CAPÍTULO V

La tienda de la comadre Chava, que abre sus puertas sobre la carretera llamada en ese sector la Calle Real; la «asistencia» de la comadre María, dos calles más abajo, y el cafetucho de don Puno, con billares, situado en el costado oriental de la plaza grande de Soatá, estaban aquel día atestados de parroquianos. Donde la comadre Chava tomaban brandy el candidato y los notables y caciques del pueblo, mas los concejales, el alcalde y el personero, porque el candidato a diputado venía muy recomendado por el gobernador del departamento y el directorio liberal de la provincia. En el café de don Puno bebían aguardiente de contrabando tres o cuatro disidentes liberales, a quienes los otros habían proscrito del Concejo Municipal y tenían cerrados todos los caminos al presupuesto. En la «asistencia» de la comadre María, club de arrieros, jornaleros y arrendatarios; refugio de mendigos, cotudos y lisiados del pueblo: parador de los campesinos de la Vega cuando venían a Soatá para diligencias bancarias, se escanciaba guarapo en una totuma que pasaba democráticamente de mano en mano y de boca en boca.

Los godos del pueblo, por orden de los comandos de la capital. Se aprestaban a levantar la abstención electoral y preparaban la campaña para la próxima semana. Estaban reunidos en la casa del canónigo, donde tomaban a sorbos espaciados una copita de vino dulce de consagrar. Por las calles andaban sin rumbo fijo centenares de campesinos que fueron traídos al pueblo en camiones, como bestias de carga, para que asistieran a la concentración política ele esa tarde. Como era sábado, día de mercado, los ordinarios visitantes de la ciudad se aremolinaban en la plaza, a la sombra de las palmeras de dátil, en torno de las mesas de los comerciantes. Siervo asomó las, narices a la tienda de la comadre Chava, a cuya puerta se estacionaba un corro de curiosos. El Tigre, jefe del sindicato de choferes de la provincia, metía de vez en cuando su cucharada en la conversación. Empinándose mucho y apoyándose en los hombros de alguien que le atajaba el paso por delante, Siervo pudo ver al alcalde, al personero, al presidente del Cabildo, a los caciques liberales de las veredas, y a don Ramírez, sentad os todos muy tiesos y solemnes en sus taburetes, porque todavía no estaban borrachos. Le impresionó que todos vistieran de paño negro, y calzaran botas amarillas como en las grandes ocasiones. Algunos habían llegado al extremo de afeitarse, no siendo domingo ni fiesta de guarda.

El aspirante a diputado era un jovenzuelo de cara verdosa y bigote descarralado que apenas le despuntaba en el labio. Vestía camisa deportiva y descotada, que contrastaba con los cuellos duros de los señores del pueblo. Siervo lo miraba alelado, como si hubiera caído del cielo. No lograba entender lo que decía, cuando sentado sobre el mostrador agitaba los brazos y balanceaba las piernas, cuyos pies estaban calzados con zapatos blancos de gruesa suela de goma. Todos aquellos encumbrados señores del pueblo, a quienes Siervo conocía de lejos y miraba de abajo para arriba, le daban al candidato el tratamiento de doctor: por lo cual, y porque llevaba gafas, presumía que debía ser persona muy importante. Pero él, muy democrático y campechano, en consideración al chofer, quería obligarlos a todos a que lo trataran de tú y vos, como si fueran compadres. Excluía de esta obligación a don Ramírez, su gran elector, a quien decía de usted y le dirigía la palabra con preferencia a los otros. Hablaba sin parar, aunque un vecino le dijo a Siervo que ese no era todavía el discurso, pues habría de pronunciarlo al mediodía cuando estuviera el mercad o en su punto y toda la gente de las veredas vecinas se encontrara reunid a en la plaza del pueblo.

Palabras desconocidas caían en incontenible flujo de su boca: «constitución, revolución agraria, reforma tributaria, reacción cavernaria, legitimidad, cedulación, redención del pueblo, antialcoholismo, plan vial, proletariado, etc.».

—¡Platica muy bonito para ser todavía tan mozo! Me hace gracia que tiene mucho aire con un sargento segundo que conocí en los cuarteles de Tunja cuando pagaba el servicio…

—¡Chist! —silbó un vecino.

