Tres chicas encantadoras, un graciosete y un bicho raro

 

 

Llevaba tanto tiempo deseando ese cambio, esa nueva oportunidad, que no conseguí pegar ojo en toda la noche. A ver qué cubre-ojeras me iba a ayudar a arreglar eso, me preguntaba.

Me levanté, cansada de dar vueltas en la cama, una hora antes de que sonase el despertador. Me dirigí hacia el armario en busca de la ropa que tenía en mente ponerme en mi primer día de trabajo: pantalón de pinzas y camiseta blanca con cuello barco. Sandalias de cuña a juego con el cinturón y listo: elegante pero informal. Acorde con lo que percibí de la gente que me crucé el día de la entrevista de trabajo.

Me peiné y me maquillé muy natural, y sobradísima de tiempo como iba, me paré en la cocina a tomarme un café con mi madre. En aquella época todavía no tenía el buen hábito de desayunar.

—No estés nerviosa, hija. Todo irá fenomenal —trató de sosegarme al encontrarme tan excitada. —Y creo que el café no va a servir más que para alterarte— me advirtió quitándome la taza de entre las manos.      

—Es mi primer trabajo de verdad. Cómo no iba a estarlo.

—Porque lo harás bien. Como todo lo que haces.

—Eso es amor de madre.

—De una madre que tiene ojos en la cara y que ve que además de guapa, eres increíblemente lista y capaz.

—Capaz —repetí tratando de creérmelo.

—De todo. De lo que te propongas. Y ahora te has propuesto esto y te saldrá genial.

—Dame un beso que de tanto charlar se me va a hacer tarde.

La besé en la mejilla y cuando estaba a punto de salir, el tintineo de unas llaves sonando en las manos de mi madre, me hizo volver.

—Te las olvidas —me advirtió.

Y volví a por ellas a toda prisa, recibiendo esta vez el beso que ella me daba, mientras me metía sigilosa una manzana en el interior de mi bolso. 

—Cómetela.

—Siiií, mamaaaá. —Y me fui.

Con mis nervios, mis llaves y mi manzana.

 

A las ocho menos cinco –jódete recepcionista estúpida que hoy he llegado bien- pedí a la susodicha que informase a la señora Mirañar de que la señorita Rivero la esperaba.

La vi descolgar el teléfono y, antes de dejarle decir nada, le repetí: Rivero. Acabado en O.

Puso cara de bruja y me anunció. A su manera, claro.

—Almudena, ha llegado antes de hora, si quieres la hago esperar hasta que sean las ocho— la oí decir.

Será mala pu…

—Dice que pases —me espetó de mala gana.

Obviamente y desde el primer día, yo no le había caído bien, pero en cambio, a Almudena parecía ser que todo lo contrario.

—Hola Melisa, ¿Qué tal?— me sonrió invitándome a pasar a su despacho—. ¿Preparada para tu primer día con nosotros?

—Creo que sí. Algo nerviosa.

—No te preocupes, acabamos con el papeleo y nos ponemos en marcha cuanto antes. Estas cosas son así, cuando lleves un par de horas trabajando y conozcas a los demás, se te habrán pasado los nervios.

Y eso fue lo que hicimos, acabar con el papeleo. Firmamos el contrato, las cláusulas de confidencialidad y el recibo de recepción del plan de bienvenida a la empresa.

Estaba firmando el último papel, cuando tras breves golpecitos en la puerta de aquel despacho, entró nuevamente él.

—Marco, buenos días, estamos acabando —alegó Almudena—. Pues muy bien Melisa, ya lo tengo todo —me retiró los papeles firmados y continuó hablando— en unos días te bajaré las copias. Ya puedes irte con él. Bienvenida una vez más.

Se levantó y yo la imité haciendo lo mismo. Estreché la mano que me ofrecía y, tras darle las gracias por las gestiones, me volví, miré por primera vez desde que había entrado a mi jefe, y le saludé:      

—Buenos días —le dije, y aunque hubiera querido decir algo más, me detuvo el no saber cómo llamarlo. ¿Señor De Luca? ¿O me dejaba de tanto señorío y lo llamaba Marco?

Se apresuró a sacarme de mi letargo contestándome al saludo con un:

—Por aquí, Melisa —saliendo él primero del despacho y pidiéndome que lo siguiera.

