Acércate, y trae la libreta contigo.

 

 

Me dieron las dos de la tarde en la cama, y hubiera dormido más si no fuera porque a mi madre se le ocurrió despertarme para comer.

—Nooo, noooooooooooo. Te lo he dicho mil veces, ya me levantaré cuando tenga hambre— le solté lanzándole el cojín para que cerrara.  

—Esto no es un hotel, señorita —Me respondió entonces, como también me respondía cada vez que salía de noche y al día siguiente no había quien me despertara.

—Ahora voy ¡Pesada! —le espeté a regañadientes.

¡Qué sueño!, me dije, y qué dolor de cabeza también.

Me destapé, me senté en el borde de la cama y estiré la mano a tientas, hasta coger de la mesita de noche una goma con la que recogerme el pelo.

¿Arena? me sorprendí al sacudirme el pelo para amarrármelo. ¡Arena! Sí… lo recuerdo. La playa, de noche, Marco y yo.

¿Ha pasado en realidad? ¿No lo he soñado?

Miraba orgullosa cada grano de arena que caía de mi cabeza, como el que mira la nieve caer en navidad. Con la misma ilusión. Los miré porque ellos confirmaban que efectivamente no lo había soñado, había pasado de verdad.

Me extasié recordando los detalles de nuestro primer beso: nuestros labios, nuestras lenguas, nuestra respiración… Y de nuestra primera vez: nuestros cuerpos, nuestras manos, nuestras caricias…

Sí, ha pasado, me dije sin caber en mí de alegría. Y me ha dicho «Ti amo», recordé aún con mayor entusiasmo. «Ti voglio bene, ti amo così», me ha dicho. Anche io, Marco De Luca. Anche io ti amo, me dije al recordar sus palabras como si estuviera respondiéndoselo a él. 

—¿Sales a comer? —me interrumpió mi madre golpeando otra vez en mi puerta.

—Sííííííííííí….

Salgo con la intención de hacerlo, de sentarme a comer, pero entonces, de repente, me doy cuenta de que debo comprobar en mi teléfono, si esto que empiezo a recordar también ha pasado o lo he soñado.

Ana en el hospital.

—¿Cómo? —preguntó mi madre al oírmelo decir.

Fue tan fuerte el impacto al recordarlo que no pude callármelo y lo solté en voz alta en medio del comedor.

—Mami, lo siento, me tengo que ir. Es que Ana anoche se cayó y se clavó un cristal en la mano.

—Pero, ¿y cómo está? ¿Dónde vas?

— Voy a verla a su casa. Me ha escrito y me ha dicho que ya está mejor pero ayer le prometí que cuando me despertara iría —le mentí.

—¿Y la comida?

—Guárdamela, te prometo que cuando vuelva me la como —le dije. Y me fui.

«Meli, gracias por venir anoche. Raquel me ha contado que te fuiste un poco mosqueada. No te enfades con ella. Ya estoy en casa. Un beso»

«Perdona por no haber contestado antes, me acabo de despertar. Me visto y voy a verte a casa. Tenemos que hablar.»

«He quedado en un ratito con Raquel antes de tener que ir al trabajo, pero a mis padres les he dicho que he quedado contigo. Será mejor que no vengas, cúbreme una vez más, por fa.»

Pero será…

Me indigné al leer su mensaje y decidí que, aunque ella no me quisiera ver, yo sí quería verla a ella. Me debía una explicación y quería que me la diera.

Fui a buscarla al restaurante porque me había dicho que trabajaba, aunque no supiera qué turno tenía, así que simplemente acampé en la puerta del restaurante y esperé hasta que llegara.

Llegó pasada las 19h y lo hizo acompañada. Por lo visto le tocaba el turno de cenas, así que obviamente estaba llegando tarde.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó al verme en la puerta.

—He venido a buscarte.

—Lo siento, Meli, llego tarde —me respondió.

—Lo sé, Ana, pero qué más da un par de minutos más ¿no? Creo que me lo debes.

