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El ángel custodio
AÑO 1559
Los Estados Generales de los Países Bajos estaban reunidos en Gante. Reinaba un ambiente distinto al de la Dieta de Bruselas, en la que había abdicado el emperador. Los rostros de los hombres aparecían sombríos y en sus ojos se veía insolencia. Casi se podía hablar ya de una abierta hostilidad hacia Felipe, quien, pálido e inquieto, estaba sentado en su trono al lado de su hermana Margarita de Parma, a la que había nombrado regente para estos países. La regente, de ascendencia holandesa por línea materna y educada en los Países Bajos, comprendía mejor a los representantes del pueblo. Sentada junto al rey, con sus cuadradas espaldas varoniles, casi parecía un muchacho al que se hubiera vestido con faldas. Se mordía el labio inferior y de vez en cuando dirigía hacia su hermano una mirada rápida y angustiosa.
Los discursos eran cada vez más atrevidos e insultantes. En aquel momento acababa de hablar un hombre de Yprés acerca de los nuevos episcopados que iban a establecerse en los Países Bajos y había observado, en son de burla, que las provincias estaban por el momento agobiadas por las cargas de la desdichada guerra con Francia; que los aldeanos apenas sabían de dónde iban a sacar la semilla para la próxima primavera y que cada día miles de ellos perdían la casa, la granja y las tierras.
Todos los ojos se volvieron hacia Felipe, quien, poco versado aún en la lengua de sus súbditos, solo a medias había comprendido el discurso. Se levantó luego uno de Courtrai. Y para aumentar la burlona insolencia habló en flamenco. Haciéndose el ingenuo, se preguntaba:
—¿No son suficientes tres obispos para traer la Inquisición española a este país libre?
Se produjo un susurro general y las cabezas se inclinaban a uno y otro lado murmurando. Los ojos de Felipe relampagueaban. Había entendido bien la palabra «inquisición» e imaginó el carácter revolucionario del discurso. Pero conservó la calma. Luego se levantó el síndico de Gante. El representante de la reina de las ciudades flamencas, que se había levantado muchas veces contra los soberanos y los había abatido, era un hombre viejo; su pelo blanco le caía, muy largo, sobre la puntilla de la gola de su traje oscuro.
—Entonces, ¿cómo es que todavía encontramos entre nosotros soldados españoles cuya presencia daña, evidentemente, nuestra tradicional libertad de derechos? —exclamó—. ¿No pueden guardar a los Países Bajos tropas propias? ¿O es que se nos quiere convertir en siervos y llevarnos a la absoluta miseria después de que durante años hemos alimentado a este engendro extranjero?
Los ojos del síndico se habían dirigido hacia el rey. Felipe se levantó de súbito. Empujó hacia atrás el sillón, con tal violencia que casi cayó al suelo, y abandonó la sala en silencio, con gesto sombrío. Fuera encontró a Granvela, el obispo de Arras. Felipe iba y venía de un lado para otro, excitado.
—¿Ve vuestra majestad qué lejos han llegado las cosas? —murmuró Granvela—. Es el espíritu de la rebelión.
—Lo veo demasiado claro —replicó el rey—; pero va más allá de una rebelión contra mí, el rey; es una rebelión contra Dios. Se me quiere obligar a detener el brazo de la Santa Inquisición. Solamente por esto protestan contra los nuevos obispos y las tropas españolas. No quieren ni cuidados espirituales ni Inquisición. Pero no voy a ceder ni un codo. Lo he jurado en Bruselas a mi padre y lo he prometido mil y mil veces rezando en santuarios, en iglesias y en mi alcoba; que mantendré y protegeré la Fe en cualquier circunstancia. Pues la Santa Inquisición es como la cueva de los leones de Daniel, en la que solamente los impíos eran destrozados y no se molestaba a los piadosos. En un medio celestial, el ángel custodio a la puerta del paraíso. Pero aún veo más, aún veo más en el fondo de todo esto. Todos estos discursos, esta burla insolente, estas frases contra mí, el rey, no proceden de los cerebros ordinarios de estos consejeros, comerciantes y cerveceros, sino que hay otros detrás, más astutos y más peligrosos, que son más difíciles de atrapar. Pero, por la Santísima Virgen, yo soy el rey; no me vengaré en los siervos, no en los trabajadores, sino en los verdaderos autores. No confío en Egmont ni en Horn ni en Hoogstraat; y en quien menos confío es en Orange, que en su osadía apoyaba la mano sobre el trono de mi padre. No confío en él. Era un hereje y volverá a serlo otra vez. Han llegado a mis oídos habladurías de que corteja a Ana de Sajonia, la hija del herético elector Mauricio que tan ignominiosamente traicionó a mi padre.
