CAPÍTULO IV

La estancia, vasta y tosca, de tierra apisonada, parecía embardunada de miel de caña. Una lámpara parpadeaba en un rincón, sobre un bulto de panela. El aire espeso y pegajoso tenía un olor dulce. Los peones, desnudos de la cintura para arriba, chorreando sudor, trabajaban batiendo el caldo de caña con grandes cucharas de madera. El caldo hervía y las burbujas estallaban con un ruido sordo, despidiendo una columnita de vapor. Cuando los ojos se acomodaban a aquella penumbra, se veía que la luz de la lámpara enrojecía los torsos desnudos de los peones y pintaba todas las cosas de color melado. Don Floro Dueñas observaba con mucha atención a dos peones que con sendos cubos de madera sacaban la miel de los fondos para verterla en las gaberas. En ellas se enfriaba, se espesaba, se amelcochaba, se endurecía, se cuadriculaba, se amarillaba y se volvía panela. Un enjambre de avispas, abejorros, moscas y zancudos, revoloteaba formando densas colonias en la mesa lustrosa donde se rellenaban las gaberas. El zumbido, continuo y monótono, rítmico como el chapotear del caldo de los fondos batido por los cucharones de palo, adormecía a los peones. De arriba llegaba el chirrido de la lanza del trapiche, movido por los bueyes que dan vuelta en redondo, sin descanso.

—¡Arre, jaaa! —gritaba el boyero, a intervalos regulares, como un autómata. Para resistir el cansancio de girar día y noche delante de los bueyes que mueven el trapiche, mascaba de vez en cuando unas hojas de coca, o «hayo», espolvoreadas de sal, que llevaba en una bolsita atada al cuello. Por eso tenía los ojos turbios y los dientes verdes.

Floro era un hombre de mediana edad, de ojillos hundidos, atravesados en el rostro y que no miraban de frente. Cuando abría la boca, relumbraban a la sombra de cuatro pelos que tenía por bigote, dos dientes forrados de oro. Tenía los pómulos biliosos, picados de viruelas y muy realzados en el rostro. Como era rico, usaba camisa de buena clase y calzaba alpargatas santandereanas de suela de cuero, que por allí llaman «chocatos».

—¿De modo que eres la Tránsito?

—Para servirle.

—¿Y dices que te viniste a vivir con el Siervo Joya? Ese indio no sabe hacer nada y en el cuartel debió olvidar lo poco que sabía.

—El otro, el Ceferino, me tenía harta.

—Fue una gran fortuna que lo mataran. Era asesino y ladrón, y mala ficha desde pequeño, como su taita, que también era godo… ¿Y tú que quieres?

—Que sumercé me venda, o me preste que sería mejor, un calabazo de miel, y si fuera posible una carguita de maíz, que pronto se lo pagaremos todo. Siervo va a subir hoy a la hacienda para pedirle al administrador que nos arriende la orillita que ocupaba misiá Sierva, donde nos vinimos a vivir desde anoche.

—Es tierra muy mala.

—Pero él la quiere. Dice que nació ahí, entre las piedras, y es como si fuera suya. ¿Y a cómo vende la panela, don Floro?

—A quince reales.

—Más barata se compra en la plaza de Capitanejo.

Floro le volvió las espaldas y salió a la explanada donde los peones picaban la caña, la apilaban y la metían por entre las muelas del trapiche. Tránsito, que era paciente y tenaz, esperó a que don Floro explicara a los peones lo que debían hacer con la yunta de remuda. Luego dijo que iba a dar una vuelta por el cañaveral, para echar un vistazo a los trabajadores de la hacienda que estaban en el corte, pues era jefe de esa cuadrilla. No volvería sino a la hora del almuerzo.

—¿En qué quedamos, don Floro? —se atrevió a preguntarle Tránsito cuando el hombre iba a montar en una mulita flaca y cabezona que estaba atada por el ronzal a una columna del trapiche.

—Dile a Silvestra que te entregue el maíz y unas panelas.

—Dios se lo pague. ¿Y cuánto le quedamos debiendo?

—Me están faltando peones, porque todos se quieren ir a trabajar a la carretera. Siervo puede venir tres noches a arrear los bueyes del trapiche. Con eso, quedaremos en paz.

El sol ya se asomaba al cañón y se enredaba en las matas de tabaco de la vega cuando Tránsito estuvo de vuelta en el rancho.