Raquel no le quitaba ojo mientras yo le hablaba y le pedí:

—¿Nos puedes dejar unos minutos?

Su novia se apartó con cara de no haber roto un plato y dejándome a mí como la bruja del cuento.

—Ana, pero ¿no os ibais al teatro, anoche?

—Sí —me respondió escueta y de mala gana.

—¿Y cómo acabasteis así? Borrachas —pregunté de nuevo. 

—Bebí sólo un par de copas, pero no cené y me subió.

—Y te subió —repetí.

—Sí, me subió —repitió otra vez agarrando el pomo de la puerta para entrar. Obviamente se estaba cansando de tanta pregunta.

—¿Y te caíste? Sin más.

—Sí, sin más. Sin más. Soy una torpe y me caí. Y ahora, si has acabado con el interrogatorio me tengo que ir, que yo todavía trabajo los fines de semana —me devolvió con inquina.

Agarré el pomo de la puerta y la cerré sin dejar que se escapara.

—No, no he acabado. Me queda lo mejor —le dije, y ella me miró intrigada— ¿se puede saber qué coño fue lo que tomaste anoche?

Raquel se interpuso entre nosotras y haciendo uso de su fuerza física –era bastante más grande que yo—, abrió la puerta y la dejó pasar haciendo que se escapara de mi pregunta, y quedándose ella con la última palabra.

—No te metas donde no te llaman —me soltó, y desaparecieron juntas en el interior.

Caminé durante un rato con dirección a ninguna parte. No me quitaba de la cabeza que algo me ocultaban tanto Ana como Raquel. Algo había pasado y dado el secretismo de ambas, algo realmente malo.

Ana, hasta el momento, no había tenido secretos conmigo. Me lo contaba todo. Con pelos y señales. No escatimaba detalle y no tenía pudor en relatarme cualquier acontecimiento por insignificante que fuera.

¿Qué habría pasado? ¿Por qué acabó en el hospital?

Suena un mensaje en mi móvil y leo:

«Melisa, soy Marco, no sé si te apetecerá verme pero creo que tendríamos que hablar».

¿Marco? Se me hizo un nudo en el estómago al leer sus palabras. No sé si debido a mi predisposición a pensar en que aquel día todo iba a salirme mal, dado el mal trago que acababa de pasar con Ana, o a lo paranoica que estaba, pero en sus palabras percibía un tono que no me gustaba para nada.

¿Se habrá arrepentido de lo que pasó? me atormenté.

Tengo que saber qué pasa cuánto antes, y acabar con las dudas.

«Como quieras. Quedamos en media hora en la cafetería que hay a la entrada del Fnac.»

Le respondí contundente. No quería que pensara que nada de lo que dijera podría acabar conmigo, aunque así era, y le dije de vernos en un lugar como aquel porque lo sabía atestado de gente y así podría contenerme y no romper a llorar. Me sentiría protegida. Protegida de lo que fuera que iba a decirme, lo cual predecía que no me iba a gustar.

«Te veo allí», respondió incluso más escueto que yo, afirmando lo que en mi interior se cocía. Me va a decir que lo olvide y que lo de ayer no pasó.

 

 

 

Llegué con los ojos colorados, y es que, aunque había tratado de evitarlo, rompí a llorar en cuanto leí aquello de: «te veo allí», decía. Y, ¿dónde había quedado el «ti voglio» y el «ti amo» de ayer? ¿Dónde?

—Melisa, —me llamó desde una mesa de la cafetería.

Me acerqué casi sin mirarlo y cuando llegué, me di cuenta que no sabía ni cómo saludarlo.

—¿Qué te pasa, mi niña? —me soltó.

¿Mi niña? ¿Y si yo me había dejado llevar por el negativismo y Marco no tenía malas noticias para mí?

—Nada, es Ana —mentí, aunque no del todo. Lo sucedido con Ana era en gran parte responsable de que yo me hallara así—. Pero no importa, dime tú —le intenté sonsacar el porqué de la cita.

