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En Salamanca
AÑO 1534
Salamanca yace en un valle no muy amplio, entre dos colinas. Sus calles son estrechas, con altas paredes blancas rara vez interrumpidas por encajadas ventanas o por balcones ligeramente sobresalientes. En aquel tiempo era la vieja ciudad la mayor universidad de España y uno de los más importantes lugares de estudio de toda Europa. Casi diez mil estudiantes de todos los países llenaban las aulas, las calles y las casas de huéspedes.
Ruido, risas, luchas, duelos y fiestas académicas pertenecían al alma de la ciudad tanto como los solemnes debates de las facultades de Teología y Derecho, que gozaban de una fama especialmente elevada.
Aquí, en Salamanca, había sido preparada la armadura teológica de los grandes luchadores de la Iglesia, santo Domingo y san Ignacio de Loyola, y aquí, a la sombra de la gran catedral había compuesto el jurista doctor Juan Ginés de Sepúlveda su maravilloso libro sobre el derecho a la guerra contra los indios, el cual había de sugerir al humanista dominico Las Casas los más violentos ataques contra el desgraciado autor. Aquí había hablado, sobre las sátiras de Juvenal, Pedro Mártir, uno de los grandes espíritus de aquel tiempo, semejante en muchos aspectos a Erasmo…, y no estaba demasiado lejos la hora de que en aquellas aulas entrara, como discípulo aplicado, el más grande dramaturgo de España, Calderón de la Barca.
Salamanca era un lugar de enseñanza y educación, pero no solamente para los nobles y los clérigos, sino también para los jóvenes del pueblo llano. Allí llegaban pesadamente cargados con sus camas, con cestas de pescado seco en las manos, con una ristra de pequeños embutidos españoles, chorizos, alrededor del cuello, y quizá con un pellejo de vino del país sobre los hombros, descalzos o con ruidosos zuecos de madera. La mayoría de ellos eran demasiado pobres para pagar los pocos maravedíes del alquiler de una habitación, y de esta manera vivían y dormían en las aulas y los pasillos de la universidad, en los patios de los monasterios o en los torreones de la ciudad.
A esta Salamanca envió doña Isabel a su hijito don Felipe después de que él hubiera alcanzado la madura edad de siete años, pues parecíale necesario privarle de la compañía de amas y señoras para que se dedicase a las ciencias y las artes espirituales y caballerescas de su tiempo. La reina le proporcionó una casa propia en la ciudad de la universidad y le dio un educador intelectual y otro caballeresco, pues era naturalmente inconcebible que el infante tuviera que mezclarse en las aulas con la grosera multitud, como cualquier mortal ordinario del país.
Todas las mañanas llegaba el doctor Juan Martínez Silíceo, profesor de Teología de la universidad, a la casa del príncipe, pues la ciencia de aquellos tiempos estaba aún fundada en la Teología: ancilla theologiae. El doctor Silíceo, un amable y erudito señor con largo ropaje negro, era conducido por el ceremonioso mayordomo a presencia del infante.
Junto al niño estaba sentado su primo Max, el cual hablaba un español tartamudeante y con un débil acento austríaco, pues vivía en Viena. Detrás estaba, en pie, delgado y moreno, con su bello rostro de agudas facciones, el portugués de doce años Ruy Gómez de Silva, que sentía particular aprecio por el príncipe. Después de muchas reverencias y pasos de baile comenzaba el doctor Silíceo a hablar. Hablaba de la creación del mundo y, de vez en cuando, se permitía hacer alguna pregunta al infante, especialmente si notaba que este había comprendido el objeto de la explicación. Si contestaba con exactitud, se reía a carcajadas; si la respuesta no era correcta, entonces observaba amablemente que su alteza real debía de haberse equivocado.
