Prólogo

La novela histórica es un territorio literario fascinante. Si la fascinación se encierra en cualquier tipo de novela, en la ficción histórica esta magia adquiere una doble motivación. Por un lado, es la ficción en sí misma, con sus códigos específicos al servicio de algo tan maravilloso como es inventar a través de las palabras; por otro, es la Historia la que sustenta el peso del argumento, lo que supone una ventaja añadida, ofreciendo el mayor interés al hecho literario de contar. Sin embargo, no son pocos los detractores de la creación literaria etiquetada como «novela histórica». Quienes detestan las ficciones en las cuales el protagonista es un personaje con peso histórico evidente, lo hacen poniendo en acción un argumento, a su modo de entender, inflexible: la Historia, como tal, no admite intromisiones literarias, y todo lo que sea manipular de una u otra manera lo que ocurrió es deformar descaradamente una realidad ya pasada; esa que no permite cambios ni acaso simples interpretaciones.

Situados los desacreditadores en ese lugar saturado de crítica, da la impresión que aborrecen la novela histórica por mantener un orgullo ciertamente ficticio: la verdad solo fue una y nadie podrá manejarla a su libre albedrío. Pero olvidan algo esencial. La Historia no dispone de una lectura única, porque siempre se ha hecho a medida de los vencedores. Pero tampoco conviene descuidar algo no menos importante. También los perdedores han tratado de diseñar la Historia a su medida, acaso como terapia para su desesperación o como remedio para destrozar la indiferencia y el olvido.

Por tanto, nadie puede presumir de saber la única verdad, debido a que todo es susceptible de opinión, y los sucesos ocurrieron de un modo, pero también pudieron haber discurrido por el camino opuesto. Mostrarse contrario a las novelas con contenido histórico es respetable, pero no indica una apertura a todas las posibilidades que tiene el acto de contar. Además, quienes detestan la novela histórica no tienen reparos en rubricarla como un género literario menor, un subproducto que tampoco dispone de espacio, que deambula perdido en el paraíso de los libros. Sin embargo, aun cuando hay ficciones históricas cuya altura literaria es discutible (circunstancia nada distinta a otra obra novelada de tema libre), lo habitual es que las novelas con trama histórica estén sujetas a un mérito añadido: para escribirlas hay que haber investigado antes, con auténtica profundidad y dedicación. Antes de escribir sobre un personaje que tomó cuerpo en la Historia, es imprescindible empaparse sobre él, conocerlo como a alguien cercano a quien saludamos cada mañana.

Tal vez aquí radique la línea de separación entre una buena novela histórica y otra obra que solo toma como disculpa lo histórico para elucubrar con cierta torpeza más allá de lo admisible. Naturalmente, habría menos detractores si la exigencia de contar la verdad se mantuviera en un límite correcto; es decir, que la ficción únicamente fuera una justificación, el tejido necesario para sustentar una historia, de manera que la «verdad histórica» continuara indemne a los pecados literarios del novelista. O dicho de otro modo: prevalecer lo asumido como histórico sobre la pura ficción. Así, pocos serían los que pusieran objeciones, y donde antes veían defectos después repartirían bendiciones. Porque hay algo que no necesita explicaciones suplementarias: la novela histórica está obligada a enseñar Historia y, por la misma razón, a no deformarla más allá de lo lógicamente permitido. No es asumible que una novela histórica deforme de tal manera la realidad que ya nada sea allí reconocible. Mentir para confundir carece de sentido literario y de futuro. Se puede perdonar una leve mutación, conceder si se quiere situaciones que pudieron ocurrir, algún diálogo que pudo haber sido o acaso lo fue, pero nunca destrozar lo que suponemos como verosímil tomando como descargo la libertad literaria.

