Una sola decisión, en un solo momento…

 

 

Durante los meses que transcurrieron desde la marcha de Santiago, pude conocer de verdad lo que significaba ser la novia de Marco.

Saludarle con un beso al verle, sin importar dónde estuviéramos ni con quién, pasear con él de la mano, sin fijarnos en quién pudiera vernos o no, escucharle pronunciar mi nombre cuando me dedicaba una canción, sin tener en cuanta quien lo escuchara también…

Fueron meses maravillosos, y lo fueron porque un par de días después de que Santi nos hubiera pillado a punto de hacerlo en su local, y se hubiera marchado sin más, Marco corroboró su sospecha contactando con un familiar que tenían en Italia.

—Está con él, con Tony —me dijo.

Tony era su primo, hijo del hermano de su padre, y aunque con Marco no tenía relación debido a que mi novio no había querido saber nada de su familia paterna, con Santi, en cambio, sí que había mantenido el contacto.

—Creo que le vendrá bien alejarse de todo lo que hemos vivido últimamente —me reveló, refiriéndose más al fallecimiento de su madre, que a lo sucedido entre nosotros tres.

Al mes de que Santi se hubiera ido, cuando entre Marco y yo ya era todo un camino de rosas, tuvimos dos pérdidas significativas, tanto para bien como para mal.

La primera fue la de Hugo. Mi amigo y cómplice tuvo que dejarnos. Tuvo que volver a Cádiz porque su padre había sufrido un derrame cerebral y la familia lo necesitaba con ellos, a su lado.

La segunda fue Helen. Había cogido la baja laboral sin una fecha de vuelta estimada. Al saberlo, le pedí a Marco que hiciera uso de su posición como jefe y de su buena relación con Almudena, la de recursos humanos, para ponerse al corriente del estado de salud. Me preocupaba por ella. Lo hacía, pese a que me hubiera dado cuenta de que su amistad nunca fue sincera. De que empezó a desayunar conmigo cuando se enteró que Marco y yo coincidíamos solos en la cafetería. Que se acercó a mí aprovechándose de Santiago, porque sospechaba que su hermano y yo éramos más que amigos. Y a pesar de que me contase lo de su enfermedad, cuando apenas habíamos cruzado dos palabras, con la única intención de que la integrase en el grupo.

Pues a pesar de todo ello, me preocupé. Me interesé por la que, hasta el momento en que el jefe y yo desvelamos lo nuestro, se había considerado mi amiga.

—Está bien. Está de reposo. Se ha puesto en contacto con ella y dice que su baja no se debe a recaída alguna, sino que tiene que ver más con su estado emocional, —me contó cuando Almudena le dio la respuesta a su petición—. Así que no te preocupes, debe de ser duro gestionar tu ánimo cuando estás aún peleando con una enfermedad como la suya.

Es emocional, me dije, pero sabía que Helen era valiente, y que su estado de ánimo poco tenía que ver con su enfermedad y mucho con el desamor y el daño que le habíamos causado. Helen no quería ni vernos, me lo había dicho cuando me recriminó el haberla engañado. Y no la culpo.

Pues aquellos son todos los hechos a destacar en los días que continuaron, después de la huida de Santi, por lo demás, todo era perfecto, tanto, que la perfección formada ya parte de la normalidad.

Nos veíamos a diario en el trabajo, dentro y fuera de él, incluso nos atrevíamos a bajar a la cafetería juntos sin ocultarlo. Eso sí, por sacar una pega a lo nuestro, cuando era yo la que cometía algún fallo, algún error en mis tareas, por pequeño que fuera, la reprimenda era desproporcionada en comparación con la que recibía cualquiera de los compañeros cuando hacían algo igual. Luego, a solas, me daba un beso de los suyos y yo se lo perdonaba.

Bueno sí, ahora que lo recuerdo, también podría destacar los planes que hicimos por Semana Santa.

Habíamos planeado escaparnos esa semana a la Costa Brava con la única intención de estar juntos a todas horas. Juntos y solos, pero en el último momento, la persona que tenía que sustituirlo a él, hacer su papel de jefe del equipo en su ausencia, se puso enferma y no pudo hacerlo. No pudo sustituirlo y por lo tanto, él no pudo disfrutar de sus vacaciones. Ni yo de su compañía.

Aquello no supuso para nosotros ningún drama, ya que, desde que se fuera su hermano, Marco vivía solo en casa y cada fin de semana me recibía de ocupa allí.

Podrías quedarte toda la semana aquí conmigo, me pidió para mitigar la desazón de no poder irnos de hotel a la Costa Brava, y yo acepté como hubiera aceptado también su propuesta de irme a vivir con él si no fuera porque sabía que aquella casa era también de su hermano, y que me gustase o no, algún día tendría que volver.

