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Don Carlos

AÑO 1567

La noticia de la furia iconoclasta cayó en España como un rayo. Lo que más rebelaba al rey era la idea de que su hermana, la regente, hubiera llegado incluso a hacer concesiones a los herejes, atentando así contra el espíritu de la monarquía española.

Felipe, como siempre, no podía decidir fácilmente. El objetivo de la política era muy concreto y claro: los Países Bajos debían estar ligados aún más íntimamente a la casa de Habsburgo y a la Iglesia católica; toda huella de revolución y herejía debía desaparecer. El gran problema era cómo podría lograrse del mejor modo este objetivo que Felipe tenía tan claramente presente ante sus ojos. Los medios con que contaba la política eran todavía nebulosos y primeramente tenían que adquirir forma.

En Valladolid se había reunido el Consejo de Estado para tomar decisiones importantes. Allí estaba Felipe, sentado en una elevada silla, con su traje de seda negra, delicadas puntillas en los puños y alta gola al cuello cuidadosamente plisada. La rubia y redondeada barba enmarcaba un rostro pálido cuyos ojos azules, bajo las altas cejas, se posaban pensativos y penetrantes sobre el orador como si buscara un segundo contenido secreto detrás del claro sentido de las frases que pronunciaba. Se tocaba Felipe con un sencillo birrete negro desprovisto de todo adorno. Sus cabellos estaban ya un poco grises en las sienes; pero apenas se notaba. Y, desde luego, no tanto como en el duque de Alba.

Hablaba Ruy Gómez. Agradábale a Felipe escuchar al antiguo amigo y compañero de juventud. Ruy Gómez tenía una voz bien timbrada y agradable y era capaz de tratar con cierta cordialidad y sentimiento incluso los asuntos políticos. Sin poner en duda la gravedad de los sucesos de los Países Bajos, consiguió hacer llegar a sus oyentes la impresión de que, sin embargo, solo se trataba de episodios casuales provocados por un pequeño grupo altanero de nobles y de vecinos de una gran ciudad, pero no de una insurrección general del pueblo y la nobleza contra el rey y la Iglesia.

—Para eliminar estas perturbaciones y recobrar la antigua confianza entre el rey y su pueblo no hay más que un camino: el rey mismo, en persona, debe presentarse ante el pueblo. La gran tradición de la casa de Borgoña, la fidelidad del pueblo neerlandés y la despierta visión de su majestad harán lo demás, de tal modo que la desobediencia, la altanería y la burla se derrumbarán carentes de fuerza. Pero como los rebeldes y los herejes deben ser castigados para que no se repitan cosas semejantes a estas que desgraciadamente hemos vivido, esto, según mi convencimiento, solamente se puede decidir sobre el propio terreno. Mi consejo apunta a que su majestad se dirija a Flandes lo más pronto posible, por mucho que un viaje como este pueda estar ligado a peligrosas circunstancias y fatigas para la persona del rey.

Ruy Gómez, como de costumbre, se inclinó apoyando ligeramente la rodilla izquierda en el suelo y recibió, con la cabeza baja, las palabras de agradecimiento del rey.

Casi todos los consejeros compartían las mismas ideas de Ruy Gómez. El conde de Chinchón, el cardenal Espinosa, el duque de Feria, eran de la misma opinión. Pero don Juan Manrique de Lara dirigiose al Consejo. Dijo que la seguridad del rey era más importante que sofocar a un puñado de rebeldes y de herejes; que el viaje por mar era peligroso a causa de los piratas ingleses y de las naves holandesas que estuvieran del lado de la causa de la Liga de los Mendigos; que el camino a través de Francia no era bueno a causa de los partidarios de Coligny, Borbón y Conde y de los hugonotes, y que, por tanto, no quedaba otro camino que el de Italia y Alemania.

—Este es el único camino —decía Lara—; y yo aconsejo a su majestad andarlo solamente a la cabeza de un fuerte ejército. Pues si el rey en efecto va, debe aparecer con gran poder, capaz de derrotar a los levantiscos, aunque en ayuda de estos acudan protestantes franceses y alemanes.

