X. UN VISTAZO A LAS VÍCTIMAS: CAPERUCITA ROJA Y HANSEL DE NUEVO EN EL BOSQUE

ES INEVITABLE QUE LOS NIÑOS y los mayores tengamos que cruzar el bosque. La abuelita nos necesita, o somos nosotros los que necesitamos comer, desarrollarnos, vivir.

Tampoco parece posible que alguien nos ofrezca la garantía de que no nos encontraremos nunca lobos. En uno u otro viaje, aparecerá la bruja, el taimado enemigo que dará exactamente con nuestra tentación preferida. No puede eludirse el peligro.

Pero sí se puede estar preparado para él.

Hércules, Jasón, Griselda, Mina, las seis primeras mujeres de Barba Azul, Bella, Eco, Doña Inés, la Sirenita, Ana la de Barba Azul…

Es difícil encontrarles algo en común, salvo que fueron víctimas. Algunos murieron. Otros sobrevivieron, más afortunados o más sabios, con un mayor conocimiento de sus verdugos. A Jasón le permitieron vivir para que se torturara con su dolor, como parte del plan de su agresora. En algunos casos, su comportamiento fue la excusa que el malvado esgrimió para hacerles daño.

En otros (Blancanieves, Bella Durmiente, Wendy), no se podían amparar ni en eso, porque eran absolutamente inocentes y ajenas a lo que desencadenaban en otros. Sea como sea, la víctima es siempre víctima. No cabe culpabilizarla, porque la reacción del monstruo ha sido siempre incoherente y desproporcionada.

¿Y qué ocurre después de ese dolor, de esa violencia? El psicólogo Charles R. Figley asume que un trauma sobreviene cuando una persona se enfrenta a un hecho inusual dentro de la normalidad, algo que amenace su vida o su integridad, o la de sus seres queridos; o si pierde su hogar de manera repentina, o incluso si es testigo de un acto violento que hiere o mata a otra persona.

El trauma necesita terapia: necesita, sobre todo, que se verbalice el dolor, el miedo o la rabia, para que se le pueda dar nombre a lo innominable, y para que se pueda dar paso a las otras etapas del duelo.

Si el hecho es denunciable, hay que denunciar. Por doloroso, y a veces estéril que parezca, no sólo se reivindica el daño de la víctima, sino que se cumple con el deber social de alertar al resto y de descubrir ante el mundo otros aspectos de una persona aparentemente impecable. Si no posee la suficiente importancia como para ser tenido en cuenta, aun así conviene alertar a quienes rodean a la víctima y al agresor. Una de sus bazas es el silencio, y la ambigüedad. Si se aportan datos y pruebas, es posible que en un momento dado esa persona sea desenmascarada y haga menos daño.

Dentro de esa recuperación existen altibajos, momentos en los que se desea atrapar y eliminar al monstruo, otros en los que se intenta perdonar y olvidar, otros en los que sólo se aspira a la serenidad.

Es importante que no se tome la recuperación como un empeño en vencer o derrotar al monstruo. Conviene alejarse y reclamar lo que le pertenece. Esa persona está más acostumbrada, y juega a ese juego con muchísima más habilidad.

Nunca hay que menospreciar el poder de los monstruos. Si han sido capaces de herir a la víctima una vez es porque han dado con sus puntos débiles, y pueden volver a hacerlo. Les gusta el sabor de la sangre, y pueden regresar a por más. Conviene recordar siempre lo ocurrido y no bajar la guardia. Por muy arrepentido que se muestre, por muy lloroso o servil, la relación está viciada y no conviene creer a las personas dañinas. La distancia es el mejor consejo.

Y, desde luego, hay que huir de la obsesión o la idealización negativa. Esa persona no es un dios del mal con inmensos poderes. Es un malvado, una persona como otra cualquiera que aprovechó la ocasión para conseguir algo que deseaba. La imagen que proyecta el monstruo es de poder y de gran efectividad. No se logra nada siguiéndole el juego en esa fantasía perversa.

Resulta muy complicado mantener la serenidad tras haber sido herido. Pero en caso de un encuentro con el agresor, vale más no mostrar ninguna reacción. Se alimentan de esa energía, que les permite la ficción de que aún son importantes, de que aún pueden hacer daño. En caso de un ataque directo, esto es más importante que nunca. Los monstruos no saben qué hacer cuando no hay reacción: se les priva de su poder.

Entre todas las contradicciones del duelo, puede incurrirse en la tentación de hacerle sentir todo el dolor que la víctima está sufriendo. Por desgracia, eso es una fantasía. Sería incapaz de situarse en el puesto del herido, o de padecer algo similar. Carece de empatía, y sus motivaciones no son las mismas. El dolor y la manera de calmarlo es asunto de la víctima.

En el otro extremo, muchos recomendarán el perdón e incluso la pena por el agresor: puede que incluso intente provocarla a propósito, para atraer más atención y más sucesos interesantes para él. La pena es un estorbo. Quien ha herido no la ha sentido por la víctima. Por último, la víctima no debe culparse, ni sentirse inferior, estúpida o simple. El agresor está especializado en esa conducta que le impuso. No habrá sido ni la primera ni la única, ni la última persona a la que ha herido. Por decirlo así, es parte de su trabajo. Si no hubiera sido ésa, hubiera sido otra. Aprovechemos ese momento de reflexión para analizar qué nos hizo vulnerables (la falta de afecto, la confianza excesiva, la necesidad de atención, la empatía compulsiva, las malas compañías, la carencia de suerte o simplemente, la casualidad) y reparemos esa faceta vital.

