CAPÍTULO I
—Yo oí decir a don Ramírez que el padrecito que trajeron viene a matrimoniar a toda la gente —explicó Marcos el sacristán, cuando bajaba de la casa a la capilla con u nos manteles para el altar.
—Eso sí que no rezará conmigo, mano Siervo. Yo no me caso con nadie —dijo, Tránsito.
—¿Y quién le está contando que se va a casar? Yo tampoco estoy dispuesto a pasar por la iglesia.
—¡Amanecerá y veremos! susurró Marcos, quien siguió su camino con un paso menudito. Tenía los ojillos maliciosos y una dulce sonrisa de sacristán. En otras misiones, cuando era joven, él ya había pasado por ese trance.
El gran patio que se abre frente a la casa y a un lado de la capilla, como una plazoleta que además estuviera enmarcada por las tapias de la huerta y las del solar de la alberca, estaba tan lleno de gente que no cabía un viviente más, según observaba Siervo. El ad ministrador llamó al patio de arriba, en el que salan al ganado, a los «parameros» que habitan del lado de las montañas de Onzaga, entre los árboles, y son grandes cultivadores de papa. Ellos no toman guarapo de caña sino chicha de maíz. Los viejos tenían la ruana todavía puesta, aunque y a apretara el calor, y un sombrero de anchas alas en la cabeza y en el rostro una barba de varios días que en el monte se les cubre de escarcha por las mañanas. Son gente honrad a y silenciosa, poco dad a al trato con las gentes de los pueblos y las veredas. Los parameros jóvenes tenían la piel curtid a por el frío y el viento, y se anudaban a la garganta grandes pañuelos amarillos o rojos, porque todos eran liberales. Eran más altos y corpulentos que los habitantes de las tierras bajas. Subieron a paso lento las gradas de piedra que conducen al patio donde salan los bueyes y doman los muletos. Don Ramírez, sentad o en una banca del corredor ancho, en compañía de uno de los padres de la misión pasaba lista a los cuadrilleros.
—Pimiento Resuro, Pimiento Abel, Pimiento Dioselina…
Los viejos, solemnes en el porte y en los ademanes, se quitaban el sombrero de fieltro cuando decían «¡Presente»!
Santos y Dionisio, los compadres de Potrero Colorado, por un fuero especial debido a su edad y sus merecimientos se hallaban sentados en el banco, al lado del cura y el administrador. Vestían con esmero y limpieza: él con jipa nuevo y alpargates de fique, inmaculados, que le había tejido su mujer; y ella con una blusa bordada, un manto negro que le caía por los hombros y unas enaguas esponjadas de paño de Castilla. Cuando se oyó nombrar se llevó la mano negra y sarmentosa a los labios, para ocultar una sonrisa desdentada.
—A ti te han escogido todos para madrina —le dijo el cura.
—Ya estamos viejos para pasar trabajos, y cansos de criar ahijados que andan por el mundo, y al encontrarnos por los caminos ni siquiera se acomiden a ponernos las manos y pedimos la bendición.
Luego bajaron los paramunos y subieron los «palmareños», que son los vivientes de una meseta verde y ondulada, que colinda con la montaña y es un balcón tirado sobre la vega, desde el cual se columbra casi en toda su longitud la sierra nevada de Chita o del Güicán. Después pasaron los «aguas blancas», y más tarde los «ampareños». Y rato después los habitantes de Ovachía, que así se llaman unas lomas pedregosas donde no hay agua en los veranos, aunque son tierras agradecidas cuando viene el invierno. Las mujeres cargaban a los recién nacidos en brazos, y los hombres hablaban pausadamente de sus trabajos y sus cuitas.
—Ya se está secando el ojito de agua de El Amparo —decía alguno.
—A yo no me perjudica. Por mi arriendo pasa la toma del agua pericana, que no merma nunca.
—Eso se llama tener suerte, mano Angelito Duarte. Alguien me dijo que andaba en tratos para comprar las lomas de Mochancuta.
—No se crea de decires, mano Enrique Rojas. Primeramente no tengo los centavos para comprarlas. Y por otra parte son unas lajas tan pendientes y resbalosas que ni siquiera podrían pararse las cabras. ¿Y también se va a casar mano Enrique?
—La Dolores no quiere. Dice que está escarmentada por causa de su primer marido. Y que para pasar trabajos con los hijos lo mismo da estar casada que soltera.
En otros grupos se hablaba de las próximas elecciones, que serían muy reñidas porque los godos o conserveros de Soatá levantaron la abstención que habían practicado sin mayor provecho en años anteriores.
—¿Y los vamos a dejar votar otra vez? —preguntó Manuelito Ramírez.
—Para eso, para no dejarlos, tenemos esto… —exclamó uno de los Pimientos que tenía la cara bronca, dándose una palmada en el cinturón del que colgaba el machete—. Hace unos años, cuando sacamos el primer presidente liberal, no dejamos godo parado en la plaza de Capitanejo. ¿No recuerda, don Silvestre?