El negro doctor hablaba también de que en las cuestiones teológicas se debía uno de mantener siempre en la opinión de la Iglesia, pues si se formaba cada uno su opinión particular sobre Dios y la fe por sus propias reflexiones, entonces la consecuencia sería un caos general. Aquí comenzó el doctor Silíceo a suspirar con violencia y dijo que, desgraciadamente, también en los Países Bajos, la tierra que heredaría el infante, había muchos hombres influidos heréticamente por el diablo, que habían abjurado la obediencia del santo padre, que se habían hecho bautizar por segunda vez y que hasta arrollaron las iglesias para destruir y tirar a la basura las sagradas imágenes, los ornamentos y las reliquias.
—¿Hay, pues —preguntaba el muchacho con voz clara—, también herejes en España?
El doctor Silíceo ponía una cara triste.
—No se puede negar —replicó— que hay también herejes españoles. Pero cuando se ve a este monstruo profundamente metido en las almas perversas, como hace la Santa Inquisición de nuestros buenos dominicos, entonces, la mayoría de las veces se deduce que son tristes excepciones; casi nunca se trata de castellanos, sino de moriscos o marranos.
—¿Y qué es eso? —pregunta el pequeño.
—Cuando la bisabuela de vuestra alteza real, que en paz descanse, la reina católica doña Isabel, expulsó a los moros y los judíos del suelo de España, que ellos habían ensuciado durante tanto tiempo con sus vergonzosas supersticiones, la reina fue lo suficientemente magnánima como para perdonar a todos los que se convirtieran a la única Iglesia verdadera de Nuestro Señor Jesucristo. Los moros que se dejaron bautizar se llaman moriscos y los judíos bautizados, marranos. Pero, príncipe —suspiró el doctor—, muchos de estos nuevos bautizados se mostraron como lobos con piel de cordero. Los moriscos volvieron nuevamente a sus baños paganos, leían sus escrituras arábigas y llevaban el atuendo moro. Los marranos comían otra vez pescado y olivas para honrar a sus muertos, se vestían especialmente elegantes en sábado, porque aún lo consideraban como su sabbat y despreciaban la carne de cerdo porque el caudillo Moisés se había declarado muy en contra de este nutritivo animal. De esta conducta se desprende que no podían ser interiormente cristianos. Los moriscos hasta llegaron a matar a hombres y mujeres cristianos, y escupían y destrozaban las imágenes de los santos cuando creían no estar vigilados.
El muchacho se movía nervioso en su taburete. El primo Max estaba menos impresionado.
Ruy Gómez se inclinó hacia delante y dijo:
—Yo, en verdad, creo que los moriscos y los marranos están conjurados contra nuestro rey y señor.
El infante se levantó de un salto.
—¿Es cierto esto, Ruy Gómez? —exclamó.
—¿No es verdad, doctor Silíceo? —dijo Ruy Gómez.
—Indudablemente, indudablemente —murmuraba el doctor Silíceo.
—¿Y por qué no se hace entonces nada contra ello? —gritó el infante retorciéndose las manos.
—Se hace lo que se puede —dijo el doctor—. La Santa Inquisición se esfuerza en todas las formas posibles, pero hasta ahora no se han encontrado pruebas certeras. Solamente se sabe que los moriscos y los marranos esperan en el fondo de sus almas la hora de la venganza; no pueden olvidar su poderío anterior. Muchos han huido hacia Túnez para unirse al Barbarroja Kheyr-ed-Din y con él saquean las costas de la desgraciada Italia. Otros se han escapado con los herejes protestantes otra vez. Pero los peores se fueron a la corte del Gran Turco, en Bizancio, al cual continuamente le dejan caer en los oídos que debe conquistar España para el Islam, como antes lo hizo Tarik para milenario sufrimiento del pueblo español y de la Iglesia española. Pero, con permiso de vuestra real alteza, esto son cuestiones políticas. ¿No sería mejor, según mi modesta opinión, que nosotros nos dedicáramos ahora al arte de escribir correctamente y a leer los comentarios de Julio César, en los cuales, mea culpa, estamos algo retrasados? Pues César escribió no solamente un latín educativo, sino que, dicho sea de paso, fue también un gran emperador y un aventajado general.
