UNA POSTAL DE LAS VACACIONES
1
En una localidad estadounidense tuve que recurrir a servicios médicos. Después de una breve conversación, al enterarse de que yo era europea, la doctora local de repente se animó.
—¿De Europa? Conozco Europa muy bien. ¿De dónde?
—De la antigua Yugoslavia…
—Ay, ay, ay… —se quejó.
Resulta que la médico y su marido, judíos estadounidenses cuyas raíces estaban en la Europa del Este, pasan las vacaciones todos los años en Europa. Siguen la ruta del holocausto. Mientras la gente «normal» se va a Montecarlo, ellos «acampan» en Auschwitz, Treblinka, Buchenwald…
—A veces pienso que estamos locos. Comparto mi cama con el holocausto, supongo que hasta mis hijos fueron concebidos con el pensamiento en el holocausto, todos los veranos peregrino a los lugares del holocausto… Pero ¡qué le voy a hacer, si me he casado con el «loco» de mi marido! —dijo, aunque la expresión de su rostro delataba a una mujer felizmente casada.
2
Es una gran suerte histórica que la tribu de los croatas antaño se abriera paso hasta el mar y se instalara allí. Porque en la actualidad los suecos tienen su Ikea, los neerlandeses su Shell, los alemanes su BMW y los croatas su mar Adriático. Estos días son muchos los que allí acuden. El mercado inmobiliario está funcionando a tope, las agencias inmobiliarias lucen unos nombres pintorescos, como La Piedra de la Suerte o cosas por el estilo. En busca del «Mediterráneo, tal como era antaño», han dado un paseo por Croacia este año tanto una bella princesa jordana como la princesa de Mónaco, Sharon Stone, John Malkovich y la inevitable Ivana Trump. Las lanchas y los yates zumban como moscas por el bello Adriático azul, los hoteles tienen un aspecto decente y los puertos deportivos de verdad se corresponden con su foto en los catálogos turísticos. Los grillos cantan con ánimo (más ánimo, dicen, que durante la antigua Yugoslavia comunista), los rayos del sol son más fuertes, es cierto, pero también lo son hoy día las cremas solares con factor de protección contra los rayos UVA. Los tiburones de cuño reciente luchan por lo que queda de las antiguas residencias de verano de los sindicatos comunistas (para borrar la última huella de un «pasado oscuro» en el cual también la clase obrera podía permitirse unas vacaciones en la costa). Tampoco quedan serbios, que es otra gran suerte: sus casas de veraneo, que habían «ocupado» la costa croata, hace tiempo ya que están minadas, arrebatadas o compradas a la fuerza y por poco dinero. Ahora veranean en el Adriático otros huéspedes «más estables»: ingleses, húngaros, rusos, checos, austriacos, alemanes, italianos.
3
Bueno, ¿y qué tiene que ver la médico estadounidense con el turismo croata? Nada. Se trata de mundos paralelos. Nuestro mundo, el material y el mental, está entrelazado con redes tupidas de mundos paralelos. Así vivimos nuestra pequeña vida. Cada uno camina por su ruta. Porque si imaginásemos por un momento que existen pasajes entre nuestros mundos paralelos se produciría un caos mental. Por eso, por lo menos con respecto al tráfico mental, manejamos metáforas: son nuestra defensa contra las pesadillas.
Este verano me acordé de la médico americana, y lo hice en el pequeño barco que me llevaba de la isla de Krk a Goli Otok, para una excursión de un día. Formaba parte de un pequeño grupo de colegas escritores. Se nos habían unido un croata de Australia y una pintora local. En calidad de guía, vino con nosotros también un profesor de historia, octogenario, antiguo preso político que había pasado tres años en Goli Otok. Ya quedan pocos de su especie —los partidarios del Cominform—, hoy día están en vías de extinción. Y la prisión tampoco existe.