Por último habló el duque de Alba. Allí estaba, alto y sombrío, con sus anchas espaldas y alta figura, su rostro alargado, sus marciales bigotes dirigidos hacia abajo y su profunda mirada. Alba pertenecía a aquella estirpe de cruzados, conquistadores y caballeros a la que también pertenecían Cortés y De Soto, así como Las Casas y Loyola; aquellos hombres de ideología inequívoca que siempre estaban muy cerca del fanatismo o del ridículo.

—La liga de los miserables mendigos holandeses, la devastación de las iglesias de Amberes, la furia de la plebe, no son ningún suceso casual —decía el duque—. No puedo comprender cómo alguien de inteligencia medianamente sana no es capaz de reconocer la amenaza. ¿No saquean iglesias en Francia? ¿No amenazan al joven rey y a la reina madre? ¿No hunden a Inglaterra en las simas cada vez más profundas de la herejía atea? ¿No roban allí las heredades y posesiones de los monasterios y de las iglesias? Y ¡qué aspecto tiene, desde lejos, Alemania! ¿Y en Bohemia, Estiria, Dinamarca y Suiza? ¿Es accidental todo esto que siempre se repite del mismo modo? En principio, una piadosa e imprecisa palabrería acerca de la libertad cristiana y el renacimiento de la pureza de la religión de Cristo; luego predicadores subversivos, fieros mastines ladradores que cualquiera podría confundir con una de mis jaurías de caza; luego la furia iconoclasta, el robo, la burla a los reyes y a los señores y, finalmente, ¡la revolución, los actos de violencia, el asesinato, la guerra civil! ¿Cómo sucede, entonces, que este Orange se haya aliado con la familia de Mauricio de Sajonia, aquel que de modo tan vergonzoso aconsejó al emperador, que en Dios descanse, padre de su majestad? ¿Y no se entienden admirablemente, unos con otros, esos Nassaus, Cecils, Colignys y D’Andelots? ¿No mantienen relaciones estrechas con judíos, herejes, turcos y el desecho general de la humanidad? Majestad, y vosotros, señores consejeros y cardenales: todo esto no son sucesos aislados, no se trata de miles de incidentes fortuitos; es una única conspiración del populacho contra los firmes fundamentos de toda existencia digna del ser humano, un complot general contra la autoridad del Estado y de la Iglesia, fraguado por pillos callejeros y por la hez de las ciudades, apoyado por majaderos campesinos, por herejes y por pequeños nobles cochambrosos que creen llegada su hora y llevado finalmente a la acción con las bendiciones del beodo Selim y de los eunucos que le rodean. Yo digo que la hora de la benevolencia y el perdón ya ha pasado. Y quien esto aconseje es, a mis ojos, o un loco o un criminal. Ha llegado la hora de la espada. Lo que se necesita en Flandes es un general con un ejército bien pertrechado y con amplios poderes. Quien siempre se está alzando contra la Iglesia y contra el rey, sea el noble más elevado como el más mezquino mendigo, sea con actos de violencia, burla o resistencia pasiva, debe sentir el filo de la espada. La peste de la rebelión, de la murmuración, de la herejía, debe ser extirpada desde sus raíces. Esto es necesario para la protección de los sanos; el rey se debe a aquellos que se mantienen fieles a él y a la Iglesia. Cuando todo haya pasado y las cabezas de los caudillos de los conjurados miren fijamente, ensangrentadas, desde unas estacas, entonces es cuando el rey puede ir allá y otorgar el perdón a la canalla. Este es mi consejo.

Se hizo un largo silencio en la sala. Las blancas manos de Felipe se aferraban a los brazos de su silla.

—Es verdad —dijo fatigado— lo que ha dicho el duque de Alba. Lo he pensado y lo he temido durante largo tiempo; pero no quería manifestarlo. Pensaba, para mí, que estaba equivocado y lleno de una desmesurada desconfianza. Así, yo os ordeno, duque de Alba, que volváis a establecer la tranquilidad, el orden y la paz en los Países Bajos.

Medio año más tarde, un ejército español atravesaba los Alpes por los mismos pasos por los que hacía casi dos milenios había marchado el cartaginés Aníbal. Los calvinistas suizos, los hugonotes franceses, habían prometido a los protestantes holandeses que detendrían a los españoles. Pero ante el paso firme de los tercios hispanos, ante la caballería, con el estrépito de su hierro, ante el pesado rodar de los cañones, estos planes se desvanecieron. Sin ser molestado, el ejército cruzó las alturas de los Alpes, atravesó la Borgoña y la Lorena y, a principios de agosto, cruzó la frontera holandesa por Tienville.