—¿Cómo no va a importar? ¿Has llorado?

—Soy de lágrima fácil —me justifiqué—. ¿Vas a contarme qué hacemos aquí?

—Necesitaba verte después de lo de ayer.

Vale, ahora es cuando venía aquello de que se arrepentía y que no tenía que haber pasado.

—Pues ya me tienes aquí. Y ¿ahora qué?—Pregunté fríamente.

Estaba claro que me había puesto el escudo anti palabras hirientes.

Llegó el camarero a tomarnos nota y yo aproveché para limpiar, con disimulo, una lágrima que estaba a punto de salir.

—Quería saber si lo de ayer… —hizo una pausa y lo volvió a intentar—, no sé Melisa, es que necesito saber qué significó para ti. Lo que pasó, lo que te dije… —se atrevió a soltar una vez que el camarero nos volvió a dejar a solas.

—¿De verdad lo quieres saber?

—Necesito oírtelo.

—Ya lo sabes. Ya sabes que me pillé por ti desde el primer momento en que te vi. En el que te tuve delante.

—¿En el ascensor? —preguntó.

—Ahí mismo.

Marco me miró fijamente y percibí que no sabía qué responder a mi confesión, así que traté de ayudarlo.

—Pero no necesito que tú lo sientas también. No necesito nada más de ti. Entiendo que lo de ayer fuera por el momento, el alcohol, la playa… no voy a pedirte nada, Marco.

El camarero dejó nuestras bebidas y esperé a que se fuera de nuevo, para continuar:

—El lunes podemos volver a ser Marco, el jefe, y Melisa, la subordinada.

—Eso no es lo que quiero, Melisa.

—¿Ah, no? Y entonces qué —pregunté ávida de sus respuestas.

—Quiero que sepas que lo que dije después de hacer el amor contigo, es lo que realmente siento.

Se acercó a mí y me puso su mano sobre la mía haciéndome soltar mi vaso.

—Melisa llevaba semanas buscando cualquier motivo para poder acercarme a ti. Poder estar a solas contigo. Hablarte. Escucharte. Sólo con eso ya me haces feliz así que imagínate como me siento después de lo que pasó anoche —me revela—. Le has devuelto el sentido a mi vida.

Me estremecí al escucharlo.

—¿…pero? —le pregunté. Estaba claro, tenía que haber un «pero» y tenía que escucharlo cuanto antes.

—Pero no me la has devuelto solo a mí.

Alcé la mirada deseando no tener que escucharle decir lo que me dijo a continuación:

—Santiago está enamorado de ti.

—Y yo de ti. —Le espeté rotunda aunque involuntariamente.

Mi confesión había salido de lo más hondo. Había salido del fondo de mi alma, donde el coraje y el amor se encuentran y se expresan en forma de rabia.

Y fue con esa rabia con la que entonces me besó. Pasó una mano por detrás de mi cuello y me acercó con fuerza hasta él. Tanta fuerza que hasta me hizo daño. Tanta, que hasta casi vuelca un vaso, y todo sin que se inmutara.

—He muerto cuando te he visto entrar por esa puerta y no me has besado —me dijo—. Pensé que… te arrepentías de lo que había pasado. Que te habría asustado al escucharme decirte anoche lo que siento por ti. Que te quiero.

—Dijiste «Ti amo» —le corregí traviesa.

—Porque yo cuando amo lo hago en italiano, el lenguaje del amor —me bromeó mientras me comía a besos.

Nos pasamos horas besándonos en aquel lugar. Parecíamos adolescentes ante los ojos de quien nos mirara. Una pareja de adolescentes enamorados que no se reprimían las ganas de morderse. De devorarse.

—Y ahora, ¿qué? —me atreví a preguntarle.

—Ahora paciencia, Melisa.

—¿Cuánta Paciencia, Marco? —le devolví con ansias.

—No lo sé. Santi lo ha pasado mal y ahora recién está remontando.