Lo dicho, los siguientes meses hasta que llegara el calor del verano, todo lo vivido fue especial, maravilloso, de película. De película pero de Disney, de esas en las que no importa como empieza la historia porque sabes seguro que acabará bien. Y así estábamos nosotros, viviendo felices como en el final de esas películas, aunque sin saber que la descripción fuera tan literal. Sin saber que, efectivamente, estábamos a punto de llegar a nuestro final. Al final de la historia de Melisa y Marco.

 

 

 

Para mi sorpresa, en compensación por habernos quedado sin poder escaparnos en las vacaciones de Semana Santa, Marco había planeado un viaje aún más lejos y más largo para las vacaciones de verano.

Había adquirido unos billetes a un lugar, el  cual me había escuchado decir que me moría por visitar: Australia. Había comprado unos billetes para ir juntos a Sydney, donde empezaríamos una ruta de dos semanas por el resto del país.

 

 

 

El avión salía aquella misma tarde de viernes, pero yo me había enterado esa misma semana. Mi novio había esperado demasiado para darme la sorpresa, así que desde que me lo dijo, me dediqué en cuerpo y alma a prepararme para aquel viaje, lo que significa renovar mi vestuario y adaptarlo al destino que nos esperaba.

—Qué exagerada eres— me dijo cuando me vio atravesar la puerta de la oficina cargada con el maletón donde llevaba mi equipaje para pasar esas semanas.

Él también había traído la suya, pero por el contrario a la mía, su maleta estaba más vacía y pesaba bastante menos de lo que lo hacía la que yo llevaba.

Las habíamos llevado a la oficina porque teníamos el tiempo justo para salir de trabajar y marchar corriendo al aeropuerto. Había comprado los billetes con fecha de salida, el mismo día en el que empezaban nuestras vacaciones, no había querido esperar ni un minuto más.

—Está todo controlado —me dijo el día en el que me dio la sorpresa y me regaló los billetes—, nos llevamos el equipaje al trabajo, y cuando salgamos, llamamos a un taxi y nos vamos al aeropuerto.

—¿Y comer?

—Ya nos comeremos allí —me devolvió con gracia—. Me muero por hacértelo en otra ciudad, en otro país, en otro continente…

Sonaba tan bien, tan apetecible…

 

 

 

Acabamos de trabajar y nos despedimos de los compañeros que todavía no se habían ido de vacaciones. Nosotros habíamos cogido las primeras fechas disponibles, las primeras semanas de julio, y a nuestra vuelta se irían marchando gradualmente los demás.

Recuerdo perfectamente aquel día, aquel instante. Eran las tres de la tarde, y mientras los demás salían por la puerta deseosos del fin de semana, yo esperaba sentada en mi sitio, a que Marco acabara de zanjar unos temas antes de irnos de vacaciones. Estaba nerviosa, emocionada, pero ansiosa. No quería llegar tarde.

Marco se levantó y al verle creí que ya había acabado, pero aunque lo había hecho, aunque había terminado ya de trabajar, todavía tenía que ir al lavabo antes de ponernos en marcha.

—Espabila que vamos justos de tiempo— le dije.

—Vamos bien de tiempo, tranquila.

Y es que a Marco le gustaba tomarse la vida así. Con calma.

Mientras él se iba al cuarto de baño, yo aproveché para tratar de recoger su mesa y así dejarla ordenada. Cogí su botellín de agua, apilé sus papeles, metí sus bolis en el lapicero y entonces fue cuando pasó, cuando vi encenderse la pantalla de su móvil en modo silencio, y en ella un mensaje que le acababa de llegar.

Santi, ponía en la pantalla, y he de reconocer que me pudo la curiosidad.

«No insistas Marco, lo digo y lo mantengo: se trata de ella o yo.», le decía, y vi que no era el único mensaje que había.

¿Cómo? ¿Qué quiere decir «ella o yo»?, me pregunté. ¿Se estaba refiriendo a mí? ¿Le estaba dando un ultimátum?

Y entonces esta vez no fue la curiosidad la que me llevó a leer el resto de mensajes. No fue la curiosidad, insisto, fue la necesidad. Necesitaba saber por qué Marco había estado intercambiándose mensajes con su hermano y no me había contado nada.

Subí hasta el primer mensaje y lo leí. Databa de hacía ya un mes y había sido Marco el primero en contactarle para decirle que quería saber de él.

«Devuélveme las llamadas, tío, llevas meses desaparecido. Eso no se le hace a un hermano.» Le recriminaba, y por el tono que deduje, lo estaba pasando mal.