La hora de la represalia había sonado para Amberes.

En Valladolid, Felipe se preparaba para seguir a la expedición de castigo de Alba. Ya estaba todo arreglado para el viaje por Francia. Los baúles estaban cerrados; los caballos y las literas, dispuestas. De repente, el rey cambió de idea. ¿Qué había ocurrido?

Había acaecido algo que, por ciertas razones, quedó envuelto en el secreto. Los documentos oficiales de aquella época, guardados en el archivo de Simancas, no dejan traslucir ni una sílaba de este secreto; sin embargo, por cartas de embajadores y de ciertas personas interesadas en el suceso, así como por la lógica que se deduce de los acontecimientos posteriores, se puede reconstruir con detalle el curso de la tragedia.

Por los tiempos del encuentro en Saint Trond, los nobles neerlandeses habían enviado a España dos embajadores: Montigny y Berghes. Traían la misión de informar al rey del mal gobierno del cardenal Granvela y del descontento del pueblo neerlandés; pero parece ser que, juntamente con esto, e incluso como misión principal, tenían otra más reservada. Dos años antes, el conde de Egmont había estado sonsacando, en Madrid, al heredero del trono, don Carlos, sobre su opinión acerca de un viaje a los Países Bajos y una regencia provisional en aquellas tierras. Descubrió gran interés por el asunto en el príncipe, y Berghes y Montigny, al parecer, tenían ahora el encargo de mantener despierto este interés y acrecentarlo, e incitar al príncipe a que diera el paso decisivo y escapara hacia los Países Bajos.

Era un plan gigantesco que los holandeses habían desarrollado, evidentemente, de acuerdo con los hugonotes franceses y, quizá, hasta con la simpatía del emperador, el primo Max. Con ello se iba a dividir en dos el poder y la hegemonía española, que estaba en manos de Felipe: la soberanía hispano-italiana de Felipe y una soberanía neerlandesa de su hijo don Carlos, quien para los neerlandeses parecía muy apropiado para desempeñar tal papel, puesto que su debilidad y su incapacidad general se hacían más patentes día a día. Los neerlandeses no querían un nuevo señor, sino un muñeco que se doblegara ante sus decisiones.

Quizá este plan, para el que se habían ganado definitivamente a don Carlos, habría sido afortunado si el desdichado príncipe no se hubiera comportado del modo más insensato e inútil que le fue posible.

En el corazón de don Carlos, de veintidós años, había despertado, con gran fuerza, el sentimiento de la ambición; estaba harto de permanecer siempre bajo el mandato de su padre, quien le tenía apartado de los asuntos de gobierno porque don Carlos, tan pronto como tenía ocasión, comenzaba con sus asombrosas tonterías. Así, una vez, había llamado la atención a las Cortes de Castilla y las había disuelto de modo improcedente porque habían propuesto que él, don Carlos, se casara con su tía, la viuda doña Juana. Don Carlos era —y de esto no puede haber ninguna duda— un lisiado corporal y espiritual, una víctima lamentable de los matrimonios de estado entre las casas reinantes de España y Portugal. Su pierna izquierda era más corta, sus hombros no estaban a la misma altura y una pequeña joroba desfiguraba su espalda. Su rostro, de amarillento cutis, con labios finos y alargado mentón, carecía ordinariamente de expresión; pero a la más mínima oposición o incluso ante agravios imaginados sus facciones mostraban una cólera incontenible. La figura histórica de don Carlos no tiene la más remota semejanza con la ideal y promovida por el amor y las grandes empresas del don Carlos del drama de Schiller que lleva este mismo nombre.

Por España corría el rumor —que también llegaba hasta la corte austriaca— de que don Carlos era impotente, por cuya razón el emperador Max había dado instrucciones a su embajador Dietrichstein para que confirmara la verdad de tal afirmación, pues, entonces, se había planeado que la pequeña Ana de Austria, hija del emperador, contrajera matrimonio con el príncipe. El embajador propuso el modo de hacer desaparecer este rumor mediante un sencillo experimento con una sana moza labradora, proposición que el rey rechazó indignado. Era cierto que don Carlos se comportaba de muy extraño modo con las mujeres; solía pararlas en las calles de Madrid y besuquearlas mientras les dedicaba los cariñosos nombres de «perritas» o «traicioneras del amor».