Entramos en el ascensor y observé como Marco pulsaba el botón que nos llevaba a la tercera planta. Se apoyó después contra la pared y yo hice lo mismo contra la de enfrente. ¡Estaba tan guapo! ¡Tan sexy! Aunque más que estarlo, lo era. Yo apenas me había atrevido a mirarlo, pero las pocas veces que me había levantado la mirada para encontrármelo, habían bastado para dar respuesta a la inquietud que a Ana le surgió la primera vez que le hablé de él : — ¿Es guapo el tío borde?— me había preguntado.

Lo era. Sin dudar, Marco lo era.

Recordé también que Ana lo había llamado así, «tío borde», porque yo le había contado nuestro tropezón en el ascensor con derramamiento de líquido extraño, incluido. Volví a sonreír al pensar en aquel momento, aunque más que sonreír, aquella vez se me escapó el ruidito de una carcajada.

Estábamos solos así que me miró intrigado.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada. Es que yo… estoy un poquito nerviosa —me justifiqué.

Se abrieron las puertas y volvió a pedirme que le acompañara. Le seguí pasillo arriba y nos detuvimos en una sala rectangular en la que, menos la mesa principal que estaba claramente diferenciada, las demás eran todas iguales. Había seis y estaban enfrentadas y separadas por un panel de corcho, que aislaba a las personas que las ocupaban de las situadas al otro lado del panel. Cada uno en un cubículo.

Las únicas mesas que no tenían ocupantes eran la primera, la que estaba apartada y la cuál deduje enseguida que sería la del jefe, la de Marco, y una de las que tenían su correspondiente panel y estaba junto a las de las otras personas. ¿Sería esa la mía?      

—Melisa, vamos, que te presento —me lanzó, al ver que me había quedado rezagada. —Chicos, ella es Melisa, sustituirá a Marc. —Y me fijé que en una de las paredes del cubículo vacío ponía en letras de grafiti ese nombre: Marc.

—¿Qué tal, Melisa? —dijo una chica que estaba al otro lado del cubículo en el que ponía Marc, en el que por lo visto me iba a sentar yo.

Me acerqué y saludé a la chica. Sofía, se llamaba. Después de ella, lo mismo hicieron Hugo, Mery y Helen. Estas últimas con unas pintas de guiris que la única duda que me quedaba era si serían alemanas, americanas o ves a saber, porque ese pelo rubio y ese azul de ojos, lo único que me parecía cierto es que no era español. Ni sus acentos, claro.

Por su acento adiviné que Hugo sí lo era. ¿Pero catalán? Ni de coña. Hablaba claramente un perfecto castellano de Cádiz, así que lo de perfecto…

Acabé de saludar a las tres chicas que se sentaban en frente, al otro lado del muro, y después de hacer lo mismo con el gaditano, que se sentaba justo al lado de la mesa de Marc, —es decir, la mía—, me acerqué al último chico que estaba sentado en la de la esquina.

—Hola, soy Melisa.

—Hola —me soltó éste, sin ni siquiera interesarse.

Vale, siempre tiene que haber un bicho raro, me tranquilicé al pensar que el resto habían sido todos muy majos.

—Bueno, él es Santiago —interrumpió Marco para aliviar la tensión que había creado el maleducado de Santiago. —Melisa, tú te sentarás aquí —dijo señalando la mesa del tal Marc, como bien ya había baticinado— pero durante la primera semana quiero que sólo que te sientes junto a Hugo y él te enseñe todo lo que debes saber.

Asentí con la cabeza y miré al gaditano pidiendo su aprobación al saber que debía compartir su conocimiento conmigo. Éste me sonrió y con ello me di por bien recibida.

—Sofía, Mery y Helen son las traductoras. Vosotros tres —explicó señalándome a mí, a Hugo y al desabrido de Santiago—, alimentáis las bases de datos de dónde tiran ellos para elaborar el texto final. ¿Entendido?

—¡Claro hefe! Como uté diga. –le respondió Hugo con un gracioso acento andaluz que me arrancó otra sonrisa.

—Hablo con Melisa, listo — y me miró—,  a Hugo ni caso que es el graciosete.

—Pero quillo, ¿cómo no me va a hacer caso la niña si la tengo que enseñar?—le volvió a vacilar.

Marco le reprendió con la mirada mientras acercaba mi silla a su lugar y nos dejaba para que empezáramos con la formación.