Si nos sirve como referencia esta manera de entender y comprender la novela histórica, pocos personajes pueden tener más méritos para ser novelados que Felipe II. Vivió 71 años, una edad más que respetable para el final del siglo XVI, cuando la vida media de los españoles no sobrepasaba los 32 años. Fue el Rey del Mundo desde 1556 a 1598 y soberano de una España de ocho millones de habitantes asolada por la peste, la mortalidad infantil y la fiebre puerperal. Era la España del Rey Prudente una nación temerosa ante la leva obligatoria de soldados, aterrorizada ante las continuas guerras en Europa y sometida al estrangulamiento de los impuestos, que siempre acababan por ahogar a un pueblo pobre y hambriento. Felipe II fue el soberano de una España apurada por las deudas y la decadencia progresiva, donde la Santa Inquisición auspiciaba el poder de la Iglesia católica con desmanes y asesinatos, y todo bajo la protección del rey y su política de «enviado de Dios». Felipe II se comportó como un rey de altos ideales, en un país que pedía expresamente la paz con los brazos abiertos.

El Rey Prudente es un eterno «personaje literario», porque no podría ser de otro modo. Después de vivir 71 años y gobernar casi todo el mundo conocido, pocos pueden poner en duda que su bagaje poético es tan importante como innegable. Por eso, en una persona enigmática y contradictoria como él era, que con la mirada helaba y con la sonrisa cortaba, que con una mano entregaba una limosna y con la otra firmaba una sentencia de muerte, nada como la literatura para rendirle cuentas y sacar al exterior todo aquello que el secreto no permite por los cauces ortodoxos. Fue un rey que guardó tantos misterios, que propagó a su costa tantas habladurías, que lo cierto se convertía en leyenda, lo falso en modelo a copiar y la verdad en múltiples mentiras. Sus enemigos lo odiaron más allá de lo humanamente justificable. Por el contrario, quienes lo conocieron de cerca sabían de su corazón blando en la vida familiar, y su carácter de hierro para los asuntos intrincados del Estado. Leyenda y realidad se fundieron al unísono en el Rey Prudente, y hasta tal punto se alcanzó en esta mezcolanza que, incluso él mismo, aprendió a vivir lo falso como si fuera cierto y lo verdadero como un Sueño del que no sabía despertar.

La enfermedad de la gota protagonizó su historiografía, la de un «hombre enfermo con una mala salud de hierro». Este padecimiento reumático fue el achaque más importante en una persona dotada de una suficiente y generosa longevidad. ¿Hubiera sido lo mismo Felipe II sin la gota? ¿No fue su enfermedad otro incentivo literario para conceder al rey un lugar privilegiado en la ficción? Difícilmente se le puede negar al Rey Prudente la posibilidad de ejercer como una figura literaria dotada de muchos matices. Fue un hombre que se desposó en cuatro ocasiones y cuatro veces enviudó. Asistió al entierro de una hija y cuatro hijos varones, así que conoció en carne propia que Dios no iba a mostrarse benévolo con él y la ansiada búsqueda de un heredero. Con María Manuela de Portugal, su primera esposa, apenas pudo conocer los primeros escarceos del amor, porque ella murió en el posparto del primogénito: el desventurado príncipe Carlos. De María Tudor, su segunda esposa, recordaría siempre con acritud lo que fue casarse con una mujer madura y estéril, que sentía la mayor repulsa por todo aquello que desprendiera aroma español. A Isabel de Valois, su tercera esposa, la amó sincera y profundamente, como llegan a saber amarse un hombre y una mujer que se sienten esencialmente enamorados. Luego, cuando ella falleció con solo 22 años de edad, fue un marido feliz y equilibrado con su cuarta esposa, Ana de Austria, quien le concedió el regalo de engendrar a Felipe, su sucesor. Pero el rey deseaba jugar con el destino, ejercitarse como hombre de cuando en cuando; huir, en cierta medida, de su papel cotidiano cómo rey. Su felicidad completa no fue alcanzar el nacimiento de un heredero, sino haber tenido con Isabel de Valois a Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, sus «hijas tan queridas en alma y entereza, y por quienes daría la vida si las circunstancias así lo exigieran».

