8

Cansancio del mundo

AÑO 1555

El otoño había llegado ya a los Países Bajos. En las granjas se dejaba oír el golpeteo de los mayales sobre la pisoteada y triturada parva. Los frutos ya habían sido cogidos de los árboles y los gansos anadeaban, gordezuelos y torpes, a lo largo de las callejas de las aldeas.

Con los vientos del sur y los persistentes aguaceros, la dura época de labor de la población campesina había concluido; y ahora hombres y mujeres y niños, durante el atardecer, ya largo, permanecían sentados a la luz de las velas, en habitaciones de bajos techos, mientras la jarra de cerveza pasaba de una mano a otra y se escuchaba el ronroneo de las ruecas. Y mientras tanto, fuera, la cálida brisa arrancaba las últimas hojas de los árboles y ululaba, antipática, en la chimenea; y de vez en cuando la casa se movía, balanceándose como una nave; las gentes, sentadas en la caldeada estancia, hablaban a sus anchas de nacimientos y de muertes; y a veces también de historias que mucho tiempo atrás habían acontecido.

Se contaban muchas cosas de Felipe de Artevelde, burgomaestre de Gante: había sido tan impío que él mismo, sin pararse a pensarlo, había mandado acuñar moneda con la plata de la pila bautismal y de la bañera infantil de su señor, el conde de Flandes. Se hablaba también de los duques de Borgoña y de sus lujos, de la Orden del Toisón de Oro; y de la princesa María; y de cómo había rogado por la vida de sus dos consejeros; del emperador Max y de la batalla de las Espuelas; de la celosa Juana de España y de la orden que dio de rapar a una rubia dama de la corte de Bruselas para que su aspecto resultara desagradable, particularmente al corpulento duque Felipe, amante de la dama y esposo de Juana.

Tales historias se contaban. Y también las travesuras de Till Eulenspiegel, que había sido enterrado pacíficamente en Mölln hacía muchos años. Y las aventuras de Reineke Voss, el astuto zorro, y cómo había engañado a su compadre oso en el asunto de la miel. Todas estas cosas se contaban; y muchas más.

Y en voz baja, que a veces se convertía en un leve murmullo, se hablaba de los anabaptistas, de los Santos del Ultimo Día y de cómo en Münster habían instaurado su soberanía sobre los territorios alemanes; y se hablaba del maestro Calvino y de su ciudad de Ginebra; de cómo en ella estaba todo estrictamente regulado: la vivienda, el trabajo, el vestido, la comida, la bebida y, también, las relaciones conyugales. Esto hacía reír a las exuberantes flamencas de cabellos rubios y provocaba los cuchicheos entre unas y otras.

Cuando la jarra de cerveza había circulado ya varias veces y con mayor frecuencia se había vuelto a llenar y los premiosos ánimos de los flamencos se habían calentado, la conversación viraba hacia cuestiones políticas. Y se hablaba de las antiguas libertades de los Países Bajos, de la autonomía de las provincias y de las ciudades, de los gremios y de los Estados; y de cómo el duque había de prestar juramento solemne de proteger los derechos y las libertades de los Países Bajos antes de que fuera reconocido por los Estados como soberano de aquellas tierras.

Y los hombres suspiraban y hablaban de los elevados impuestos, del tribunal eclesiástico y de los husmeadores de las ideas que merodeaban por el país espiando para que nadie diera cuartel a los predicadores reformados ni leyera las Sagradas Escrituras en la propia lengua. Porque esto estaba prohibido y penado con los más grandes castigos.