—Cualquier cosa, estoy allí. –Nos dijo, y caminó hacia la mesa que efectivamente, cómo había adivinado también, era la suya.

Perfecto, tres chicas encantadoras, un graciosete y un bicho raro. Melisa, bienvenida al equipo. Me animé.

 

 

Los dos primeros días allí fueron fenomenal. Hugo era una grata compañía, aunque no sé yo si igual de grato maestro, no porque no lo hiciera bien, sino porque por sus tonterías nos habían tenido que llamar varias veces la atención. Las chicas de enfrente, al oírnos aunque también ser reían, necesitaban concentración.

Marco, de vez en cuando y desde su sitio, levantaba la cabeza y nos regalaba un gesto acompañado de un: «silencio, por favor», que bien sabía que iba más por Hugo que por mí misma.

El tercer día, en cambio, y fruto de lo anterior, a las ocho cuando llegué, Marco estaba esperándome, y lo hacía acompañado del bicho raro de Santiago.

—Melisa, Santi, quería hablar con vosotros. Sentaros.

Miré a Marco y a Santiago después, pero éste nunca me devolvía la mirada.

—He pensado que para que no aprendas sólo los trucos y los defectos de Hugo, estarás el resto de la semana con Santi, hasta que te veas capaz de seguir tú sola con el programa.

Volví la cabeza nuevamente hacia Santiago que continuaba inerte y como si no fuera con él la cosa.

—De acuerdo —respondí por decir algo. Pensé que la excusa no era más que el evitar tener que volver a llamarnos la atención a mi compañero Hugo y a mí.

—Pues gracias, Melisa, ya te puedes ir. Acerca tu silla a la mesa de Santi y espérale allí. Tengo que hablar con él unos minutos.

Hice lo que mi jefe me ordenó y le di la noticia a Hugo, que le molestó casi tanto como a mí.

—Con lo agustico que estaba yo a tu lao, mi arma, y deslumbrao con esos dos faroles que tienes en la cara, —me espetó–. Y volví a reírme de nuevo.

Desde mi nueva ubicación, la mesa de Santiago, donde lo esperaba, vi como Marco seguía tratando de razonar con él, pero éste, a diferencia de lo reservado que solía mostrarse siempre con los demás, con Marco sí se soltaba. Tenían una extraña relación, pero se notaba la confianza.

¿Será que me equivoqué al juzgar a Marco? ¿Al considerarle un borde sólo por el cómo me trató después de nuestro torpe encontronazo? Quizá tan sólo tenía un mal día. En cambio desde entonces, desde que trabajaba allí, sólo le había visto gestos que le honraban. Era un buen jefe y mis compañeros lo adoraban. Conmigo se había portado bien incluso separándome de Hugo. Lo hizo poniendo una buena excusa en lugar de meternos el broncón. Hubiera sido lo fácil y lo merecido. ¿Y con Santiago? Sea lo que sea lo que le pasaba a ese muchacho, Marco lo sabía y le apoyaba. Le daba la confianza necesaria para que se sintiera cómodo y se expresara ante él, e incluso Marco, se atrevía a llamarlo Santi y no Santiago, como hacíamos todos los demás. 

¡Vaya, vaya, con Marco…! además de guapo…

 

 

 

Tres días más me bastaron para que Santiago fuera Santi también para mí.

El miércoles que empezamos a trabajar juntos, continuó un tanto esquivo y hablándome sólo para explicarme cómo o cómo no hacer una cosa o la otra, a través del programa de introducción de datos.

Al día siguiente, en cambio, entramos un poquito más en conversación. Le vi un tatuaje en la muñeca derecha y me atreví incluso a tocárselo.

—¿Qué es? —le pregunté.

Inmediatamente y por acto reflejo me apartó la mano de una forma un tanto violenta, pero él se percató.

—Perdona —Me dijo.

—No, no. Lo siento yo. No debí…

—Es la púa de una guitarra. Bueno, de un bajo –matizó.

—Sí, sí, sé lo que es. ¿Lo tocas?

—Me encanta —respondió, y por primera vez, -atención al momentazo- Santi me sonrió.

Qué extraño me resultó. ¿A quién me recordaba? ¿A quién se parecía? No tuve respuesta, o no todavía. Lo único que sabía era que su altura y su delgadez, su pelo largo y rizado, y su ropa siempre oscura, le hacían parecerse más bien a algún conocido cantante de hardcore, que  a nadie de con quienes yo acostumbrase a rodearme.