De 1949 a 1956 Goli Otok sirvió de prisión para presos políticos, los que apoyaron el Cominform. Con el tiempo se transformó en una cárcel «ordinaria», hasta que por fin se desmanteló en el ochenta y tantos. Durante tres décadas los presidiarios construyeron la carretera que cruza la isla, plantaron coníferas que con el tiempo formaron pequeños bosques, levantaron varios edificios: el bloque de la administración (llamado «el hotel»), los dormitorios de los presos, los talleres, la sala de proyecciones, una pista de tenis, un hospital, los muelles, las fábricas. La isla albergaba una de las canteras yugoslavas más grandes: los presos literalmente se dedicaban a «picar piedra». Goli Otok era una comunidad forzosa de presidiarios y guardias que se sustentaba a sí misma. Después del cierre oficial de la cárcel, los habitantes de las islas cercanas la saquearon durante varios años llevándose todo lo que podían: si hubiesen podido enrollar la carretera como una alfombra, también se la habrían llevado bajo el brazo.
Lo primero que vimos al bajar del barco fue un pequeño restaurante improvisado en el muelle. Se me ocurrió que debía comprar una botella de agua. No obstante, el profesor tenía prisa y todos lo seguimos, obedientes. De repente tuve ganas de darme la vuelta, pedir algo frío para beber y quedarme durante horas con los ojos clavados en el mar, pero no se podía hacer algo así. ¡Acabábamos de llegar a Goli Otok, por Dios!
4
Aplastados por el calor y por la propia imaginación que se empeñaba en recrear las terribles cosas que nos contaba el profesor, apenas conseguíamos respirar. Erguido y ligero como una sombra, el profesor caminaba por el recorrido conocido: desde el muelle y las instalaciones de la administración hasta los dormitorios y los talleres, desde la fábrica de cemento hasta el hospital, desde el hospital hasta el comedor… En lugar de pretérito, el profesor hablaba en presente. Su presente zumbaba a nuestro alrededor persistente como una mosca.
Goli Otok fue durante años el tabú yugoslavo. Sólo en los años setenta se comenzó a mencionar en público: aparecieron las primeras novelas con el tema de Goli Otok, los primeros libros de memorias… Y después, probablemente ante la invasión de nuevos acontecimientos relacionados con la desintegración de Yugoslavia, el asunto se silenció de nuevo. Mucha gente habría podido extraer un beneficio moral de Goli Otok, por lo menos en estos nuevos tiempos, pero no lo hizo. Me pregunté por qué.
En el «gulag yugoslavo» murió sorprendentemente poca gente, unas cuatro mil personas, dicen, la mayoría debido a enfermedades como tifus o disentería. Goli Otok no fue pensado como un lugar de exterminio, sino como una escuela terrible y vergonzosa de humillación mutua. Allí todos eran verdugos y víctimas a la vez. Por eso el profesor en un momento determinado mencionó con humildad que, bueno, él también una vez había golpeado a un preso. «Lo golpeo, tengo que golpearlo, qué otra cosa puedo hacer», dijo el profesor en su presente tenaz. Mientras él hablaba, mi mirada captó en una de las paredes una antigua pintada hecha por los reclusos: «¡Nosotros construimos Goli Otok, Goli Otok nos construye a nosotros!»
El derecho a la memoria lo reivindican las víctimas, y no los verdugos. Los condenados se vieron obligados a ser también verdugos. Por eso, entre otras cosas, incluso después de salir de la penitenciaría ha reinado entre los reclusos una conspiración de silencio.
5
El croata de Australia, que no paraba de comer durante todo el recorrido, me dijo:
—¡Es terrible ver todo esto! Si por lo menos me dejaran comprar una de las celdas, no, no tiene que ser la mía, no se imagina cómo la arreglaría. ¡La dejaría como una patena! Cuando yo estuve aquí, estaba todo reluciente. Lavábamos cada piedra, podía uno comer en el suelo de lo limpio que estaba todo…
Resulta que también el australiano había sido prisionero en Goli Otok.
—Aquí… —dijo en una colina abarcando con la mirada el mar resplandeciente—, aquí sufrí yo… Y todo por aquel sanguinario, aquel dictador, ¡me cago en su madre comunista! Hasta tuve que cantarle canciones mientras picaba piedra… ¿Conoce ésta?
