De lo que dije a lo que siento

 

 

Mis días últimamente no son nada especial, ahora bien… las noches…

Dicho así parece que me haya rendido al fornicio, aunque lo cierto es que desde que Marco me dejara, por mi cama no ha pasado nadie más que yo, exceptuando a Ana. De vez en cuando vemos pelis o series ñoñas, y casi siempre se queda dormida aquí, en mi cama. Ya ni siquiera bromeo con lo de que no se le ocurra tocarme un pelo, por aquello de su escarceo bisexual, pero en otra época la broma hubiera dado para mucho juego. Ahora, en los tiempos que corren, no me planteo hacer o decir nada que pueda recordarle a Raquel. Ella dice que lo tiene asumido, superado, y seguramente sea así, pero supongo que el saber que rompió con ella al mismo tiempo que Marco me rompió el corazón a mí, y que a día de hoy yo sigo de él calada hasta los huesos, hace que me parezca imposible tan pronta recuperación.

Pese a Pol, pese a su relación y pese que, aunque ella no lo reconozca, a mi parecer, él sigue siendo su chico de transición.

Retomando lo de las noches especiales… mientras que por la mañana lo único que hago es traducir en el trabajo -y acostumbrarme a pasar bajo ese maldito detector-, y por la tarde me centro en el desarrollo del trabajo de fin de post-grado, por las noches he encontrado una nueva distracción: hablar con Martín.

Sí señor, con Martín. Parece que lo de conocernos se nos está dando bien. 

A veces, la nuestra, me recuerda a las relaciones que mantiene la gente a distancia, por chat, por teléfono… pero es que sin quererlo, eso es lo que hacemos él y yo. Hace más de una semana que no nos vemos, pero aún así, Martín me sigue llamando cada  noche. No falla una.

Ana debe de pensar que duermo un montón, porque a las diez de la noche, menos el fin de semana, me despido de ella y me meto en mi habitación muy temprano, a esperar su llamada.

Como digo, el fin de semana por lo visto no me pudo llamar. No lo hizo el viernes ni tampoco el sábado. Quise preguntarle el lunes el porqué de ello. El motivo. Y sé que él me lo quería explicar, pero cuando estaba a punto de hacerlo, de contármelo, fui consciente de que en realidad no quería saberlo. No quería que dijera nada que me pudiera molestar. De una u otra forma, escucharle nombrar a Paula me molestaba, mientras que por el contrario, el hecho de que él ya no me preguntara por Marco, me aliviaba.

Recuerdo que el día después de su primera llamada, mi segundo día de prácticas, algo en mi interior había cambiado, y mi manera de expresarlo también. Me sentía bien. Me sentía tranquila. Me sentía de buen humor y así me mostraba.

Ana dio buena cuenta de ello pero no me preguntó. Imagino que como yo, ella también sabe que hay temas que mejor no tocar por no meter el dedo en la llaga, y la de Marco, es una llaga de fácil sangrado.

En nuestra segunda conversación nocturna, Martín me confesó que, aunque le hubiera prohibido soñar conmigo, él no había podido evitar hacerlo. Me dijo que al explicarle lo bien que se me dan las lenguas, no le había sido fácil no soñarme haciendo uso de ella. Lógicamente su sueño fue de todo menos apto para menores de 18 años.

Yo también soñé con él, pero no se lo conté por miedo a reconocer lo que pudiera estar significando. En mis sueños no había habido ninguna escena sexual, ni tampoco romántica, a decir verdad ni siquiera recordaba más allá de que apareciera él, pero el simple hecho de haber soñado con él, significaba que, por primera vez en mucho tiempo, no lo había hecho con Marco.

La tercera vez que me llamó, me habló de su verdadera pasión: El fútbol. Al principio me reí de él, -creo que me he cachondeado de él en todas las conversaciones que hemos mantenido-, prácticamente a todos los chicos del mundo les apasiona ese deporte. ¿Qué niño no ha soñado con ser un Ronaldo? Bueno, yo encontré la excepción en Marco. Él siempre quiso ser el Rod Stewart Español, o bueno, el italiano.