—Mi padre, el emperador —exclamó el niño—, es un emperador más grande que César.
—Sin duda, sin duda —dijo el doctor Silíceo—. La majestad imperial de vuestro padre se esfuerza con gran cuidado por el Sacro Imperio Romano, por la unidad y la salud de Europa, por la herencia de los cesares.
—Doctor Silíceo —dijo—, es un placer oírle hablar a vuestra merced y aprender con ello.
El doctor Silíceo se puso colorado como una muchacha.
—Yo agradezco a vuestra real alteza —dijo inclinándose— estos inmerecidos elogios. Pero tempus fugit, el tiempo pasa y ya se acerca la hora del desayuno. ¿Cómo se diría en latín? Mensa, en aquella lengua maravillosa…
—Un momento —interrumpió el infante—, antes debemos terminar nuestra conversación sobre los moriscos y marranos. A mí sencillamente me gustaría ver llegado el fin de todo. ¿Por qué, pues, doctor, mi padre no aniquila al Gran Turco hereje, como ha derrotado y castigado a la Galia?
El doctor Silíceo se frotó la frente con su mano gris de gruesas venas y reflexionó un momento. Pequeñas perlas de sudor aparecieron en su frente a pesar de que la mañana era fresca.
—Una pregunta difícil —suspiró—, una pregunta muy difícil, una pregunta metafísica, por así decir. ¿Por qué es poderoso el mal? Evidentemente, lo es solo por causa de la tibieza y la indecisión del llamado bien. Pues, en sí, el mal es en realidad inexistente: un reflejo, un error, una ilusión que se disuelve en vapor cuando uno va decididamente a su encuentro. Pero así, con el Cisma de la Iglesia, con la llegada del hereje, con la enemistad contraria a los principios cristianos, el turco ha llegado a ser Gran Turco y ahora se cierne sobre nosotros como una nube amenazadora de destrucción. Primeramente destruyó el Imperio Romano de Oriente, tomó Constantinopla; luego ocupó en Italia Otranto y finalmente tomó la plaza fuerte de Belgrado. Cuando el emperador estaba ocupado con los franceses, el sultán Solimán, a quien ellos, por algún motivo, llaman El Magnífico, tomó la isla de Rodas, el baluarte de los sanjuanistas, que, entonces, por magnanimidad de la majestad imperial, encontraron una nueva patria en la isla de Malta. Al mismo tiempo envió el sultán sus hordas hacia Hungría, donde mataron al rey Luis, tío de vuestra alteza real, en la batalla de Mohács. Como dos brazos de una gran tenaza hay hordas de infieles al norte y por el sur del mar Mediterráneo. Por un lado llegan los ejércitos del turco hasta Buda, y por el otro, en Egipto, hasta Trípoli, Argel y al prominente Túnez, que está dominado por el monstruoso Barbarroja; en medio se encuentran navegando las galeras con la odiada Media Luna que amenazan las costas de Italia, Malta, Sicilia y Cerdeña. Yo francamente creo que la situación es tan peligrosa que solo un milagro de Dios nos puede salvar de los infieles. Pero la cristiana España expulsará al Islam de Europa, con la dirección de su rey, como lo ha expulsado de la península. ¡Quiera la Santísima Virgen, Nuestra Señora, proteger al emperador Carlos y a su pueblo! Quiera Santiago, el hermano del Señor, el que cabalga sobre las batallas, mantener sus caritativas manos sobre el emperador y el ejército.
El doctor Silíceo descubriose, se arrodilló y rezó.
Los tres muchachos hicieron lo mismo. Por las mejillas del infante rodaban las lágrimas, mientras que su rostro permanecía tranquilo y sereno como siempre. Felipe se descubrió.
—Os lo agradezco, doctor Silíceo —dijo—; mi padre vencerá. Pero si él no termina la obra, juro ante la Santísima Virgen de Guadalupe que no descansaré hasta que España y Europa se vean libres de infieles para siempre.
