Viernes, 19 de marzo de 2004
Paré en la oficina de correos del centro de la ciudad de camino a casa y cogí unos formularios para el pasaporte. Eché un vistazo en las tiendas mientras estaba allí, para ver la ropa, pero no me molesté en probarme nada. Simplemente no me apetecía irme a casa, aún no. Lee estaba trabajando y no había recibido ningún mensaje ni ninguna llamada desde la noche anterior.
Cuando abrí la puerta de la entrada, tuve inmediatamente la conocida sensación de que algo no iba bien. No se trataba del aire, ni de un olor, ni de nada tangible. En el camino de acceso a mi domicilio no estaba más que mi coche, no había ni rastro del de Lee ni de ningún otro, de hecho. Simplemente sabía que alguien había estado en la casa mientras yo no estaba.
Permanecí allí, sobre el felpudo, unos instantes, con la puerta todavía abierta a mis espaldas, preguntándome si debía entrar o si debía subirme al coche y volver a irme. El pasillo estaba vacío, podía ver todo el tramo que llegaba hasta la cocina, al fondo. Todo estaba como yo lo había dejado.
Me dije a mí misma que aquello no tenía sentido. Que nadie había estado allí, que se trataba solo de mi imaginación calenturienta y del cabrón del ladrón.
Dejé las llaves y el bolso en la cocina, la atravesé para ir hacia la sala y me quedé de piedra.
Lee estaba sentado en el sofá, viendo la tele sin sonido.
Di un respingo de la impresión.
—¡Madre mía, me has dado un susto de muerte!
Entonces se levantó y vino hacia mí.
—¿Dónde coño has estado?
—En el centro —respondí—. He ido a la oficina de correos. De todos modos, no me hables así, ¿qué importa dónde haya estado?
—¿Has estado en la oficina de correos dos putas horas?
Estaba a solo unos centímetros de mí. Podía sentir el calor de su cuerpo, así como la fuerza de su rabia. Tenía las manos colgando relajadas a los lados del cuerpo y su voz era monótona.
Aun así, estaba asustada.
—Si me vas a hablar así, me vuelvo a ir —dije, y le di la espalda.
Sentí sus dedos alrededor de la parte superior de mi brazo y me giró con tal fuerza que los pies se me levantaron del suelo.
—No me des la espalda —me dijo pegado a mi cara, con su aliento caliente en mi mejilla.
—Perdona —murmuré.
Me soltó y choqué contra el quicio de la puerta. En cuanto se alejó de mí, salí corriendo hacia la puerta de la entrada, intentando escapar, sin importarme que mis llaves estuvieran en la cocina: tenía que salir de allí, tenía que huir.
No lo logré. Él llegó primero a la puerta y, antes de que me diera cuenta de lo que sucedía, su puño entró en contacto con mi mejilla y parte del ojo.
Me caí al suelo, junto a las escaleras. Él estaba de pie a mi lado, mirando hacia abajo. Estaba tan impresionada que no podía ni coger aire, mientras sollozaba y me tocaba la cara para ver si sangraba. Entonces él se agachó a mi lado y yo retrocedí, creyendo que iba a volver a pegarme.
—Catherine —dijo en voz baja con una calma aterradora—. No me hagas volver a hacerlo, ¿vale? Vuelve a casa a tu hora o dime adónde vas. Así de fácil. Es por tu propia seguridad. Hay gente realmente peligrosa ahí fuera. Yo soy el único que cuida de ti, ya lo sabes, ¿no? Así que hazte un favor y haz lo que te digo.
Sentí que aquel era un punto de inflexión. Era como si mi abnegación en mi relación con Lee hubiera llegado a su fin: sabía de lo que era capaz, lo que podía llegar a hacer y qué esperaba de mí. Fue como si le cerraran la puerta en las narices a la antigua, ingenua y despreocupada Catherine. Lo que quedaba era aquella versión de mí misma: la que estaba asustada constantemente, la que miraba hacia atrás para ver si la seguían, la que sabía que, fuera lo que fuera lo que le deparase el futuro, no podía ser bueno de ninguna manera.
Horas después, cuando finalmente tuve el valor suficiente para mirarme al espejo, apenas tenía ninguna marca en la cara. Había sido como si me hubiera roto el pómulo. Me dolía la cabeza, pero en la superficie de la piel apenas se apreciaba una leve hinchazón y una pequeña marca roja. Ni parecía que me hubiera pegado.