—Algún día me gustaría tocarlo de forma profesional.

—¿Con un grupo? —pregunté.

—Con MÍ grupo –matizó con orgullo.

—Venga ya. ¿En serio?

—Como te lo cuento.

Me carcajeé sin querer ofenderle y así me excusé:

—Lo siento, es que te juro que de todas las profesiones que existen, la de cantante, sería la última que hubiera imaginado para ti.

—No soy el cantante.

—¿Ah, no? Vaya, ya me había hecho ilusiones. Ser la amiga del gran Santiago… ¿Qué más?

—Marino —continuó—, Santi Marino.

—¿Puedo llamarte Santi, entonces?

—¿Te has atrevido a tocarme el tatuaje y ahora me pides permiso para llamarme así?

Sonreí satisfecha con su repuesta y le solté:

—Me caes bien, Santi. Me caes bien.

Santi me devolvió una sonrisa y pese a que no se atreviera a reconocérmelo, yo también le había caído en gracia.

El viernes siguiente continuamos con nuestras conversaciones. Él era bastante menos escandaloso que Hugo, pero también me hacía reír, y lo más extraño, él también se reía.

Al resto de nuestros compañeros, Sofía, Mery, Helen, Hugo e incluso a Marco, el cambio de actitud de Santi no les pasó inadvertido. Se le veía tranquilo, con el ceño relajado y todo gracias a mí. De momento yo lo ignoraba, pero el soplo de aire fresco que encontró Santi en mí compañía, apaciguaron su malhumor y destensaron la relación que mantenía con el resto de integrantes del equipo.

Era nuestro último día juntos, porque como nos había anunciado Marco hacía ya un par de días, el lunes yo empezaría autónomamente, y por fin ya en la mesa de Marc —es decir, la mía— a desempeñar mi propio trabajo.

Como llevaba haciendo toda la semana, a eso de las once de la mañana regresé de la cafetería que había en la primera planta, donde siempre me tomaba un té para acompañar a la manzana que me cogía de casa, y vi en la mesa vacía de Santi —él no había vuelto todavía de desayunar— su Ipod y los auriculares.

No pude resistir la tentación de ponérmelo y darle al play.

Un solo de guitarra primero, una batería que le acompañaba y, de repente, una voz.

—¡Wow! —se me escapó.

—¿Te gusta?  —preguntó Santi a mi espalda dirigiéndose hacia mí.

Me quité un auricular y asentí con la cabeza.

—¿Puedo? —le dije, señalándole el que acababa de quitarme para pedirle permiso y seguir escuchando.

—Claro. Y cuando acabes, dame tu opinión. Dime qué te parece.

Introduje de nuevo el auricular en mi oreja y volví a centrarme en lo que escuchaba salir por él.      

—¿Qué si me gusta? –pregunté tras acabar de escuchar la canción. –Me alucina, me encanta. Es genial. Es… ¿pop-rock?

—Me gustaría que sonásemos más malotes, pero… a las niñas les gustamos así.

Me reí al escuchar su fanfarronada y acercándole la libreta donde tenía apuntado todo lo que me enseñaba Santi en la formación, me chanceé:

—Fírmamela, por fi…. para cuando seas famoso.

—Qué graciosilla eres, pareces una gruppie –me devolvió—, aunque si quieres que alguien te firme cuando se haga famoso, pídeselo a él.

—¿A quién?

—Al que canta.

Entonces miré para donde su dedo apuntaba y lo vi a él.

¿Marco?

¿Marco era quien cantaba?

¿Marco, mi jefe?

 

 
—Marco, Ana. Marco ¿me oyes? ¿A que es flipante? —      Exclamé—. Me gustaría estar viéndote la cara ahora. O bueno, mejor dicho, vértela cuando oigas este mensaje. Me gustaría habértelo podido contar en persona, aunque me conformaba con explicártelo por teléfono, pero… ni una cosa ni la otra. Al final, en un triste mensaje… Ana. Yo… espero que te esté yendo todo bien y sé que también tendrás cosas que contarme, como por ejemplo, tu relación con Raquel. ¿Cómo os va? ¿Quién, a parte de mi, lo sabe? ¿Cómo lo lleváis en el trabajo? Ana… Joder, te echo de menos. Llámame.

Y colgué.