La literatura de ficción busca en alguien la forma de sacarle de las esquinas aquello que guarda, de manera que inventando se pueda saber la «otra verdad», que a veces es la única, aquella que nadie se atreve a decir por miedo a verse reflejado en el mismo espejo. En Felipe II no es preciso agarrarse a las sombras, porque en sí mismo él es un arquetipo de hombre novelable. ¿Cómo no puede serlo un rey que le puso alas al Santo Oficio de Dios, bajo el argumento de que el único sitio de aquel que negaba la verdad del cielo era el fuego de la hoguera? ¿Quién se atreve a negarle al Rey Prudente un lugar destacado en la novela histórica, cuando en 1588 envió a la Armada Invencible al desastre más absoluto, únicamente porque era una empresa auspiciada por Dios en contra de Inglaterra? Tal vez ningún rey dispone de tanto acervo en su historia personal para convertirlo después en novela; máxime cuando esta ocupará el espacio de los secretos guardados bajo llave y las palabras silenciadas por miedo a las represalias.

Es muy difícil sustraerse del magnetismo literario que irradia Felipe II. ¿Acaso no es suficiente motivo literario el hecho de que un padre encarcele a su hijo, al primogénito, y lo tenga encerrado hasta que la muerte se lo lleve por sorpresa o por necesidad? El sacrificio político del príncipe Carlos fue el primer peldaño de la leyenda negra, y tal vez en ese momento fantástico y angustioso se acrecentó la figura literaria del rey. Un hombre sorprendente que detestaba la guerra y anhelaba la paz, pero a quien las circunstancias le obligaron a un cambio de papeles: en sus largos años de reinado España solo estuvo en paz durante seis meses, en el período de marzo a septiembre de 1577. La literatura no puede ni debe preocuparse de los personajes unidos por el cuello a la rutina. Al contrario, la ficción está obligada a escarbar donde se presuma que hay poso, y en Felipe II existe demasiado sustrato literario como para dejarlo escapar.

¿Es disculpable, desde el punto de vista literario, que a un hombre enigmático, oscuro, obsesivo y ambivalente no se le dedique la parcela literaria a la que inexcusablemente tiene derecho? La novela histórica tiene la ventaja de que un historiador nunca podrá exigirle cuentas, pero sí ofertarle aplausos. No puede haber ninguna aproximación entre un libro de historia, un ensayo y una obra de ficción. Cada uno en su lugar, pero con toda probabilidad entremezclados por el mismo destino y un mismo fin: poner al descubierto, aunque en campos distintos, las cosas que solo tienen cabida en un lugar y no en otro.

Algo es indiscutible: una buena biografía tiene que ser, al mismo tiempo, y sin olvidar el núcleo principal, una intrahistoria; es decir, una historia contada también desde los pequeños detalles. Pues bien, será a partir de los detalles menores, los que la historia al uso generalmente arrincona y tira a la basura, cuando la ficción se abre camino: novelará, propondrá sucesos distintos y soluciones impensables. ¿No puede servir una novela para adentrarse aún más en la psicología de un personaje? ¿Hasta qué punto la Historia puede verse influenciada por el comportamiento psicológico de los que detentan el poder? Así pues, no se pueden dejar en el olvido las emociones personales, los vaivenes amorosos, la manera de comer, la moda, las alegrías y las decepciones. Por supuesto, esto puede tener una complicada cabida en un libro de ensayo, y quedar fuera de lugar en los libros de historia con una decidida intención erudita.