—¿Y qué es lo que dice el doctor, si puede saberse?

—¿No lo oye? ¡Palo a los godos!

Aunque el diputado manifestara que sólo venía a consultar la opinión del pueblo y a dialogar con el electorado rural…

—¡Viva el diputado de los campesinos! —gritó el alcalde, que se bamboleaba en su asiento. Tenía el rostro abotargado y rojo como un tomate.

Don Ramírez lo fulminó con una mirada. Luego, con el ademán de quien arroja a un perro, notificó a Siervo que debía marcharse de allí. Este se fue pensando que don Ramírez no tenía humor para fiestas, y bajó por la calle del Turco hacia la plaza en busca de Tránsito que lo había acompañado en el camión de los manifestantes junto con otras mujeres de la vega que habían venido al mercad o de Soatá. La halló discutiendo con un comerciante de Cúcuta, que quería comprarle la d ocena de suelas de alpargate que tenía en su mochila.

—Mejor sería, mano Siervo, que nos fuéramos a la vega antes de que pase algo. Por ahí he oído runrunes a las «marchantas» de grano que olisquean las furruscas en el aire. Fíjese que no han dado las once, y ya están recogiendo las pesas y los costales.

—¿Cómo se le ocurre? ¿No ve que don Ramírez nos ordenó desde hace ocho días que nos presentáramos hoy todos en la plaza? ¿No oyó decir que a quien desobedeciera la orden, le pondría una multa el alcalde? ¿Acaso se imagina que todo eso es de balde, por mi bonita cara?

—En el rancho lo espero. Yo no quiero políticas…

—¿A que me resultó goda la india?

—¡Ave María, mano Siervo! Recuerde que Sacramentico se quedó sólo con el perro, y repare en cómo tengo la barriga, que ya estoy que reviento. No se me haría raro que en estos días tuvieramos que deshornar, mano Siervo.

—Entonces váyase prontico, y no se le olvide darle de comer al niño…

—¡Quien lo dice! Si fuera por él, ya todos, hasta el perro, nos hubiéramos muerto de hambre en el rancho.

Siervo la dejó y pasó ante la ventana de la casa cural con la intención de atisbar lo que sucedía en la sala del canónigo. Al través de los vidrios, opacos por el polvo, divisó a don Próspero, y al doctor José Miguel, y a don Eurípides el del hotel de arriba, y al señor canónigo, y al coadjutor. Con otros jefes conservadores que tenían, como sus enemigos liberales, el tinte del rostro muy bilioso, el pelo recio y retinto, y en el labio superior cuatro pelos a guisa de bigote.

Un grupo de campesinos de pañuelo azul al cuello, le cerró el paso. Alguno lo miró con cara de pocos amigos y escupió en el suelo.

—¡Este lugar no es para los cachiporros! —dijo.

Siervo retrocedió, masculló algo entre dientes y trotó hacía la tienda de la comadre María para informar a los vecinos de la vega de que por ahí andaban los molineros echando «guamas». Don Roso, el mayordomo, se encontraba entre un denso grupo de habitantes de la vega y de arrendatarios de la hacienda. Cuando vio a Siervo le dijo:

—Acérquese, mano Siervo, que hay para todos. Mi comadre María nos está cocinando unas papitas para el almuerzo. Todo esto toditico, será por cuenta de los patrones. Tengo orden de don Ramírez de pagar la cuenta. ¿Ya conoció al diputado, mano Siervo?

—Parece muy mocito. Lo atisbé hace un momento, cuando se hallaba tomando en la tienda de misiá Chava con don Ramírez y los otros jefes.

—¿Y oyó lo que él decía, mano Siervo?

—Yo no tengo cabeza para esas cosas, pero hablaba de corrido y con mucha palabra bonita. Parece que la orden de los jefes es «palo a los godos».

—Andan diciendo por ahí que el gobierno liberal va a repartir las tierras de los patrones… —dijo Roso, que tenía los ojillos brillantes y se apoyaba en el mostrador para no perder el equilibrio.

Un olor agrio y repelente se desprendía del suelo de tierra apisonada. El cielo raso de la tienda estaba oscurecido por los vapores del guarapo, salpicado de punticos negros que habían depositado allí muchas generaciones de moscas. La comadre María, muy gorda y colorada, reía a carcajadas cuando la abrazaba don Roso, que tenía un débil por ella. Siervo visitaba con frecuencia la fuente del guarapo, y sentía que se le enturbiaban los ojos y se le trababa la lengua. Como estaba en ayunas tenía muy floja la cabeza.