—Increíble —susurró Granvela.
—Sí; es increíble —respondió Felipe—. Vasallo de un rey católico, favorito de mi padre, y ahora aspirante a entrar en los círculos en los que se apoyó al monje apóstata Lutero, se le engrandeció y se le aceptó como santo. Pero no me baso en habladurías; tengo pruebas.
—¿Pruebas, Majestad? —inquirió Granvela.
—De mortius nihil nisi bene —replicó Felipe—; y tampoco quiero decir nada contra mi difunto suegro, a quien apenas acaba de cubrir la tierra. Orange lo engañó, como engañó a mi padre. Cuando estaba allí, en París, en mi boda, en parte como testigo del novio, en parte como garante del tratado de Cateau-Cambrésis, lo llevó aparte el rey de Francia y le comunicó que él y yo nos habíamos conjurado para extirpar la herejía de nuestros dominios; él, en Francia, y yo, en España y en los Países Bajos. Y ¿qué hace Orange? Envía apresuradamente a los Países Bajos cartas de aviso. Yo intercepté algunas, pero las cerré de nuevo y las dejé seguir a su destino. Y hoy veía yo, en los rostros de estos rudos hombres, que estaban demasiado bien enterados de nuestra conversación del Louvre.
—¡Espantoso! —murmuró Granvela—. ¡Qué traición!
—Lo habrían sabido más tarde o más temprano —dijo Felipe—; eso no me importa; eso no cambia el que se les haya avisado. Otra cosa, ilustrísima: apoye a mi hermana cuando yo no esté aquí. Se puede hablar conmigo de cualquier cosa; pero insisto en la Inquisición. En esto soy deudor a la memoria de mis abuelos, de mis padres, a mi país, a mi pueblo y a mí mismo, como cristiano. Apoyad con todos los medios la Santa Inquisición.
—Como ordene vuestra majestad —dijo Granvela; pero la respuesta no sonó convincente.
Algunos días más tarde, Felipe embarcó en el puerto de Flessinga. Muchos de los nobles habían venido para desearle un feliz viaje. Al lado del rey estaba Guillermo de Orange, al que Felipe había nombrado gobernador de Holanda, Zelanda, Utrecht y la Frisia Occidental. En el momento en que el rey pisaba la pasarela alfombrada para acceder a su nave, se volvió a Orange y le dijo:
—No quiero abandonar esta tierra sin hacer saber a vuestra alteza que sé bien que la oposición de los Estados Generales contra mis medidas se debe a la propia actitud de vuestra alteza.
Orange se asustó, pero se repuso enseguida y replicó:
—La oposición de los Estados Generales no se debe a mí ni a ninguna otra persona. Más bien es la oposición de los propios Estados, la oposición del pueblo, de las provincias que estos señores representan.
—No —exclamó el rey excitado y sacudiendo furioso a Orange por la muñeca—; no son los Estados, no es el pueblo. ¿Sois vos, Orange? Quizá no solo vos; pero vos como parte principal.
Con estas palabras soltó bruscamente la mano del príncipe y subió lentamente por la pasarela. Iba envuelto en una larga capa castellana, pues el verano de aquel año era fresco y lluvioso.
Orange, sorprendido, siguió al rey con la mirada. De enemigo a enemigo. Era la última vez en la vida que se encontraban los dos frente a frente.
En las calles de Valladolid se amontonaba una masa humana. Más de doscientos mil hombres, mujeres y niños se habían congregado para presenciar el espectáculo de un Auto de Fe y, al mismo tiempo, ver al rey, que hacía poco había regresado de los Países Bajos.