—¿Por dónde andabas? —le preguntó Siervo al verla venir—. La criatura está chilla que te chilla desde hace rato…

Cuando horas más tarde subían la una en pos del otro por el atajo que va de la vega a la carretera, ella le preguntó a Siervo:

—¿No sería mejor que le pidiéramos al mayordomo un arriendito arriba de la carretera, donde hay unos parches bonitos, de buena tierra, con agua que escurre de la toma grande de la hacienda? Este hoyo de la vega no sirve para nada, dice don Floro.

—Déjelo que diga.

No era cosa fácil explicar a esa intrusa que lo seguía con la criatura cargada en brazos, lo que representaba la orillita de tierra donde él había nacido entre las piedras, como una iguana. En un repecho de la roca donde el camino se detiene un momento antes de seguir trepando. Siervo resolvió detenerse. Se puso de espaldas a la roca y miró hacia abajo. En el fondo del abismo resplandecía el tablón de caña de ñor Floro Dueñas, que ya estaba maduro y listo para el corte. El tejad o del trapiche flotaba entre las cañas maduras. Se veían los montoncitos oscuros de los ranchos de los vivientes de la vega, con su mecha de humo azul que despeinaba el viento. El camino sombreado de naranjos, curos, palmeras y trupillos, que bordeaba el río, se perdía a lo lejos. Por en medio de la vega, el Chicamocha se desperezaba en grandes curvas y batía la rocas de la orilla opuesta.

Siervo señaló con el dedo su rancho, un mantoncito de tierra gris, cubierto de paja amarillenta, que se sostenía en vilo sobre el barranco. Se veía solo y desamparado en me dio de la ladera pedregosa, a la sombra de dos arbolitos de mirto y de un naranjo coposo, cargado de naranjas que desde aquella altura no podían verse. La orilla de Siervo era una cuña de tierra seca que chupaba ávidamente la poca agua que escurría de la toma.

—En la parte de arriba, contra la peña, pienso sembrar unas maticas de maíz para que se beneficien de las escurrajas de la toma. Del lindero de don Floro Dueñas hacia abajo, en ese cuadro de tierra que queda entre la cerca de piedras y las matas de mirto, pondré unas maticas de tabaco. Me hará falta un buey para labranza, y un pico y una pala. De abono que no me hablen. El abono quema la tierra y de esa idea no me saca nadie.

Las piernas duras y elásticas de Siervo medían la tierra sin mayor esfuerzo. Los pies, muy anchos y ele dedos gruesos y separados, se pegaban a las rugosidades del camino como si tuvieran ventosas. El abismo que se abría y se ahondaba a su izquierda, a medid a que trepaban por el atajo, no lo preocupaba. Tenía el pensamiento hincado en su tierra, en ese pegujal sumergido en el cañón a muchos centenares de brazadas bajo sus pies, y que don Floro Dueñas decía que no servía para nada. Toda la tierra sirve, mientras el hombre no esté de balde. No es que valga o no valga, sino que el hombre y el agüita del cielo, los brazos y la lluvia, son los que la hacen reventar, y ablandarse, y esponjarse, y criar semilla, y prorrumpir en tallos, y cubrirse de palos de maíz o de matas de caña. ¡Tierra mala! Dígaselo a mi mama, que vivió de ella sesenta años, tragándosela, porque del mero viento del Chicamocha y el calor de las vegas no iba a vivir. Mejor que digan que es mala, porque así me la arrendarán más barata.

—¿Qué está diciendo, mano Siervo?

Cuando salieron a la carretera, se cruzaron con la peonada de la hacienda que cargaba unos barriles de agua para regar unas laderas pizarrosas donde no se encuentra ni gota.

—¡Buenos días, Siervo! —le dijeron los peones al pasar, y alguno se echó a reír al verlo en compañía de la Tránsito.

Trotaba por la carretera, y ante sus ojos se abría a mano derecha el anfiteatro de las montañas que se amontonaba del lado del páramo de Onzaga, cubiertas de espeso bosque. A la otra mano los sembrados de caña y los barbechos listos para recibir el grano, parecían rodar hacia lo hondo, donde el río corre por mitad de la vega. A lado y lado del camino se veían casitas de tapia pisada, o ranchos de bahareque y de vara en tierra, cada vez menos espaciados entre uno y otro; y aquí una platanera, y más lejos un caney donde se bamboleaban las sartas de tabaco; y en seguida unos sauces altos y esbeltos que se dormían sobre el camino. A veces pasaba un camión, roncando, y arrastraba detrás de sí una polvareda que se elevaba poco a poco sobre los campos y flotaba en el aire.