Entonces el australiano carraspeó y entonó con una voz armoniosa y fuerte:
—Va Tito por Romanija…
Pensamos que el tipo iba a cantar sólo un verso pero, entusiasmado, cantó toda la canción. Luego sacó el móvil y se puso a contarle a alguien, de Australia supongo, dónde se encontraba en ese momento. What a lovely day, alcancé a oír.
El croata australiano no era del Cominform. Los servicios fronterizos yugoslavos lo detuvieron en dos ocasiones mientras intentaba cruzar ilegalmente la frontera. Por eso pasó un año en Goli Otok. Cuando lo soltaron, volvió a cruzar la frontera de forma ilegal, esa vez con éxito, y se dirigió a Australia. Después de tantos años, éste era su primer regreso a la patria.
El australiano me emocionó: por la comida que no paraba de sacar de la mochila, por la preocupación «casera» que manifestaba por el lugar de su reclusión (yo misma me sorprendí en ocasiones pensando que me gustaría arremangarme y limpiar todo aquello) y por la muestra fracasada de la humillación que sufrió en Goli Otok. Se le había ido de las manos, lo que antiguamente había sido un canto forzado en honor del «sanguinario» y «dictador» se transformó —en su propia garganta— en la exhibición de un placer casi físico. Sí, «nosotros construimos Goli Otok, Goli Otok nos construye a nosotros».
6
La prensa croata había publicado una noticia sobre el rodaje de una película porno gay llevado a cabo en Goli Otok, una coproducción húngaro-croata. Las fotos del periódico de muchachos fornidos con cascos y picos en la mano corroboraban la veracidad de la primicia.
Al bajar de la colina hasta el lugar donde antes dormían los presos nos cruzamos con un equipo cinematográfico alemán que había escogido Goli Otok como localidad para ambientar una película pornográfica.
De las estrellas porno conseguimos ver sólo a la más procaz: una muchacha con buen tipo que llevaba unas bragas negras minúsculas y meneaba el cuerpo delante de los antiguos dormitorios de los reclusos.
La pintora local, amiga del croata australiano, no se contuvo.
—¿Usted tiene idea de dónde se encuentra? —se dirigió a la muchacha en alemán.
El operador de cámara se retiró en silencio.
En lugar de respuesta, la muchacha se encogió de hombros, indiferente.
—¡Pero no le da vergüenza! ¡Pasearse desnuda por el lugar donde murieron miles de mártires!
—¿Por qué la ataca? Ella no tiene la culpa… —intenté intervenir.
—¿Cómo que no tiene la culpa? ¡Ésta no tiene una pizca de conciencia política en la cabeza! —replicó bruscamente la pintora—. ¡Debería darle vergüenza! —le dijo a la muchacha.
La chica volvió a encogerse de hombros.
—¡Están ustedes grabando pornografía en el lugar donde descansan los huesos de mártires! —insistió la pintora.
La muchacha desnuda por fin despertó de su indiferencia.
—No porno! Art! —dijo con tanta decisión que por un momento a todos nos dio envidia su elevada autoconfianza artística.
Como si la escena no tuviese nada que ver con él, el profesor seguía explicando con voz monótona los métodos de tortura de los presos: cómo vertían agua por pequeños tubos en la nariz del recluso hasta el límite de ahogamiento; cómo colocaban piedras pesadas sobre el pecho del preso, las humillantes maneras en que hacían sus necesidades, y otras cosas totalmente incompatibles con el paisaje paradisiaco.
—Allí, en aquella ladera, empujo cuesta arriba una piedra pesada, y aquí, en este mismo sitio, nos pegan una paliza… —El profesor daba vueltas a su triste cinta.
7
En un momento dado me separé del grupo. Me atormentaba la sed y me apresuré hacia el restaurante del muelle. Al quedarme completamente sola en la carretera, que parecía casi blanca bajo el sol resplandeciente, de pronto sentí un miedo indescriptible. Intenté darme prisa, pero el miedo me clavaba los pies en la tierra. Caminaba a cámara lenta y me dolía. De cada poro de mi cuerpo emanaba un miedo que jamás había sentido. Más tarde me pregunté qué podía haberlo provocado. Quizá se trataba del silencio, un indefinible silencio pesado. Ni siquiera oía mis pasos, andaba por un camino de algodón. El silencio se sentó en mi nuca, depositó toda su carga sobre mí, me estrujó y me quitó el aliento.
