NATIVOS

La etnografía se ha convertido en una disciplina divertida justo cuando ha renunciado al objetivismo. La nueva etnografía posobjetivista cambia las perspectivas entre lo descrito y el que lo describe y socava las formas retóricas de la antigua etnografía colonial autoritaria. Uno de los ejemplos clásicos de la nueva etnografía es el texto de Horace Miner «Ritos corporales entre los Nacirema»: en él, el autor, mediante la estrategia de la descripción «objetiva» clásica, descontextualiza y convierte en exótico el ritual de lavarse los dientes:

El ritual corporal cotidiano general incluye un rito bucal. Aparte de la minuciosidad en el cuidado de la boca, este rito conlleva una práctica que resulta repulsiva para el no iniciado. Me contaron que el ritual consiste en insertar un pequeño haz de pelos de cerdo en la boca, junto con ciertos polvos mágicos, y en moverlo con una serie de gestos muy formales.

Con un grupo de nativos americanos, mis colegas del Departamento de Eslavística de la universidad, todos los miércoles llevo a cabo el ritual de un lunch común. Los nativos traen en pequeñas cajas de plástico su comida llamada lunch. El lunch se compone de unas cuantas zanahorias baby, palitos de apio, galletas de harina integral o un dedal de cereales. Algunos traen su lunch en cajas de plástico que por su forma y su color imitan la comida: bagel u oreo (un tipo de galletas marrón oscuro rellenas de crema blanca). Las cajas tienen un pequeño agujero con tapa a través del cual salen los alimentos en cantidades limitadas. Yo tengo una caja en forma de hamburguesa. En esta caja suelo llevar zanahorias. Mientras picoteamos hablamos sobre las novedades de la facultad. Nadie ofrece al otro de la comida de su caja. Las sobras se vuelven a guardar cuidadosamente en la caja.

En casa, junto con los restos de zanahoria que han quedado en el fondo de la hamburguesa de plástico, me acuerdo de los rituales alimenticios de los nativos balcánicos. Me acuerdo del lechón asado para Año Nuevo (todas las casas tenían que tener su cochinillo), los corderos asados en espetón en primavera, las matanzas de otoño, las suntuosas ristras de salchichas. Me acuerdo de la preparación de encurtidos para el invierno, de las despensas de los nativos, de las hileras de tarros de mermeladas, de pepinillos en vinagre y demás. Me acuerdo de la exhibición orgullosa de las reservas de jamón cocido y serrano, el sight-seeing a través de la despensa, del sótano y del desván, que los anfitriones preparaban para sus invitados como expresión de la mayor intimidad y confianza. Me acuerdo de los dulces eslavonios esparcidos en bandejas por los lechos nupciales de los pueblos, el lugar favorito de exposición (para enseñárselos primero en su totalidad a los invitados antes de llevarlos a la mesa). Desde mis actuales perspectivas low-fat & low-cholesterol me embarga cierta piedad tribal por ese mudo lenguaje denominado comida. Porque la comida para mis nativos era un lenguaje, un sistema de señales con el que decían mucho: cariño por los niños, por la familia, por los parientes, los invitados. Ignoraban cualquier otro lenguaje.

La comida es el lenguaje mudo del amor, y también un gesto de libertad personal. Unos veinte años atrás, un conocido mío, nativo ruso, obtuvo los papeles largamente esperados para ir a Estados Unidos. En la aduana lo detuvieron de manera ruda. Mejor dicho, lo detuvo un perro policía. Llevaba una salchicha en la bolsa. Entusiasmado por el tamaño y el sabor, mi conocido había comprado la salchicha en el aeropuerto de Munich. Intentó salvar la salchicha. Los funcionarios fueron implacables. Entonces este nativo lanzó un discurso temperamental sobre las mentiras de las libertades occidentales, su profunda decepción personal con la democracia americana. Los funcionarios ni parpadearon. El nativo al final se sentó y, furioso, empezó a comerse la salchicha. Y cuando se la terminó se adentró con aires de importancia en América, donde hoy día vive.