—Ese hombrecito que está arando allá arriba, con la yunta de bueyes colorados, es Antonio Lizarazo. ¡Hola, mano Antonio! ¡Que le aproveche la siembra!

—Que Dios lo lleve, mano Siervo —gritaba Lizarazo sin parar la yunta.

—Esa mancha de plátanos es de Alejandrino, ¡Cómo ha crecido, Virgen Santísima! Cuando me fui para el cuartel las yemas no tenían bandera y ahora son tallos cargados de racimos. ¡Caramba si le ha rendido a ñor Vicente! ¿No ve cuánto adobe tiene para echar en el horno? ¡Eso qué! La greda sale mala, con mucho pedrisco, y se chitean los ladrillos.

Seguían trotando, la una en pos del otro. Por la carretera pasó una recua de mulas cargadas de adobe.

—¿Para la casa de don Constantino? ¿No la ha acabado todavía? —preguntó Siervo al muchacho que cabestreaba la recua.

—Para el mismo.

—¿Y esa teja es del horno de ñor Vicente?

—Sí, señor. La hornada salió medianita: una parte buena y la otra vuelta pedazos…

—Linda, parejita, que repica como una campana, la teja que se hace allá arriba…

—La del Palmar. Ahora está quemando ladrillo el maestro Isidro Vásquez.

Más adelante los Parras cargaban unos bultos de tomate que había apilad os a la orilla de la carretera.

—Se quedó chiquito —observó Siervo.

—¿No ve que casi lo echa a perder la falta de agua? No llovió a tiempo. Eso nos pasa siempre. Aquí se nos va la vida suspirando porque llueva y en otras partes se están ahogando…

—Esa sí que es la purita verdad. ¿Oyó, mana Tránsito?

Cuando llegaron a las tapias de la casa grande. Siervo no pudo reprimir su admiración.

—¡Cuánta casa han hecho y cuánta tienda! ¿Y toda esa riqueza de quién será?

Un peón que estaba sentado en el andén de una casita de teja, apurando lentamente el contenido de un calabazo, dijo que todo aquello era de los Pérez.

—¿De los de abajo, que tenían su estancia por los lados del Jeque y eran aficionados a las gallinas de los demás?

—De los de arriba, los de don Agapo. ¿Luego mano Siervo no andaba por aquí, que parece que no sabe nada? Dicen que la carretera llegará a fines del año a Cúcuta, y todo el mundo quiere hacer su rancho sobre la carretera, por donde pasan los buses.

Tránsito miró con ternura de joven madre la doble fila de los niños de la escuela, que pasaban conducidos por la maestra en dirección a la capilla.

—¡Qué plaga de criaturas, Virgen Santísima! Por falta de gente el mundo no se va a acabar, mano Siervo.

Éste no se cansaba de mirarlo y comentarlo todo. Con la misma ternura ponía los ojos en los cedros corpulentos que abrigan el callejón de la casa grande y se bambolean solemnemente cuando sopla la brisa del páramo, que en las casitas que habían brotado a la orilla de la carretera y pertenecían a antiguos arrendatarios que con el tiempo se habían vuelto propietarios. Tanto lo sorprendían los cerdos que hozaban en las cunetas como las cabras que se paraban un momento sobre una cerca de piedra, y desaparecían de un brinco, con una rama en la jeta.

—¡Apure, que se nos hace tarde! —decía Tránsito.

—Para todo hay tiempo en esta vida, hasta para morirse…

—Mientras mano Siervo habla sus negocios con don Roso o con don Ramírez, yo voy en un prestico a la tienda de don Rubiano, a comprar fósforos y velas. ¿No tiene alguito que me dé, mano Siervo?

—Hum, ya empezamos…

—¿Con qué quiere que encienda la candela para cocinar las papas?

—Me quedan veinte pesos todavía: tome uno y me trae las vueltas.

—No faltaba más. ¿Quién le contó que yo era ladrona? Lo que importa es que no se vaya a dejar engañar por los patrones. Mire que ese pedregón de la vega no vale nada, y recuerde que se comprometió con don Floro Dueñas a trabajar tres noches en el trapiche de los comuneros de la vega.

—¿Quién le manda meterse en lo que no le importa?

—Es que le recuerdo, para que después no me eche a mí la culpa de que todo le salió mal. ¿No se dejó robar las botas por el ayudante del chofer? ¿No ve que yo me percaté cuando el indio ese del bus se las rapó de la mano y salió corriendo?

—Se las presté por unos días. A la vuelta de Duitama me las va a dejar donde la comadre Dolorcitas, en Capitanejo.