—¿Y tú? ¿Acaso no lo has pasado mal también tú, Marco? Y por el mismo motivo —maticé pensando en la reciente muerte de su madre más todo lo que tuvo que vivir a causa de los maltratos de su padre—. ¿Acaso no mereces ser feliz?

—Es mi hermano —respondió—. Es mi hermano pequeño.

Agaché la cabeza en un acto de desesperación y noté como mi rabia se esfumaba al soltar un suspiro.

—Paciencia, ¿no?

—Valdrá la pena —me prometió.

—No me queda más remedio. Lo quiera o no, ya no soy dueña de mis sentimientos. Ya no mando en ellos —le advertí.

—¿Ah, no? ¿Y quién lo hace? ¿Quién manda?— preguntó como si no lo supiera ya.

—El señor De Luca. Mi jefe. —le contesté.

Volvimos a perdernos en un beso y alargamos el café hasta que nos echaron de allí. Estaban cerrando y por lo visto, la forma más sutil de demostrarlo era apagando las luces y subiendo el volumen de la música al máximo. Cuando nos dimos por aludidos, pedimos perdón al personal y salimos pitando.

—¿Te llevo a casa?

—Llévame a donde quieras —le pedí. Y si el día anterior había tocado hacerlo en una playa, esa vez tocó hacerlo en un mirador. En la montaña. En su diminuto, pero acogedor, Seat Panda.

Reconozco que fue más cómico que romántico. Parecía que jugábamos al Tetris. Él tan grande y yo tan pequeña, encajados en el asiento de atrás de un utilitario no diseñado para esos menesteres.

Además hacía calor. Seguramente no más que la noche anterior, pero esta vez no había brisa de verano si no que se respiraba el olor del amor. Esa mezcla entre sudor y deseo. A saliva, a sexo…

Nos habíamos desnudado sin pudor. Yo misma me había desecho de mi vestido mientras él lo hacía de su pantalón. Mientras nos comíamos a besos, mientras nuestros labios no se despegaban el uno del otro.

La falta de comodidad de su coche para practicar estrictamente el acto, propició que diéramos un paso más y nos deleitásemos con los preliminares.

Habíamos tratado de colocarnos de mil maneras. La última, acomodando mis piernas entre las piernas de Marco, y al rozar sin querer su sexo empalmado me ofreció una sonrisa picarona que acompañó con una frase no menos pícara y llena de intenciones claras.

—Parece que hay algo que se alegra mucho de verte —me lanzó gracioso.

—Si quieres, bajo y la saludo —respondí complaciente.

—Creo que estará encantada de saludarte también.

Obediente, llevé mis manos hacia la entrepierna de Marco, donde empezaba a intuirse el incipiente tamaño de su paquete. Le bajé su ropa interior sin apartar mi mirada de la suya y mordiendo el labio de una forma muy sensual.

Tal y como le había dicho, saludé a su amiguita con besos húmedos y recorriendo de arriba abajo toda su longitud.

—Encantada de verte. —Jugueteé.

—Encantada yo también. —Respondió Marco con voz femenina mientras colocaba una mano en su polla y la sacudió varias veces.

Me reí, pero aun así continué con la misión que me había autoimpuesto: Comérmelo a él.

Aparté su mano y la sustituí por la mía. Imité su movimiento ascendente y descendente mientras aproximaba mis labios a la cabeza de su miembro viril.

Marco elevó su cuello y miró hacia al techo de su coche dejándose llevar por el placer que le propinaba mientras yo continuaba practicándole sexo oral.

Espetó un leve gemido que indicaba que le gustaba esa sensación, y yo lo miré satisfecha mientras seguía chupándosela con devoción.

—Así, así, ¡no pares! —Suplicó, acompañando sus palabras con un leve balanceo de caderas—. Así, nena, así. —Repitió.

Seguí entregada a la labor de satisfacerle cuando, contagiada por el calor del momento, decidí deshacerme de mi ropa interior y colocarme a horcajadas encima del miembro erecto de Marco.