Sus ojos azules se habían oscurecido; una extraña agudeza había aparecido en su mirada, cuya energía casi inquietó al buen doctor.
El rostro, sin embargo, estaba sereno e inmóvil, casi frío.
A la tarde del mismo día entró Felipe en el parque. Llevaba botas altas, pantalón de montar, jubón verde y un birrete adornado con una puntiaguda pluma de color. En la pequeña plaza redonda, en la que cantaba una fuente, había un caballo sin silla sujeto de la rienda por un palafrenero. Junto al caballo, que de vez en cuando sacudía su melena salvaje, se encontraba, alto, cabello gris, en postura de franca indiferencia, don Juan de Zúñiga, comandante militar de Castilla. Cuando el muchacho se acercó, quitose el sombrero e inclinó sonriente la cabeza. Felipe hizo un ligero y tímido movimiento con la suya sin descubrirse. Don Juan tomó la rienda y despidió al palafrenero. El chico lanzó un profundo suspiro.
—Este es el caballo —dijo don Juan—, un purasangre árabe de Andalucía. Perseverante, rápido y valiente.
—Yo no quiero nada árabe —dijo Felipe mirando con recelo al caballo.
—Desde siempre han tenido los árabes los mejores caballos —dijo don Juan—. El Cid Campeador los estimaba mucho, y lo mismo hacía el rey san Fernando, la reina Isabel, don Gonzalo de Córdoba; en resumen, todos los reyes, generales y caballeros de España. Quiero llamar la atención de vuestra alteza sobre el hecho de que una yegua brabanzona es muy apropiada para las damas, los clérigos y los cerveceros, pero no para un caballero, especialmente si el caballero es al mismo tiempo infante de España.
El infante tragó saliva y miró hostil a don Juan.
—El caballo no está ensillado —dijo de mal humor.
—Vuestra alteza debe montar un caballo sin silla —replicó don Juan— para aprender la posición correcta. Después montará en una silla sin estribos cuando vuestra alteza haya aprendido a ensillar y a cinchar correctamente.
—Yo no soy ningún mozo de cuadra —exclamó.
La sangre le había subido a las mejillas.
Don Juan le miró. El indicio de una sonrisa se deslizaba por su barbudo rostro.
—En el entusiasmo de la batalla, en el ardor del torneo —dijo— tiene que poder confiar el caballero en su caballo y su arnés. Él debe ser capaz de corregir las faltas. ¿Pero cómo las va a encontrar si no ha comprendido lo que es ensillar? —El muchacho se encogió de hombros—. Os ruego que montéis —dijo don Juan lacónico. Felipe hizo algunos vanos intentos de montar; el caballo cedía de costado. Finalmente, con ayuda de su profesor, lo logró. Don Juan le alcanzó las riendas y lo miró con intención crítica—. La cabeza más alta —observó—, la espalda más recogida, las rodillas fuertemente apretadas…, así está mejor. Ya iremos aprendiendo.
El joven jinete estaba sentado firme en el caballo, el cual daba vueltas alrededor de la fuente. El sol dibujaba las hojas de castaño, que se movían con leve ruido, sobre el césped todavía verde claro. Don Juan mandaba hacer a su discípulo los diversos pasos. Poco a poco desapareció la terquedad del rostro del muchacho. Ahora estaba alegremente excitado.
De repente, en un giro, el caballo pataleó y tropezó. El príncipe perdió el equilibrio y cayó resbalando al césped. Poniendo cara de asombro miró a don Juan.
—¡Oh! —dijo este—, esto también me ha pasado a mí. —Felipe se echó a reír; no podía imaginarse al comandante caído en el suelo—. Tiene que acostumbrarse uno al caballo —dijo don Juan—, conocer su carácter y presentir sus mañas y sus defectos y soldarse con el animal en un solo cuerpo como un centauro de la antigüedad.