Martín trabaja en un gran almacén junto a Jordi, Alex, Rubén, Pol y Ana, pero aunque así es como se gana la vida económicamente, emocionalmente la llena con su afición: entrena a un equipo de niños de fútbol sala.

Después de reírme un buen rato a costa de él, tuve que pedirle perdón por haberlo hecho. La verdad es que en cuanto le presté la atención que se merecía, más que a sus palabras a su tono de voz, a lo que transmitía al contarlo, supe que hacía una labor encomiable. Me contó que sus chicos venían de barrios conflictivos, familias desestructuradas y muy pobres, pero por el contrario a lo que pudiera parecer, eran niños llenos de cariño y muchas ganas de ofrecerlo. Ávidos de deseos por aferrarse a una figura paternal, a unos amigos a los que considerar hermanos, a un grupo al que pertenecer, proteger y sentirse protegido. Y ese grupo, para ellos, es el equipo de Martín. El St. Jordi Pontí Club de Fútbol, y aunque el nombre es claramente catalán, la mayoría de los integrantes del equipo son extranjeros.          

—Vaya con el hermanito de la caridad –le dije —. Ya sabía yo que no eras tan malo.

—Lo malo todavía no te lo puedo contar —me espetó, recordándome lo pronto que era para hacerlo.

—Y entonces ¿cuándo? —le insistí.

—Cuando te hayas encariñado lo suficiente conmigo como para no alejarme de ti.

—Yo no me encariño de una voz.

—¿Me estás pidiendo una cita?

—No seas patán, —le lancé, pero lo cierto es que tenía ganas de verlo.

Me despedí aquella noche tal y como lo había hecho las demás: prohibiéndole pensar en mí antes de quedarse dormido.

—Siempre lo hago, y si quieres que no lo haga, ven a tratar de impedirlo.

—¿A tu casa?

—Aquí te espero. Calle Valencia, número diecisiete… —Me soltó, y yo me mee de risa.

 

 

 

Pasamos varias noches más escuchándonos hablar antes de dormir. Su voz me relaja, me da paz. ¿Me estaré encariñando, cómo él decía, de su voz?

El fin de semana, como he dicho, no pudimos hablar, y ese pensamiento, el del encariñamiento, se me acabó esfumando. Lo eché de menos lo justo. El ratito que tardé en dormirme la noche del viernes y la del sábado, nada más.

El domingo sin esperarlo, volvió. Sonó «Mi Luz» en mi móvil, y como siempre que lo hacía, yo me apresuraba a responder. No quería escuchar la voz de Marco empezando la canción. Lo fácil que sería borrarla de mi móvil y santas pascuas. Y se acabaría su voz sonando, pero el caso es. ¿Quería que se acabara?

—¡Martín! —respondí.

—¿Me has echado de menos, preciosa?

Y fue en ese momento en el que me planteé preguntarle el porqué de su ausencia durante las noches del fin de semana pero, en el último momento, no me atreví. No quería oírle nombrar a Paula, o todavía aún peor: escucharle mentirme con alguna excusa barata. No hubiera sido la primera vez que lo hacía.

Hablamos de mi aburridísimo fin de semana y de lo duro que fue el suyo currando en ese gran almacén. Estamos a mediados de diciembre y el tufillo a Navidad cala allí primero.

Me reí de varias anécdotas relacionadas con Alex y sus intentos frustrados de ligar con alguna clienta.

—El tío no cesa— le dije—. Qué ímpetu.

—Qué pesado, dirás.

—Bueno, pico pala, pico pala… algo conseguirá.

—¿Tú crees?

—Sí. Es guapo y tiene pico.

—¿Lo es? —Preguntó interesado.

—¿Guapo? —Reiteré—. Claro. Tendría que estar ciega para no verlo.

—¿Te gusta Alex? —Me preguntó con seriedad.