Muchas anécdotas se contaban por Madrid sobre sus repentinos ataques de cólera. Así, una vez, un infeliz zapatero había entregado al príncipe un par de zapatos que no le venían bien. Don Carlos ordenó cortar en pedazos los zapatos y cocerlos, y luego mandó al atónito zapatero que se comiera, delante de sus ojos, ese manjar de cuero.

La mayoría de los conflictos del príncipe se desarrollaron con personas de los altos cargos; eran los que estaban más cerca de él. Al cardenal Espinosa lo amenazó con una daga porque no autorizó una representación teatral que el príncipe deseaba ver. Otro encuentro semejante lo tuvo don Carlos con el duque de Alba. El duque había sido designado para mandar la expedición a los Países Bajos, nombramiento que se interponía entre los planes del príncipe y los conjurados holandeses.

—O vos no vais a Flandes o yo os mataré —gritó al asombrado duque amenazándolo con la daga.

Alba agarró al príncipe por las manos y lo dejó impotente con su garra de hierro.

Durante los meses otoñales, el príncipe continuó sus planes sin ninguna vacilación; buscó acompañantes entre la alta nobleza española de un modo infatigable e ingenuo, y envió mensajeros a las casas de banca de Sevilla y Lisboa para que adquiriesen la gigantesca suma de seiscientos mil ducados de oro. Sin embargo, apenas consiguió progresos; y menos cuando, entretanto, Felipe había apresado a Montigny y Berghes había fallecido a causa de una enfermedad, con lo que el príncipe había perdido a sus mejores y más prudentes consejeros.

Fue por Navidad cuando maduró en el príncipe una decisión terrible. Consistía notoriamente en apartar a un lado a su propio padre, quien cada vez más se le revelaba como auténtico archienemigo. Para aquellas festividades, Felipe se había retirado a El Escorial, al gigantesco palacio que aún hoy, frío y severo, se alza no lejos de Madrid. Entonces el palacio estaba apenas comenzado y únicamente estaba concluida una parte del monasterio anejo a él. Es verdaderamente erróneo calificar a El Escorial de palacio, pues este gran edificio era a la vez iglesia, monasterio y mausoleo. Era un Yuste agigantado; sobre la edificación, que se eleva sobre la pelada meseta en medio de Castilla, con la granítica cordillera de Guadarrama al norte, reinaba una severidad ascética. Este lugar había de ser con el tiempo la auténtica patria de Felipe, el centro de su actividad, el eje de la política católica de la segunda mitad del siglo XVI. Aquí se manifiesta, como en la Ávila del catolicismo de la Edad Media de España, con toda claridad, el nuevo catolicismo posreformista, la fe del barroco, el absolutismo naciente.

En el monasterio, apenas concluido, hacía frío; y olía a cal y a viruta de madera; las velas del altar mayor temblaban, pues el frío viento de la meseta entraba por las ventanas cubiertas provisionalmente con lona gris. Felipe había encontrado alojamiento, apenas suficiente, bajo el coro, donde se le había preparado una estrecha cama. Pero se sentía feliz entre los monjes y los canteros; sin molestia alguna podía abandonarse a sus pensamientos; podía hablar y dar órdenes a los arquitectos. Las columnas, el mármol, la madera, los cuadros, todo era elegido por él mismo, como, en realidad, fue desarrollada bajo su dirección toda la gran obra de Juan Bautista de Toledo. Con alborozo y júbilo veía Felipe elevarse el edificio cuyo proyecto él mismo había ideado, replanteado y mejorado constantemente durante largas noches. La idea fundamental configuraba la forma de una parrilla, en honor de san Lorenzo, en cuya festividad había ganado Felipe la sangrienta batalla de San Quintín, pues san Lorenzo, según la leyenda, había sido asado lentamente hasta su muerte.

