CAPÍTULO VI

El gerente era un hombre de mediana estatura, todavía joven, de rostro feo salpicado de manchas amarillas. Apestaba a cerveza y tenía los ojos vagos y húmedos cuando Siervo se le acercó y le expuso tímidamente sus pretensiones. Estas consistían en que la Caja Agraria le prestara el dinero para comprar su orilla de tierra en la vega de Chicamocha. En garantía ofrecía la tierra que sería materia del negocio más las cuatro cabras, las dos horras y las dos tiernitas que no tardarían en tener cría.

—¿No tienes más que ofrecerme?

—Tengo la próxima cosecha de maíz, que ya está echando barba y pintando en la mata. Según mis cuentas, dará unas diez cargas bien medidas, de las cuales cinco son de la medianía de la hacienda y las otras mías propias y de sumercé. Lo malo es que si se las entrego al banco y después me cuelgo y no puedo pagar, tendré que traérselas en rehenes, de manera que nos quedaremos sin mazamorra yo, la Tránsito, la Francelina, el niño que todavía no ha recibido la crisma, pero que se llamará Siervo, como su taita y el perro que también traga…

—Hoy no te puedo atender porque tengo un almuerzo con el alcalde. Vuelve mañana.

—¿No le digo a sumercé que ya vamos a empezar la cogienda?

—Vuelve otro día…

—Le traía a sumercé estas pepitas de naranja para que se las coma al almuerzo.

—Déjalas ahí, sobre el escritorio.

—¿Pero sí me prestará la plata?

—Después veremos. Tendré que consultar el asunto con la central de Tunja y mandar un visitador para que avalúe la finca. A propósito, ¿cómo te llamas?

—Siervo Joya, sumercé.

—Bueno. Tal vez me acuerde. Ahora vete, te digo…

Siervo tardó sus buenas cuatro horas en regresar del pueblo a la vega, pues había más de cuatro leguas de camino. Al pasar por la casa de la hacienda se demoró otras tantas horas acurrucado en el corredor, a la puerta de la oficina, donde don Ramírez, con un abogado recién llegado de la ciudad y con don Puno que era ahora el notario del pueblo, y con un ingeniero que levantaba el plano de la parcelación, todos se hallaban inclinados sobre la mesa ante un papel de grandes dimensiones. Cuando por fin don Ramírez se dio cuenta de la presencia de Siervo y lo descubrió a la puerta, le dijo:

—¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Yo? Pensarlo, sumercé. Venía a hacerle un reclamo. Estuve en Soatá platicando con el doctor gerente de la Caja para el asunto del préstamo. Quiero saber si sumercé me puede esperar un poco, porque yo sigo con la idea de comprar el parchecito a la orilla del río, que como le dije el otro día, ya le tengo puesto hasta el nombre. Se llamará «El Bosque», por el naranjito que planté y las dos matas de mirto que señalan el lindero con los Valdeleones.

—Esa tierrita vale quinientos pesos.

—¿Quinientos, dice sumercé? ¿No eran trescientos cuando le hablé hace unos años?

—Pero ahora vale quinientos.

—No tiene más agüita que la que le escurre de la acequia de don Floro Dueñas.

—Son tres días de arada.

—Yo quisiera que sumercé me atisbara abriendo la tierra con la pica, que aunque me diera prestada la yunta que le entregó a don Floro Dueñas, con arado no se podría. De los tres días que dice el patrón, por lo menos uno es de pura laja, tan parada y tan lisa que ni las cabras pueden tenerse; y el resto parece que brotara piedras cuando se bota el río.

—Se da muy buen tabaco, me dice Floro.

—Si me lo dejaran sembrar…

—Don Floro le tiene mucha gana.

—¿Y cuánto me acepta de arras, sumercé?

—La mitad del precio. No se puede por un centavo menos.

—Y si le diera las arras: ¿me dejaría sembrar el tabaquito?

—Tendría que consultar a Bogotá. Ahora vete que estamos ocupados.

Siervo siguió camino de la vega, cabizbajo y con el ceño fruncido, echando mentalmente cuentas sobre lo que podría sacar si vendiera las dos cabras horras y una de las tiernitas, que en pocos meses más podría tener cría.

—Una con otra, las viejas tal vez me las compre don Floro por treinta pesos. Podría llegar a cincuenta con la nuevecita. Me quedarían faltando doscientos pesos que tal vez el mismo don Floro se avendría a prestarme, a premio naturalmente, comprometiéndome yo a pagarle en jornales. Doscientos jornales por lo muy menos, que si se los pagara de a ocho por mes, eso sería… eso sería…

No pudo saberlo porque cuando preocupado por ese cálculo para el cual le faltaba cabeza, tropezó con una piedra del camino y se fue de bruces, se le olvidó todo y ya era muy tarde para volver a empezar.