—Cómo no recordarlo, si yo me hallé en ese trance.
—Treinta y seis indios del puente quedaron tendidos en la plaza de Capitanejo.
—¡Para mí que fueron pocos! —observó Manuelito Ramírez.
Todos empezaron a hablar de lo mismo, pero el cura y don Ramírez les impusieron silencio. Pasaron de últimos los arrendatarios de las vegas del río, a quienes suelen llamar «veganos» y casi todos por vivir en tierras calientes andan en mangas de camisa, con el machete al cinto golpeándoles las corvas. Don Floro Dueñas escupió por el colmillo y miró a la gente de su cuadrilla por encima del hombro cuando depositó sobre la mesa, frente al cura, una gallina que llevaba cogida de las patas, pico abajo.
Cuando el cura vio la planta descuidada de Siervo cuya camisa era una colcha de remiendos y cuyos pantalones, que no se avergonzaban de la camisa, se enrollaban a la rodilla, le preguntó:
—¿Y tú, de dónde eres?
—De la Peña Morada, sumercé: cerca de la vega que llaman el Tablón, donde asiste don Floro Dueñas aquí presente.
—¿Y cómo te llamas?
—Siervo Joya, mi padrecito. Soy el hijo de Sierva Joya, ya difunta, que fue muy conocida de don Ramírez y de los patrones.
—¿Y esta mujer es la tuya?
—Hágase para acá y no le de vergüenza enseñarle la cara al padrecito —le dijo Siervo a Tránsito, dándole un empellón para ponérsela enfrente. Luego agregó, volteando el jipa entre las manos—: Vivo con ella desde hace dos años, sumercé.
—Acércate, muchacha, que quiero verle la cara al niño. ¡Está muy amarillo y muy flaco!
—Será de comer tierra —dijo ella.
—¿No lo han bautizado?
—No ha habido lugar, sumercé, porque no hemos tenido con qué hacer la fiesta…
—Mira, Siervo, que estás cometiendo una falta muy grave al no haberlo bautizado a tiempo.
—El niño es sólo de ella, sumercé. Yo no llevo vela en ese entierro…
—¡Ajá! Eso no está bien. ¿Y también os queréis casar?
—No, mi padrecito: yo no quiero… —protestó Tránsito.
—¿Pero no estás viviendo con Siervo? ¿Dónde se encuentra el padre de la criatura? ¿Lo dejaste por Siervo? Eso sería todavía más grave…
—Lo mataron los guardias de Soatá cuando se fugó de la cárcel; y entonces me junté con éste.
—A mí me la dieron en Capitanejo con vendaje, sumercé… Quiero decir que misiá Dolorcitas me la puso por delante, y me dio la criatura de encima.
Lo cierto fue que los casaron al mediodía. Misiá Silvestra fue la madrina de Tránsito, don Floro Dueñas el padrino de Siervo y misiá Santos la madrina del niño, con lo cual ganaron el decirles padrinos de allí en adelante.
Las campanas no tardaron en llamar otra vez a la plática de la tarde. Siervo no entendió gran cosa de lo que dijo el padre en la de ese día, aunque había entendido menos en la que pronunció la víspera. Hablaba el predicador demasiado aprisa para lo que él tenía la costumbre de oír, y empleaba giros y palabras que le entraban por un oído y le salían por el otro, dejándole un runrún en la cabeza. En vano se restregó dos o tres veces las orejas con la uña del dedo índice, para volverlas más expeditas al desembarazarlas de cera. La Tránsito comprendió algo más, porque después recordaba que el padrecito había dicho que los hombres no deben beber guarapo, ni emborracharse, para no ofender a Nuestro Padre que está en los cielos.
—¡Ave María Purísima! —exclamó Siervo—. ¿Y entonces su reverencia qué quiere que bebamos?
—El padrecito habló muy lindo de los sacramentos…
—De los mandamientos, me pareció a mí.
—Yo digo que fue de los sacramentos, que son la crisma, el casorio, la confesión, la comunión, la atrición y la santa muerte…
—Por poco los recibimos todos a un tiempo, mana Tránsito. Si nos descuidamos, nos ponen los santos óleos…
—Dijo que no debían pegarles a las mujeres, porque estos indios de por aquí las tratan como si fueran mulas de carga…
—¿Eso dijo? Y vamos a ver: ¿Cuándo resultan bestias y jetiduras como ciertas personas que uno conoce, y no llegan a tiempo con la mazamorrita, como me pasó hace dos días cuando andaba a media mañana por la peña pastoreando la cabra y todavía estaba en ayunas? ¿El padrecito no mentó ese caso?