—Los tiempos han cambiado —suspiraba un anciano—. Cada vez son más difíciles y cada vez hay menos tolerancia. Con los duques de Flandes éramos libres; con los duques de Borgoña ya tuvimos que pagar grandes impuestos. La casa de Austria empezó por despojarnos de nuestros derechos, pero se lo hicimos ver al caballero Max y lo tuvimos recluido en Kahlenburg. También con el emperador Carlos tuvimos graves altercados; y hemos recorrido un largo camino desde el júbilo de Amberes hasta el llanto de Gante. Pero ¿qué pasará, amigos, si el español Felipe alcanza a ceñir la corona ducal? Los mercenarios españoles devorarán nuestros graneros y almacenes hasta dejarlos vacíos. Apenas volveremos a ver el tocino, el jamón, los embutidos, la miel y la manteca, pues los hombres de Castilla ya viven aquí ahora como en Jauja mientras nosotros corremos con sus gastos. El porvenir se presenta oscuro.

Los hombres permanecieron callados largo rato. Luego, uno de ellos escupió tan fuerte que se oyó el impacto contra el entarimado.

—Aún tenemos castillos rodeados por un foso —dijo—, inconquistables, plazas fuertes con altas murallas; tenemos barcos y armas. Tenemos Bruselas, Gante, Yprés, Brujas, Amberes, Leyden y Utrecht. Y tenemos, por último, al pueblo de los Países Bajos, que es tan bueno en la batalla como en la pradera de baile de las kermeses. Y tenemos a nuestra nobleza: Egmont y Horn no nos dejarán en la estacada. E incluso el joven Guillermo de Nassau tiene que mirar con desconfianza a los españoles porque en su corazón siente simpatía por los reformados.

Hasta entrada la noche continuaban la charla y el intercambio de ideas.

La Sala Grande del palacio de Bruselas estaba ricamente adornada. Entre cada dos ventanas, ojivales y con vidrieras de colores, colgaban los estandartes de las siete provincias. Veíanse allí los leones de oro y de plata sobre campos lisos, listados y cuartelados. Veíanse cruces, lises, águilas y unicornios. Allí estaban los olores y los estandartes de los ducados de Brabante, Limburgo, Luxemburgo y Güeldres, de los condados de Artois, Flandes, Holanda y Zelanda, de los marquesados de Amberes y los señoríos de Frisia, Malinas y Groninga. Bajo los blasones, ampliamente repartidos por la estancia, se sentaban los estados. La mayoría de los hombres eran ancianos con experiencia de mundo; y todos ellos mostraban preocupación en su mirada, pues conocían la razón de haber sido convocados hoy en Bruselas.

En un plano superior, sobre una tribuna, se sentaban los caballeros del Toisón de Oro con antiguos y severos ropajes; más abajo, los diversos consejeros del emperador. Frente a estos, en una balconada, había tomado asiento la nobleza; y de allí se dejaban oír, a pesar de la solemnidad del acto, risas reprimidas y susurrantes cuchicheos, pues los señores acababan de disfrutar de una magnífica comida en la que no había faltado el vino de Borgoña ni el del Rin. Lo manifestaban sus rostros enrojecidos.

Un movimiento acompasado atravesó el salón. Subía en ese momento el emperador al elevado estrado, su brazo derecho pesadamente apoyado sobre el hombro de Guillermo de Nassau. Le seguían su hijo Felipe, su primo Max y sus hermanas Leonor de Francia y María de Hungría, que durante muchos años había sido gobernadora de los Países Bajos.

El emperador cojeaba pesadamente; la gota se le había metido en los huesos. Su rostro aparecía hundido, gris y cubierto de arrugas; y la nariz sobresalía grande y arqueada. Sonrió, cansado, cuando los estados le saludaron levantándose e inclinando la cabeza. Levantó lentamente la mano para dejarla caer de nuevo. De Nassau lo condujo con solicitud al sillón adornado con el águila imperial. Carlos se sentó e hizo un ademán de agradecimiento al joven De Nassau. El conde de Nassau era un joven rubio de cabello rizado y boca bien formada, pero de labios delgados. En sus mejillas, como en su mentón, aparecían esparcidos algunos pelos rubios que no podían definirse como verdadera barba. Guillermo de Nassau se colocó, como un paje, detrás del sillón del emperador. Sus astutos ojos, bajo las altas cejas, dirigieron una rápida mirada hacia el banco de la nobleza.

