Te voglio bene. Ti amo così
Después de que Marco cantara «Mi luz», tocaron varios temas más y finalizaron el concierto. Cuando acabaron, los chicos y él, bajaron del escenario para unirse a la conversación que mientras ellos tocaban, yo estaba manteniendo con el camarero.
—Pues cuando quieras volver estaré encantado de tenerte por aquí —me soltó.
—¿Es que te vas ya? — preguntó Santiago haciendo que me girase y me los encontrara allí a todos.
Marco venía el último, acababan de cargar los instrumentos en la furgoneta y ahora se decidían a alargar la noche como los demás, como siempre, bebiendo.
—Sí, me voy ya, pero que sepas que me ha gustado mucho escucharos.
—No te vayas todavía —me pidió.
—Es que… Santiago, yo…
Trataba de inventarme alguna excusa para no quedarme allí.
—Déjame al menos que te presente a los chicos.
Asentí y ellos mismos se acercaron y se presentaron.
El primero fue Lalo, el batería. Un chico alto y de espaldas anchas. Tenía los brazos musculados e imaginé que se debía a tanto ensayar.
Después vino «Peque», curioso mote. Curioso pero apropiado, porque haciendo honor a la verdad, Peque era casi tan bajito como yo.
Él era el segundo guitarra y además, el que le hacía los coros a Marco.
Me parecieron unos tipos la mar de majos cuando me pidieron también que me quedara un rato más.
—Somos buenos chicos –alegó Lalo cuando me invitó a quedarme con ellos.
—Unos más que otros —puntualizó Santi agarrando del brazo a Peque.
Ambos se rieron pero yo tan sólo sonreí. Mis ojos estaban puestos en ellos pero mi cabeza estaba con él. Con Marco. Callado hasta el momento y detrás de los demás.
—No insistáis. De verdad. Otro día tal vez...
—Melisa —me llamó. Abrí bien los ojos y lo miré interrogativa.
¡Vamos Marco, pídemelo! Mis pensamientos le suplicaron.
—Quédate.
Me lo pidió y yo lo hice. Le dije que sí. No cabía otra opción posible entre su pregunta y mi respuesta. Él me pidió que me quedara con la misma necesidad de que lo hiciera, como yo de hacerlo. Me lo pidió de la misma forma en la que tiempo después me lo pediría otra persona.
«Melisa, quédate», me diría una noche entre amigos Martín. Y yo me quedaría igual que lo hice aquel día, con Marco.
Estábamos sentados conversando como si los conociera de toda la vida. No sé si fruto del alcohol, porque aunque yo era la que menos había bebido, sin duda, era la que iba peor.
Santi, pasado de alcohol, me vaciló un par de veces retándome a tocar un día el bajo con él.
—A mí lo que me gusta es la percusión— le respondí—. Me mola la batería.
Miré a Lalo y se sorprendió.
—Si quieres te dejo tocar la mía —me ofreció.
—«…te dejo tocar la mía»— repitió Peque—. Qué mal suena —le devolvió entre risas.
—Qué poco acostumbrado estás a compartir mesa con una señorita —le replicó Lalo, tras la broma de Peque.
Yo me carcajeé y para hacerle una demostración a Lalo, agarré el servilletero de plástico y colocándolo bocabajo en la mesa, comencé a tocar.
Les demostré la destreza con mis manos. De pequeña yo practicaba con el culo de las garrafas de plástico y un par de cubiertos de metal.
Los ojos de los cuatro se volcaron en mí y cuando me di cuenta de ello, me detuve.
—Qué vergüenza —solté—. Es que cuando me lanzo…
—Pues lánzate porque lo estás haciendo de putísima madre —me devolvió el batería.
—¡Wow! Melisa, como todo lo hagas tan bien — me aduló Santiago.
Hasta el momento Marco no había dicho ni mu, pero tras verme agachar la cabeza roja como un tomate, colocó sus brazos sobre la mesa para prestarme atención, y me preguntó:
—Eres una caja de sorpresas. ¿Tienes algún otro talento más?
Le miré y sonreí tímidamente.
—Canto en la ducha, si te sirve.
—¿Por qué no te cantas algo marcándote el ritmo otra vez? Como antes. —Preguntó Peque, alcanzándome de nuevo el servilletero—, nosotros nos acoplamos y te hacemos los coros.