En la gran plaza, delante de la iglesia de San Francisco de Asís, precisamente el hombre que había acogido en su amor universal tanto a los pájaros y a los mudos animales del bosque como a las estrellas del cielo, allí, había de tener lugar el asesinato religioso o, al menos, el prólogo, el pronunciamiento de los fallos, pues la consumación del asesinato, la ejecución por el fuego o la soga, tenía ordinariamente lugar extramuros de la ciudad.
Los inquisidores se habían sentado en una tribuna; en medio de ellos, el gran inquisidor Valdés. En otra tribuna se hallaban sentados el rey, su hermana, doña Juana, cubierta con un espeso velo, su hijo don Carlos y su sobrino Alejandro de Farnesio, hijo de Margarita de Parma, a quien Felipe había traído consigo a España para hacerle educar y para, al mismo tiempo, tener en la mano una garantía de la fidelidad de su hermana.
Era una ocasión especial, pues en este día no habían de ser juzgados, como la mayoría de las veces, marranos y moriscos —judíos y mahometanos ocultos—, sino españoles indudablemente cristianos, pero que, sin embargo, eran sospechosos de inclinación al protestantismo. No eran muchos los que habían sido conducidos hasta allí; menos que de ordinario, solamente veintiocho; pero de ellos, exactamente la mitad estaba destinada a la muerte en suplicio.
En primer lugar habló el obispo de Zamora. Habló de la importancia de la fe, del camino hacia Dios, y pasó revista al pasado de España. Habló de cómo el cristianismo había padecido a lo largo de los siglos bajo el yugo de los infieles y de cómo entonces, a pesar de las inmensas humillaciones, la fe católica había salido victoriosa y los discípulos del Islam habían sido expulsados del suelo español. Pero —continuaba diciendo el obispo— la obra de la fe no estaba en modo alguno terminada, pues España estaba amenazada en sus fronteras por turcos, berberiscos, árabes y moros; y en su interior por marranos y moriscos. Y a esto se añadía ahora la más nueva y aún más temible forma de herejía: el protestantismo. Cuando esta nueva impiedad había puesto pie en un país, la consecuencia era guerra civil, levantamiento contra el gobierno, persecución de todo sentimiento católico, saqueo de iglesias y conventos. El caos y la ruina amenazaba por esta parte como podían demostrarlo claramente los tristes ejemplos de Alemania, Inglaterra y Francia. Por eso la Santa Inquisición, el ángel custodio del pueblo hispano, se esforzó durante años en descubrir a los herejes ocultos y en neutralizarlos. Los asesinos, ladrones, salteadores y adúlteros también eran criminales; sí, y la espada de la justicia terrena del rey se alzaba sobre ellos…; pero, no obstante, todos sus crímenes eran notoriamente menguados y casi irrisorios frente al inmenso crimen de la herejía, que no amenaza a la corta vida terrena, sino a la vida de las almas en la eternidad; no al cuerpo y a los bienes terrenos de los ciudadanos individualizados, sino a la existencia en común del pueblo español.
El obispo de Zamora requirió luego al pueblo para que jurara eterna fidelidad a la fe católica manteniéndose al lado de la Iglesia de España, como campeador, elegido por Dios, de la única y verdadera seguidora de Cristo, la Iglesia.
Olas de entusiasmo recorren el pueblo, hincado de rodillas. Los ojos relampaguean fanáticos y el pequeño conjunto de las víctimas de la Inquisición se agrupa más estrechamente.
Don Fernando de Valdés, el gran inquisidor, se había levantado. Y extendiendo las manos al cielo, exclamó:
—¡Señor, ayuda a tu pueblo!
En la tribuna del rey, el conde de Oropesa alargó al rey la ancha espada de la justicia. Felipe la levantó en señal de que él la blandía contra los herejes. Y juró que ampararía la fe católica contra la herejía y contra los que proporcionaran a los herejes protección y cobijo.
Fueron leídos por el gran inquisidor los nombres de los procesados y sus delitos. La mitad de ellos se «reconcilió» con la Iglesia y fueron aceptados nuevamente en su seno; pero esta «reconciliación» tomaba, la mayoría de las veces, formas muy dolorosas para los procesados. Les era incautada casi siempre su fortuna, eran despojados de sus cargos y dignidades y, frecuentemente, durante años, incluso durante toda su vida, se sucedían los encarcelamientos, en especial para los clérigos que, con frecuencia y de muy raro modo, habían abrazado la herejía protestante.
