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Lepanto
AÑO 1571
Detrás de la Liga de las tres potencias católicas contra los turcos había un hombre de gran energía: el papa Pío V. Su antecesor había sido Pío IV, hombre diplomático, conciliador y alegre que, con su conducta sabia y mundana, había logrado clausurar el largo Concilio de Trento a favor de un papado casi absoluto. Pero aún le faltaba al papado la fuerza necesaria para transformar en hechos las resoluciones adoptadas y emplear las instituciones de la Iglesia y de los estados católicos como instrumento de una gran ofensiva contra la Reforma y contra el Islam. Esta fuerza la poseía, en gran medida, Pío V.
Pío, hombre de ojos hundidos y mirada recelosa, con las sienes huesudas de asceta, gran nariz aguileña, boca amarga de delgados labios y una barba rala y desgreñada, había ocupado el cargo de Gran Inquisidor romano. Su postura intransigente, despreocupada de toda cuestión política, causaba admiración y enojo incluso a Felipe, quien ciertamente estaba unido a él en espíritu pero desarrollaba una política más prudente que el papa, quien enseguida amenazaba con la excomunión y otras medidas semejantes contra todos los pueblos. La Liga contra los turcos, iniciada por él, había de ser una alianza beneficiosa para Europa.
El mariscal de la Liga, don Juan de Austria, el joven de veintidós años, y el anciano de barba blanca, Pío, se entendían bien. Ambos estaban poseídos por la idea de una ofensiva sin retroceso y sin condiciones para, mediante ella, atrapar al adversario, derrotarlo y destruirlo allí donde se encontrase. Como se sabe, una estrategia primitiva de este tipo, en determinadas circunstancias, lleva a muy malos resultados. En el caso de don Juan condujo a un éxito sin precedente. En una de las grandes batallas decisivas de la Historia Universal, que terminó en tan solo cuatro horas, el poderío naval de los turcos en el Mediterráneo occidental fue aniquilado para siempre; así quedó definitivamente eliminada la constante amenaza frente a Italia y España. El espíritu de la libertad se cernía victorioso sobre las ensangrentadas aguas de Lepanto.
En la rada de Mesina se había concentrado una poderosa flota de guerra. Venecia, que había sido especialmente afectada por la conquista turca de Chipre y la amenaza a sus posesiones en el Adriático, había aprestado 106 galeras; España y Génova, 90, y el papa, 12. Llamaban la atención las pesadas galeazas de Venecia, los navíos de guerra más pesados de su tiempo que estaban dotados con no menos de 44 piezas pesadas. Completaban la flota, además, 100 bergantines, fragatas y navíos de transporte, la mayoría de ellos de España, que prestaban a las galeras la necesaria cobertura y movilidad.
El 15 de septiembre zarpó Gian Andrea Doria con 54 galeras. En los mástiles ondeaba el pabellón verde de Génova. A esta avanzada siguió, al otro día, el grueso de la escuadra al mando del almirante don Juan, galeras con el pabellón azul de Nuestra Señora de Guadalupe; la tercera escuadra al mando del veneciano Barbarigo, con el pabellón dorado de Venecia, y, finalmente, la reserva a las órdenes del marqués de Santa Cruz con el pabellón blanco de los Estados Pontificios.
En el muelle de Mesina se encontraba el nuncio Odescalco, obispo de Pena, quien con las manos extendidas bendecía a todas las naves que iban dejando el puerto mientras una fresca brisa agitaba su amplio ropaje escarlata. Los guerreros, equipados con sus armaduras, recibían las bendiciones hincados de rodillas en cubierta.
Pronto se oyeron los rítmicos cánticos de los marineros y los galeotes, que componían la dotación de la flota en no menos de 5000 hombres, al tiempo que 31000 soldados prestaban a las naves la fuerza necesaria para el ataque.
El viento inflaba las negruzcas velas y la flota navegaba sin calma y sin tempestad rodeando el tacón de la bota de Italia a la entrada del Adriático.