—Noooo —lo rechacé apartando aquel servilletero. —Y vosotros ¿Tenéis algún talento más? Además de lo demostrado, claro — esquivé su propuesta para no tener que cumplir con su petición.
—¿Nosotros? —se miraron y Peque respondió en nombre de todos: —beber como vikingos.
Ellos se reían y yo me carcajeaba con ellos y con sus respuestas, hasta que escuché a Santi decir:
—Y Marco compone. ¿No has oído la nueva canción?
Sonreí complacida buscando los ojos azules de Marco.
—Se la pedí yo —matizó—. Melisa, se la pedí para ti, — Sentenció.
¿Cómo? ¿Él? ¿Santiago?
Traté de contener tanta decepción. Pensaba que había salido de él, de Marco, y en cambio… se la había pedido Santiago.
Me levanté con la excusa de ir al baño y de paso pedirme otra copa, así que agarré el bolso y caminé.
¡Maldita sea! ¡Maldito Marco! Repetí, mientras me ponía rumbo al baño.
Dejé el bolso en el lavamanos y me miré al espejo apiadándome de la persona que veía en él. Una pobre ingenua enamorada de alguien del que no sabía ni por qué ni para qué me hacía sentir así.
—¿Qué quieres, Marco? —Le pregunté varias veces a mi propio reflejo—. Qué estás haciendo conmigo.
De repente, de mi bolso salió una melodía que me indicaba que me llamaban al móvil.
—¿Ana?— respondí al ver su número en mi pantalla—. ¿Qué pasa?... ¿Y ella dónde está?... ¿Qué qué?... ¿Qué le ha pasado a Ana, Raquel?... ¿Por qué estáis en el hospital?... ¿Cómo que no vaya?... Ahora mismo voy…. No, ni Melisa ni hostias… Voy.
Colgué y salí rápidamente con un estado de nervios que no pasó inadvertido para ninguno en aquella mesa.
—Lo siento chicos, me voy.
—¡Melisa! —sonaron casi al unísono.
—Lo siento, es mi amiga, está en el hospital. Tengo que irme con ella.
Sentí como una lágrima se deslizaba por mi cara y les dije:
—Me voy. Tengo que verla.
—Espera, yo te llevo. No puedes irte así —me lanzó Marco levantándose de la silla.
—Voy con vosotros —añadió su hermano.
—¡No! Tú te quedas aquí. Vas borracho. No puedes hacer nada en ese estado. Apenas te aguantas en pie.
Marco me cogió de la mano y me llevó dando largos pasos. Tenía casi más prisa que yo, y mucho me temía que lo hacía para que no se nos sumase el insistente de su hermano.
—Marco, pero tú también…
—Yo voy bien. He bebido pero estoy sobrio —arguyó—. Sube al coche.
Introdujo su llave en un viejo y pequeño Seat Panda color rojo.
Obedecí y subí.
—¿A qué hospital?
—Hospital del Mar —respondí—. Está muy cerca.
—Lo sé. Ponte el cinturón.
Marco arrancó y en menos de diez minutos estábamos entrando por la puerta de urgencias.
—Raquel —vociferé.
—Melisa. ¿Qué haces aquí?
—Te dije que vendría. ¿Qué coño ha pasado? ¿Dónde está?
—Tranquila —me dijo tratando de apaciguarme, pero pese a su intento, consiguió todo lo contrario.
—Vosotras ¿no ibais al teatro? Cómo es posible que haya bebido tanto que hasta la hayas tenido que traer hasta aquí.
—Se cayó. Se clavó un cristal en la mano. Pero Melisa, escúchame —suplicó visiblemente preocupada—. Van a quedársela aquí. Esta noche.
—¿Por un cristal?
—Hay algo más. Ha tomado algo que… —hizo una pausa y cambió de tema— les he escrito un mensaje a sus padres desde su móvil para decirle que se queda esta noche a dormir en tu casa. Tenía que avisarte, por si se ponen en contacto contigo. Por eso te llamé.
—No me cambies de tema. ¿Qué hay más? ¿Qué ha tomado, Raquel?
—Eso te lo dirá ella cuando se despierte —me dijo esquiva.
—¿Qué? Pero tú de qué coño vas, tía…
—Melisa, Déjalo ya. —Marco me frenó cogiéndome por los brazos desde atrás—. Melisa, tiene razón. Déjala descansar y mañana hablas con tu amiga —me aconsejó.