Al desdichado resto de las víctimas, luego, después de la excomunión, se les vestía con ropajes amarillos, los llamados «sambenitos», sobre los que aparecían dibujadas rojas llamas y demonios saltarines. En la cabeza se les colocaba un gorro cónico que les daba aspecto de locos. Después, el gran inquisidor los entregaba al brazo de la justicia terrena al tiempo que imploraba suavidad para con los pecadores. Esta suavidad consistía en que aquellos que se mostraban arrepentidos eran ejecutados con la soga o el garrote, mientras que los obstinados que se mantenían en sus ideas eran quemados ignominiosamente.
Entre los catorce que en esta ocasión fueron condenados a muerte se encontraban solamente dos que se mostraron inflexibles. Uno de ellos era un tal don Carlos de Seso, un amigo del padre de Felipe. Cuando se lo llevaban, gritó al rey:
—¿Cómo podéis consentir que me quemen?
A esto contestó el rey, exclamando:
—Si mi propio hijo fuera tan malvado como vos, apilaría yo mismo la leña para quemarlo.
El príncipe don Carlos, con sus estrechos hombros y su pesada cabeza, estaba sentado al lado del rey. ¿Qué pasaría en el corazón de este muchacho de catorce años cuando oyó hablar así a su «hermano», como él llamaba a su padre? Ya entonces corrían rumores de que don Carlos se comportaba con una notoria frialdad hacia la Iglesia y la Santa Inquisición. ¿Habría heredado el muchacho, de su bisabuela doña Juana, la aversión hacia las formas católicas juntamente con su desequilibrio espiritual?
El Auto de Fe de Valladolid fue, para la Inquisición, una señal bien visible de que el camino para la persecución estaba libre. El ángel custodio de las puertas del paraíso español recorría, temible, su camino por el país. Nadie era demasiado grande, demasiado pequeño, demasiado rico, demasiado pobre, demasiado joven ni demasiado viejo. Al igual que la misma muerte, la Inquisición no hacía distinción entre las particularidades de la persona, a no ser, acaso, cuando tenía una secreta intención de buscar preferentemente sus víctimas entre los distinguidos, los ricos y los sabios. El más alto dignatario de la Iglesia de España, el arzobispo de Toledo, don Bartolomé Carranza, fue apresado por ella y sin duda hubiera sido condenado, y quizá quemado, a pesar de los muchos servicios prestados a la casa real, si el mismo papa no se lo hubiera arrebatado a los inquisidores bajo la amenaza de excomulgar al obstinado Felipe, quien, por esto, se vio mermado en sus derechos.
Por todas partes había espías, delatores, mensajeros de esta terrible institución, que ahora estaba más enfurecida que lo que había estado en los días de la Edad Media. Ningún hombre se sentía seguro ante ella; ni el dominico en su convento, ni el sabio entre sus libros, ni el cortesano, ni el mariscal. Era el auténtico espectro, la sepulturera de la libertad hispana. Con sus acusaciones, frecuentemente falsas, su codicia hacia los bienes terrenos socavaba la dignidad humana del pueblo español, su libertad íntima, y abandonaba la máscara del orgullo español tras de la cual se escondían condiciones cada vez más mezquinas. No bastándole con esto, confundía, incluso, las relaciones entre España y las otras naciones, pues ponía sus garras en los comerciantes y marinos ingleses y no se detenía ante los palacios de los embajadores. Pero lo que el emperador Carlos había exigido al abdicar, lo que Felipe había deseado y esperado ardientemente, lo logró en efecto la Inquisición: en España no llegó a desarrollarse ningún partido protestante; España se libró de las guerras civiles entre facciones religiosas. Pero esta paz había sido comprada a un precio descomunal: con la pérdida de los derechos, de la libertad de pensamiento, de la investigación. España pagaba con su futuro la paz interior, la tranquilidad sepulcral de sus espíritus.
