CAPÍTULO II
Por aquellos tiempos llegó a Santa Rosa de Viterbo una comisión de representantes a la cámara, con el objeto de examinar la situación en que se encontraban las cárceles del país y estudiar la justicia penal que se administra en esos trapiches de buey es que muelen papel sellad o y se llaman los Tribunales Superiores. Por una boca les entran memoriales, autos, demandas, contrademandas, peticiones, y por otra, es decir, por la puerta de la cárcel, van saliendo bagazos de hombres que ya no tienen alientos ni alma para el trabajo. Llegó la comisión al pueblo y los magistrados que andan a pasitos menudos por la plaza, de la sala plena a la tienda de la comadre, como burros cargados de carbón de palo, los recibieron con fiestas y paseos. El cura habló de la comisión en el púlpito, y el alcalde dilapidó lo que restaba del presupuesto de la presente vigencia en d arles una cacería en una montaña cercana. El presiden te de la comisión, que era liberal, había ten ido un altercad o con el vicepresidente que era conservador, en presencia de los magistrados que por ser mitad conservad ores y mitad liberales, nunca resolvían nada, pues todas las votaciones empataban ya que eran los tiempos de la convivencia…
—La Cámara desea mejorar el sistema penintenciario del país, —sostenía el presidente—, y el partido liberal no tiene preocupación más urgente que la de aliviar la suerte de los presos.
El vice-presidente tenía la opinión de que…
—Lo interesante es revelarle al país los vicios y las componendas de una justicia que todavía está en manos de los liberales.
—Y es la misma para todos, sin consideración de partidos…
—Pero en el fondo no es sino un estúpido sistema de dilaciones y encubrimientos…
El diálogo comenzó en ese alto plano patriótico que exaltaron por igual los magistrados de uno y otro partid o, pues todos estaban pendientes de su reelección en la asamblea próxima a reunirse, y buscaban el apoyo de los representantes. No tardaron los ánimos en acalorarse, y rápidamente la comisión rodó por el plano inclinado de las alusiones personales, hasta llegar el momento en que los magistrados para aplacar los ánimos de la comisión parlamentaria, resolvieron duplicar la dosis de licor y dormir a los contrincantes.
El director de la cárcel, un burócrata empedernido que se había enriquecido sisando en la partida de alimentación de los presos, llevó una mañana a la comisión a visitar la cárcel. Desde la víspera los penados se dedicaron a barrer, limpiar, resanar y pintar el vetusto edificio, y a toda prisa se montó en un cobertizo que servía de despensa para almacenar los víveres, un inodoro que desde hacía años reposaba, embalado, en la oficina de la dirección. Se le montó en el suelo, sin que allí hubiera alcantarilla, ni pozo aséptico, ni cosa por el estilo que sirviera para recibir lo que en él pudiera despositarse. A los presos se les vistió con la mejor ropa que tenían, y aquella madrugada todos salieron en formación a lavarse la cara y los pies en la pila del pueblo.
Cuando se hallaba trabajando en el telar de la cárcel, Siervo reconoció el antiguo candidato a diputado, que a la sazón era representante al Congreso y presidente de la comisión de la cámara. En un arranque de entusiasmo y alegría se le acercó para estrecharle la mano.
—¡Dichosos los ojos que lo ven, sumercé!
—¡Está prohibido a los reclusos dirigir la palabra a los visitantes! —le gritó el director.
—¿Qué quieres? —le preguntó el presidente.
—Saludar a sumercé, y recordarle que hace casi tres años me prometió en la cárcel de Soatá que me sacaría libre muy pronto, cuando fuera diputado.
El aludido preguntó al director quién era aquel pobre diablo que se atrevía a interpelarlo.
—Soy Siervo, sumercé… Siervo Joya, el que se halló en aquellas fiestas de Soatá a las que nos llevó don Ramírez cuando sumercé trabajaba por la diputación. Y en aquella vez me pasó un percance, y fue que maté a un hombrecito de la cuadrilla de los molineros, que gracias a Dios y a la Virgen Santísima resultó godo…
El vice-presidente de la comisión paró la oreja y comenzó por su lado a interpelar a Siervo.
