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El corazón de Castilla

AÑO 1531

En una calurosa tarde del mes de mayo se acercaba hacia la pequeña ciudad de Ávila, entre Medina del Campo y Madrid, una alargada nube de polvo. Con exclamaciones de alegría y de asombro se precipitaban a la calle los habitantes de las aisladas y modestas casas que había al borde del camino, que, como un arroyo de blanca arena, corría atravesando los mezquinos cultivos y los poco productivos huertos de este paraje. La multitud se componía casi exclusivamente de mujeres y niños y unos pocos ancianos de barba blanca. El agudo olor a cebolla de la sopa de carnero, la olla podrida, y el no menos característico de los rara vez limpios establos de cabras, se desprendía de todos ellos. Sus vestidos míseros, que estaban compuestos casi por completo de remiendos que cubrían solo en muy pequeña parte sus flacos cuerpos tostados —escasez que, en los niños y niñas pequeños, llegaba hasta la desnudez paradisíaca—, la delgadez de los cuerpos, el desorden de los cabellos mugrientos, todos estos signos de gran indigencia estaban en oposición a su postura altiva, la osadía de sus rostros curtidos y el fuego de sus ojos.

La caravana se acercaba a la multitud por el camino. Los campesinos más viejos supieron pronto quién era el que venía hasta estas últimas estribaciones de la sierra, pues el estandarte del rey, de pesada seda, colgaba en la larga asta portada por el poderoso puño de un caballero y se cernía proyectándose sobre el cielo de la tarde, teñido de un suave color rojo, mientras que la lejana cordillera del Guadarrama aparecía allá con un pálido azul casi irreal. Las mujeres inclinaban sus cabezas morenas y los niños miraban fijamente en un silencio mezcla de respeto y miedo.

Justamente delante del estandarte marchaba una mula gris de largas orejas y aire grave, con arreos y silla adornados ricamente, casi demasiado ricamente, con puntillas y perlas. Los pequeños estribos eran de la más fina plata.

Este animal era conducido del diestro por un corpulento joven que no tenía la más mínima semejanza con un mozo de equipajes. Hubiera parecido orgulloso e indiferente si sus ojos negros, medio ocultos por el cabello moreno, medio caído sobre la frente según la moda de entonces, no tuvieran una expresión maliciosa y divertida.

Sobre la magnífica mula cabalgaba un extraño ser, medio muchacho, medio muchacha, pues iba vestido con una falda a la vez que la parte superior de su cuerpo estaba cubierta con una chaqueta de color y cubría su cabeza con una gorra negra con borla blanca. El jinete tenía el cabello rubio claro, casi blanco; los ojos azul claro que miraban fijamente hacia delante, hacia la sierra que azuleaba; parecía no darse cuenta de la multitud y se estremeció ligeramente solo cuando las mujeres rompieron en grandes exclamaciones de alegría.

El conductor de la mula, un tal Francisco de Borja, se inclinó ligeramente hacia los campesinos; el pequeño jinete —pues, al parecer, era un muchacho— continuó en silencio. Esta postura del pequeño agradó extraordinariamente a la multitud, encantada con aquel joven pálido de estrechas espaldas, pues precisamente ese porte orgulloso les parecía el verdadero, el que correspondía a la realeza. El muchacho era el infante don Felipe, sucesor al trono de España.

Detrás del muchacho seguían, oscilantes, las sillas de mano. En la primera iba sentada una hermosa dama de cabellos oscuros, apoyadas sus lindas y algo redondeadas manos en los brazos del sillón; era doña Isabel, la madre del muchacho. «¡Viva la reina!», exclamaron los campesinos, y ella, al contrario que su pequeño hijo, se inclinó agradecida, y llamando a una enana tullida, que rápidamente se acercó a la silla corriendo sobre sus muñones, le dio orden de repartir entre la multitud un puñado de maravedíes. En la siguiente litera iba una gruesa dama, la primera dama de la corte de la reina, doña Leonor de Mascarenhas, en cuyo regazo dormía una niña, la infanta María, que era un año más joven que su hermano Felipe. Detrás de estas sillas venían aún muchas otras, algunas ocupadas con jóvenes damas que reían conversando con los jóvenes caballeros montados; otras ocupadas por miembros de la corte de edad más avanzada y altas dignidades de la Iglesia.

