GRENDEL Y SU MADRE

Alguien quedaba con vida en la Tierra dispuesto a vengar la derrota del monstruo. La madre de Grendel.

NO TODOS LOS MONSTRUOS VIVEN en soledad y actúan ocultando sus actos al mundo. En algunas familias o sociedades, la justificación de ciertos delitos forma parte de la identidad colectiva, y se protege e incluso se alienta al ogro a realizar sus fechorías. Cuando la sociedad cree haber puesto fin a sus maldades, la familia o los aliados resurgen para demostrar que su espíritu sigue vivo, que lo respaldan y lo apoyan.

La historia de Grendel ilustra bien esas raíces podridas que asoman en las familias de moral propia. Grendel es un ogro o un troll que, atormentado por la envidia, asesinaba a los soldados del rey Hrothgar en su palacio nuevo. Tras una lucha encarnizada, el héroe Beowulf puso fin a su vida. Pero cuando más felices parecían los augurios, los ataques se recrudecieron. La madre de Grendel, oculta en el fondo del lago, desafiaba a Beowulf de nuevo, hasta que finalmente el héroe logró decapitarla.

Cuando se vive en una sociedad ordenada, cuando las leyes y las normas son iguales para todos, y los mensajes de educación social muy similares, cuesta aceptar que un asesino, un maleante, un ladrón, sea algo más que una excepción. La mente se refugia pensando en la enfermedad o la locura de ese individuo, y no desea verlo como producto de toda una red familiar.

Sin embargo, toda estructura mafiosa desmiente esa ficción. Cuando el Padrino de Coppola, mientras acaricia suavemente a su gato, decide conceder un favor, lo hace con el pacto tácito de que el favorecido pertenecerá desde ese momento a su familia, a su organización, y que por lo tanto compartirá y silenciará los mismos crímenes y recibirá a cambio apoyo y protección. Todo grupo criminal necesita beber de una fuente común: la justificación del delito como algo necesario o conveniente, la creación de un enemigo o de varios, la lealtad, cuya ruptura se castiga con la muerte, y la idealización extrema de la violencia. Cualquiera de las justificaciones por parte de simpatizantes de los crímenes de ETA forman parte de ese fenómeno, elaborado y asimilado durante décadas.

Cuando la vergüenza de cometer un delito deja paso al orgullo colectivo, cuando los niños crecen con la meta aspiracional de actuar de la misma manera, y cuando la subsistencia del grupo depende de los actos violentos o ilegales de los trolls, a la madre de Grendel no le queda más remedio que defender a su cachorro, o convertirse en una madre coraje, no importa lo equivocada o repugnante que sea la experiencia. De otra manera, su propia razón de ser se pone en duda.

Uno de los crímenes más salvajes y recordados en la historia reciente de España fue el de la matanza de Puerto Hurraco, en Badajoz. La historia poseía todos los ingredientes de una novela negra, una trama anudada pacientemente en tardes de siesta, tertulias y rencor.

Los Cabanillas y los Izquierdo habían mantenido disputas desde décadas atrás. Las razones parecían ser las mismas que en cualquier pueblo: una finca cuyos límites se disputaban, una historia de amor no correspondido y el primer asesinato de un Cabanillas, Amadeo, a manos de un Izquierdo, Jerónimo. Tras una condena de catorce años, y aún no satisfecho, Jerónimo intentó asesinar a otro Cabanillas. El agresor murió en un psiquiátrico muy poco después. El agredido sobrevivió.

Finalmente, una tórrida noche de agosto de 1990, instigados por sus hermanas Luciana y Ángela, que al parecer se erigieron en las guardianas de la memoria familiar y no habían dejado de responsabilizar a los Cabanillas de la muerte de su madre en un incendio provocado, los dos hermanos Antonio y Emilio Izquierdo salieron armados a la plaza, y comenzaron a disparar, sin mediar palabra, contra los Cabanillas, y después contra cualquier vecino del pueblo. En total, murieron nueve personas, y otras doce, entre ellas dos agentes de la Guardia Civil, resultaron heridas.

Ni ellos ni sus hermanas mostraron el menor signo de arrepentimiento. Antes bien, creían actuar con pleno derecho a vengar la muerte de su madre. Los hermanos murieron en la cárcel. Las hermanas, aunque exculpadas, fueron ingresadas en el psiquiátrico de Mérida, donde murieron con escaso margen de tiempo. En apenas cinco años, los cuatro Izquierdo fallecieron, satisfechos de mantenerse fieles a las leyes de la familia y sin vislumbrar nunca el dolor del clan rival.

Esta matanza se interpretó como el estertor final de una España negra, rural, donde los crímenes de honor o las disputas centenarias por una linde se encontraban incrustados en el inconsciente colectivo, e incluso eran considerados una manera de obedecer a leyes ancestrales. Con el rechazo generalizado a este crimen, la sociedad se alejó cada vez más de esos sinsentidos, y condenó la venganza particular.