La vida puede rehacerse a cada momento, y en innumerables ocasiones. Quedan cicatrices, algunas apenas rasguños, otras, imborrables. Si el trauma puede dejarse atrás, sería absurdo aferrarse a él; un triunfo más para quien hizo daño. En los casos en los que ha sido tan grave que sesga una vida y la de todo su entorno, no cabe sino buscar ayuda para sobrellevar el dolor y atenuar la carga. Sería absurdo mostrarse estúpidamente optimistas; hay heridas que no cicatrizarán, y de las que habrá que ocuparse de manera perpetua.

Hay que mirarse al espejo de manera continua, para descubrir cómo somos, cómo evolucionamos, qué defectos tenemos, qué virtudes podemos reforzar, de qué manera atraemos a ciertas personas a nuestras vidas y qué patrones de comportamiento seguimos. Esa mirada no tiene nada que ver con la narcisista o histriónica contemplación de uno mismo: es la mirada lúcida del autoconocimiento, que acepta el consejo bienintencionado y que es la primera garantía de una buena salud emocional.

Y por supuesto, hay que mirar por la ventana: primero, para que la visión del mundo sea general, y no se ciña únicamente a lo que una persona maligna nos pueda decir. Después, para comparar y fijar los términos de qué es normal y qué no. Cuantas más personas y situaciones se conozcan, mayor experiencia y mejores recursos desarrollaremos. El ser humano es fascinante en su variedad y en su comportamiento. El trato con los demás nos obliga a una adaptación continua, que permite perder el apego a conductas rígidas, y a mirar con mayor objetividad problemas y conflictos.

Si algo parece demasiado bueno, hay altas posibilidades de que sea un timo. Si alguien parece un semidiós, es muy probable que nos esté engañando o que nos estemos engañando. La intuición no engaña, pero la intuición no son las emociones, ni la mente, ni nuestro deseo. Sirve para procesar de manera inconsciente todo aquello que antes hemos bloqueado.

El contacto con la intuición, que no conoce de géneros y que es tan válida en los hombres como en las mujeres, requiere seguridad en uno mismo, escucha y madurez: la intuición puede decirnos exactamente lo contrario a lo que deseamos escuchar. Que no somos tan maravillosos como para que alguien nos adore a primera vista de esa manera, que somos débiles, que no debemos correr riesgos, que esa relación no nos conviene, que los absolutos no existen. La intuición puede ser más insidiosa y más sensata que el propio cerebro. Y raras veces se equivoca.

No se dejen engañar por las novelas, ni las películas, y acudan a los cuentos de hadas. Por decirlo de otra manera: no presten demasiada atención a las historias ideales y edulcoradas. Ni a las de ficción ni a las que otras personas cuenten. La vida es apasionante y maravillosa, sí, pero también dura y desafiante. No somos héroes. No somos princesas. Somos seres humanos a merced de otros seres humanos, con los que intentamos convivir como mejor sabemos. No existen los finales felices; todos atravesamos infelicidades, enfermedades y problemas, y al final morimos.

Eso no implica amargura, ni un destino condenado al sufrimiento. Antes de todo eso, casi todos habremos experimentado la alegría, nos habremos enamorado, reído, habremos logrado cosas que creíamos imposibles y habremos descubierto tesoros. Pero las cartas han de estar sobre la mesa lo antes posible. La búsqueda de la felicidad no puede excluir los malos momentos y cómo afrontarlos, ni puede basarse en fantasías.

La maldad existe. No me cansaré de repetirlo. En novelas, en cuentos y en ensayos, mi obsesión ha sido desde siempre abordar el lado oscuro de la personalidad corriente, de quienes no nos alejamos demasiado de la media, de quienes, a veces, nos sentimos monstruos y a veces creemos ser víctimas. La maldad existe. No la toleren, no la menosprecien. El malvado puede progresar. Huyan en cuanto puedan. No la desafíen. Callen, no reaccionen, cuéntenselo a otros y pidan ayuda, escapen, denuncien. Los héroes han de ser otros. El ciclo del héroe finaliza con él muerto en circunstancias dramáticas y la apoteosis o divinización sólo ocurría tras la muerte.

El ser dañino goza de muchos privilegios en tiempos de paz, en una sociedad ordenada. La ley contra la que actúan es la misma que les defiende. Pero es, antes o después, esa sociedad la que acaba con el indeseable. No con todos. No siempre a tiempo. Pero sí con la mayoría, y sí casi siempre. Formamos parte de una colmena, y nuestra responsabilidad no radica únicamente en nuestra supervivencia, sino en la protección común. Para la evolución, el individuo no importa. Para la sociedad, el individuo ha de ser esencial, pero ese pacto ha de extenderse a la inversa: cada cual ha de comprometerse a la preservación de ese bien común.

Crean en los psicópatas: existen. Raro es quien no se ha topado con alguno. No sean indulgentes, no les disculpen. No cuestionen a las víctimas. No se dejen convertir en víctimas. Amen. Ámense. No se vendan barato.

Mantengan la fe. La inocencia. Sean cautos. Enseñen al que no sabe. Aprendan del que ya ha vivido. Conserven las amistades, inflamen los amores. Alimenten la seguridad. Escuchen al que de verdad les quiere. No tengan miedo a decir que no. Sean valerosos para imponer límites. Pidan lo que deseen. No manipulen, hablen. Pacten. Cedan. Exijan. Cultiven la generosidad. Sean conscientes de quiénes son. Díganselo a menudo.

En la foresta hay seres extraordinarios, flores inauditas, árboles generosos, fuentes ubérrimas, animalitos con los que jugar, mariposas y silencio. Un lobo no nos va a estropear el paseo por el bosque.