En septiembre del año anterior, el emperador Carlos, el ermitaño de Yuste, había muerto en los brazos de su fiel Quijada, con el crucifijo de plata de su esposa entre las manos de cera. Había sido un duro golpe para Felipe, quien, con un espíritu patriarcal, estaba unido a su familia por un gran amor.
A Valladolid llegaron las pertenencias personales del difunto, los candelabros de plata, el crucifijo, el rosario, los relojes, una piedra filosofal y otra piedra para la curación de la gota. Junto a estas rarezas llegó a las manos de Felipe una voluminosa carta llena de sellos. El contenido de esta carta no encerraba ninguna sorpresa para él; hacía tiempo que sabía de la existencia del hijo bastardo de su padre, y su hermana Juana había elogiado el aspecto y el comportamiento de este muchacho de doce años, a quien ella había hecho venir a Valladolid con ocasión de un Auto de Fe.
En las proximidades de Valladolid había un extenso paraje semejante a un parque lleno de pequeños bosquecillos, en medio del cual se levantaba el monasterio de la Espina. Aquí solían, desde antiguo, ejercitarse los reyes en el placer de la caza; y este lugar lo había indicado Felipe al fiel Quijada como punto de cita en el que había de encontrarse por primera vez con su desconocido hermano.
Al igual que antes sucedió a su hermana, Felipe quedó agradablemente sorprendido cuando vio al muchacho, quien, siguiendo las advertencias de Quijada, había caído de rodillas para besar la mano del rey. Le descubrió el enigma de su origen y, abrazándolo, lo tomó como hermano; luego le ciñó la espada que don Juan habría de utilizar una vez para gloria de España, y le colgó el collar del Toisón de Oro. Se le asignaría una casa propia cerca del rey, quien además dispuso que el joven fuera educado juntamente con su hijo don Carlos y su sobrino Alejandro Farnesio.
Felipe estaba contento con este aumento de su familia.
—Nunca he disfrutado de una cacería mejor ni he cobrado nunca pieza que más me agrade —dijo riendo y dirigiéndose a los Grandes del reino.
Todavía se preparaba otro aumento en la familia de Felipe que no le habría de agradar menos. La llegada de su novia Isabel de Valois, a quien el pueblo español llamó Isabel de la Paz, se había retrasado indefinidamente por la repentina muerte violenta de su padre y las largas solemnidades funerarias hasta que, finalmente, el rey había ido a reunirse con los anteriores soberanos de Francia en el cementerio de Saint Denis. Entonces, Isabel se había dirigido lentamente hacia el sur acompañada de la reina viuda, Catalina, y de su cuñada María Estuardo, la joven reina de Francia. Ya se habían cubierto de nieve los Pirineos y el ceremonioso cortejo, pesadamente cargado con el rico ajuar de costosos vestidos, telas, tapices, muebles y vajilla de oro, se abría paso, con esfuerzo, a través del rudo paisaje montañés. Isabel había abandonado muy gustosamente la oscilante litera y cabalgaba ahora en blanca jaca, envuelta en gruesas pieles. Junto a ella cabalgaba Antonio, rey de Navarra, pariente próximo. Asombrados, los oscuros ojos de Isabel contemplaban aquellos desiertos pedregosos de la montaña cuyas pendientes aparecían ya muy rara vez cubiertas de pinos. Sentía miedo en el corazón y pensaba en lo que le habían contado del sur, de España, del aroma de los limoneros, de los almendros, del murmullo de las innumerables fuentes, del sonido de las guitarras. Todo era ahora distinto de como lo había esperado, tan extraño, tan grande, tan frío; ella anhelaba regresar al Louvre, a Amboise, a casa de los hermanos que la habían mimado. De su abrigo sacó una cartita perfumada. Recibía cada día una de estas cartas llenas de versitos dulces, alegres y sentimentales, escritos por su madre y su cuñada. Pero ¿por qué callaba Felipe? Las lágrimas asomaron a sus ojos y el buen Antonio, grueso y mofletudo, se inclinó preocupado hacia ella.
