CAPÍTULO V
Cuando Siervo divisó, desde la cornisa del camino de la peña, el rancho que apenas abultaba en el fondo del abismo como el montoncito de tierra de un hormiguero, se le empañaron los ojos de lágrimas.
—¡Tierra linda, Virgen Santísima!
Corriendo más que trotando, bajó por el pedregoso camino. Al llegar al barranco de los Valdeleones le salió al encuentro un gozquecito amarillo y descarnado, con la cola entorchada, que no cesó de latir y embestirle las espinillas, aun cuando Siervo le tiraba piedras. Se enfurruñaba el animal y enseñaba los colmillos, tratando de impedirle que llegara al rancho.
—¿Este animalito de quién es? —fue lo primero que le preguntó a Tránsito cuando la encontró acurrucada al pie de las tres piedras del fogón, desgranando el maíz de la mazamorra.
—Es Emperador, mano Siervo…
—¿Y eso, cómo fue que se volvió amarillo?
El perro le gruñía ahora, receloso, desde el umbral de la puerta.
—El otro se murió desde hace dos años, o mejor, lo mató don Floro Dueñas porque le dio la rabia y mordió a la bobita que se ahogó en el río cuando se tiró como loca a beber unos sorbos de agua.
—¡Pobre la boba!
—A este Emperador me lo regaló mi comadre Silvestra en las últimas navidades.
—¿Y las cabras?
—Tenemos cuatro: dos horras y dos todavía tiernitas.
—¿Y el maíz?
—Está echando mazorca. Los del hayo se nos fue a pique, porque mi compadre Floro nos denunció al regidor, y un día vino la policía de Soatá y me sacó una multa que todavía me escuece porque la pagué con los centavos que mano Siervo había reunido en la cárcel.
Francelina entró con un atadito de leña y le dijo a Siervo:
—Buenos días, sumercé —sin mirarlo, como si lo hubiera dejado la víspera.
—Y el Sacramentico, ¿dónde anda?
—Ese indio mugroso se largó hace tres días, cuando dijeron que había revolución, y no valieron lágrimas ni ruegos, porque se llevó el machetico de mano Siervo y los zarcillos que me regaló el difunto Ceferino el día en que lo soltaron la primera vez de la cárcel. El Sacramento dijo que estaba harto con nosotros y que no volvería más.
—¿A dónde se iría?
—¡Quién sabe!… ¡Francelina! Anda por un poco de agua al río, que hay que rendir la sopa.
Siervo se rascó la cabeza con rabia cuando en un rincón del rancho, entre un bulto de harapos, el menorcito comenzó a llorar…