Después de soltarle una amenaza de muerte a Raquel, le hice caso a Marco y nos fuimos. Le dije a la chica que si a mi amiga le pasaba algo, ella se las vería conmigo.
—Pequeña Rambo, ¿estás más tranquila?— preguntó Marco mientras caminábamos por la playa.
Al salir del hospital habíamos pasado frente a su coche, pero dijo que no iba a llevarme todavía a mi casa. No podía irme así, en aquel estado de nervios.
Paseamos y nos relajamos, —me ordenó al ver la playa de fondo, y al verme a mí alterada, y aquella, a mí, me pareció la idea más maravillosa del mundo.
Pasear con Marco por la playa. Los dos solos…
Caminamos un rato en silencio hasta que Marco lo rompió con aquello de «pequeña Rambo».
Yo me reí y le di las gracias por estar ahí conmigo. A mi lado.
—Gracias a ti por dejarme estarlo —respondió—. No hay nada en el mundo que me apetezca más que estar aquí.
Y me lo creí. Lo decía enserio, no había dudas. Lo dijeron sus palabras pero lo decían también sus ojos, sus manos.
Me detuve en seco y directamente le pregunté:
—¿Y la canción?
Hizo una pausa.
—Ven, sentémonos.
Era de madrugada y la brisa de una noche de principios de septiembre, se dejaba notar. Marco me echó un brazo por encima para resguardarme y confesó:
—Era verdad. Santi me la pidió —me explicó—. Un día, después del trabajo, vino y me habló de ti y de lo especial que le parecías: «Escribe algo para Melisa y la invito a uno de nuestros conciertos, para que la oiga y se quede flipada», me pidió, pero no hacía falta que me lo pidiera, por que para entonces yo ya me moría de ganas por componer algo para ti, aunque jamás me atreviera a cantártelo. Tampoco hizo falta que dijera qué escribir ni qué decir sobre ti. Sólo tenía que escuchar a mi corazón para que las palabras fluyeran.
—¿De tu corazón? —le pregunté. Sería verdad que a Marco, yo…
Marco se acercó. Se acercó lo suficiente como para que nuestras narices se rozaran, y, cuando estaba a punto de besarme, respondió:
—Del mío, Melisa.
Y me lancé.
Y nos besamos.
Marco y yo nos besamos.
Por fin, cuánto tiempo deseándolo. Cuánto. Desde aquel primer encuentro en el ascensor. Desde entonces, y ahora estaba pasando.
Marco me besaba con ganas. Con deseo. Sujetaba mi cabeza entre sus manos mientras yo agarraba entre mis puños apretados su camiseta.
Quizá fuera un acto reflejo, quizá no quería que se escapara. Llevaba tanto tiempo esperándolo, soñándolo, queriéndolo, que no podía dejarle escapar.
Noté como una mano de Marco descendía hasta mi espalda y cómo su cuerpo se abalanzaba sobre mí. Dejó su peso sobre el mío, e involuntariamente yo hice un gesto de dolor.
—¡No! No te apartes —le pedí al notar que se incorporaba para no hacerme daño—. No te separes de mí.
—Nunca —contestó.
Y me besó de nuevo, aunque esta vez no se conformara sólo con un beso.
Esta vez se abalanzó contra mis labios para darme el beso más inesperado y deseado que me habían dado en toda mi vida. Y yo le correspondí.
Levanté mis manos torpemente y las coloqué alrededor de su cuello. Incrementamos la pasión del beso y los movimientos se tornaron más intensos, más feroces. El tiró un poquito de mi pelo con la fuerza justa como para hacerme levantar la barbilla y facilitarse el camino de mi boca hasta mi cuello. Y simplemente lo recorrió.
Me llenó de besos húmedos la comisura de mis labios. La parte baja de mi mejilla. La terminación de mi mandíbula. La hendidura de mi cuello terso y alzado. El lóbulo de mi oreja derecha. Y mientras tanto mis manos habían empezado a recorrerle a él. Había desplazado ambas manos desde su cuello hasta su cintura, pasando por su pectoral. Las desplacé lentamente bajando en paralelo y con las palmas bien pegadas a su cuerpo. Acaricié sus clavículas por encima de la camiseta donde llevaba impreso el nombre de su banda: «La fiera». Y no tenía duda que eso era lo que tenía ante mí: Una fiera, y además hambrienta de mí. Y yo de él.
