Miércoles, 24 de diciembre de 2003
Hasta Navidad, todo fue bien.
Bueno, no del todo. Salir con alguien que se pasaba varios días seguidos trabajando fuera no estaba en absoluto bien, la verdad, pero cuando estaba conmigo, todo funcionaba. Cuando tenía que irse a trabajar durante varios días, me avisaba antes. Y cuando reaparecía, me sentía siempre tan ridículamente aliviada de volver a verlo de una pieza que cualquier reproche que tuviera se desvanecía.
Cuando estaba, prácticamente vivía conmigo en mi casa. Mientras yo trabajaba, él ordenaba la casa, arreglaba las cosas que había que recomponer y me tenía la cena lista cuando llegaba.
Si no estaba, lo echaba de menos más de lo que creía posible. Cada noche me preguntaba si se encontraría a salvo y, si algo malo le sucedía, si llegaría a enterarme. Aunque solía regresar hecho polvo, muerto de hambre y necesitado de una ducha, no volvió a aparecer en mi puerta con ninguna herida. Fuera lo que fuese lo que sucedió esa primera vez, quería creer que ahora tenía más cuidado, por mí.
No era la primera vez en mi vida que me veía sola en Nochebuena. Lee estaba trabajando por ahí, dijo que le tocaba hacer el turno. Había intentado librarse para poder estar conmigo. Dijo que iba a intentar salir temprano, pero eran las diez de la noche y no había ni rastro de él.
«A la mierda», pensé.
Arreglarme para salir no me llevó demasiado tiempo. Mi vestido favorito, tacones, un toque de maquillaje, recogerme el pelo, soltar luego algunos mechones y ya estaba lista.
A las diez y media me encontraba en el Cheshire, y Sam y Claire también. Yo llevaba varios chupitos de retraso y tenía que ponerme manos a la obra para alcanzarlas. Claire ya había fichado un posible candidato para una noche festiva; aunque parecía un poco joven y un poco pedo de más como para ser capaz de desempeñar bien su función.
—El suyo no me hace mucha gracia —le grité a Sam al oído por encima de la música de Slade, que cantaban I Wish It Could Be Christmas Every Day por millonésima vez desde octubre.
—Ya, pero deberías ver a su colega —respondió Sam a gritos, mientras señalaba con el cuello de la botella de cerveza hacia la esquina, donde alguien sombrío y melancólico las observaba a ambas con una expresión que era difícil de interpretar.
—Qué majo, ¿no?
—No mucho.
El amigo se acercó y se presentó y lo cierto es que resultó ser bastante simpático. Se llamaba Simon y estaba en el ejército, según me dijo al oído. Se iba a Afganistán en dos semanas. Lo escuché y vi que Sam lo miraba totalmente embelesada y ligeramente molesta porque aquel dios del sexo de ojos negros parecía estar prestándome bastante más atención a mí.
—Simon —le grité al oído—, esta es Sam. Me voy. ¡Feliz Navidad! —Le di un fugaz beso en la mejilla, tal vez para desearle suerte, le guiñé un ojo a Sam y me fui a buscar el abrigo a donde lo había dejado.
Bueno, el Cheshire quedaba descartado. Y yo no estaba ni por asomo lo suficientemente pedo todavía, pensé, mientras subía taconeando Bridge Street para ver si el Hole In The Wall no estaba demasiado abarrotado. Agradecí haberme puesto el abrigo encima del vestido, porque estaba empezando a llover. No hacía el frío suficiente como para que nevara; sin embargo, la lluvia era gélida y por un instante me pregunté si no habría sido mejor haberme quedado en casa, después de todo.
—Que no, tío, que no pienso hacerlo ni de puta coña. Olvídalo. ¡Que te den!
Oí el sonido de una discusión que venía de un callejón y algo me hizo mirar hacia allí. Había tres hombres que estaban teniendo bronca, uno de ellos más borracho que el resto. Estaban entre las sombras. «Probablemente están trapicheando con drogas», pensé ausente, mientras seguía caminando con la cabeza baja, «no quieras saberlo».
Había cola fuera del Hole in the Wall, pero no demasiada. Me apiñé en la puerta del supermercado de al lado con un par de personas a las que conocía vagamente.
Justo a tiempo para ver a dos de los tres hombres que estaban discutiendo en la puerta caminando por Bridge Street por delante de ellos.
Uno de ellos era Lee.
No miró hacia mí, simplemente siguió andando, riéndose de algo que el otro hombre estaba diciendo, con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
Justo entonces, un montón de tíos borrachos salieron desperdigados por la acera para cambiar de sitio e ir en busca de un kebab festivo. El estruendo del bar salió escandalosamente detrás de ellos. Música navideña, para variar, junto con una ráfaga de calor y olor a cerveza y sudor.
—¿Vas a entrar o no? —preguntó el portero, mientras sujetaba la puerta abierta para mí.
«A la mierda», pensé. Y, tras darle al portero un beso de feliz Navidad en la mejilla, me adentré sigilosamente en el calor y el caos.