CAPÍTULO VIII
Cuando a la mañana siguiente Floro Dueñas llevó la noticia al trapiche, a donde los jornaleros iban llegando confusos, apaleados y cariacontecidos, la Tránsito sintió que se le iba la sangre a la cabeza. Luego se sentó a la puerta del trapiche, sobre un rimero de bagazos.
—¿Qué le pasa a la ahijada? —le preguntó misiá Silvestra.
—Creo que aquellito no tardará en venir, madrina. Ya siento cómo se rebulle y a veces me dan unos retortijones que me quitan hasta el resuello.
Don Floro contó que a Siervo se lo habían llevado preso a Santa Rosa, a raíz del percance con el indio Atanasio de la Chorrera, a quien sin saber a qué horas, entre dormido y despierto, le metió el cuchillo entre las tripas.
—¡Santa Bárbara bendita!
—El pobre hombre no alcanzó a decir esta boca es mía. Dio media vuelta en el suelo, encogió las piernas, devolvió una bocanada de sangre y se quedó tieso.
—A yo se me puso que algo tenía que pasarle, y harto le advertí que no se metiera en políticas y se viniera conmigo. Ya me sentía muy cansada y no podía esperarlo Por el camino tuve que sentarme muchas veces, y me parecía que no alcanzaría a llegar a la peña.
—¡Qué caso, Virgen Santísima!
—Creo, madrina, que lo mejor es que me vaya. Si mi madrina quiere darse por allá una vuelta dentro de un rato, se lo agradecería mucho.
—Por allá le caigo. Le llevare una taza de agua de panela con aguardiente. Para darle fuerzas.
Tránsito se fue por el camino de la orillita del río. Paso entre paso, con la barriga por delante y el perro detrás, que la miraba con los ojos espantados como si comprendiera. Iba conversando con él. Como tenía costumbre. Cuando subía a la hacienda por el camino de la peña. Con el bulto de maíz a las costillas y Emperador a la retaguardia, no paraba de conversarle. Este no les hacía caso ni a Tránsito ni a Siervo, y los oía como quien oye llover. Si su nombre saltaba en medio de una andanada de palabras, paraba las orejas; y cuando mentaban a don Floro o a los patrones, sentía miedo y las agachaba.
Tránsito le decía que ya estaba harta de pasar trabajos en este mundo. Todos los hombres eran iguales, llamáranse Siervo o Ceferino. A todos podría llevárselos el diablo, sin que ella fuera tan boba de levantar un dedo para impedírselo. Matan o los matan, se emborrachan y se revuelcan como cerdos, y mientras dejan el jornal en la guarapería de la comadre María, en Soatá, o en la tienda de misiá Dolorcitas en Capitanejo, las mujeres nos quedamos cuidando el rancho y esperando que lleguen las familias. Luego vienen las muendas y los trabajos. Cualquier día los pudren en la cárcel de Santa Rosa, pero a ellos no les importa porque ahí está la Tránsito para que cuide los hijos, y arañe la tierra y cultive el maíz, y pague el arriendo a don Ramírez, y arree los bueyes del trapiche para ganar la mazamorra de don Floro. A mí me toca cocinar la comida de los peones, llevar las cabras a la peña. Lavar los trapos en el río, atisbar que Sacramento no se ruede por el barranco y cualquier día se ahogue… Y el otro, mientras tanto, acurrucado en el patio de la cárcel soba cabuya en la pantorrilla para hacer alpargatas…
Tendida en el camastro, Tránsito gimió tan largo y tan fuerte que a Emperador se le erizó el espinazo y salió corriendo con el rabo entre las piernas, en busca de misiá Silvestra. Esta venía por el camino en compañía de la boba, que llevaba en la mano una olleta con el agua de panela. Cuando entró en el rancho, descubrió tirada en el suelo a la pobre Tránsito, que mordía furiosamente el ruedo de su falda. Tenía las greñas empapadas en sudor. Y la ropa húmeda como si se hubiera caído al río. En un rincón del rancho, Sacramentico jugaba con el perro.
—¡Váyanse, mis hijos que estas cosas sólo son para mujeres! —les dijo Silvestra y los empujó hacia la puerta.
Afuera, como siempre, se quejaba el trapiche de don Floro, zumbaban los zancudos a la orilla del río, el perro perseguía a las cabras que la hija de misiá Silvestra llevaba a encerrar en el aprisco, y volteaba el sol en el cielo impasible de la vega.