El edificio dispensaba a Felipe, como, por otra parte, a muchos hombres políticamente aptos, una satisfacción que no podía encontrar en la política, pues su idea de la unión entre Iglesia y Estado, entre la muerte y la vida, entre el tiempo y la eternidad, se hacían patentes, con toda facilidad y limpieza y sin ningún obstáculo, en la piedra, la madera, el vidrio y el color. Y así podía decirse que El Escorial era su símbolo más característico, una especie de autobiografía en piedra que Felipe dejaba a la posteridad, si bien El Escorial no explica totalmente al Felipe hombre, pues era más retraído, más contradictorio, más débil y, al mismo tiempo, más fuerte que su monumento.

En aquellos días de Navidad, Felipe fue distraído de sus meditaciones, que muchas veces debieron de haber girado en torno a su hijo don Carlos, por su medio hermano, don Juan de Austria. Don Juan le informó de que don Carlos le había exigido que escapara con él para dedicarse por completo al servicio del príncipe. Después de madura reflexión, don Juan habló de que había considerado su deber informar al rey y hermano mayor, sobre los planes de su hijo, a pesar de que estaba muy estrechamente unido a él y lo quería como a un hermano.

Felipe se vio de nuevo caer, desde la apacible situación apartada del mundo y el gozo de la obra creadora, al caos de la política europea. Y aún más: se sintió amenazado, en sus más importantes objetivos, por su propio hijo.

Esta amenaza se agudizó en los días siguientes hasta lo insoportable, volviéndose, no ya solamente contra los objetivos de la política de Felipe, sino también contra su vida misma. Don Carlos había pedido la absolución a su confesor, aunque confesó que odiaba a cierto hombre al que pensaba matar en la primera ocasión. El confesor le negó la absolución. Fue convocado un consejo de doce sacerdotes. Don Carlos propuso que, en el próximo sacramento de la comunión, le dieran a él una ostia sin consagrar y de este modo, según él, no sería profanado el sacramento por la presencia de un impenitente, ingeniosa agudeza religiosa que casi hubiera podido salir de la mente del danés Hamlet. El consejo de sacerdotes opinaba de otro modo y, en un excitado intercambio de palabras que se produjo luego, don Carlos manifestó que el hombre al que pensaba asesinar no era otro que su padre. Esta amenaza al rey, que traía consigo una amenaza al Estado español y una amenaza al común movimiento contrarreformista, le fue comunicada a Felipe. En este instante había llegado el momento de tomar una decisión clara y firme sobre don Carlos, al igual que en el otoño había sido necesario tomarla respecto del levantamiento de los flamencos.

De nuevo Felipe demoraba la acción a pesar de la terrible amenaza; dejó pasar, inactivo, días y semanas. Luego, el 18 de enero del nuevo año, el destino tomó en sus manos el asunto: Raymond de Tassis, correo mayor, comunicó al rey que el príncipe había ordenado ensillar los caballos de posta para la noche.

Era ya cerca de la medianoche cuando, de repente, don Carlos despertó lleno de espanto. Ante su cama, entre las apartadas cortinas, estaba el rey, su padre. Tras él, envueltos en sus largas capas castellanas, los miembros del Consejo de Estado.

Dando un grito de terror, don Carlos se levantó de un salto.

—Queréis matarme —gritó, cubriéndose la cara con las manos.

—Tranquilízate —dijo Felipe—. Sucederá únicamente lo que sea necesario a tu propio beneficio.

De una pequeña caja, cuya llave entregó don Carlos al rey, se sacaron ciertos papeles que, al parecer, contenían los nombres de los cómplices del príncipe. Se encontraron dos listas de nombres escritas por su propia mano. Ingenuas relaciones de sus amigos y sus enemigos. En la lista de los enemigos figuraba el nombre del rey en primer lugar; en la de los amigos, el nombre de la reina.

Don Carlos se arrojó a los pies del rey gritando:

—¡Matadme, o yo mismo pondré fin a mi vida!

—Eso sería la acción de un loco —replicó Felipe con frialdad.

—Yo no estoy loco —dijo el príncipe entre sollozos—; estoy desesperado.

Después de una semana de prisión en su aposento, don Carlos fue encerrado en una torre. Sus sirvientes fueron despedidos y su puerta guardada por alabarderos con órdenes estrictas de no dejar acercarse a nadie excepto a Ruy Gómez o al rey. Era patente la intención de Felipe de mantener a su hijo encarcelado para toda su vida.