—¿De manera que el doctor dijo que van a repartir las tierras? —preguntó.

—Eso dicen que dijo… Que las va a repartir la asamblea a los que trabajen, a nosotros los pobres… —respondió el mayordomo—. ¡Para eso somos liberales!

—¿Y las de la vega también?

—¡Toditicas! Desde las montañas de Onzaga hasta el río Chicamocha.

—¿Y también ese parchecito al pie de la peña, don Roso, donde vive cierta persona que usted conoce?

—¡Eso sí que sería bueno! —exclamó un hombrecito harapiento, descalzo, tan pobre como Siervo—. Yo vivo suspirando por una cuarta de tierra desde que me echaron al mundo.

—Y don Ramírez, ¿que dice? —pregunto Siervo.

Don Roso se abrió paso extendiendo las manos para apartar la gente, atravesó la apretada barrera de campesinos que obstruía la entrada y salió a la calle. Miró a lado y lado, se encasquetó el jipa hasta las cejas, se atusó el bigotazo negro que le partía en dos el rostro muy atezado, y en seguida volvió con el dedo puesto en los labios. Todos los parroquianos de la comadre María lo rodearon y por poco lo asfixian. Roso dijo rápidamente, con voz apagada, como si estuviera ante el confesionario:

—Don Puno me llamó al café esta mañanita, después de que don Ramírez me presentó al diputado. Me estuvo metiendo los dedos en la boca para que yo le contara lo que decían los jefes. Cuando le relaté lo de las tierras, me dijo: «¡Esas son mentiras! A don Ramírez, al alcalde, al personero y a los concejales, sólo les interesa manejar la platica del pueblo, y seguir mandando y haciendo contratos con el municipio. Ese mequetrefe del candidato no es de la provincia, ni es campesino como ustedes, ni ha sembrado una mata de maíz en toda su vida, ni ha hecho otra cosa que escribir en máquina en una secretaría de juzgado, en Tunja. Su única gracia es ser pariente de don Ramírez. ¿De lo contrario crees tú mano Roso —que asina me dijo—, crees tú que don Ramírez traería a todos los indios de la hacienda a votar por un comunista que repartiera las tierras?».

—No le falta razón —dijo la comadre.

—Lo que pasa es que don Puno querría ser el diputado, pero don Ramírez no le facilita los votos.

—¿Cree mi compadre Roso —preguntó la comadre apagando un ojo y sonriendo con media boca —que si don Puno llegara a ser el diputado repartiría las tierras de los patrones? ¡Ni bobo que fuera! Se repartiría la plata del municipio con los concejales, como hacen todos, y santas pascuas. El está penando porque no le dejan meter cuchara en la olla. ¡Eso es lo que pasa! Sobre todo, a mí nada me va ni me viene con sus políticas, mientras no me quiten la venta del guarapo.

—Lo piensan quitar, comadrita. Dicen que el guarapo embrutece a los pobres…

—¡Pues yo conozco a muchos que se alimentan de cerveza y no son menos brutos! —exclamó la comadre dando un respingo, y paseó por la concurrencia una mirada retadora.

Un rato más tarde se asomó a la tienda la Tránsito, para rogarle a Siervo que se fueran antes de que se hiciera tarde.

—¡Déjelo, mana Tránsito! —exclamó Roso con la voz destemplada y a medias palabras—. ¡O somos liberales o no lo somos!

—Misiá María sabe que el Siervo, cuando bebe, no recuerda ni de dónde es vecino. Yo he sufrido mucho en esta vida, y estoy temiendo que cualquier día me maten al Siervo como mataron al Ceferino…

—¡Eso sí que es verdad! Lo mejor es que se vaya, Tránsito. Aquí Siervo está entre amigos y yo se lo cuido.

Con una sonrisa dulce y complaciente, Siervo escuchaba sin decir palabra. Tenía los ojos húmedos, las sienes mojadas, los labios chorreando babas por las comisuras.

—¡No se le olvide darle de comer a Sacramentico y al perro! —balbuceó, pero la Tránsito ya iba lejos.