Felipe se colocó a la derecha del emperador y mientras se sentaba miró la mano de De Nassau. Una mano bien formada, delgada, sin ningún anillo, que el conde tenía apoyada levemente sobre el respaldo del sillón imperial. Guillermo de Nassau observó esta mirada y durante un instante ambos se miraron. Felipe pensaba en las advertencias de su tía María, en cuya corte había servido como paje Guillermo de Nassau; le había hablado de su orgullo, de su astucia; y había puesto en duda sus sentimientos católicos. Pero el padre de Felipe, el emperador, tenía al joven casi como si también fuera hijo suyo. El emperador había dicho que Nassau, príncipe de un pequeño señorío de la provincia meridional de Orange, había estado siempre a su lado, aunque era vasallo del rey francés; y que había observado que en el cielo había más alegría por un pecador arrepentido que por cien justos, refiriéndose a la vuelta del conde al catolicismo.

Cuando las grandes campanas de Santa Gúdula anunciaban las tres de la tarde, se levantó Filiberto de Bruselas, presidente del Consejo de Estado, y comunicó a la asamblea, con graves y bien calculadas palabras, que el emperador había decidido abdicar en su hijo Felipe todas sus dignidades y posesiones de los Países Bajos.

Entonces se levantó el emperador, nuevamente apoyado en Guillermo de Nassau. Sus manos temblaban cuando se colocó su lente ante los turbios ojos para leer su discurso.

Allí, de pie ante la reunión, aparecía como hombre derrotado: la cabeza baja, los hombros encogidos. Habló de sus largos viajes, de los muchos trabajos de su vida, de las guerras a las que sus enemigos le habían obligado a ir; y dijo que se sentía incapaz, corporal y moralmente, de soportar por más tiempo estas fatigas; y así, pues, había decidido trasladar la carga a otros hombros más jóvenes, a saber, los de su hijo Felipe, y recomendaba a sus fieles súbditos de los Países Bajos que le guardaran la misma obediencia que a él mismo. Continuó hablando de la unidad de las diecisiete provincias y pidió que llevaran aun más lejos aquella unidad y fortaleza, como país rico y floreciente, como baluarte sólido contra la corriente de herejía que fluía en redor del país.

Luego, levantando intranquilo la vista de su memorándum y mirando por encima de las cabezas de los representantes de los Países Bajos al balcón de la nobleza, dijo:

—Yo sé muy bien que en mi vida he cometido muchas faltas, ciertamente, por inexperiencia de mi juventud, por mi ignorancia y por mi despreocupación. Pero puedo decir que nunca he cometido desafueros contra mis súbditos, ni injusticias ni engaños. Si lo hice fue inconscientemente. Ello me llena de tristeza y pido perdón.

