Sábado, 24 de noviembre de 2007

El ataque de pánico me sobrevino justo antes de las cuatro de la mañana. Había estado intentando dormir, pero, por supuesto, no había sido capaz. Estaba en la cama, pensando en ello y, a la vez, intentando no pensar en ello. Si salía, me pondría en peligro. Sentía que el piso había sido violado, como yo, aunque hubiera sucedido fuera, en la calle. Notaba su presencia por todas partes. Solo había una cosa que podía ayudarme a sentirme mejor, así que me levanté y empecé a comprobarlo todo.

La primera ronda de revisiones no alivió el pánico y me di cuenta de que era porque seguía contaminada por él, así que me quité toda la ropa y la metí en una bolsa negra de basura. Vacié el contenido de mi bolso sobre la encimera de la cocina y metí el bolso en la bolsa de basura, también. Saqué la bolsa al rellano.

Me metí en la ducha y me froté de la cabeza a los pies, intentando dejar de sentir a Robin en mí. Cuando acabé, tenía la piel enrojecida. Me lavé los dientes hasta que me sangraron las encías, hice gárgaras con colutorio y me puse un par de pantalones de deporte limpios y una sudadera.

Después de eso, volví a comprobar el piso. No me encontraba bien. Media hora después, cuando aún estaba de pie sobre el retrete, comprobando la estúpida ventana del baño que ni siquiera se abría, me di cuenta de que seguía estando sucia. La culpa era de las lágrimas, que me corrían por las mejillas y contaminaban mi piel caliente.

Volví a desnudarme. Metí la ropa que acababa de sacar recién lavada del armario donde estaba la caldera en el cubo de la ropa sucia.

De nuevo a la ducha. Estuve allí durante treinta minutos enteros, dejando que el agua corriera por mi piel, consciente de que me ardía de la última vez que la había frotado, intentando hacerme creer que aquello significaba que estaba limpia.

«Ya no queda nada», me dije a mí misma. «Se ha ido, ya no hay ni rastro de él. No está aquí».

Pero todavía no estaba limpia, así que volví a coger el cepillo de las uñas y el jabón antibacteriano y empecé a frotar de nuevo. Esta vez, cuando hube acabado, el agua corría rosa por el sumidero. Me trajo recuerdos de algo, vago, doloroso, como una vieja herida.

Me senté en el borde de la bañera, envuelta en otra toalla limpia, casi demasiado cansada para volver a empezar, pero consciente de que tenía que hacerlo.

Cuando finalmente acabé con todo aquello, y mientras seguía envuelta en la toalla, me puse una parte de arriba limpia y unas mallas que cogí en el armario de la caldera. No lo había hecho bien. Estaba bloqueada. La necesidad de volver a empezar, de hacerlo correctamente solo una vez más, de hacer las cosas como era debido, de estar completamente segura de que el piso era seguro, era realmente fuerte.

Estaba helada, temblando, y notaba la ropa áspera sobre la piel, irritándome en lugar de calmarme.

Hice lo único que podía hacer: volver a la puerta del piso y empezar de nuevo.

A eso de las siete y media estaba tan cansada que me resultaba físicamente imposible hacer nada más. Postergué el pánico un poco más preparándome algo caliente para beber. Me senté temblando en el sofá, con la taza de té entre las manos, consciente de lo que se avecinaba pero intentando mantenerlo a raya. No había nada en absoluto que mereciera la pena ver en la televisión a aquellas horas intempestivas de la mañana, pero me encontré a mí misma viendo la repetición de un concurso de preguntas y respuestas con los ojos secos y toda la piel de mi cuerpo tirante y dolorida. El sonido de las voces resultaba curiosamente tranquilizador. Quizá aquello resolviera el problema.

Cuando el temblor remitió, el cansancio se apoderó de mí y me quedé frita un rato. Lo siguiente de lo que me enteré fue del sonido de unas sirenas que me despertaron de nuevo, sobresaltada.

El concurso se había acabado y uno de esos programas interminables sobre policías en la vida real había ocupado su lugar. Había sirenas por todas partes. Me dije a mí misma que solo se trataba de la televisión, pero era demasiado tarde. Busqué el mando como pude y apagué la tele.

Me acurruqué en la esquina del sofá, intentando no respirar demasiado fuerte, alerta para captar cualquier ruido del piso. El temblor había empeorado y tenía la piel de gallina de la cabeza a los pies.

¿Había soñado con él o de verdad había estado allí? Solo le podía ver a él; su peso sobre mí, inmovilizándome. Me imaginé aquellas esposas, que ya habían roto la piel de mis muñecas, cortándome la carne inflamada. Su olor; el alcohol rancio exhalado dentro de mi boca abierta.

«Esto no es real. Él no es real…».

Cuando abrí los ojos, me pareció ver la cara de Robin; estaba allí en algún sitio, escondido. Esperando a que volviera a quedarme dormida.

Ya era totalmente de día cuando el temblor y las lágrimas finalmente empezaron a remitir. Estaba hecha polvo, completamente agotada y demasiado asustada como para volver a dormir. Me obligué a levantarme y a estirarme. El impulso de ponerme a revisar el piso era fuerte, pero estaba demasiado cansada, demasiado entumecida. Apenas podía moverme.

Fui renqueando hasta la cocina, temblando más por el frío que por los efectos del ataque de pánico, puse la calefacción central y encendí la tetera.

El jardín que había bajo la ventana de mi cocina estaba vacío y gris. La hierba era el único toque de color. Todos los árboles estaban desnudos y sus hojas marrones en descomposición se amontonaban en las esquinas del muro. El viento mecía las ramas más altas; si hubiera podido oírlo desde allí, habría sido como un vibrante suspiro. La tetera rugió en el silencio, noté otra vez los ojos secos y doloridos como si nunca fueran a ser capaces de volver a llorar. Parecía que fuera hacía frío. Bostecé.

Me llevé el té a la habitación y abrí las cortinas de par en par para poder ver las copas de los árboles oscilando al viento cuando me tumbé en la cama. Observé las ramas balancearse y bailar, las nubes grises detrás de ellas, siendo arrastradas por el viento a un lugar feliz. Los extremos de las ramas me hacían señas, mientras yacía miserable y desollada sobre el edredón.

Lo único que tenía que hacer era seguir con vida.