Detrás de las sillas venían los caballeros. Las mozas se atusaron excitadas el cabello y pusieron en orden sus vestidos, incapaces de todo arreglo. Frases picarescas les llegaron por el aire, que repentinamente se había vuelto fresco. Después hubo un momento de seriedad, pues llegaban los novicios de la Orden de Santo Domingo con sus hábitos blancos y negros y los discípulos de san Francisco de Asís, con sus cogullas color de tierra. A través de sus sandalias cubiertas de polvo y groseramente tejidas se podían ver los dedos de sus pies caminando sobre la arena. Cerraban el cortejo toscos carros de dos ruedas, llenos de muebles, alfombras, ropas y otros enseres domésticos, y que se bamboleaban de modo alarmante.

Ya era oscuro para ver bien, pues aquí, en la sierra, viene la noche muy deprisa, casi como en los trópicos. A la ardiente claridad del día siguen, repentina y brutalmente, las sombras presurosas de la noche.

En un recodo del camino el muchacho de la mula se animó y lanzó un largo ¡ay!, al tiempo que con su mano señalaba hacia delante con muestras de excitación.

Ante él, proyectado contra las sombras del Guadarrama, en aquel desierto de arena y roca, se veía una fortaleza con cuatro torres. La estampa surgió repentina, sorprendente, casi como la visión de un santo, y hubiese podido muy bien ser la visión de un santo, pues tras los sólidos muros con recios torreones cuadrados se levantaban severas y puntiagudas torres románicas y altos tejados de catedrales y capillas. Casi parecía que toda aquella pequeña ciudad fuera una especie de iglesia-fortaleza, baluarte de un cristianismo guerrero.

Ávila constituía el destino del viaje de la corte real, pues en aquellos tiempos no tenía España ninguna capital, residencia real fija, si no se quiere considerar a Valladolid como tal, y así ocurría que la corte estaba muy frecuentemente de viaje.

La madre del infante, doña Isabel, era una mujer piadosa y muchos de sus viajes perseguían objetivos también piadosos. Había ido con sus hijos a rogar a la tumba del apóstol Santiago, en Compostela; había visitado la Seo de Zaragoza, con su imagen de la Virgen, de la que se aseguraba que hablaba algunas veces; y había visto también a la Virgen del Pilar y había mandado a sus hijos colocar monedas a los pies de la imagen de piedra, de la cual se decía que se levantaba algunas veces de su sitial para mezclarse entre los arrieros, aguadores, mendigos y labradores para consolarlos y amonestarlos con palabras de amor.

También en Ávila había muchas cosas edificantes que ver. Allí estaba el convento de dominicos de Santo Tomás, en el que dormía su eterno descanso el oscuro Torquemada, el Gran Inquisidor, y bajo cuyo altar mayor se guardaba, en un precioso relicario, el brazo derecho de santo Tomás, con aquella mano que, incesante, había escrito en su no muy larga vida las grandes Summas, las obras más importantes del pensamiento medieval. En el jardín de este monasterio había dos raros toros de piedra; nadie sabía ciertamente cómo habían ido a parar allí. Al parecer, eran estatuas paganas dedicadas alguna vez al antiguo dios ibérico Dionisos, cuya fiesta religiosa, la corrida de toros, había venido hacia España y Creta (así lo dice la leyenda) desde la Atlántida, desaparecida bajo las aguas; y ciertamente había una ironía del destino en aquello de que los toros de Dionisos estuvieran ahora en el jardín del monasterio de los dominicos, los cuales ahora ofrecían a otro dios, al dulce Dios de Galilea, el sacrificio espantoso y cruento de la Santa Inquisición.

