tengo claro de qué.