8
En el restaurante nos esperaba una bebida fría y una caballa no muy fresca que comimos con apetito. Cerca del sitio donde estábamos sentados había un puesto improvisado con recuerdos. En el puesto, cual patatas viejas y grises, había figuras de escayola que representaban a presidiarios con el traje carcelario. Sus ojos perforados en la escayola, dos grandes agujeros ennegrecidos, debían expresar el sufrimiento. Había también porras bellamente talladas en madera, parecidas a bates de béisbol (las barnizadas eran un poco más caras), con la inscripción grabada de «Recuerdo de Goli Otok», así como ceniceros con el mismo lema. Compré un cenicero y una porra de madera. Más tarde, avergonzada por mis impulsos consumistas, dejé la porra en la habitación de mi hotel en Krk.
Volvimos al barco aliviados. Al alejarnos, mi mirada se posó sobre una tabla en el edificio del muelle con el letrero «Club de caza». El tipo que llevaba el timón del barco puso una cinta con canciones dálmatas. El croata australiano sacó de la mochila su última bolsita de patatas chips y una caja de galletas que goteaban chocolate derretido, y nos las ofreció amablemente. El profesor se sumió en un silencio letárgico.
La tarde tocaba a su fin cuando abandonamos la isla, pero el calor no remitía. Pellizqué mi propio corazón para sacarle un sentimiento oportuno, pero, para mi sorpresa, se mantuvo frío.
La única punzada dolorosa la sentí al reparar en el pinar de Goli Otok. Los arbolillos habían prosperado gracias a las sombras de los prisioneros. Era uno de los métodos de tortura en Goli Otok: se obligaba a los presos a dar sombra con su cuerpo para que los pinos recién plantados no se secaran. Porque se ahorraba en agua. Pero no en seres humanos.
9
¿Cómo aplacar al vampiro, al trauma propio? ¿Cómo establecer una relación con el propio pasado? Como mi doctora estadounidense que había abrazado un trauma colectivo como suyo personal y todos los años peregrinaba pacientemente por los lugares relacionados con el holocausto. Como el profesor que se había esforzado por volver a pasar la cinta de los antiguos recuerdos presidiarios de una forma «objetiva», pero lo hizo en un presente que le delató. Como el croata de Australia que volvió al lugar de su trauma armado con una mochila llena de bocadillos, galletas, bolsitas de patatas chips y con un móvil, ese vínculo frágil, pero salvador, con el mundo exterior. ¿Acaso de verdad hace falta limpiar y lustrar todo, que quede como una patena, o habría que dejarlo como está? ¿Cómo relacionar el presente con el pasado? ¿Cómo transmitir un trauma antiguo para que los demás realmente lo entiendan? ¿Acaso todos, que al principio escuchábamos atentamente al profesor, no habíamos terminado deseando una sombra y tomarnos algo frío? ¿Y qué parte de la historia nos había conmovido de verdad? ¿Y qué pasa conmigo, que estoy contando esta historia? ¿Qué hay de mi responsabilidad? ¿Puedo decir sin remordimientos que el texto que remito a un destinatario desconocido no es más que una postal de las vacaciones? Y ¿cómo se reconcilia el pasado personal con el colectivo? ¿Acaso nuestro propio pasado es fidedigno? ¿Y es fidedigno el colectivo? ¿Y qué sucede con aquel pasado «oficial», el que aparece en los manuales de historia? ¿Es fidedigno?