En cuanto a Felipe II caben muchas preguntas, y por muchas que fueran siempre serían insuficientes. Sin embargo, pueden ser posibles algunas, aquellas que nos acercarán al hombre, pero también al rey. Un acercamiento a quien gobernó en todo el mundo conocido, en unas tierras sin final que comenzaban en Madrid, que seguían por México, Manila, Macao y Malaca, terminando por la India, Angola y Mozambique. ¿Por qué cuando el rey murió el pueblo se debatió en opiniones distintas? ¿Fue Felipe II un rey prudente? ¿Por qué se casó con Isabel de Valois, cuando en principio ella estaba destinada al príncipe Carlos? ¿Al rey solo le importaban sus cuentas con Dios? ¿Respetó en verdad a su pueblo o únicamente lo usó para su propio beneficio? ¿Nunca hubo en España un monarca tan bondadoso como él? ¿España volvería ser tan importante como bajo su reinado? ¿Por qué motivo parecía estar convencido de que «él solo poseía un conocimiento exacto de los sucesos que pasaban en todas partes»? ¿Amó realmente a sus esposas? ¿Sufrió como padre la muerte en prisión de su primogénito, el príncipe Carlos? ¿Alguna vez el rey se arrepintió de haber presidido algunos autos de fe? ¿Nunca tuvo reparos en favorecer la endogamia para mantener, a costa de lo que fuera, la hegemonía de la estirpe Austria-Habsburgo?

Edgar Maass, con la magnífica novela El sueño de Felipe II, entregará la respuesta a estas y a otras preguntas, y el lector sabrá agradecérselo. El sueño de Felipe II es una novela histórica con todos los predicamentos del género: medida con corrección y sin alborotos ni esperpentos literarios; las fechas correctas, las situaciones que fueron y las que pudieron ser dándose la mano para caminar juntas y la ficción mezclándose con la realidad en la justa proporción. A lo largo de sus páginas discurre como de puntillas el rey desde su nacimiento en Valladolid en 1527, hasta su muerte en El Escorial de Madrid en 1598. Una larga vida de sorpresas, vacilaciones, miedos y alegrías; en definitiva, el sueño que fue o que bien pudo haber sido. Un sueño en el Rey Prudente con los ojos cerrados y las manos abiertas, como aguardando a que alguien lo lleve a algún sitio solitario donde pueda ser eternamente feliz.

En esta novela Edgar Maass ofrece un repaso prolijo de la vida de Felipe II, desde los años formativos a los momentos finales, pasando por las bodas, las traiciones, los ajustes de cuentas y las victorias sangrientas en países que odiaban a la todopoderosa España. Es una novela estructurada en veintiséis capítulos cortos, acompañados en el título con el año explicativo. Nada de suposiciones baldías: las fechas sin errores, y solamente en ocasiones algún cambio de escenario por la voluntad del autor, o tal vez porque así lo demandan literariamente los personajes. He aquí otro atractivo más de la ficción histórica: a través de las páginas un personaje se rebela ante lo que fue o le obligaron ser, y entre las líneas se convierte en lo que deseó ser por encima de todo y no pudo conseguirlo.

El sueño de Felipe II es una novela de situaciones, de vivencias, y en su constitución discurre con fluidez un texto bien acoplado. Nos gustaría disfrutar más cuando las líneas se acaban, lo cual indica que hay profundidad en lo escrito. Pero, por encima de cualquier propuesta, es una novela de investigación y en esto radica su éxito. Especialmente bella es la escena de Felipe y María Manuela de Portugal cuando van a visitar a Juana la Loca, en Tordesillas. La mujer, prisionera de la política y las traiciones, no pide a sus nietos que se van a desposar grandes cosas ni demostraciones pomposas. Sencillamente, les pide con lágrimas en los ojos algo espontáneo, al alcance del más mísero de los vasallos: que bailen los novios para ella.

El sueño de Felipe II nos dará a conocer el padre del rey, el emperador Carlos V, tan distinto a su hijo en las formas pero idéntico en el fondo. Conoceremos las desventuras del príncipe Carlos y los arroyos turbios del poder. Sabremos ya más del hombre y el rey. Es una novela que se comporta como simple ficción, aunque sin desearlo ofrece una crónica renacentista imprescindible. El rey más poderoso de la Tierra tomando posiciones en una novela que es, a la vez, una sabrosa ración histórica condimentada con literatura y un buen pedazo de la Historia. Es muy posible que siguiendo las páginas de El sueño de Felipe II se pueda encontrar una aproximación a la realidad más humana del Rey Prudente. Un hombre singular que vivió y murió en el fascinante e inolvidable siglo XVI.

ANTONIO MARTÍNEZ LLAMAS