En Corfú se encontraron las primeras señales de los turcos. Ruinas de aldeas y ciudades incendiadas bordeaban la hermosa isla; y en los reconocimientos se hallaron cadáveres de gentes asesinadas en las calles, ganados sin dueño y supervivientes aterrorizados que prorrumpían en gritos de júbilo a la vista de los cristianos. Se supo que la flota turca había tomado rumbo al golfo de Corinto y que, al parecer, tenía la intención de regresar a Constantinopla antes de las tormentas del equinoccio. Al mismo tiempo se recibió la noticia de que parte de la escuadra turca, 73 galeras argelinas al mando del temido Aluch Alí, un renegado italiano, había vuelto ya a África. Según esta información, que luego resultaría ser falsa, el resto de la flota turca no podía ser ya demasiado fuerte. Presionado por don Juan, el Consejo de Guerra decidió el ataque a los turcos.
El 5 de octubre, la flota cristiana estaba en las proximidades de Curzolares cuando un bergantín de Gandía trajo la noticia de que Famagosta, la última fortaleza de Chipre, había caído tras un ataque de Mustafá Pacha, quien después, en contra de sus promesas, había organizado una carnicería entre los defensores y ciudadanos de la plaza. Al capitán de los venecianos, un tal Bragadino —así lo contaron los marineros—, Mustafá lo había hecho despellejar vivo y luego mandó rellenar su piel con heno para colgarla como muestra especial de su triunfo en el bauprés de la nave.
La noticia llenó de consternación y rabia a los cristianos, particularmente a los venecianos, quienes ahora, aun más que antes, querían apresurar el combate.
Al día siguiente el cielo estaba cubierto de nubes espesas y soplaba viento del este. El tiempo no era fácil de pronosticar y ligeramente neblinoso.
La escuadra cristiana no podía hacer ningún progreso y se echaron las anclas. De repente, poco después de la medianoche, en las primeras horas de la madrugada del 7 de octubre, que era domingo, cambió el viento, sopló del oeste, desapareció la niebla y en pocas horas apareció ante las naves cristianas la entrada del golfo de Corinto, que por entonces se llamaba golfo de Lepanto a causa de la pequeña ciudad situada al norte. La profunda bahía permanecía en completa calma, casi como un lago, y las orillas, con las colinas detrás, se distinguían perfectamente a la clara luz de la luna. Cuando salió el sol, la vanguardia, al mando de Doria, divisó las primeras galeras turcas a unas doce millas de distancia.
—Ahora se trata de vencer o morir —exclamó don Juan mientras mandaba izar el gallardete verde en el mástil de la nave almirante, lo que significaba la orden de adoptar la línea de combate.
Después se hizo llevar en un bote de una a otra galera para impartir las últimas órdenes y arengar a las tripulaciones, especialmente a los galeotes, a los que prometió libertad completa, liberarlos de los duros bancos de los remos, en el caso de que la batalla tuviera un final dichoso.
El ala izquierda la formaba el veneciano Barbarigo, con 64 galeras; se mantenía lo más cerca posible de la costa para que los turcos no pudieran rodearlo. El centro, la llamada «batalla», la mandaba don Juan mismo; a su derecha tenía las galeras de Marco Antonio Colonna, el general del papa; a su izquierda, Veniero, el generalísimo de los venecianos; detrás, Requesens, el general español. La batalla estaba constituida por 63 galeras. El ala derecha, la más peligrosa, que navegaba en mar abierto, constaba de 60 galeras al mando del famosísimo Gian Andrea Doria, almirante de Génova. La reserva, con 35 galeras al mando del marqués de Santa Cruz, se mantenía detrás del centro con órdenes de intervenir tan pronto como apareciera, en cualquier punto, peligro de una incursión turca. Delante de la línea, que se extendía en un frente de unas dos millas marinas, fueron enviadas las galeazas venecianas, dos delante de cada escuadra, a una milla del dispositivo de combate. Entretanto, los turcos se habían repuesto de su sorpresa y se congregaban igualmente para formar su línea de combate. No les quedaba otro remedio; las posibilidades de huida eran escasas. El viento estaba en su contra y eran necesarias unas maniobras muy difíciles para envolver con una flota tan numerosa el ala derecha de los cristianos, sin tener, al menos en parte, seguridad de su superioridad destructora. Retroceder de nuevo hacia el golfo empeoraría la situación y disminuiría la capacidad de maniobra de los turcos. Se habían metido en aquel agujero y solamente se podía escapar venciendo a los cristianos o, por lo menos, rompiendo su línea de combate.