El emperador suspiró; por sus mejillas corrieron las lágrimas. El papel se le fue de las manos y cayó al suelo después de flotar en el aire. También allá abajo, en la asamblea, aparecían rostros serios y por una y otra parte se enjugaba los ojos algún anciano. Muchos de los hombres pensaban, como el emperador, en los largos años pasados, en la propia juventud, en la propia madurez. Había muchos allí abajo que habían visto una vez, treinta años antes, al joven Carlos, magnífico, la capa de cibelina flotando al viento sobre la armadura de plata de Augsburgo, cuando se había retirado a Amberes; un adolescente de espeso cabello moreno, imberbe, con fuego en los ojos. Allí le había rodeado el pueblo, jubiloso, y las hermosas mujeres, en las ventanas, le habían lanzado flores y puñados de besos. ¡Qué distinto era todo hoy! Entonces, el futuro estaba lejos y se presentaba despejado y lleno de esperanzas ante Carlos. Pero, como muchas veces, la luz plateada, débil y alegre de la mañana no había mantenido sus promesas. La vida del emperador no había transcurrido como un alegre paseo militar de los que se cuentan en los libros de leyendas. No se había llegado a la fundación y la consolidación de un imperio poderoso, como le había sido dado, luengos siglos antes, a su tocayo el emperador Carlomagno. No; la vida del emperador había sido fatiga y trabajo; trabajo sin descanso para reunir de nuevo la dispersa Europa y unificarla; trabajo en vano para refrenar el caos espiritual que se difundía en formas de fe cada vez más nuevas y que se desmembraba en sectas. Los hechos confirmaban lo que decía el gotoso varón de cabello gris allá arriba acerca de su honrado e infatigable esfuerzo: que, en su tiempo, la vieja Europa había llegado a su ocaso definitivo. También en los Países Bajos había habido un cambio. Así pensaban muchas cabezas grises, muchas cabezas blancas, con miedo ante el porvenir inseguro; y muchos ojos se clavaron por casualidad en la delgada figura de Felipe, regente de España y rey de Inglaterra, quien, en este momento, besaba la mano de su padre y le aseguraba que mantendría el catolicismo y la unidad de los Países Bajos en cualquier circunstancia.

El español era un enigma para los hombres de los estados. El audaz orgullo, el alejamiento del extranjero, les intranquilizaba. En el banco de la nobleza, las cabezas se inclinaban unas hacia otras murmurando. Pero aun todos se hallaban impresionados por el discurso de despedida del anciano emperador; ninguna palabra de rebelión fue pronunciada cuando, con este acto, los Países Bajos pasaban a manos del español.

Cuando llegó el verano del año siguiente el emperador Carlos ya se había acostumbrado a la vida en Yuste y a la gran regularidad con que se sucedían los días en el sencillo y aislado monasterio que él había elegido como lugar de residencia para su vejez. Un día de agosto por la mañana temprano se sintió muy débil y notó un ligero palpitar en el pie, lo que parecía indicar un próximo ataque de gota. Suspirando, recordó que el día anterior, en contra del consejo del médico, había rociado medio ganso con tres vasos de jerez y por ello decidió permanecer todavía unas horas más en la cama. Su confesor, el padre Juan de Regla, se había sentado en un pequeño escabel junto al lecho y escuchaba la confesión del emperador. Puesto que en Yuste tenía este pocas ocasiones de cometer pecado, prescindiendo de los ataques de ira y de la afición, siempre grande, a la comida y a la bebida, solía retornar a antiguos aconteceres y a las faltas más frecuentes que pesaban sobre su ánima. Hoy hablaba el emperador de aquella Bárbara de Blomberg, que una vez en Augsburgo había endulzado sus días. Pero el padre Juan de Regla se sabía ya de memoria este pasatiempo erótico acaecido entre tratados políticos, preocupaciones financieras y campañas e hizo notar que ya el emperador había hecho bastante penitencia con la oración, la meditación y las disciplinas, y que si su majestad no podía apartar a la muchacha de su pensamiento, ello significaba obstinación y duda. El emperador suspiró y pensó que esta terquedad significaba realmente que la moza nunca había llegado a serle indiferente. Pero esto no lo dijo sino que, pensativo, contemplando sus manos arrugadas, dijo en voz alta:

—Quizá no es Bárbara y mi pecado lo que me intranquiliza tanto, sino el pequeño Juan, nuestro hijo, que se educa allá abajo, en Cuacos, en casa de mi mayordomo; quizá me preocupa su futuro.

El padre Juan, después de un rato de intensa reflexión, dijo:

—No veo por qué vuestra majestad se ha de preocupar por el pequeño Juan. Es un muchacho bien criado, animoso, que lo único que hace es honrar a vuestra majestad.

—Sí, así es —replicó el emperador sonrojándose—; el muchacho es demasiado bueno para el monasterio… ¡Ah, no! Yo no pienso así. Ya me comprendéis, padre… Creo que se debe al mundo según su propia naturaleza; a la montura y a la armadura, dentro de poco, en la corte de mi hijo. Pero, de todas formas, un verdadero sentimiento de vergüenza me ha impedido siempre dar a conocer a mi hijo la existencia de este muchacho, hermano suyo.