Por fin, con una ventisca desoladora, llegaron al monasterio de Nuestra Señora de Roncesvalles. Era este el lugar en el que, tiempo atrás, el paladín Roldan había hecho sonar con fuerza su cuerno solicitando ayuda al rey de los francos, Carlomagno, en contra de los muchos miles de árabes; ayuda que llegó demasiado tarde.
También el corazón de Isabel gritaba pidiendo ayuda. Todo le era extraño. Los severos rostros de los monjes españoles, la encalada y sombría sencillez del refectorio, las Madonnas de ojos grandes con rostros de cera y ropajes majestuosos. Extraña le era también la nobleza española que, con negras vestimentas y haciendo sonar las espadas, penetraba en el monasterio obligando a replegarse a su servidumbre y a las mujeres, de tal modo que se encontró repentinamente rodeada de extranjeros. Pero pronto observó que el ímpetu de esta salutación, que habría hecho fruncir el ceño a Felipe, había que atribuirlo a simpatía y entusiasmo, y apenas pudo reaccionar mediante algunas palabras españolas que fueron recibidas con agradecimiento.
Pero si bien Isabel se ganó al asalto los corazones del pueblo español, con los enviados de Felipe se encontraba en una postura incómoda. El arzobispo de Burgos y los duques del Infantado exigían insistentemente formalidad y exactitud, de tal modo que al final ya no sabía nadie cuándo y dónde debía Isabel pasar definitivamente de las manos francesas a las españolas. Se llegó al acuerdo sobre la fijación de un punto, en campo abierto, como lugar de la transferencia a dos leguas de Roncesvalles. El frío era riguroso y nevaba con insistencia. Entonces los franceses insistieron en que la galantería hacia la reina y sus damas, a quienes se les pondrían moradas las narices a causa del frío, debía anteponerse a las disposiciones del protocolo cortesano. Esto produjo gran perturbación entre los españoles que se habrían congelado heroicamente por respeto a la etiqueta y a la jerarquía. Pero al fin se decidió ir a Roncesvalles. La alta nobleza española se presentó en Roncesvalles mostrando la humillación en sus rostros; esta derrota había sido para ellos como la de una batalla perdida.
El obispo de Burgos pronunció las palabras oficiales de la entrega; Isabel rompió en llanto, y a las palabras «obliviscere populum tuum et domum patris tui» lanzó un profundo suspiro. Detrás de la joven, Francia se perdía. En la despedida se abrazó llorando al rey de Navarra. El duque del Infantado palideció ante esta violación del protocolo, le temblaron las rodillas y reflexionó sobre si debía pedir explicaciones al obeso rey, cuyos ojos estaban también bañados en lágrimas.
Felipe se encontraba en Guadalajara, en el gran salón del palacio del duque del Infantado. A su lado estaba su hijo Carlos, a quien había estado destinada Isabel en cierta ocasión. Felipe se mostró encantado del aspecto de Isabel. En efecto, había una enorme diferencia respecto a la difunta esposa, la desdichada María Tudor. Isabel era delgada, casi un poco demasiado estrecha de caderas. Sus ojos azul oscuro, que en aquel momento miraban con cierta timidez, se alojaban bajo unas cejas bellamente arqueadas. Su rostro tenía la forma oval y alargada de las Madonnas italianas; el color de su piel era tostado. Era más una Médicis que una Valois.
Después de los desposorios, ella observó a Felipe muda y detenidamente. Dijo entonces Felipe:
—¿Por qué me miráis con tanto detenimiento? ¿Para ver si tengo el cabello blanco?
Desde Guadalajara se dirigieron a Toledo. Aquí se desplegó, ante la joven francesa, todo el lujo y el colorido de la vida popular española, todo el poderío y la tradición del guerrero hispano. Jinetes con atuendos morunos ofrecieron en honor de ella una monta de fantasía, entre locas piruetas y disparos de mosquete a plena carrera. Un potente sonar de gaitas, pífanos y tambores la saludó cuando entró en la vieja capital de Castilla rodeada por los Jinetes de la Justicia y de la Santa Hermandad del Camino. Los dignatarios y autoridades de la ciudad le dieron la bienvenida y ante las puertas de sus casas gremiales se habían congregado los gremios, con atavíos antiguos y sus distintas banderas y estandartes. Esta era la España medieval que aún estaba llena de vida en Toledo.