—¿Tres años dice este hombrecito que lleva en la cárcel?
—Tres completaré dentro de poco, sumercé, si mi Dios no dispone otra cosa.
—¿Ya te juzgaron?
—¡Eso qué! Papeles y más papeles, doctores y más doctores, diligencias y más diligencias, memoriales y más memoriales; pero yo sigo aquí, esperando. Ya no sé lo que hice, sumercé, ni atino a responder lo que debo contestar porque unos me dicen «¡cuéntalo todo!» y otros me aconsejan «¡no cuentes nada!», y unos me tiran de la lengua y otros me vuelven la espalda cuando quiero hablarles. Yo soy un pobre huérfano que no hecho sino sufrir y trabajar toda la vida, y aunque tenga alguna mancha sobre la conciencia, porque gracias a Dios todos somos pecadores, nadie puede achacar a Siervo una falta grave.
—¿Te parece poco lo que hiciste aquella vez en Soatá?
—¡Ave María Purísima, sumercé! Si yo no me dí cuenta de que maté sino cuando me despertaron, porque estaba borracho en la tienda de la comadre María, en compañía de don Roso el mayordomo, mientras en la plaza hablaba el doctor aquí presente.
—¡Bueno, ya es bastante! —exclamó el presidente de la comisión, sin poder contenerse.
—Quisiera ver el expediente —dijo el vice-presidente conservador.
De todo lo cual salió un debate en el Congreso, con motivo del doble informe que presentó la comisión de la Cámara; uno liberal, en el cual se hada un cálido elogio de las condiciones sanitarias de la cárcel de Santa Rosa y de la actividad de los magistrados a quienes convendría reelegir y mejorarles el sueldo, y otro conservador que decía precisamente lo contrario. En el primero se exaltaba el sistema de la paridad política en los tribunales de justicia, porque permite neutralizar las pasiones de los magistrados; y en el otro se condenaba por ineficaz, pues concedía a la política el papel de freno de las actividades judiciales y el empate era un pretexto para la ociosidad de los magistrados.
El debate se complicó de tal manera, por culpa de Siervo, cuyo nombre se escuchó por primera vez en el Congreso de la República, que éste decidió nombrar una nueva comisión, la cual, por ser mitad liberal y mitad conservadora, tampoco pudo resolver nada. El asunto se archivó, como decían con una sonrisa comprensiva los magistrados de Santa Rosa de Viterbo, o se le echó tierra, como decían los penados cuya suerte continuó tan dura como siempre. Los rincones de la cárcel se cubrieron de telarañas, las paredes se desconcharon otra vez, el patio se llenó de basuras y el inodoro volvió al despacho del director. A Siervo, éste, lo cogió entre ojos y por la menor infracción al reglamento lo sepultó varias veces en el calabozo, que era un sótano húmedo y sombrío, poblado de piojos, moscas y pulgas, que padecían un hambre atrasada de muchos años. Y el sol seguía volteando sobre el cielo azul de la cárcel, y todo seguía igual que antes.
Un día se presentó Tránsito al zaguán de las visitas con el Sacramentico vuelto un hombre, Francelina de la mano y una criatura en los brazos, más negra que los otras dos que tiraban al amarillo o al verde. Por la Nochebuena Tránsito había dado a luz una nueva simiente del tronco de los Siervos y de los Joyas. Las malas lenguas decían que el pequeñito, que estaba sin bautizar porque la Tránsito no había reunido los dos pesos que por ese servicio cobraba el señor cura de Soatá, no era fruto de bendición sino de pecado. Tránsito porfiaba que era la consecuencia de una orden que le dieron a Siervo cuando los magistrados de Santa Rosa, alarmados por el debate en el Congreso, dispusieron que éste se trasladara a Soatá para la reconstrucción del crimen.
—Han cambiado mucho las cosas allá abajo, mano Siervo, comenzando porque y a no están encima los liberales, como antes, ni los liberales y los conservadores, como más tarde, sino los godos… los meros godos…
—¿Y eso cómo sería?