En Ávila se hablaba mucho de los viajes de Cristo por tierra hispana, y se cuenta con orgullo que una vez el Señor llegó a la comarca abulense. Cuando entonces vio lo desierto y lo estéril de aquella sierra de arena rompió en lágrimas de compasión por aquel pobre país. Y estas lágrimas del Señor (así se dice) se habían convertido en grandes piedras que entonces, como hoy, rodean los caminos de Ávila.

Pero ni las reliquias, ni los edificios piadosos, ni las edificantes leyendas eran el objeto de este viaje de la real familia: la reina consideraba que había llegado el momento de vestir a su hijo Felipe el traje de muchacho. Para un mortal cualquiera, el que le pongan las primeras calzas no es ningún acontecimiento importante; para el hijo del rey de España y para su pueblo constituía un hecho emocionante y de muy alta significación. Con ello, en primer lugar, Felipe se convertía efectivamente en un ser masculino, mientras que antes carecía de sexo.

En un día de agosto se dirigía doña Isabel con sus hijos al convento de Santa Ana. Ante la puerta cerrada debía de someterse a un interrogatorio, pues los conventos españoles eran como las ciudades: se mantenían firmes en su derecho de negar la entrada a cualquiera. Pero en esta ocasión fue puro formulario el que la portera preguntase sonriendo: «¿Quién solicita entrada?» y que la alta dama respondiera: «Doña Isabel, la reina, con sus hijos Felipe y María». Giraron las pesadas puertas y ya la reina, con sus hijos y damas, pasó del abrasador sol de agosto a la fresca sombra del convento, donde fue recibida con profundo gozo por la abadesa y sus monjas; pues este convento de Santa Ana mantenía antiguas y estrechas relaciones con la familia real; doña Isabel no era ninguna extraña en este lugar. Fue conducida a la iglesia, asistió a la consagración y los votos de varias novicias cuya entrada en el estado religioso había sido posible gracias a la dote y equipo aportado por ella. Comieron luego en el refectorio. Era un gran día de fiesta para el convento y muchos ojos femeninos se volvían hacia la mesa de la abadesa, donde estaba sentado Felipe, silencioso, al lado de su madre. María, su hermana, ya entonces, a pesar de sus tres años escasos, era una niña vivaz destinada a casarse algún día con su primo Maximiliano y a vivir en la corte de Viena, el antiguo solar de la soberanía de los duques de Habsburgo. Ahora ella, en esta circunstancia solemne, entre aquellas hermanas vestidas de oscuro, como no pudiera desarrollar su viveza y hacer preguntas infantiles, lanzaba a su hermano Felipe una mirada llena de reproches, pues este pensaba que una actitud rígida y callada era la que aquellas piadosas mujeres esperaban de él.

Cuando hubieron comido, se dirigieron en solemne procesión a la capilla lateral de la iglesia. Entre cantos y oraciones de las monjas, Felipe fue desnudado. Hacía fresco en la capilla, pero Felipe soportó con paciencia y gran seriedad, sin hacer preguntas, el que las mujeres le vistieran luego el traje español de la corte. El desacostumbrado vestido, la preciosa daga al costado, el bonete con las plumas blancas que tenía cierta semejanza con una brocha de afeitar, le molestaban: se sentía como disfrazado y objeto de burla; un carácter más débil se hubiera echado a llorar y se hubiera precipitado sobre su acostumbrada faldita. Don Felipe, sin embargo, soportó todo con gran paciencia; le habían explicado que este disfraz era el primer paso hacia la realeza.