10
La historia de Goli Otok ha afectado de algún modo a mi biografía. Nací en 1949, crecí en la ideología del histórico y audaz NO que Tito le envío a Stalin. Mi padre, yugoslavo, se había casado con una búlgara, mi madre. Búlgara o rusa, entonces no se preguntaba mucho, cualquier extranjero de la Europa del Este era un «espía». A mi madre, intuyo, en ese corto periodo de paranoia colectiva, la consideraron una «espía búlgara». Mi padre podía ser acusado de «traidor». Por suerte no lo fue. Sin embargo, durante diez años mi madre no pudo visitar a sus padres. De manera que conocí a mis abuelos maternos en 1957, dos años después del establecimiento de relaciones diplomáticas con los países del bloque comunista. La reconciliación quedó inmortalizada en una fotografía que recuerdo bien. En ella aparece Tito en uniforme de mariscal estrechando la mano de Jrushchov. Mientras que Jrushchov se inclina de manera un tanto servil, Tito se muestra insólitamente erguido. De un corto viaje con mis abuelos a Varna, al Mar Negro, recuerdo también un suceso. Al saber de dónde era, un niño búlgaro de mi edad me escupió a la cara: «Vuestro Tito es un cerdo capitalista.» «Vuestro Stalin es un cerdo», respondí yo tranquilamente.
11
Una persona con sensibilidad antropológica preguntará cómo es posible que los croatas (¡todos los pueblos balcánicos!), cuyas obsesiones colectivas giran en torno a las tumbas y los cementerios, no hayan sido capaces en estos últimos años de transformar Goli Otok en un museo dedicado a las víctimas del comunismo, por ejemplo, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría identifica precisamente la Yugoslavia titoísta como el principal culpable de todas las desgracias posteriores.
Cuando se difundió la noticia de que Goli Otok se estaba transformando en un destino cada vez más popular de los equipos del cine porno, el presidente de la Asociación de Presos Políticos presentó una enérgica protesta contra la profanación de «símbolos del terror comunista», añadiendo que en Goli Otok «se habían hecho sacrificios por la Croacia independiente». El presidente, asqueado con la pornografía auténtica, se había deslizado hacia la pornografización de la historia.
Porque, desde el punto de vista formal, en Goli Otok se encarcelaba a los «estalinistas», presuntos simpatizantes de Stalin y del modelo soviético del comunismo. En la época del «mcarthismo» yugoslavo se arrestaba a la gente de la noche a la mañana. Goli Otok era el «reformatorio» estalinista en el cual los supuestos «comunistas duros» debían transformarse en «titoístas». En cuanto a los «mártires croatas», también los hubo, pero más tarde. La mayoría se escapó a tiempo, para luego volver a Croacia a principios de los años noventa, convertirse en «héroes croatas» y, poco después, en «criminales de guerra» a los que en este momento espera el Tribunal de La Haya.
Goli Otok era un lugar de tortura horripilante: se llevaba allí a la gente no para ejecutarla, sino para convertirla en desechos humanos. Era un lugar de deshumanización gradual y segura. Algunos preferían aceptar la muerte, como aquel pobre del que nos habló el profesor, que se cortó la garganta con una cuchara de aluminio. Y hubo quienes se apresuraron a humillar a sus compañeros incluso cuando nadie los obligaba a ello.
12
En un país donde los cementerios y las tumbas fueron y continúan siendo el principal campo de batalla entre las diferentes opciones políticas, incluso Goli Otok —un cementerio grande y triste— aguarda su destino simbólico. En los últimos diez años los croatas han destruido o devastado unos tres mil monumentos. Todos los habían levantado ellos mismos, en honor a las víctimas del fascismo. En los últimos diez años se destrozaron, se mearon encima o se volaron tumbas, sepulcros y estatuas, o simplemente se entregaron al abandono y al vandalismo, como es el caso del centro memorial de Jasenovac. En un país que no termina de decidir qué opción histórica aceptar como la oficial —aquella de cincuenta años, yugoslava, antifascista y comunista o aquella ustacha, fascista, en la que Croacia fue un Estado independiente—, tampoco los monumentos pueden durar. Los monumentos a Tito y a los partisanos saltaron por los aires. Es cierto que se levantaron otros nuevos, los monumentos a Tudjman y a algún que otro «héroe» ustacha. Pero tampoco éstos pueden contar con tener una larga vida, ya que bastará con un guiño antifascista de la Unión Europea para que los croatas (así como los demás que esperan en la cola) tengan que prender las mechas otra vez.
13
La vida demuestra ser una escritora mejor y más sabia que muchos que pretenden ese papel: desde políticos, dictadores, caudillos, falsificadores de la historia, amigos del politiqueo, defensores de una u otra opción, mentirosos, criminales, asesinos, incluso los mismos escritores. Si no por otra cosa, porque la vida encuentra metáforas mejores y más acertadas, y su sentido de la ironía sigue siendo inigualable.