Los turcos tenían un total de 286 galeras, contra las 208 de los cristianos, y una dotación de 120000 hombres frente a los 81000 de las naves de don Juan. Ellos, según su costumbre, adoptaron un orden de combate en forma de media luna gigantesca que sobrepasaba un poco, en su longitud, la línea frontal de los cristianos, circunstancia peligrosa puesto que con ello existía la posibilidad de un envolvimiento por ambos flancos a la flota cristiana. El ala derecha de los turcos, con 55 galeras, a la que se oponía Barbarigo, la mandaba Mohamed Sirocco; su ala izquierda, con 73 galeras, Aluch Alí, marino y pirata de gran experiencia, al que se oponía Gian Andrea Doria, mientras que el centro, la «batalla» de la flota turca, con un efectivo de 96 galeras, estaba mandada por el generalísimo Alí Pacha. Detrás de la flota había dispuesta una poderosa reserva.
Don Juan mandó entonces izar el pabellón de la cruz en su galera almirante, la Real, y dio la orden de comenzar el combate con un cañonazo. Era cerca del mediodía cuando las primeras galeras turcas sobrepasaron las pesadas galeazas de la avanzada, las cuales, con potentes andanadas, originaron cierto desorden en la línea turca. Apenas Alí Pacha vio el pabellón blanco con la imagen del Crucificado, ordenó que su nave Sultana abordara a la nave almirante de los cristianos. La Sultana había izado el pabellón verde del profeta, bordado todo él con el nombre de Alá y versículos del Corán.
Era un magnífico espectáculo el de ambas flotas acercándose la una a la otra, un cuadro que no había tenido parangón en colorido y pompa bélica, pues las galeras estaban inflamadas de pabellones, estandartes, banderas de los diversos estados, provincias, ciudades y casas nobles. Los marineros vestían de un rojo vivo y se tocaban con largos gorros también rojos que les colgaban por detrás de la cabeza; y los lansquenetes, en particular los alemanes e italianos, parecían, con sus brillantes corazas y sus abigarradas calzas y jubones, una gigantesca bandada de pájaros tropicales.
El sol brillaba con toda su claridad en el prodigioso y profundo azul del cielo de otoño. Pero pronto, por encima de este magnífico cuadro, se fueron formando espesas nubes del humo de los disparos y de los navíos incendiados.
La acción propiamente dicha empezó en el ala izquierda cristiana, a la que Sirocco intentó envolver, lográndolo en parte. Pero Barbarigo giró el ala amenazada y rechazó a los turcos en cruel combate. Barbarigo mismo, un gigante por su estatura, fue alcanzado en un ojo por una flecha y retirado bajo la cubierta en contra de su voluntad.
La misma maniobra envolvente la intentó Aluch Alí por el ala derecha de los cristianos. Pero Doria se había dado cuenta pronto de su intención y desplegó sus naves más a la derecha, separándose así de la «batalla», tanto que entre los barcos de Doria y los de don Juan se produjo un vacío sin ninguna cobertura. Aluch Alí se dio cuenta enseguida de la existencia de este punto débil de los cristianos y se dispuso a atravesar por allí la línea enemiga con sus navíos más veloces.
Entretanto, los dos centros se encontraron en medio de un estruendo ensordecedor: gritos de ¡Alá! de los turcos y no menos fuertes invocaciones de los cristianos a la Virgen y a Santiago. Entre los crujidos de la madera al colisionar, entre el salvaje fuego de las piezas, las galeras se embistieron unas contra otras. Los cristianos habían serrado la noche anterior el bauprés de las naves, que, de ordinario, servía para abordar al contrario. Desde lejos podían así dirigir sus fuegos con mayor poder destructor sobre los navíos que se aproximaban. Los turcos estaban asombrados de la violencia del fuego al que el suyo propio no podía igualar.