De pronto se escucharon gritos y vivas, y frente a la puerta de la guarapería pasaron los jefes liberales del pueblo en compañía del candidato, seguidos de un a multitud que llenaba la calle. Muchos en arbolaban banderas rojas, y otros llevaban cartelones con leyendas redactadas por el personero. Los camiones de Soatá recibieron la manifestación en la plaza con un redoble de pitazos que retumbaban como blasfemias en la casa cural. El señor canónigo se asomó a una ventana, hizo un gesto de desagrado y la cerró ostentosamente. Lo mismo sucedió con todas las de la casas conservadoras del pueblo. Las de los liberales se abrieron en cambio de par en par, y lucían colgaduras de papel rojo. No tardaron en llenarse de curiosos. Al mismo balcón se asomaban las muchachas casaderas, vestidas de raso colorado y con claveles en el pelo, las viejas que calzaban chinelas para no enfriarse los pies; los viejos veteranos de las guerras civiles que no se quitaban el jipa o el sombrero de fieltro de la cabeza, aunque ya no salieran a la calle; y finalmente el bobo, que tenía a su cargo los mandados y el acarreo del agua de la pila.

Casi media plaza estaba llena de gente. En los balcones del hotel, donde los caciques liberales del pueblo ofrecerían esa noche un baile al candidato, estaban colocando una pieza de género blanco, de varios metros de larga, con un gran letrero pintado con bermellón, que así rezaba: «Soatá liberal saluda a su diputado a la asamblea».

Una salva de aplausos y voladores estalló en el aire, reventando los tímpanos de los viejos y alborotando a los perros, cuando apareció el diputado en el balcón del cabildo municipal acompañado por el alcalde, el presiden te del Concejo, el juez del distrito, el notario y don Ramírez, quien sonreía a todo el mundo con aire satisfecho.

La tienda de la comadre Chava había cerrado sus puertas y adentro se oían voces y ajetreos, pues el diputado asistiría a un piquete ofrecido por el alcalde y los notables del partido, cuando pasara la manifestación política. En el café de don Puno los liberales disidentes planeaban a puerta cerrad a la red acción de un telegrama cargado de veneno, que enviarían a un periódico de Tunja muy enemigo del gobernador. En la guarapería de la comadre María sólo quedaban dos borrachos que se abrazaban llorando; tirados por tierra. Todos los parroquianos, menos ellos, se habían ido a la plaza a vitorear al diputado según la orden de don Ramírez. Uno de los borrachos era Roso en persona, aunque y a no se encontraba en estado de que así se le considerara, pues sólo podía arrastrarse en cuatro patas. El otro era Siervo, a quien se le estaba yendo la cabeza.

—¿Sí sabe, mano Roso, que yo estoy a punto de comprar la vega?

La comadre los dejó allí, cuidando de la tienda, y se fue a una esquina de la plaza para ver la manifestación y tener qué contar al otro día a unas vecinas «godas» que solía encontrar en la misa de nueve. Ellas se harían las sordas. Dirían que no sabían nada porque andaban por su finca del Puente Pinzón, sobre el río Chicamocha, aunque se la hubieran pasado espiando detrás de una rendija de la puerta lo que sucedía en la plaza. Razón de más para que la comadre María, con un placer sádico, les describiera minuciosamente la manifestación liberal, y el baile en el hotel de las Camachos, y el discurso del diputado. Las vecinas se remitirían al juicio deprimente de Su Señoría el canónigo, quien desde el púlpito fulminaría a los liberales del pueblo por ateos, masones, librepensadores, protestantes, volterianes y otros pecados que a juicio de las vecinas merecían cien veces la condenación eterna. La comadre María les respondería bramando de cólera:

—¿Y eso quién les contó que los conservadores recibieron el cielo por inventario?

Roso y Siervo, a mil codos sobre la burda realidad de la plaza, dormían y roncaban a pierna suelta, abrazados, tirados por el suelo, sin mover un dedo cuando las moscas, ebrias de guarapo, se les paseaban por la cara. El sol del mediodía caía a plomo sobre la calle. Un abejón enloquecido por el calor y atraído por el olor del barril de la comadre María, entró a la tienda, giró zumbando por los rincones y luego volvió a salir cegado por la luz.