«¿Quieres saber lo que no se le hace a un hermano? Bueno, no creo que haga falta que te lo diga, ya dije suficiente antes de marcharme». Le respondió en su mensaje.

«Cógeme la llamada tío, habla conmigo». Le rogaba de nuevo Marco.

Se le intuía desesperado. Entonces entendí porque en ese último mes lo había visto especialmente atento a su teléfono. A veces incluso tenía que repetirle las cosas varias veces hasta que me hacía caso. Seguramente, en esos momentos, estaba hablando con él. Con su hermano. 

Marco estaba tratando de arreglarlo con Santiago pero éste no le contestaba. Al menos no ese mismo día, vi que lo hizo varios días después y en su respuesta decía:

«¿Quieres que hablemos? Esta es la condición: que me digas que nos estás con ella. Que ya no estáis juntos».

¿Pero cómo podía ser tan tozudo y tan cruel con su propio hermano? sangre de su sangre.

Marco no había contestado nada al respecto de su condición sino que, por las fechas de los mensajes, vi que esperó varios días para volver a intentarlo.

«Santi, nos vamos de vacaciones. ¿Por qué no aprovechas ahora y vuelves a casa y esperas a que vuelva yo y hablemos? Seguro que tienes ganas de hacerlo. De volver a tu hogar. Con tus cosas» Alegó, pero no tuvo respuesta alguna.

No la tuvo hasta aquel día, hasta hacía unos minutos, hasta que se había encendido la pantalla de su teléfono justo cuando yo lo tenía entre mis manos y lo descubrí todo.

«No insistas Marco, lo digo y lo mantengo: se trata de ella o yo.» Volví a leer de nuevo en la pantalla mirando atenta la palabra «ella» con la que Santi se estaba refiriendo a mí.

—Andando, ya estoy listo— le oí decir al salir de lavabo. —Coge tus cosas y…

Y dejó la frase a medias al verme mirarle fijamente, con su móvil encendido y sin decir nada.

—Melisa verás…

—¿o ella o yo? —le pregunté repitiendo las palabras de su hermano, disgustada—. ¿Todo se resume en eso?

—No hagas caso, se le pasará.

Tengo su teléfono entre mis manos y en mi cara se refleja la verdad. Lo sé todo. Sé lo de Santiago.

—Eso dijiste hace meses, pero yo te lo advertí. No se le pasaría, no se le ha pasado y no se le pasará.

—No le puede durar toda la vida, Melisa, joder —Marco empezaba a ponerse nervioso. —¿Ves? Este era el motivo por el que no te lo quería contar.

—¿Por qué? ¿Por qué no querías darme la razón? ¿Por qué te dije que hacía tiempo que debiste de haberle dicho la verdad?

—Estás siendo injusta. Creía que hacía lo mejor.

—No, injusta no. Injusto él —le grité, levantándome y dirigiéndome dolida hacia donde él estaba.

— ¿Y qué quieres que haga? Estoy en medio, ¿no lo ves? —me gritó. Era la primera vez que lo hacía. La primera que me levantaba la voz, y a mí se me saltaron las lágrimas con sus gritos. —Melisa, joder… —me cogió de la mano.

—Tal vez Santi tenga razón —espeté.

Marco me miró confundido.

—Tal vez es hora de que elijas. —Le solté de nuevo, y al hacerlo, al pensarlo y al decirlo en voz alta, se me apretó el nudo que tenía en la garganta y apreté a llorar.

 

Y bien… la parte más desagradable comenzó en el momento en el que su teléfono móvil empezó a vibrar entre mis manos, y en la pantalla, la foto de quien le estaba llamando. La foto de unos jovencísimos Santi y Marco sujetando entre sus brazos, cada uno una guitarra. Una foto que había visto ya antes colocada en el recibidor de su casa.

Ambos miramos el teléfono vibrar y seguidamente nos buscamos con la mirada.

Le estiré la mano con la que lo sujetaba, para devolverle su teléfono y brindarle la oportunidad de decidir con quién se quedaba.

—Somos él o yo. —Le dije mientras se lo daba.

—No me pidas eso, Melisa. Tú no. —Me suplicó agarrando el teléfono de mi mano.

Y yo no quería pedírselo, lo juro, pero no me quedaba otra opción, ni a él le quedaba otra que tomar una decisión.

—Marco, no contestes, por favor —supliqué desesperada, tratando de convencerle que se quedara conmigo, mientras su teléfono continuaba vibrando y retumbándole en la mano.

—Tengo que hacerlo. Puedo convencerle —alegó, dispuesto a descolgar la llamada.