Los barcos se trababan los unos con los otros y el combate se convirtió en un número infinito de luchas aisladas. Las maniobras navales habían terminado por completo; ya era aquello un combate terrestre que, en vez de tener lugar en tierra, se desarrollaba sobre las cubiertas de madera de las embarcaciones.
El centro de estas luchas aisladas era la entablada entre las dos naves almirante, la Real y la Sultana. Estaban fuertemente pegadas la una a la otra como si estuvieran atadas por sogas. Cientos de jenízaros se precipitaron de un salto sobre la cubierta de la Real. No menos de cinco veces llegaron los turcos hasta el palo mayor de la nao de don Juan y otras tantas fueron rechazados por los cristianos. La cubierta de la Real estaba llena de cadáveres y de heridos y la madera se encontraba tan resbaladiza a causa de la sangre derramada que los soldados apenas se podían sostener sobre sus piernas. Don Juan recibió una herida en un pie, pero, cojeando, continuó dando aliento a sus soldados. Más de seis galeras se aprestaron a ayudar a la Sultana y vaciaron nuevas bandadas de jenízaros sobre su cubierta. Detrás de la Real tres galeras persistían en un intento de remediar las pérdidas en muertos y heridos con la aportación de nuevas fuerzas. Pero la gran superioridad de los turcos se hacía notar, a pesar de que los jenízaros no iban tan bien armados. Entonces, don Juan ordenó libertar a los esclavos de sus bancos de remeros y enviarlos a la lucha. Fue un espectáculo raramente terrible ver cómo los criminales, asesinos, ladrones y salteadores de España, que como dice Cervantes estaban condenados a revolver durante años el húmedo elemento y a segar con sus remos la gran pradera del mar, se precipitaban gritando y jurando sobre la cubierta de la Real formando una manada salvaje de cabezas desgreñadas, rostros mugrientos y pálidos, para emprender, a su manera, la lucha por la Cruz. Y así los bajos fondos de España fueron los que tuvieron que concluir lo que la nobleza había comenzado. Entretanto, el ala izquierda de los cristianos había recuperado por completo su posición y hacía retroceder al ala derecha de los turcos contra su propia «batalla». Los cristianos consiguieron hundir la nave de Sirocco y el mismo Sirocco fue salvado de morir ahogado para caer bajo la espada de un veneciano.
La lucha en el ala derecha cristiana, donde Aluch Alí había acosado peligrosamente al experto Andrea Doria, era de lo más confusa. Aluch Alí había penetrado rápidamente por el hueco que había quedado entre las naves de Doria y la «batalla» de don Juan, en la línea de combate cristiana. Pero el mando de la reserva, el marqués de Santa Cruz, uno de los más famosos almirantes españoles, se dio cuenta enseguida de la peligrosa situación y se esforzó por taponar rápidamente el hueco con sus galeras. De todos modos, en esta ala, la lucha fluctuaba de forma indecisa; muchos de los barcos aparecían incendiados y un humo negro cubría pesadamente las olas sangrientas. En esta ala, la lucha, hasta el último momento, había proporcionado a ambos marinos ocasión para realizar toda clase de maniobras navales, puesto que el mar abierto concedía libertad de movimiento, caso que no se daba en el ala izquierda a causa de la proximidad de la costa de Etolia.
Pero la lucha se hizo decisiva en el combate de los dos centros, de las dos «batallas», en el que las naves enemigas, las unas frente a las otras, seguían escupiendo fuego sin capacidad para moverse, sin ninguna posibilidad de maniobra como tantas otras de las que ya estaban fuera de combate. El gran momento fue el de la victoria de la Real sobre la Sultana. Los cristianos habían destruido por completo todas las defensas de la nave turca y ahora barrían con sus piezas pesadas la masa humana de la cubierta de la Sultana. Los españoles se lanzaron entonces al asalto en su temida formación triple; soldados y galeotes se hicieron rápidamente dueños de la nave almirante. Se desarrolló una horrible carnicería en la que el jefe supremo de los turcos, Alí Pacha, encontró la muerte. Un soldado español le separó de un tajo la cabeza del tronco y llevó el sangrante trofeo a don Juan, quien ordenó que fuera clavado en una lanza y mostrado a los turcos que aún seguían luchando.