—Físicamente sí, lo que pasa es que no sabe cuándo parar. Y yo, al igual que todas las que lo rechazan, ciega no estoy pero sorda tampoco.

Martín respiró aliviado y se carcajeó.

—¿Entonces te preparo una cita con él? —se burló.

—Sordo pareces serlo tú. Lo poco gusta, lo mucho cansa, y Alex tiene más a cansar. —Le espeté.  

—En cada llamada que te hago aprendo un nuevo refrán.

—Culturilla general, que se llama. Si me llamases más a menudo…

Inmediatamente después haberlo dicho, me arrepentí. Parecía que me hubiese molestado su fin de semana de desconexión hacia mí, así que rápidamente y haciendo referencia al refrán que le había dicho, le solté:

—Aunque mejor que no lo hagas, no me llames tanto que ya sabes que lo poco gusta…

—Y lo mucho cansa —continuó—, ok, ya te he captado. Buenas noches y feliz lunes, Miss culturilla general.

—Buenas noches, Martín.

 
 
 

Hablamos el lunes nuevamente. Martes otra vez. Y en uno de aquellos días, no sé haciendo referencia a qué, le solté el de «… a buenas horas, mangas verdes», y desde entonces, me ha prometido que cada vez que hable conmigo, tendrá a mano papel y boli para apuntarse mi refrán.

Las otras veces me han salido de forma espontánea, pero ahora, bajo presión, llevo un ratito buscando en internet uno que poder soltarle y sumarme otro tanto en mi marcador.

Me ha hecho gracia el de «A cada cerdo le llega su San Martín», por aquello de utilizar su nombre, así que me lo guardo bajo la manga por si acaso. Más que bajo la manga, para ser fiel a la verdad, lo guardo bajo la almohada, ahí estaré apoyada la próxima vez que Martín me llame.

Y me llama. Justo estaba despidiéndome de Ana que me ha entretenido un poco más de lo normal, con no sé qué quedada que está montando su novio.

—Mamá, ahora te llamo yo. Estoy dándole las buenas noches a Ana.

—Saluda a tu madre de mi parte. —Me pide la ignorante de Ana, sin saber que al otro lado del teléfono está Martín y no mi madre. —Lo siento Ana, ya ha colgado.

Me sabe mal tener que mentirle así pero sé lo que piensa de él y de sus intenciones conmigo. Hace varios días que no me oye nombrar a Martín, ni tampoco le nombro a Marco, así que debe de creer que ahora por fin estoy recuperando el rumbo. Yo también lo creo pero, a diferencia de ella, pienso que Martín está siendo la clave en mi recuperación. Me está ayudando a simplemente vivir dejando de llorar por un pasado que aún me duele, y que ni volverá, ni dejará de doler.

—Martín, perdona.

—¿Era Ana? —adivina—. Cuándo le dirás que…

—Cuando las ranas críen pelo —y me rio—. Martín, no te apuntes este refrán que ha sido involuntario. No era el que tenía preparado para ti.

—¿Te los preparas y todo? —pregunta sorprendido—. ¡Qué honor!

—¿Quieres que te lo diga ya?

—Antes de tus chorraditas habituales quería decirte algo.

—¡Uy! Miedo me da su tonito…

—Dispara.

—Pol está planeando una quedada.

—¡Ah, sí! Algo me estaba explicando Ana antes de que me llamaras, pero no la he entendido.

—Quiere que quedemos el sábado. Ir a tu casa a cenar, luego salir… no sé.

—Por tu tono, presiento que no te apetece mucho.

—Sí, claro que sí. No es eso…

—¿Entonces?

—Me da miedo verte. —Me suelta.

¿Miedo? ¿De mí? ¿Qué está diciendo? Y lo oigo continuar:

—No sé cómo reaccionaré.

Me acomodo bajo el edredón, cierro los ojos y me imagino la situación. Martín y yo sin kilómetros de por medio. Sus ojos rasgados, su sonrisa. Sí, esa. La sonrisa más bonita del mundo.