Sin pensarlo, perseguí con ambas manos la cintura de su pantalón y lo desabroché. Lo hice a tientas. Con el tacto. Sin dejar de mirarlo a él. O sin dejar de mirar a la nada mejor dicho, porque «nada» es lo que veían mis ojos ciegos de pasión.
Él se entretenía mordisqueándome el cuello y la oreja, mientras sus manos apretaban con fuerza ambos cachetes de mi trasero y me empujaban contra él.
Yo por mi parte, seguía en el intento de liberarle de su pantalón, así que cuando lo hube desabrochado, introduje ambas manos en su interior y las deslicé hacia su trasero. Quería palparlo. Sentirlo fibroso y musculado porque pese a que él no fuera un chico de gimnasio, Marco estaba muy bien. Estaba tonificado y duro aunque su cuerpo no fuera lo único que lo estaba en él. Prometía estarlo incluso mucho más que su culo, su pene erecto que amenazaba con romper la tela de su ropa interior si alguien no hacía inmediatamente alguna cosa para remediarlo.
Él fue quien lo remedió.
Desabrochó mi pantalón con mucha más soltura de lo que yo lo había hecho con el suyo. Lo bajó dejando mi tanguita al aire y aprovechándose de él para volver a estrujarme las nalgas. Esta vez piel con piel.
Mientras lo hacía, hábilmente jugando con mis propios pies, me liberé una tras otras de las botas que impedían que pudiera sacarme también el pantalón.
Una vez descalza y con medio cuerpo desnuda y en contacto con la fría arena de la playa, tomé consciencia de lo que estaba a punto de pasar y suspiré. Lo hice tan intensamente que más que un suspiro aquello pareció un gemido.
Marco buscó mis ojos con los suyos y a través de su mirada me transmitió la seguridad que yo buscaba. Me dio confianza. Entendí que estaba dispuesto a quererme, a cuidarme, y no por lo que estaba a punto de pasar allí, si no por lo que pudiera ocurrir el resto de nuestra vida entre nosotros.
Me miró de arriba abajo y tras observar mi desnudez y sentir su ventaja, se sacó la camiseta y se deshizo de su pantalón.
Ya estábamos en igualdad. Estábamos casi desnudos.
Marco era irresistiblemente sexy. Sensual. Supuraba rock por cada poro de su cuerpo. Pero rock del bueno. Del mejor. Incluso podía escuchar sus acordes de fondo, acompañados por los coros que le hacían las olas del mar. Creo que aquello no lo superaban ni mis mejores fantasías, ni mis mejores sueños, y mira que había soñado con él. Sin duda, estaba ocurriendo de verdad, ahí lo tenía. Delante de mí. Desnudándose para mí. Mirándome.
Y yo en silencio, estremeciéndome, extasiándome, deseándole…
Sus manos acariciaban mi cuerpo desnudo manteniéndome en el limbo aislada de cualquier realidad. Ni siquiera me di cuenta que me había arremangado la camiseta y desabrochado el sujetador y, para cuando reparé en ello, Marco estaba ya sumergido entre mis pechos, jugando con mis pezones.
Mientras lo hacía, mis piernas involuntarias, se enredaban con las suyas, mi pelvis buscaba la suya y mi barbilla se elevaba hasta el infinito y más allá. Él por su parte, succionaba la aureola de mi pecho, despacito, con recreo, con delicadeza y con dedicación. Lo hacía a conciencia y con mucha ciencia. Como si hubiera nacido para hacerme gemir.
Yo me limité a acariciar sus omoplatos con las palmas de mis manos y a jadear. Lo hacía porque me encontraba perdida. No era nada nuevo para mí y a la vez era todo distinto. Y no era su cuerpo el que me hacía sentir así, era su mirada. Era el cómo me tocaba. Cómo me entendía. Cómo se comunicaba sin utilizar su voz.
Elevó su mirada buscando la mía, y cuando la encontró, cuando nos encontramos, le oí decir:
—Tienes el poder en tu mirada. Quiero quedarme siempre aquí. En el gris de tus ojos.
Posó su mano sobre la tela de mi tanguita y yo respondí introduciendo la mía en su ropa interior, e intentando desnudarle y sacarle su verdadero yo al exterior.