Más tarde fue presentado a la nobleza y al clero de la corte y de la ciudad de Ávila. Escuchó nombres altisonantes, innumerables títulos que los camareros anunciaban con voz sonora. Contempló cómo los caballeros se inclinaban profundamente con una ligera sonrisa; cómo las damas le hacían reverencias y ocultaban sus pies bajo las amplias faldas de los vestidos. Felipe miraba a cada uno con gran seriedad, y solo si el presentado era un religioso inclinaba ligeramente la cabeza.

La multitud de rostros, el frufrú de las faldas de seda, el tintineo de las dagas, los ojos escrutadores, el fluir de nombres y títulos que no parecía querer tener fin, cansaban al príncipe. Estaba pálido, sus hombros todavía estrechos se estremecían de vez en cuando ligeramente bajo el pesado damasco negro; pero continuaba allí y cumplía el real deber de mostrarse a los caballeros y damas de su reino.

Detrás de él, apoyados en sus alabardas, estaban los guardias reales con sus birretes negros. El muchacho miró disimuladamente a su espalda girando a medias la cabeza; la vista de los guardias lo animó cuando ya sus rodillas querían doblarse, pues los ojos de los Guardias de Corps estaban tranquilos; su actitud era casi de descuido, ese descuido pronto a saltar que tienen los grandes felinos. Se dio cuenta de que a ellos no se les escapaba ningún rostro ni ningún movimiento; vigilaban por él. Con esto cobró el niño una sensación de gran poder; sabía, por los relatos de su madre, que, además de estos hombres, había aún muchos otros, casi innumerables, que custodiaban el trono de España.

Había hombres con trajes de vivos colores, con anchas sandalias y pantalón acuchillado, cortos jubones y yelmos, cuyos penachos oscilaban al viento. Hablaban flamenco, francés, alemán, vasco, italiano, checo; pero todos ellos guardaban a su padre y a él con sus lanzas, sus espadas, sus ballestas y puñales, con sus ruidosos y pesados cañones, sus caballos, galeras y carabelas. El agotamiento le había desaparecido como si se hubiera desprendido de un pesado capote y volvió lentamente la vista hacia los dominicos. Estos parecían una guardia casi más fuerte que los alabarderos. Estaban vestidos de blanco y negro y tenían apariencia de fuertes guerreros. El muchacho sabía ciertamente que le tenían cariño.

—¡Don Felipe, infante de España!

Las pesadas puertas levadizas del Alcázar se abrían lentamente con chirriar de cadenas. Casi ciego por la luz diurna de agosto que caía brutalmente, cerró Felipe los ojos. Subió a una pequeña tribuna en el balcón que, en otra ocasión, hacía largo tiempo, había sido edificado con fines bélicos para defensa de la fortaleza y la ciudad contra los infieles.

Felipe estaba allí, pero no oía ni veía nada especial, nada distinto, sino un susurro de voces y gentes que se diluía en el anónimo «algo» que se llama pueblo.

Allá abajo estaban todos los habitantes de Ávila: comerciantes, obreros, aguadores, hortelanos, arrieros, mendigos y ladrones. También ellos simpatizaban con él; pero allí no había orden ni esas formas rígidas a las que estaba acostumbrado el joven. Ninguna reverencia lenta, ninguna inclinación, ninguna sonrisa leve. El Felipe de cuatro años se asustó y sus finas manos intentaron agarrarse a la muy ancha baranda de piedra: con gusto hubiera retrocedido; echaba de menos a su madre y a la regordeta dama de la corte, doña Leonor. Pero tenía que recibir la mirada y la aclamación del pueblo, pues así lo exigía la costumbre.

Al poco rato sintió a su madre junto a él y escuchó abajo un renovado clamor: aquel caótico monstruo, el pueblo, saludaba a la reina. Aliviado, con un suspiro apenas perceptible, retrocedió hacia los dominicos y los alabarderos que lo cercaban como muralla humana. Sonrió ligeramente y se permitió bostezar con disimulo.