—Aténgase a la Virgen y no corra, decía mi abuela. A otros conocía que por esperar a que les dieran de comer, se murieron de hambre. ¿No es cierto, chivato? ¿Ya quieres comer otra vez? ¡So pícaro…! Y estrechó fuertemente al niño contra su pecho.

Tránsito siguió callejón arriba, y cuando Siervo entró por el portalón de la pesebrera, en la casa de los patrones, tuvo tiempo de cambiar unas palabras con el peón «pastero» que arreaba unos bueyes cargados de bagazo. Le estiró la mano a la mendiga que estaba acurrucada en el corredor ancho, en espera de una escudilla de sopa que alguien le había ofrecido.

—Mucha falta me va a hacer misiá Sierva Joya, ¡alma bendita! Con ella platicábamos mucho sobre los tiempos de antes, que eran los buenos tiempos, mano Siervo. ¿No ve que hace dos meses me robaron la gallinita que tenía? Y fue el indigno de mi yerno, que se aprovecha porque me ve sola y huerfanita. A medida que va llegando la carretera, la gente se va dañando, mano Siervo. Yo no me explico ese afán de la gente por andar en ruedas…

Siervo se guareció detrás de una columna del corredor, mientras que el llavero, un viejo alto, seco y parsimonioso, aplacaba a los perros que ladraban furiosos, resueltos a no dejar pasar a Siervo.

—Gracias, don Jesús. Nuestro Amo se lo pague. ¿Y doña María Cetina, se conserva bien?

—Bien muerta. La enterramos hace dos años y yo me quedé huérfano en el rancho.

Don Jesús se sentó en las piedras del corredor y empezó a torcer una cabuya en la pantorrilla, para urdir cinchas y lazos.

Siervo, con paso cauteloso, entró al cuarto grande y oscuro que se encuentra en la esquina del corredor y hace las veces de oficina. Un grupo de campesinos presentaba un reclamo a don Ramírez, el administrador. Este los escuchaba como quien oye llover. Ellos contaban y recontaban con las mismas palabras, que el mayordomo los trataba a la baqueta, no los dejaba pararse un momento en el trabajo para enjugarse el sudor de la frente y enderezar el espinazo, y ahora quería escatimarles hasta el sorbo de aguamiel que toda la vida la hacienda solía dar a los peones de obligación.

Con el jipa calado hasta las cejas y el rostro sombrío y los ojillos chispeantes de cólera, Roso, el mayordomo, explicó que los peones de ahora no eran como los de antes. Se habían vuelto holgazanes y traicioneros, y cuando él volvía las espaldas, tiraban las herramientas y no daban una palada más. Podían ver que la hierba se tragaba los colinos del tabaco, y se quedaban como en misa, quietos, mano sobre mano. Podían sentir que se derramaba la toma y se regaba el agua que era una compasión, y se tiraban al suelo a verla correr. ¡Ay juna, si las cosas fueran como antes…! Si fueran como en los tiempos en que se criaba callo en el cogote. Lo que está haciendo falta es reponer el brete y el muñequera y el cepo, y enseñarle a esta chusma desagradecida a trabajar como en tiempos de los patrones viejos, que daban tierra al que la merecía y al que no podía con la azada lo echaban fuera. Entonces no había gente ociosa. ¡Esa es la verdad, mi amo!

Siervo observaba la escena recostado a un lado de la puerta rascando la pared con la uña del dedo índice. Nada era como antes, decían Roso y la mendiga, y sin embargo, Siervo lo veía todo como siempre: el ancho corredor de los peones, el patio donde se les repartía la mazamorra, la cocina inmensa y negra de humo, la despensa que olía a miel agria, a trigo y a maíz. Perduraba ese misterio de la casa, de corredores interminables y patio donde picotean las gallinas, se asolea el café en grano, y los perros duermen la siesta. Siervo nunca había pasado más allá del corredor ancho, donde los peones se reunían los sábados a recibir el jornal que el administrador les entregaba en monedas, sacadas de unas «tamas» o cestitas de mimbre. Los perros guardaban como centinelas furiosos esos lugares inaccesibles para él, donde vivían los amos sin hacer nada. Las cocineras, los sirvientes, los peones y los muchachos «de adentro», no hacían sino contemplarlos como el Santísimo expuesto. Ese era un mundo aparte, al cual apenas se atrevía a asomar las narices ahora, cuando además se las hurgaba con los dedos, parado a la puerta de la oficina sin atreverse a darle los buenos días a Roso el mayordomo y mucho menos a don Ramírez el administrador.