Felipe, como siempre que estaba de buen ánimo, aprovechó la ocasión para mezclarse entre la multitud, de incógnito, a la manera de Harun al-Rasid, y contemplar la entrada de su joven esposa como alguien en apariencia desinteresado, rasgo característico del rey, que eludía muy gustosamente las grandes recepciones, solemnidades y fiestas, así como, por otra parte, insistía en la observancia de las formalidades y el ceremonial. En realidad, ya se había convertido en el solitario hombre de Estado; y precisamente en este tiempo, en medio de la confusión de la boda, llegaban noticias muy graves sobre la pérdida de una flota española en Sicilia, a causa de los duros combates que habían tenido lugar a la entrada del Mediterráneo occidental. Por entonces se había alzado el Islam para conquistar el mundo y avanzaba hacia Occidente. La tradición de Túnez, la magna gesta de su padre, se mantenía viva en el alma del rey. Pero él no podía embarcar, como su padre, en las galeras de Doria, lanzarse luego a caballo y tomar el mando de un ejército. Solamente podía concebir, preparar y desarrollar planes, pues era un político, un pensador, no un mariscal. Movía reyes, generales, caballeros, flotas, fortalezas, monedas de oro, ejércitos, y damas también, como si fueran piezas sobre el tablero de ajedrez. La conciencia de la existencia de dos grandes enemigos no le abandonaba ni siquiera entre las aclamaciones a la reina. Desde el norte amenazaba una herejía, el protestantismo, que intentaba invadir Europa con ideas nuevas y extrañas, movimientos que, quizá, llamaríamos nosotros hoy capitalismo y democracia. Desde el sur amenazaba la herejía del Islam, cuyos jenízaros podían hacer desaparecer para siempre el cristianismo, si uno no se prevenía y España planeaba y se defendía. Algunos días después de la brillante recepción en Toledo, la joven reina enfermó. Catalina de Médicis, lejos, en el Louvre, rompió en lágrimas cuando oyó la noticia. Quizá se anunciaba el feo espectro de los Valois, la sífilis que la familia tenía que agradecer al brillante Francisco I, a quien el duque de Guisa había evocado en recuerdo de sus innumerables aventuras amorosas, frecuentemente no muy selectas, al pie de un lecho de muerte: «II s’en va, le vieux galán!».
Pero eran las viruelas. En el Louvre se prepararon, a un ritmo febril, filtros italianos que fueron llevados al sur por galopantes mensajeros. Lo que se temía ahora era que el rostro de Isabel quedase desfigurado. Pero las cicatrices desaparecieron sin dejar huella mediante esmerados baños de su piel con leche de burra, Isabel estaba más hermosa que antes; la enfermedad le había proporcionado un nuevo encanto.
A la estancia en la que la convaleciente permanecía sentada, se allegaba con frecuencia, cuando Felipe estaba ocupado, don Carlos, su hijastro, el novio pospuesto. Se sentaba allí, con su gruesa cabeza, sus flacas piernas y su tímida sonrisa un tanto idiota. Las damas francesas se esforzaban en animarle y hacerle hablar. Pero don Carlos callaba; solamente quería contemplar a Isabel, a quien había mostrado una gran simpatía desde un principio. Isabel era amable, absolutamente nada formalista; reía y bromeaba; esto constituía para don Carlos un mundo nuevo; escuchaba con atención los sonidos franceses y reía de buena gana cuando madame de Vineux le informaba sobre la vida en el Louvre. De repente le sobrevenía un gran deseo de ir al norte, a los Países Bajos; quizá allí había aún más mujeres como Isabel. O a París. De Francia llegaron dos retratos, los de Catalina de Médicis y de su hija, la pequeña Margarita. Catalina era regordeta, seria, majestuosa, maternal; Margarita, una muchacha pequeña con sonrientes ojos un tanto oblicuos.
—Y bien, don Carlos, ¿quién os agrada más de las dos damas, mi madre o mi hermana? —preguntó Isabel.
Don Carlos observó detenidamente ambos cuadros y dijo con una gran seriedad:
—Madame, la más joven me agrada mucho más.