Nos quedamos, por fin sí, totalmente desnudos. Al cien por cien e incluso diría que al ciento diez por cien, porque sentía la extraña sensación de estar más desnuda que nunca, como si además de enseñar mi piel, enseñara lo que había debajo de ella. Como si además de mis pezones, estuviera tocándome el corazón. Estuviera acariciándolo, besándolo y poniéndole una etiquetita con su nombre.
«Propiedad de Marco De Luca», pensé yo, y hasta me lo hubiera tatuado en la frente. Yo era suya. Ya era suya. Suya y de nadie más.
Y mientras me recreé en mis pensamientos, perdí de vista el momento en el que sacó su cartera del bolsillo de su pantalón, tirado sobre la arena, y de ella un preservativo qué hábilmente se colocó.
¿Cuándo ha pasado?, me pregunté. Y de repente, le escuché:
—Voy a hacértelo, Melisa.
Y antes de que pudiera pronunciar siquiera una palabra, Marco me dejó sin respiración. Lo tenía dentro. Marco, mi jefe, estaba adentrándose en mi cuerpo. Estaba moviéndose en mi interior.
Gemí y sentí como resbalaba su pene en contacto con los flujos de mi excitación. Sentí cómo se tensaban mis músculos, sobre todo los de la vagina. Sentí cómo se contraían. Como lo atrapaban y cómo apenas le dejaban huir de mí.
Él también jadeaba.
Escuchaba el ritmo acelerado de su respiración. Su mano izquierda seguía acariciando mi pelo. Su mano derecha aguantaba su peso apoyada en la arena de la playa.
Su bíceps estaba haciendo un buen trabajo. Aguantaba el peso de un tío alto y robusto mientras me embestía como si fuera un toro.
Marco empezó marcando el ritmo mientras mi cuerpo se acoplaba y se rendía a su merced. Aprendí a bailar al ritmo que él me marcaba y lo hice durante el tiempo en el que él se mantuvo en silencio y entregado a la pasión.
— ¡Oh! Melisa. —Exclamó.
Y al escucharle, decidí que era el momento de demostrarle a mi jefe que quien mandaba entonces era yo.
Me impulsé sobre mi pierna derecha, le empujé con ella fuertemente su cadera izquierda y rodamos sobre la arena. Me coloqué encima suyo para ser entonces yo quien marcara el son y no dejarle más opciones que ajustarse a él.
Erguí mi espalda, repose mis manos sobre su vientre y me coloqué encima de su erección. Le miré fijamente a los ojos, y aunque él elevara su pelvis desesperado por clavármela, yo me elevé también. Lo haríamos cómo y cuándo yo quisiera.
Y le quedó claro.
Estábamos de arena hasta las pestañas, pero pese a ello, volví a la carga para darle placer. Me situé nuevamente sobre su arma punzante; no se podía definir de otra manera, y pese a ser él el portador de aquel arma, fui yo quien lo desarmé. Lo hice con mis movimientos. Le robé todo el poder. Con el vaivén de mis caderas, provocando que sus exhalaciones se convirtieran en gemidos sonoros de placer.
¡Estás haciéndolo muy bien! me animé a mí misma.
Sólo tenía que alterar el ritmo de mis movimientos para ejercer mi poder. Acelerar y frenar en seco para que no se corriera. También en eso quería mandar yo. Yo quien amansara a La Fiera que llevaba en su interior. Lo hice y lo supe cuando vi su rostro encendido, sus enormes ojos azules entreabiertos, sus labios apretados y su mandíbula tensa.
Aquella situación, su cara de placer, los intensos vaivenes y sus dedos clavándose en mi piel, me hicieron advertirle. Apoyando mi frente contra la suya y cerrando los ojos, se lo dije:
—Marco, voy…
—Hazlo —me interrumpió en un tono imperativo— porque yo también voy a hacerlo.
Y así lo hicimos. Nos corrimos. Juntos. A la vez. Mirándonos a los ojos. Compartiendo el sudor de nuestras frentes. Rozando las punta de nuestras narices. Convulsionando los dos. Ahogando los gemidos del orgasmo. Temblando de placer. Cogiéndonos del pelo enloqueciendo. Enloquecidos...
—Dilo, Marco. Dimmi ora.
—Ti voglio bene, Melisa. —Me reveló—. Ti amo così.