Lunes, 5 de noviembre de 2007

Como salgo tarde de trabajar, me ahorro el momento de mayor aglomeración en el metro. Después de mudarme allí, había cometido el error de intentar cogerlo en hora punta y el pánico empeoraba día tras día. Había demasiadas caras que escrutar, demasiados cuerpos empujando por todos lados. Había demasiados lugares para esconderse y no demasiado espacio para poder huir. Por eso salgo de trabajar tarde, lo que me permite llegar también tarde. No paro de moverme, subo y bajo las escaleras o paseo por el andén hasta el último momento y cuando las puertas ya se están cerrando es cuando subo de un salto al tren. De esa manera sé a ciencia cierta con quién viajo.

Aquella noche me había llevado un buen rato decidir qué camino tomar para volver a casa. Cada día hago rutas diferentes en el metro, me bajo una parada después o una antes, camino un kilómetro y medio más o menos y luego cojo un autobús o vuelvo al metro.

Suelo hacer andando el último kilómetro y medio, tomando diferentes caminos. Hace dos años que me he mudado de Lancaster aquí, y ya me conozco la red de transportes de Londres tan bien como un nativo. Pierdo mucho tiempo y es agotador, pero tampoco tengo prisa por llegar a casa. Y es más seguro.

Desde que me bajé del autobús en Steward Gardens, el camino de vuelta a casa estuvo salpicado de fuegos artificiales. El aire frío y húmedo me trajo su olor acre. Atravesé High Street, rodeé el parque, volví sobre mis pasos y bajé por Lorimer Road. Me metí en el callejón —odio el callejón, aunque al menos está bien iluminado— y salí a la parte de atrás, junto a los garajes. Eché un vistazo por encima del muro: la luz de mi comedor estaba encendida y las cortinas medio cerradas. Conté los dieciséis cristales, ocho en cada puerta, que parecían rectángulos amarillos con pulcros bordes. Las cortinas caían totalmente rectas a cada lado de ellos. No se veía más luz de la debida a través de ellas. Nadie había tocado las cortinas mientras yo no estaba en el piso. Me lo repetí una y otra vez mientras seguía andando. El piso era seguro, no había entrado nadie.

Al final del callejón hice un giro brusco a la izquierda y aparecí junto a la casa, en Talbot Street. Me controlé para no caminar hasta el final de la calle al menos una vez más antes de volver. Esa noche conseguí entrar a la primera. Miré hacia atrás mientras giraba la llave, que llevaba preparada en la mano desde que había salido del autobús. La puerta principal se cerró a mis espaldas. Palpé alrededor del borde de la puerta para comprobar si estaba encajada en el marco, con cuidado de no pasar por alto cualquier protuberancia que pudiera indicar que esta no estuviera debidamente cerrada. La comprobé seis veces, contando cada vez: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Giré el pomo de la puerta seis veces.

En ese preciso instante, la señora Mackenzie abrió la puerta del piso 1, el de abajo del todo.

—¡Cucú, Cathy! ¿Cómo estás?

—Bien, gracias —respondí, con mi mejor sonrisa—. ¿Y usted?

Ella asintió y se me quedó mirando con la cabeza ladeada durante unos instantes, como tenía por costumbre, y volvió a entrar en casa. Oí que tenía la televisión puesta a todo volumen, como siempre. Las noticias de la noche. Hacía lo mismo todas las tardes. Y ni una sola vez me había preguntado a qué me dedicaba.

Volví a revisar la puerta de nuevo, preguntándome si lo hacía aposta para interrumpirme, a sabiendas de que tendría que volver a empezar de cero. No me importa, siempre y cuando no me bloquee. A veces me pasa. «Así que céntrate en el marco de la puerta, en el pomo, hazlo como es debido, Cathy. No la cagues o estaremos aquí toda la puñetera noche».

Finalmente acabé de comprobar la puerta de entrada. Luego subí las escaleras. Me detuve arriba del todo para cerciorarme. Escuché el silencio de la casa, el ruido de una sirena a unas cuantas calles de distancia, la televisión encendida de uno de los pisos de abajo. Más fuegos artificiales que explotaban muy lejos. Un grito procedente de la calle me hizo contener el aliento, pero inmediatamente después de una voz de hombre se oyó una risa femenina de reproche.