—Mire, mano Siervo, que no comience con sus indirectas porque vamos a acabar mal. No se crea que porque soy huerfanita y me casaron a la fuerza, me puede faltar al respeto.
—Eso sí que no lo dijo el padrecito…
—¡Por este angelito, que lo dijo!
Bajaban los dos, los tres con el angelito a quien hicieron bautizar con el nombre de Olaya Cetina, en recuerdo del Presidente de la República cuya imagen, recortada de un periódico viejo, junto con una estampa de Nuestra Señora de Chiquinquirá, adornaba la puerta del rancho de los Joyas. Y los tres y los cuatro, pues el perro los seguía a todas partes y era un miembro de la familia, bajaban por el camino de la vega cuando caía la tarde. Se habían demorado mucho en el trayecto de la casa grande al filo de la Peña Morada, porque se encuentran vanas guaraperías y ventorrillos que abren sus puertas a la carretera para perdición de los hombres: la de don Rubiano en el camino viejo, la de los Cárdenas al pie del horno de ladrillo, la de los Pérez de abajo en el lote del Jeque. Venían celebrando el casorio, y el bautizo, y no resistían la tentación de acercarse a esos abrevaderos de aguamiel que despiden un olor agridulce y de los cuales sale por la puerta un vaho caliente, y a veces el rasgueo de un tiple en el que alguien puntea un interminable torbellino. En la tienda de don Rubiano había piquete con papas con pellejo, chorreadas de un hago que apestaba a cebollas desde una legua de distancia. En la de los Pérez había baile, organizado por parejas de recién casados, que hebetadas por el licor y por el matrimonio giraban en silencio, como peonzas. En la de los Cárdenas estaban de velorio, y había voladores y requintos para anunciar al vecindario que por fin había muerto el hijo de Micaela Cárdenas y un nuevo angelito parpadeaba entre las estrellas del cielo. En la tienda de los Pérez del Jeque (la Rosa, la Pacha y la Chava), que tienen fama de ser gente pendenciera y muy trabajosa, aficionada a las gallinas ajenas y al tabaco de los vecinos, había riñas y puñaladas. Cuando Siervo y Tránsito recalaron allí para humedecer el gaznate, acababan de mandar por el regidor para que recogiera dos heridos a machete que se desangraban en el corredor del rancho, tirados por el suelo. Los matadores habían huido hacia un buen rato. Tránsito y Siervo bebieron de prisa, sin respirar, sendos calabazos de aguamiel y siguieron camino, pues no querían verse mezclados en líos con la justicia.
En la cuneta de la carretera, al borde del abismo y en el lugar donde el camino de la vega se tira monte abajo, se sentaron a descansar en unas piedras. Ya no veían claro, aunque todavía una gran mancha de sol tiñera de amarillo los cielos del Cocuy, en la cresta de la cordillera. Todo lo veían como en sueños y al través de una bruma que desdibujaba el contorno de las cosas. Parecía que tuvieran humo en los ojos. Siervo trataba de considerar atentamente el rostro de la Tránsito, pero perecía que alguien se lo estirara hacia el lado derecho, le borrara los ojos y le torciera la boca; y ella no acertaba a cobijarse bien el pañolón para sujetar a Olaya Cetina que berreaba sin parar desde hacía mucho rato. A los dos les pesaban las manos y les hormigueaban las piernas, y la lengua no les cabía en la boca. El perro, más resignado y comprensivo que el niño, bostezaba a veces para dar a entender que tenía hambre y otras se mordía furiosamente la cola donde tenía incrustada, desde tiempos inmemoriales, una república de parásitos.
—¿De modo que ahora que me la bendijeron en la iglesia no se le puede volver a hablar a la señora? ¡Hay que ver con la india que me fui a casar, y todo por salir de ella y hacerle la caridad cuando se me presentó muerta de hambre, con la familia en brazos en la tienda de misiá Dolorcitas a quien parta un rayo!
—Ahora maldiga, que para eso se confesó esta mañana.
—De bruto he debido confesarme por haberme casado.
De aquel momento en adelante y de aquellas piedras del camino para abajo, Siervo y Tránsito no pararon de discutir hasta cuando llegaron al rancho ya de noche, con hambre y sed, y de contera encontraron las tres piedras del fogón frías y sin lumbre. Siervo se desató la gruesa correa (de sus tiempos de soldado) con que se sujetaba los calzones, se escupió las manos para agarrarla mejor, y se le fue encima a Tránsito. No descansó hasta verla tendida en tierra, con la ropa desgarrada y el rostro vertiendo sangre.
—¡Para eso quería casarse! —exclamó ella entre sollozos. Luego se levantó a encender el fogón y a desgranar el maíz para la mazamorra, igual que todas las noches, como habría de hacerlo de allí en adelante toda la vida y por obligación, pues la habían casado “a juro’’, a la fuerza, y aunque quisiera ya no podría largarse.