Entre la multitud, nadie se dio cuenta del miedo del hijo del rey. Solamente una única persona entre las mil no había sido engañada por su aparente serenidad. Esta persona era una muchacha de negros cabellos que tendría unos dieciséis años; respondía al nombre de Teresa y era hija de un noble de la ciudad llamado don Alonso de Cepeda. En esta muchacha, que además poseía un cierto atractivo a causa de sus vivos ojos negros y el delicado óvalo de la cara, concurrían unas circunstancias muy particulares. Muy pronto se había interesado Teresa por los libros, y había sido muy bien orientada, a la dulce edad de doce años, sobre las hazañas de Amadís de Gaula, el caballero Orlando y otros héroes de los libros de caballería. Los inauditos hechos de aquellos héroes, sus más o menos sangrientas aventuras, su librarse de una muerte cruel, la mayoría de las veces por un pelo, habían encantado de tal suerte a la muchacha que, como más tarde le sucediera al héroe de Cervantes, le habían metido en la cabeza hacer algo parecido a lo realizado por aquellas figuras ideales de un mundo ya pasado.

Pero desgraciadamente una vez que la joven había vuelto al mundo real, aunque no estaba precisamente dotada de un temperamento de amazona, había llegado al resignado convencimiento de que para ella, como mujer, solo era viable el camino de aquel mundo ideal de heroísmo a costa de grandes sufrimientos; y así se había decidido firmemente a sufrir el martirio a manos de los infieles. Pero puesto que entonces, muy a su pesar, ni en Ávila ni en sus alrededores se podían encontrar paganos sedientos de sangre, se había marchado una mañana con un hermano más pequeño, al que había convencido completamente de las excelencias de sus planes, al igual que en su vida posterior había de atraer a su raro camino a miles de mujeres, simples aldeanas, duquesas y reinas y, también, a miles de hombres. En aquella mañana habían tomado el camino del sur con la seguridad de que en cualquier parte habrían de encontrar paganos si continuaban andando en la misma dirección lo suficientemente lejos. Por desgracia, el destino había opuesto una barrera contra sus planes en forma de tío, un tío que topó en el camino con sobrino y sobrina y en cuanto hubo tenido conocimiento de sus proyectos idealistas había reexpedido a la joven pareja a la casa paterna tachándolos de rebeldes.

Esta muchacha, Teresa, aquel día, había acudido allí abajo, entre la multitud reunida ante el Alcázar, con la ilusión de ver alguna vez un rey verdadero.

La primera impresión había sido de desilusión. No era ningún Amadís de Gaula, no era un juvenil Cid el que había aparecido en el balcón. De ninguna manera. El joven era dulce y pálido. Inconcebible que el impetuoso Cid hubiera tenido la misma apariencia cuando tenía cuatro años. Después de que esta primera desilusión se hubo pasado, atendió a la expresión del rostro infantil, pues Teresa, aún casi una niña, era buena conocedora de los hombres.

Notó que el joven se asustaba, pero también vio que se sobrepuso al creciente temor callada y dignamente. El pequeño gesto de agarrarse a la balaustrada protectora no se había escapado a su aguda vista. Y al mismo tiempo había sentido ella con claridad que, allá arriba, el pequeño sucesor al trono vivía precisamente como ella misma: con el corazón en otro mundo, en un mundo de santos, reliquias, oraciones e iglesias. De modo que hubiera estado casi desnudo y desamparado ante el mundo ordinario si el digno traje de corte, los dominicos y los alabarderos no le hubieran prestado la aparente serenidad que interiormente aún no podía poseer.

No se había podido contener más tiempo y había unido su voz a la exclamación de la multitud: «¡Viva el infante!». Rápidamente se había vuelto el muchacho con una sonrisa apagada, pero a Teresa le pareció como si, durante un instante, sus azules ojos se hubieran encontrado con los oscuros de ella; como si se hubieran mirado cara a cara: dos futuras personalidades, Felipe II y santa Teresa, la firme voluntad política aparente y el interno impulso del corazón hacia Dios y hacia el poder.