—Comprendo —murmuró el padre Juan—. Yo pensaré en cómo y cuándo ha de darse esta ocasión. Quizá mediante un testamento, una carta póstuma o, también, por mediación mía. Pido a vuestra majestad que olvide esta preocupación. Y aunque es posible, desde luego, dedicar al servicio eclesiástico los frutos originados en esta clase de relaciones, sin embargo, no me parece a mí que el joven no deba dedicarse al servicio de las armas por España frente a sus enemigos y, ante todo, contra el Islam; pues el que lucha contra los enemigos de Dios causa gran satisfacción a los ojos del Señor y alcanza amplio perdón de los pecados, no solo de los suyos propios, sino también de los de aquellos que le han engendrado.

—¿Es cierto?, padre reverendo, ¿es cierto? —exclamó alegremente excitado el emperador—. Habéis puesto palabras a lo que yo tantas veces he pensado interiormente.

—Tengo que pensar, majestad, en este momento —dijo el padre Juan— en que nuestro héroe nacional, el Cid, fue engendrado de una manera parecida.

—¡El Cid! —exclamó el emperador sonriente y sonrojándose—. ¡Oh, sí! ¡El Cid Campeador! Casi estáis haciendo que me sienta orgulloso, padre, en lugar de hablar a mi conciencia.

El emperador se sentía bien ahora; con gusto hubiera ido a la iglesia a oír la misa allí, en lugar de hacerlo desde la cama, como tenía ordenado. Pero ya era tarde. Ya el mayordomo, que había entrado en ese momento, silencioso en la estancia, retiraba uno de los paneles de la pared. Por el hueco se veía, allá abajo, el altar mayor, ante el que llegaba entonces el sacerdote para comenzar la celebración. El emperador se incorporó en medio de las almohadas llenas de plumón de ganso.

Cuando la misa hubo terminado, abandonaron el padre Juan y el mayordomo el aposento. El emperador permanecía sentado en la cama. Se le venían a la mente las palabras que habían sido pronunciadas, en el grave y sonoro latín, en memoria de los difuntos de su casa, en recuerdo de sus padres, de su esposa: «Acuérdate, ¡oh Dios!, de tus siervos y siervas, Felipe, Juana e Isabel, que nos han precedido en el sueño de la paz».

Había un gran silencio en la habitación; el cálido viento del verano llegaba de la abrasada sierra y movía, apenas de un modo perceptible, las cortinas negras del lecho; traía consigo un aroma de resina de los pinos, de las hendidas cortezas de los alcornoques y un olor a piedras calientes. El emperador se volvió pesadamente en la cama y miró hacia un gran cuadro que había en la pared. Era el Gloria de su amado maestro Tiziano y en él se veía a sí mismo retratado con su difunta esposa, humildemente arrodillados, mientras que sobre su figura imperaban seres espirituales, ángeles y santos, y el techo de nubes, abriéndose, dejaba ver claramente al Dios Uno y Trino, que se cernía sobre los apóstoles, en el círculo de los bienaventurados.

Durante largo tiempo no pudo el emperador apartar la vista del cuadro; alentaba en su corazón la gran esperanza de ser también aceptado allí y gozar para siempre, en el círculo de sus amados, de la «visio beatifica», de la visión santificante, sin ser estorbado por las preocupaciones de este mundo. Pensaba en cómo estas preocupaciones y fatigas del mundo le habían seguido hasta aquel monasterio solitario en medio de la sierra: las cartas de su hija menor, Juana, quien, en ausencia de su hermano Felipe, era regente en España y con frecuencia solicitaba sus consejos; las noticias de Felipe sobre el curso de la guerra con Francia; las embajadas del duque de Alba, que se encontraba con un ejército español a las puertas de Roma sin saber cómo había de comportarse frente al papa enemigo de la casa de Carafa; y los comunicados del duque de Gandía, de su amigo Francisco de Borja, referentes al curso de las relaciones sobre la sucesión portuguesa. A todo esto se unían otros mil cuidados, como los relacionados con su nieto Carlos, de quien siempre se contaban nuevas trastadas y que con un puñado de granujas importunaba y atropellaba ciudadanos y ciudadanas en las calles de Valladolid.