–Te quiero dentro, Marco. Quiero que me lo hagas aquí. —Le imploré, así que él obediente, sacó de su cartera un condón que yo misma coloqué en su erección con mis manos.

Una vez enfundado, colocó su sexo en posición para hacerlo y empezó a resbalar acariciando mi húmeda entrepierna que fue cediendo permitiéndole que se colase nuevamente en mi interior.

Lentamente empecé a notar cómo se adentraba en mi cuerpo. Suave. Lento. Despacito. Con amor. Hasta que se detuvo y me miró embobado. «ti voglio, amore», susurró, y aceleró de nuevo agitado. Impredecible. Inmenso.

Empecé a mover mis caderas en círculos notando como despertaba nuevamente a «La Fiera» de Marco.

Respondía. La fiera respondía y se movía. Cada vez más y más. Más rápido. Más profundo. Más intenso. Más fuerte. Más doloroso y placentero a la vez. Acompañando sus movimientos con caricias, con besos, con palabras de amor en italiano, en el idioma en el que habíamos empezado a querernos.

Nos movimos al compás. Compenetrados, como si hubiéramos nacido pegados y no hubiéramos dejado de estarlo nunca.

Jadeaba, gemía y él lo hacía también. Sentía la excitación hasta en los dedos de mis pies.

Ladeé mi melena castaña hacia un lado y él aprovechó para tirar levemente de él y acercarme a su cara.

—Mmmm... —Gemimos a la vez y lo sentí. Iba a hacerlo.

—Oh, Melisa. —Balbuceó—. Muévete así, así…No se te ocurra parar... Nunca. —Matizó.

Erguí mi cuerpo y cabalgué un poco más sobre él, que buscaba mis manos con las suyas para entrelazar sus dedos con los míos.

Non rilasciare le mie mani— le pedí.

Non lo farò mai, Melisa.

Agaché mi cabeza quedándome a escasos milímetros de su boca y compartiendo aliento, sudor, miradas, adivinó:

— Vas a correrte, ¿verdad?

— Voy a hacerlo.

—Hazlo. Hazlo. Voy yo también. Me corro. Me corro.

Y lo hizo. Se corrió. Se corrió dentro. Invadiéndome con su calor. Inundándome con su ser y haciéndome sentir la mujer más afortunada del mundo. La más envidiada. La única. La mujer de un semental. La mujer de Marco.

 

 

 

Durante las próximas eternas horas que pasaron entre nuestro último encuentro furtivo en su coche y el ansiado lunes por la mañana en el trabajo, habíamos intercambiado por lo menos una veintena de mensajes.

Llegué pronto y como siempre, Marco estaba allí. Apoyado directamente en el panel de mi cubículo y el de Sofía. Ya no disimulaba. Ya no tenía que hacerlo. Él estaba allí por mí y yo sabía que me esperaba.

Entré e inspeccioné la sala asegurándome de que no hubiera nadie.

—No hay nadie— confirmó él sabiendo lo que yo buscaba— y entonces lo besé.

Lo había extrañado tanto que recordé la frase que me había dicho cuando después de aparcar delante de mi casa, me bajé y me espetó: «Parliamo, tesoro, mi manchi già».

El resto de mis compañeros fueron llegando como siempre, y tras una mañana movidita en la que Santi se mostró especialmente pesado, Marco me llamó desde su mesa y me soltó:

—Melisa, acércate y trae la libreta contigo.

Lo miré extrañada, aunque no fuera la primera vez que nos dictaba directrices sobre nuestro trabajo y nos pedía que las apuntásemos, así que le hice caso y la llevé. La dejé sobre su mesa y me preparé para escribir, y cuando estaba lo suficientemente atenta y concentrada en sus palabras, me dictó:

—La próxima vez que levante tu vestido y lleves un tanga debajo, te lo voy a arrancar. ¿Ha quedado claro?

Me estremecí de arriba abajo, y cerrando mi libreta le espeté:

—Muy claro, jefe.