Abrí la puerta del piso, volví la vista de nuevo hacia las escaleras, entré, cerré la puerta y los cerrojos. Pestillo abajo, cadena en el centro, cerrojo arriba. Escuché pegada a la puerta. Nada en absoluto al otro lado. Miré por la mirilla. No había nadie, solo las escaleras, el rellano, la luz del techo. Pasé los dedos por el marco de la puerta, giré el pomo seis veces y volví a empezar, girando el pomo seis veces más cada vez. Cuando terminara con aquello, podría empezar con el resto del piso.

Lo primero que hacía era comprobar todas las ventanas y cerrar las cortinas, recorriendo el piso siempre en el mismo orden. Primero la ventana de delante, que daba a la calle. Todas las cerraduras eran seguras. Pasé los dedos alrededor del marco de la ventana y solo entonces pude cerrar bien las cortinas para ocultar la oscuridad exterior. Desde la calle nadie podía verme a menos que me pegara al cristal. Reajusté los bordes de las cortinas por si dejaran a la vista parte de la ventana. Luego fui hacia el balcón, hacia las puertas acristaladas. En verano echo un vistazo al jardín y compruebo el muro que lo rodea, pero en esta época del año allá fuera solo hay oscuridad. Comprobé los cerrojos de las puertas del balcón, palpé el marco todo alrededor y giré la manilla seis veces. El pestillo estaba bien cerrado y la manilla traqueteaba, floja. Acto seguido, cerré las gruesas cortinas forradas para ocultar la negrura.

La cocina: aquellas ventanas no abrían, pero las comprobé de todos modos. Bajé la persiana. En la cocina permanecí de pie delante de los cajones durante varios minutos, visualizando el aspecto de su contenido. Cuando abrí el cajón, miré la bandeja: tenedores a la izquierda, cuchillos en el centro, cucharas a la derecha. Cerré el cajón y lo volví a abrir para asegurarme. No cabía duda de que los cuchillos estaban en el centro, los tenedores a la izquierda y las cucharas a la derecha. ¿Cómo lo sabía? Tal vez hubiera hecho algo mal. Abrí de nuevo el cajón, para cerciorarme. Esa vez fue todo bien.

Le tocaba al baño, donde había una ventana muy alta con el cristal esmerilado; aquella tampoco se podía abrir, pero me puse de pie sobre la tapa del retrete, comprobé los bordes igualmente para asegurarme de que estaba bien cerrada y bajé la persiana. Al dormitorio. Allí había unos grandes ventanales que daban al jardín trasero, pero las cortinas ya estaban cerradas, como las había dejado antes de irme a trabajar esa mañana. La habitación estaba en penumbra. Me armé de valor y abrí las cortinas para revisar las ventanas de guillotina. Instalé más cerraduras en esa ventana cuando me mudé, así que me puse a revisarlas todas, girando y volviendo a girar las llaves seis veces para comprobar que eran seguras. A continuación cerré las cortinas y las corrí justo hasta la mitad de cada lado para que no se viera ni un ápice de ventana oscura. Acto seguido, encendí la luz de la mesilla. Me senté unos instantes en el borde de la cama, respirando profundamente, intentando aplacar el pánico, que iba en aumento. A las 7.30 de la tarde echaban un programa que me gustaría ver. El reloj de cabecera decía que eran las 7.27. Quería ir a ver la tele. Pero el pánico seguía allí, a pesar de que razonaba conmigo misma, a pesar de que me decía que ya lo había hecho todo, que había comprobado todas las cosas, que no había nada de qué preocuparse, que el piso era seguro, que me encontraba a salvo, que un día más estaba sana y salva en casa.

Mi corazón continuaba latiendo con fuerza.

Con un suspiro, me levanté de la cama y fui hacia la puerta de la entrada, para volver a empezar todo de nuevo.

Aquello no podía seguir así. Habían pasado más de tres años. Tenía que acabar, tenía que acabar.

Esa vez repetí todo el ritual de revisión de la puerta doce veces, antes de pasar a la ventana de la parte delantera.