Y así, la vida, para completar la metáfora, atrajo a Goli Otok a los obreros de la industria del porno. La industria pornográfica de momento está sacando beneficio del decorado existente en Goli Otok: la cantera abandonada, las celdas oscuras de la cárcel, los armazones oxidados de las camas de los presos, diseminados por todas partes, las fachadas de piedra gris adornadas con pintadas. En el terreno del antiguo lugar de torturas, hoy día florece la actividad porno nacional y tintinea el dinero, la calderilla sucia.
La vida, imagino, siguiendo la trayectoria de otra metáfora, también podría traer cazadores a Goli Otok. El letrero del «Club de caza» que mis ojos captaron cuando partíamos de la isla sugiere también esa posibilidad. El turismo de caza es muy lucrativo, dicen. En «el Mediterráneo, tal como era antaño», en la isla de Krk, por ejemplo, los especuladores turísticos han traído jabalíes (que jamás habitaron el Mediterráneo). Los jabalíes se han reproducido con una velocidad que supera la eficacia de los cazadores y ahora arruinan los campos de Krk, las ovejas y a los pastores. Si el club de caza trae a Goli Otok animales de caza, se completará también la segunda metáfora de la isla, la de la «caza al hombre». Quizá así se rescatará del olvido la jerga de los presidiarios en la que «liebre caliente» designaba la tortura de iniciación del recluso. El recién llegado tenía que pasar entre dos largas filas de presos que le apedreaban o golpeaban con porras pesadas. La «caza de arenques» era entre los prisioneros un sinónimo del sistema de delación. Los reclusos solían provocarse los unos a los otros, todos eran a la vez delatores y delatados. Si a alguien se le escapaba alguna queja, ésta llegaba al instante al oído de los superiores y el recluso sufría el castigo. Así aprendían a callarse. Permanecieron callados incluso después, cuando salieron en libertad. Callaron durante años, muchos enfermaron de silencio. Nadie consiguió escapar jamás de Goli Otok, dicen. La caza de los pocos fugitivos era eficaz, y la naturaleza ayudaba a los cazadores.
Existe también la tercera opción. Si las agencias inmobiliarias (aquella con el nombre seductor de La Piedra de la Suerte) toman las riendas del asunto, Goli Otok podría convertirse en un paraíso turístico para rusos solventes, por ejemplo. Si eso sucede, otra historia de Goli Otok tendrá su legítimo final. Goli Otok como cárcel tiene una historia un poco más larga que la yugoslava, la comunista. Al principio había sido una cárcel austro-húngara. Durante la Primera Guerra Mundial, a Goli Otok llegaban prisioneros del frente oriental, sobre todo rusos. Los rusos volverían a Goli Otok más tarde. Eran los rusos que vinieron a la Yugoslavia de posguerra como comisarios políticos, instructores ideológicos o, en palabras de hoy día, managers del comunismo. En cuanto estalló el famoso cisma con Stalin, antes de nada Tito se ocupó de encerrar a los comisarios rusos. Los rusos fueron los primeros presidiarios. De manera que si la agencia La Piedra de la Suerte se hace con el negocio, los tataranietos de los rusos de la Primera Guerra Mundial y los bisnietos de los comisarios políticos rusos podrían extraer una satisfacción hedonista, que al fin y al cabo es la más dulce.
De este modo todos pueden (y suelen) sacar su propio provecho del pasado. Excepto las víctimas, por supuesto. Las víctimas de Goli Otok, sin embargo, no necesitan un monumento. Se lo han erigido ellas mismas plantando aquellos pinos. Detrás de cada árbol está la sombra invisible de un antiguo presidiario de Goli Otok, protegiéndolo del fuerte sol y empapando el suelo avaro con su sudor invisible. Los grillos cantan, las ovejas pasan y dejan su estiércol, aparece algún visitante, se detiene y graba su nombre en la corteza del árbol, pero los pinos de Goli Otok se yerguen, inmóviles.
Septiembre de 2005