—No lo harás. No lo convencerás. Perderemos el avión. —Le insistí—. Marco no lo hagas. No descuelgues…

—Pero Melisa…

—Si lo haces no habrá vuelta atrás. No seremos felices porque sabe del poder que ejerce sobre ti, y lo utiliza. Sabe darte donde duele, y te da. Y te daña. —Le advertí con la voz entrecortada por el nudo de mi garganta-. Marco… por favor...

—Tengo que cogerlo.

—Si lo coges te juro por Dios que me doy media vuelta y no me vuelves a ver en tu vida. —Le amenacé, sin pensar en lo que perdería si lo hacía. Sólo podía pensar en lo que podía ganar si Marco no descolgaba esa llamada. Nos iríamos corriendo a coger el avión con destino a Sydney, a seguir siendo felices. Y nada más.

Pero eso no pasó. Marco contestó y apenas pude oír la primera frase que dijo al descolgar esa estúpida y maldita llamada:

—Santi, tío, dime que vuelves a casa. No seas tan niñato. Vuelve y lo solucionamos. —Le dijo a su hermano, y con ello, hizo que conmigo ya no hubiera nada que solucionar.

Había sido verle apretar el botón de descolgar y dar media vuelta para salir pitando.

Me había quedado claro, lo había elegido a él y yo me quedaba compuesta con equipaje pero sin destino y sin acompañante. Sin Marco.

 

Entonces fue cuando mi vida empezó a ser una mierda, como dice Martín, una auténtica mierda.

Aquella tarde vagué dando tumbos con mi maleta por la ciudad. No quería volver a casa. No sabía cómo hacerlo. Cómo enfrentarlo. Cómo explicarle a mi madre que el chico que le había prometido presentarle a la vuelta de mis vacaciones, me había dejado tirada.

No me atrevía.

Y allí estaba yo, sentada en cualquier banco de un sitio cualquiera, cuando sonó mi teléfono, y en él un mensaje de auxilio:

«Sé que no tengo perdón. Dime que no si no quieres pero no sé a quién acudir. Necesito que me ayudes. Estoy en un lío».

¿Ana?, me pregunté extrañada. Y la llamé.

Ana tenía que pagar una multa de cuatrocientos euros, por tenencia ilícita de drogas. Drogas que por supuesto no eras suyas sino de Raquel. Ella, tan sólo, las había reconocido como propias porque su novia ya tenía antecedentes por el mismo motivo, así que asumió la responsabilidad y también la multa.

El problema es que ahora no tenía cómo pagarla y expiraba el plazo para hacerlo. Hacía más de seis meses desde que la multaran, pero como por aquel entonces ya no teníamos relación, yo ni me había enterado de eso.

Fui en su auxilio y la rescaté. Le dejé el dinero que llevaba suelto para costearme mis necesidades en el viaje. En el viaje que al final no íbamos a hacer. La rescaté, aunque ella no supiera que en realidad era ella quien me estaba rescatando mí. Ella, quien estaba volviendo a mi vida justo cuando más la necesitaba.

Y lo hacía cargada de problemas y del dolor causado por el mismo motivo por el que yo tenía roto el corazón: por una ruptura.

Ella hacía días que se había atrevido a dejar a Raquel y a mí, apenas hacía unas horas que Marco no me había elegido.

 

 

Ana y yo nos fuimos unos días fuera con el dinero que yo tenía ahorrado, y que había sobrado tras pagar la multa de Raquel. Nos fuimos a la Costa Brava. Hicimos esa escapada que planeamos y nunca pudimos hacer Marco y yo, en semana santa.

Nos fuimos y desconectamos. Pero lo hicimos sin hablar. Sin pedirnos explicaciones por lo ocurrido en todo el año que habíamos estado separadas. En el tiempo en que habíamos olvidado que éramos amigas. Y allí fue dónde planeamos vivir juntas. Ana tenía una entrevista para empezar a trabajar en unos grandes almacenes, y yo tenía pensado en volver y finiquitarme de la empresa en la que trabajaba con Marco, y con ello conseguiríamos liquidez para cumplir con nuestro plan.

Y así lo hicimos.

Descansamos, retomamos fuerzas, volvimos pero no conseguimos todo lo que habíamos planeado.

A ella le dieron el trabajo, sí, pero yo no me finiquité. No lo hice porque al volver, en la mesa de Marco, en su lugar, había un tipo muy alto que se me presentó como el nuevo jefe del equipo de traducción y alimentación de la base de datos.

Me dijeron que Marco lo había dejado. Había sido él y no yo, quien se había finiquitado. Y no volví a saber nada de él. Nada más hasta hoy.

Hasta hoy que lo tengo delante. Al otro lado del paso de cebra esperando para cruzar.