—Yo nunca llegaré a ser un centauro —suspiró el pequeño montando otra vez.
—Basta por hoy —dijo don Juan—, aquí tengo noticias de África que interesarán a vuestra alteza.
Sacó de su jubón un papel que lentamente desdobló.
—¿De África? —exclamó Felipe mirando atento a don Juan.
Este carraspeó brevemente y leyó:
Al Comendador Mayor de Castilla, nuestro fiel don Juan de Zúñiga. Dado en la ciudadela de Túnez a 20 de agosto Anno Domini 1535. Digno Señor, las siguientes líneas son para informaros que en Castilla no son necesarias nuevas levas, puesto que Dios ha regalado a nuestras cristianas armas la victoria.
El 21 de junio establecí el campamento delante de la ciudad de Túnez y con sorprendente celeridad logré asaltar la fortaleza de La Goleta, que estaba defendida por Sinán el judío. Puesto que esta fortaleza representaba la principal defensa de la ciudad y Túnez apenas se podía sostener sin ella, Kheyr-ed-Din, el Rojo, hizo una salida con todo su ejército de cincuenta mil hombres contra mis tropas, mucho más débiles en número.
Las gigantescas hordas de infieles se arrojaron gritando sobre nosotros; pero nosotros, españoles, italianos y alemanes, estábamos dispuestos en tres cuerpos y dejamos que corrieran hasta nuestras lanzas como los jabalíes al encuentro con las jabalinas.
Entonces avanzamos lentamente contra la avalancha, que, a pesar de los gritos del Rojo, pronto empezaron a titubear. Por fin se precipitó a la huida toda la desordenada masa de hombres llevándose consigo a su jefe, desgraciadamente, pues con mucho gusto lo hubiéramos cogido prisionero. Esperábamos una posterior resistencia en la misma Túnez. Pero, entretanto, los esclavos cristianos se habían liberado de sus grilletes y habían ocupado la ciudadela. Todas las puertas y calles estaban llenas de fugitivos que se llevaban consigo enseres, carros y animales. La enorme confusión nos permitió tomar la ciudad sin más resistencia. Desgraciadamente, escapadas también entonces nuestras tropas de las manos de sus capitanes, particularmente los lansquenetes alemanes, saquearon la ciudad y asesinaron a muchos infieles.
Nos fueron entregadas las llaves de la ciudad y diez mil cristianos fueron libertados de su cautiverio. Nuestro botín era grande, pues cogimos toda la flota de Barbarroja y 330 cañones de bronce de las murallas de La Goleta. En el trono de Túnez colocamos a Muley-Hassán, el cual se declaró vasallo nuestro y prometió enviarnos anualmente un tributo de seis halcones y seis caballos árabes.
Esperamos que, con esto, hayamos echado un fuerte cerrojo a la piratería en el Mediterráneo occidental, por la gracia de Dios y la suerte de nuestras armas.
Pero a vos, digno Señor, os damos gracias por vuestros esfuerzos en la educación del infante Felipe, nuestro hijo.
Yo, el Rey.
El muchacho, durante la lectura, se había dominado y había adoptado una posición casi humilde, como si no leyera don Juan, sino que fuera el propio emperador, su padre, quien leyera. Pero ahora, recordando las palabras del doctor Silíceo, exclamó con júbilo:
—¡La tenaza se ha roto!
Don Juan no le entendió y tomó sus palabras como niñerías sin sentido. Pero sonrió y dijo:
—Ahora vuestra alteza sabrá bien lo importante que es aprender a montar caballos árabes, pues ¿qué tendríamos que hacer si no con los seis caballos de Muley-Hassán? Y he pensado que también mañana tenemos que ocuparnos de los halcones en espera de los de Muley-Hassán, a los cuales, si no me engaño, nuestros avezados halcones españoles superarán diez veces en categoría.
Felipe sonrió feliz; sus ojos brillaban. Pensaba en su padre.