—No sé cómo comportarme contigo. Ahora somos más de lo que éramos la última vez que nos vimos.

—Martín, somos amigos —le digo—, y la verdad, es que no me lo creo ni yo.

—Pues aunque sea como amigos, quería pedirte un favor.

—¿Un favor?

—Resérvame el viernes. Búscame un hueco en tú agenda. Unos minutitos.

Mi agenda, ha dicho. Mi agenda está en blanco.

—¿Para qué? ¿Qué quieres hacer?

—Estar contigo. Verte por primera vez desde que me dejaste entrar en tu vida. Hacerlo sin testigos.

—Sin Pol —devuelvo astuta. No se me escapa que Pol no cuenta con la admiración de Martín.

—Sin Jordi, sin Alex, Sin Rubén. Sin Ana…—me confiesa.

—Está bien, el viernes a las siete de la tarde, en la torre derecha de Plaza España.

Allí estaré.

Cierra los ojos y duerme, Melisa, es tarde y mañana toca trabajar, me digo, como si fuera a ser fácil conseguirlo. Dormirme sin más.

 

 

 

Viernes, qué nervios. Voy de camino a mi cita con Martín y hace un frío que pela. Llevo un gorrito de lana y me siento como cuando era pequeña y paseaba con mis padres por estas calles. Qué bonita está mi ciudad. Con sus luces, su ambiente… todavía falta unas semanas para navidad, pero con este entorno es imposible no ponerse tierna.

Espabila, Melisa, que vas a ver a Martín y ñoñerías las justas, me digo, y me planto allí, como siempre puntual, en la torre derecha, me apoyo en ella y saco mi móvil haciendo ver que leo algo, cuando lo único que intento hacer, es evitar mirar a todas partes sin verlo. Maldita miopía, me lamento. En cuanto tenga pasta me la opero. Eso, y comprar una elíptica, recuerdo.

—Melisa…

—Martín...

Nos abrazamos con ansias y con ganas, aunque no sepamos con ganas de qué. Nos abrazamos con el pecho por delante incluso de los brazos. Lo hacemos de tal manera que por mucho que ambos creamos que es un abrazo de amigos, me rio yo de los amigos y de los abrazos.

Madre mía, su olor. Martín huele como nadie, aunque otros se pusieran su mismo perfume nunca olerían como él. Pomelo, mandarina, ámbar… Dios mío, Martín.

Me separo antes de morir entre sus brazos e intentamos empezar una frase que se queda sólo ahí. En un intento. Se pisan nuestras palabras y lo volvemos a intentar.

—Yo, quería…

—Martín, yo…

Ale, otro fracaso. Como sigamos así no va a haber conversación en toda la tarde.

Me muestra su picardía al taparme la boca con su mano, y así poder empezar a hablarme  él.

—O lo digo, o reviento. Estás preciosa.

—Tanto requiebro para nada. Pensaba que era algo menos obvio. —Le devuelvo con chulería, cuando me destapa la boca para que pueda hablar también yo.

—Te queda muy bien ese gorrito—. Estira de la borla y se ríe—. Venga dime tú, con qué ibas a sorprenderme cuando te he cortado.

—Quería decirte que estás muy guapo.

—¡Vaya! eso además de ser una novedad, es una mentira. Melisa piropeándome y mintiéndome, todo en la misma frase. Quién te ha visto y quién te ve.

Qué tonto es y cómo me gusta que lo sea.

—¿Paseamos?

Y acepta mi propuesta asintiendo con la cabeza, y me sigue cuando yo comienzo a caminar.

Estamos muy cerca aunque separados y al darme cuenta de que no me quita ojo de encima, yo no me atrevo ni a mirarlo.

—¿Así que mañana toca fiesta con Pol?— le pregunto.

—Con Pol, Ana y los demás. Pero tú siempre preguntas por Pol. No te cae bien, ¿me equivoco? —Pregunta presumiendo que me pasa igual que a él.