Enrojecía el rostro del emperador cuando, con esfuerzo, se revolvía en el lecho. No era solamente el mundo de fuera, de detrás de la sierra resplandeciente al sol, el que con sus cartas, comunicados y preocupaciones, no le dejaba apartarse definitivamente de las cosas terrenas, sino, ante todo, él mismo. ¿Por qué pensaba con tanta frecuencia en Bárbara de Blomberg? ¿Por qué no se sumía en las Confesiones de san Agustín, en las meditaciones de Boecio o los Salmos que en una ocasión le había regalado su acérrimo adversario Francisco de Francia en una maravillosa traducción de Clément Marot? ¿Por qué? Pues porque precisamente, a pesar de todos sus buenos propósitos, era una criatura de mundo y no un ser apartado de él como Francisco de Borja.

Se echó encima la capa de pieles al tiempo que con los pies pescaba las zapatillas de suave paño forradas de pluma. Luego cogió un magnífico bastón y bajó lentamente a su pequeño jardín.

Con frecuencia se detenía, curioso, ante una flor y contemplaba durante largo rato las numerosas hierbas medicinales de flores pequeñas que crecían allí, en un suelo bastante pedregoso.

Del aposento del portero, junto a la puerta del monasterio, llegaron unas risas femeninas. Unas campesinas extremeñas, descalzas, con faldas rojas y blancas blusas bordadas y largas trenzas negras, bromeaban con los monjes a los que estaban vendiendo huevos, gallinas, hortalizas.

—Esto debe acabarse —dijo, enojado, el emperador—. ¡Que también aquí me vengan a importunar las mujeres! Y tampoco esto es bueno para los monjes. ¡Quijada!

—¿Majestad? —inquiere el mayordomo, que aparece súbitamente ante él como en los cuentos orientales.

—Quijada: di al abad que debe mantener una mayor disciplina y orden en este monasterio. ¿En qué estará pensando? ¿Es que va a pasar aquí lo mismo que con los lansquenetes suizos? Las mozas ríen como cantineras y los monjes no se avergüenzan de andar de bromas con ellas y olvidarse, en consecuencia y por completo, de sus deberes religiosos. Desde ahora, si a mí, aquí, en Yuste, se me acerca una mujer a un tiro de arco, aunque solo tenga diez años, mando a la guardia que la aprese y les enseñaremos algo mejor que hacer con cien latigazos bien dados. ¿Me entendéis?

—Entiendo a vuestra majestad —respondió Quijada con tristeza—, pero estas son tan solo unas campesinas.

—¿Qué decís? —preguntó irritado el emperador—. ¿No son las campesinas también mujeres? ¿Acaso no tienen pechos? ¿No se ríen de una manera provocativa a su modo insolente? ¿No relampaguean sus ojos negros para perder a los hombres?

—Siempre lo que vuestra majestad mande —dijo Quijada con voz melancólica, pues a él mismo le agradaba charlar con las muchachas a falta de otra cosa mejor.

—Y, además, Quijada —dijo el emperador con enfado creciente—, Torriano y los dos relojeros deben ocuparse de mis relojes en lugar de marchar siempre corriendo a la taberna de Cuacos. Los relojes de mi alcoba marchan y suenan cada uno a su manera; por la noche, esto me molesta. ¿Cómo se va a concentrar un hombre para pensar en la eternidad cuando cada cuarto de hora le están recordando que vive en el caos y en el barullo temporal?