—Yo no sabría explicarle. Lo cierto es que ahora el alcalde de antes, que era amigo de don Ramírez, huyó corriendo y el que mandaron de Tunja no para de tirarle a los liberales. Ya no podemos ir al mercadito de Soatá los sábados, pues nos reciben a piedra. En la Semana Santa mataron a dos peones de don Ramírez, por darle un viva al partido liberal en la mitad de la plaza, y a las hijas de don Rubiano las descalabraron. Don Ramírez no se atreve a salir de la casa sino con guardaespaldas, y armado hasta los dientes, porque los jefes que ahora mandan en Soatá lo andan persiguiendo y lo quieren meter en la cárcel.
—¡Santa Bárbara bendita! ¿Y qué es de la vida de don Roso, mana Tránsito?
—Se escondió en las montañas de Onzaga porque todos los días hay rondas de la nueva policía chulavita y él tiene un pleito de aguas con el hermano del alcalde. A Don Floro lo metieron a la cárcel porque le encontraron una escopeta.
—Algo debe pasar, mana Tránsito, cuando cambiaron de director, y el nuevo, que es godo, me llamó a su oficina y me dijo: Mira, Siervo, que te puede ir muy bien si confiesas quién fue el que te mandó matar al Atanasio… Yo fui, sumercé: eso le dije. No fuiste vos, no seas bruto, sino don Ramírez y el representante, quienes te ofrecieron unos centavos para que lo mataras. Cierto que don Ramírez me mando diez pesos con la Tránsito, hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo; y verdad también que el representante, cuando me cogieron preso, me ofreció que a las pocas vueltas me sacaría libre de la cárcel. ¿Conque eso te dijo? ¿Y don Ramírez te mandó diez pesos? ¿Quieres firmar esa declaración delante de testigos? Si se me olvidó firmar, sumerce, le dije. ¡Hace tantos años que no practico! Pero me hicieron firmar un papel, llevándome la mano…
—¡Y yo que venía a pedirle el favor en nombre de don Ramírez, de que por mucho que lo hostilicen y lo emborrachen con preguntas no diga esta boca es mía! Mire, mano Siervo, que por la boca se pierden los hombres…
Siervo no entendía lo que estaba pasando. Los primeros meses de cárcel fueron un descanso y un oasis en medio del desierto de su vida, entretejida de dolores y de trabajos. Los días eran grises e iguales. A las cinco de la mañana lo despertaban los guardias, a las cinco y media desayunaba en el patio cuando hacía bueno o al arrimo de los corredores cuando llovía, una escudilla de agua de panela con un pan duro como un guijarro. La señora de uno de los magistrados tenía el contrato de la panadería, y vendía el pan y a los presos no les dejaba sino las sobras. Luego pasaba Siervo a los talleres donde por lo general los reclusos ejecutaban por unos centavos las tareas que les encomendaba el director, quien luego vendía el producto en el mercado de Duitama por tantos pesos como les había pagado en centavos. El almuerzo era mazamorra, y los domingos se la aderezaba con un hueso de res; y la comida era mazamorra sin hueso ni nada. Los detenidos y las reclusas de la cárcel de mujeres se veían al través de una tapia que dividía las dos cárceles, y muchos de ellos solían saltarla cuando el ayuno de carne les alborotaba mucho la sangre. Los guardias se hacían de la vista gorda, pues casi todos habían sido penados a quienes les acomodó la vida en Santa Rosa y resolvieron quedarse en la cárcel en vez de pasar trabajos y exponerse a venganzas en la calle. A veces se fugaba algún detenido de los recién llegados, con la ayuda de algún guardia de los que acompañaban a los sindicados al Tribunal; y había entonces un gran revuelo en el patio del penal de Santa Rosa. Durante muchos días se comentaba el caso, y los más aburridos hacían planes para fugarse, pero nunca ponían por obra sus proyectos. La disciplina apretaba sus tuercas en esas ocasiones, el director cambiaba los guardias y todo volvía a lo mismo…