—Digamos… que no me cae mal.

Lanza una carcajada al aire, lo miro y me rio también. ¡Qué guapo es!

—¿Por qué querías verme si mañana vamos a quedar? —Trato de averiguar.

—Ya te lo dije. No quería verte y no saber cómo reaccionar, y quedarme pasmado delante de ellos.

—Actúa como siempre. Como lo harán todos. Como lo estás haciendo ahora.

—Es que no sé si quiero tratarte como lo harán los demás me suelta—. Dime una cosa, ¿Tú me consideras como a los demás? Cómo a Jordi, cómo a Alex…

—Jordi me cae muy bien —le confieso—, y Alex… Bueno, Alex es muy guapo.

Me rio de mi propio comentario pero advierto que a él no le ha hecho ni puta gracia.

—Y ahora dime tú. —Continúo— ¿De verdad la única razón para estar aquí hoy era la de no verme con todos, después de que nos hayamos hecho así —gesticulo señalándonos a los dos— de amigos? –insisto— ¿Eso es todo? ¿No hay nada más?

Martín se frena en seco y se sienta en un banco. Me mira y me hace un gesto con la mirada, invitándome a sentarme con él. Tiene unos ojos tan oscuros, tan profundo, que imponen. Ordenan, y yo obedezco y lo hago.

—Verás…

Ay, ay, qué mal empieza la frase.

—Los chicos siempre están con sus cosas. Con sus coñas. —Le oigo divagar y se da cuenta—. Mira Melisa, sin rodeos. Son mis amigos pero al único que tienes que creer es a Jordi.

—¿Creer? ¿En qué? —me pierdo.

—En lo que digan. Yo sé que hay rumores. Que hablan. Sé que te llegó el rumor incluso a través de Ana.

—¿Qué rumor?

—Lo de mis líos. Mis escarceos.

—Martín, ¿rumor? —Le digo indignada—, ¿acaso olvidas que yo te vi? Aquella noche. Con la Rubia. No es un simple rumor, es una verdad como un templo. Un acto consumado —le recuerdo.

—Pero ya no ha habido ninguna más, Melisa. No desde aquella noche. No desde que hablamos.

—No me debes ninguna explicación —le reitero, y presiento que quizá se esté justificando por la noche del pasado viernes, o la del sábado, cuando, pese a que yo lo esperaba, él no me llamó.

—Ya lo sé. Ya sé que no te la debo, pero yo…

—Pero tú ¿qué? ¿Martín? —le interrumpo—. Sexo sin boda es como un buen wisky sin soda— le espeto. Y pese a que creía que se reiría con este refrán, lo único que consigo es que se desespere.

Lo veo levantarse y caminar de un lado al otro.

—¿Quieres que nos vayamos? —Pregunto al verlo de pie.

—¡NO! —me suelta casi a voz en grito.

Yo me pasmo y se lo demuestro.

—No sé qué quiero Melisa. No lo sé.

—¿Y crees que yo sí? ¿Crees que yo sé por qué me has pedido que venga? —me irrito—. Me pides que venga y lo hago, y lo único que sé de ti hasta el momento, es que no quieres que me crea nada de lo que pueda oír mañana en boca de tus amigos. Que no me crea que te has liado con no sé quién o con no sé cuántas. Pero… ¿y qué? Y si fuera cierto ¿qué? —le pregunto—. ¿Crees que eso cambiaría en algo nuestra relación? —insisto—, Martín, tú y yo sólo somos amigos.

Y sé que no. No es verdad pero tiene que serlo. Martín no me conviene y no porque lo diga Ana. Martín no me conviene y lo sé desde la primera vez que lo vi. Desde la primera vez que nos miramos. Así que lo mejor será que empiece a creérmelo a base de repetirlo en voz alta.

—Está bien, si no hay nada más que hablar, me marcho. —Y le veo hacerlo—. Nos vemos mañana —me suelta.

—Pero… ¿Martín ?