Al ser arriado el pabellón verde del profeta con los mil nombres de Alá, se propagó el pánico entre las naves turcas. En muchas de ellas, los galeotes, en su mayoría cristianos, aprovecharon el desorden de cubierta para liberarse y seguidamente se precipitaron, gritando, contra los turcos. Miles de estos se lanzaron al agua y allí se ahogaron o murieron a golpes de remo o atravesados por las lanzas. El resto fue ejecutado sobre la misma cubierta. La rabia de los españoles y de los venecianos era tan grande que, al principio, nadie pensó en hacer prisioneros. Las barbaridades de Chipre y Corfú quedaban terriblemente vengadas.
Durante la catástrofe, que aun superaba a la de los persas en Salamina más de dos mil años antes, Aluch Alí conservó la mente despierta. Escapó; en efecto, consiguió rodear, con el resto de su escuadra, unas cuarenta galeras, el ala derecha que estaba al mando de Doria, y escapó a toda vela mar adentro. En las rompientes del cabo Papas permanecieron escondidas algunas de sus naves, las demás huyeron hacia el sur empujadas por un viento cada vez más fuerte. Pronto tuvieron los cristianos que desistir de la persecución.
Entretanto, don Juan intentaba reunir sus barcos y hacerse una idea del resultado obtenido. Algunas de las galeras cristianas se habían hundido; otras estaban tan sumamente dañadas que hubieron de ser abandonadas. En total, las bajas de los cristianos ascendían a 8000 hombres, de los cuales más de la mitad eran venecianos, muestra de lo dura que había sido la lucha de Barbarigo en el ala izquierda. Pero los turcos habían perdido 224 navíos, de los cuales 131, en buen estado para navegar, habían caído en poder de los cristianos. El resto o estaba hundido o tuvo que ser incendiado. Veinticinco mil turcos habían perdido la vida; cinco mil iban camino del cautiverio. Más de diez mil esclavos cristianos, galeotes, fueron liberados. Fue una victoria grandiosa.
Al atardecer se levantó una tormenta. Sobre el escenario de la lucha se acumularon negros nubarrones. Las olas comenzaron a encresparse. Sobre las negras olas se mecían las galeras incendiadas de los turcos en cuyas cubiertas rodaban, de un lado a otro, los muertos y los heridos graves, para sumergirse finalmente en la tumba del mar con un siseo de burbujas bajo una fantástica luz roja y el rugido del oleaje.
Entre los combatientes de Lepanto se encontraban representados los hombres de casi todas las casas nobles de España. Para el joven Alejandro de Parma, sobrino de Felipe y de don Juan, y que más tarde sería un general más famoso que su tío, Lepanto era su primera batalla. Solo, con la espada desnuda, había saltado el primero a una galera turca y la había apresado con ayuda de su gente. Pero entre los muchos combatientes de nombre y sin nombre destaca uno: un simple soldado de 22 años que en la mañana del combate estaba enfermo en cama, pero que después, contra la voluntad de su capitán, se levantó para tomar parte en el encuentro. El joven luchó como un demonio y fue alcanzado tres veces por las balas turcas, dos en el pie y una en la mano izquierda, que quedó mutilada para el resto de su vida. El nombre del soldado era Miguel de Cervantes.
Era caída la tarde del día de Todos los Santos cuando Felipe recibió en Madrid la noticia de Lepanto. Precisamente se encontraba escuchando el canto de Vísperas cuando don Pedro Manuel, gordo y pesado, se inclinó sobre la baranda del coro y le dijo que se había alcanzado una gran victoria sobre los turcos.
—Tranquilizaos —replicó el rey— y bajad más tarde para que podamos hablar.
Escuchó tranquilo el canto hasta el final. Luego, la solitaria figura negra se levantó y marchó al encuentro del cortesano. Cuando hubo conocido los pormenores de la batalla se dirigió a su silla, se arrodilló y dio gracias a Dios.
Después ordenó que, a la mañana siguiente, se dijera una misa por las almas de los muertos en Lepanto.