El cautiverio del príncipe provocó la curiosidad y la excitación en España y en todas las cortes dinásticas de Europa. Felipe guardó silencio acerca de los motivos del encarcelamiento, incluso en sus cartas al papa y a la emperatriz María, su hermana. Los datos y los motivos exactos no se conocían, y por ello la fantasía de muchos curiosos se recreaba en imaginar lo increíble. Se contaba que don Carlos había tenido relaciones amorosas con la reina, afirmación que carece de fundamento; la reina sentía simpatía por el muchacho y él por ella; eso era todo.

Don Carlos, al comienzo de su prisión, se comportó tranquila y razonablemente; pero después le llegó la desesperación: períodos en los que miraba fijamente como un idiota a las paredes se alternaban con períodos de explosiones de rabia; días en los que no probaba comida ni bebida, con días en los que tragaba agua a cubos, fría como la nieve, y engullía grandes cantidades de carne y pasteles. En una ocasión se tragó un anillo de diamantes con intención de matarse.

El cuerpo del príncipe, nunca muy vigoroso y ahora muy enflaquecido, no podía resistir mucho tiempo esta embestida de alternado ayuno y glotonería; también en su débil cerebro se apagó rápidamente la propia voluntad de vivir.

Después de gozar desmesuradamente de un pastel de ave bien sazonado, el príncipe enfermó de gravedad y, tras unos días de fiebre alta y fuertes vómitos, entregó su espíritu a pesar de todos los esfuerzos de los médicos. Felipe había visitado en la noche anterior al moribundo y había bendecido al durmiente.

El cadáver, que fue expuesto bajo negro dosel en la iglesia de Santo Domingo, fue enterrado con honores reales.

La súbita muerte del príncipe excitó la sospecha del mundo contemporáneo, así como no dejó tranquila a la posteridad. ¿Era posible que el mismo Felipe hubiera quitado de en medio a su propio hijo, que posiblemente significaba un peligro constante para la católica España aun siendo estrechamente vigilado? ¿No aumentaría este peligro en el caso de que a Felipe le sucediera algo de un modo repentino? Pues Carlos era el único heredero legítimo a la corona de España, aunque la reina Isabel había dado dos hijas a Felipe.

Ningún empolvado documento oficial, ningún escrito amarillento, ninguna señal medio borrada puede aclarar por completo el enigma de la muerte de don Carlos. ¿Acaso estaba aquel pastel de ave tan fuertemente sazonado para encubrir el sabor a ajo del arsénico, veneno en el que pudieran encontrar explicación los violentos vómitos y la fuerte diarrea del príncipe? No lo sabemos.

Pero una cosa sí es segura. El hombre que más tarde conoció el proyecto de asesinato contra Isabel de Inglaterra y lo apoyó; que celebró y ensalzó el asesinato de Coligny y de Guillermo de Nassau, Felipe, precisamente, era muy capaz de poner fin a la vida de su propio hijo si, como decía el cardenal Espinosa, no lo temía por su propia persona únicamente, sino por la consolidación del Estado español, por el mantenimiento de la paz interior y la salvación de la cristiandad católica.

Uno se pregunta por qué don Carlos no fue acusado, juzgado y ejecutado públicamente si su crimen era de alta traición. Un juicio semejante hubiera quebrantado la fe en la solidez de la soberanía y la unidad española. Felipe, conforme se iba haciendo más viejo, prefería los planes, órdenes y cartas secretos. Sus verdaderos embajadores en las cortes extranjeras no eran los que vivían en las embajadas; las mejores informaciones no le llegaban por el conducto diplomático ordinario.

En los casos en que las medidas tomadas por los neerlandeses, los hugonotes, los ingleses o los moros hacían sospechar cada vez más la existencia de una conjuración ampliamente extendida, la política de Felipe se desarrollaba de forma paralela hacia una contraconjura y actuaba con sus medios secretos.

¿No había afirmado Loyola que el fin santifica los medios y no se esforzaban sus discípulos, los jesuitas, por actuar conforme a este axioma? Los medios de la política de Felipe se hundían juntamente con los medios de la política de sus adversarios, en lo amoral, en lo malvado, en lo repugnante.[4]