La Luz

 

 

Era jueves por la mañana y llevaba tres días compartiendo minutos con él. Nunca el madrugar se me había dado tan bien, jamás el levantarme tan pronto me había gustado tanto.

—¿Qué bebes tan temprano?

—Un Red Bull, ¿quieres?

—Estás de coña, —le dije—. Quieres que me dé un paro cardiaco. Tanta energía no puede ser buena por la mañana —Y pensé en que aquella debía de ser la misma bebida que le eché por encima en el ascensor. La primera vez que le vi.

—Depende —contestó—. ¿Tendría que hacerte el boca a boca? —me soltó con cara de pillo.

—Seguramente.

—Entonces bebe —y me gustó el significado que tenía esa orden que me daba.

—Marco eres mi jefe, te puedo denunciar —y a decir verdad, lo único denunciable de aquello era que no lo hubiera hecho ya. Lo del boca a boca, digo. Debía de ser un delito ansiarlo tanto y no haberme besado.

 

Marco se apoyó en el panel.

—¿Es cómodo? —le pregunté y observé que no lo había captado—. El panel —apunté—. Siempre te apoyas en él. ¿Es cómodo?

—No está mal —respondió—. Se me pasan por la cabeza miles de sitios en el que estaría más cómodo, pero más a gusto imposible. —Sonrió.

—Gracias —le dije.

—¿Por qué?

—Por la parte que me toca —le solté. Estaba decidida a ser lo más directa posible con él y con mis sentimientos.

—¡Qué creída!

—Dime que no es por mí por lo que estás así de contento. Así de risueño —me atreví a retarle.

—No puedo decirlo, soy un roquero y tengo una reputación —me dijo corroborando lo que yo creía—. ¿Y tú? ¿Por qué estás así? —me preguntó —, no será también porque yo…

—Yo no soy roquera, yo puedo decírtelo si quieres. —Le advertí valiente.

Y cuando estaba a punto de hacerlo, de atreverme a decirle qué era él quien me hacía feliz… de nuevo él. De nuevo el Marco de siempre.

—Espera, Melisa —me paró los pies—, no digas lo que creo que vas a decir.

—¿Por qué no?

¿Por qué Marco no quería que lo dijera? ¿Por qué no quería oírmelo decir, si ya lo sabía? Mis ojos ya se lo decían. Mis nervios, mis tartamudeos al hablar con él. Y no sólo yo. Él a mí también. ¿Por qué no quería ponerle palabras a nuestros sentimientos?

—Santi quiere que vengas a vernos actuar el viernes.

—¿Qué? Así que era eso. Es por Santi.

—Sabe que hablamos por las mañanas, que tenemos buen rollo, y me ha pedido que te lo pida. Que te convenza.

—Así que te acercas a mí porque Santi te lo pide. —le suelto.

—Melisa, no es eso, no pienses así.

—¿Y qué quieres que piense si no es así?

—Creo que podría estar bien. Quizá te gustase oírnos.

¿Pero este tío es idiota?, pensé. ¿No se da cuenta que oírle es lo que más deseo en este mundo? Gustarme, dijo. Pero aunque me muriera por hacerlo, de repente no quería saber nada más de él, ni de su estúpido concierto.

—Dile que tengo planes.

—Melisa, no te pongas así.

—Tengo planes. Y ahora tengo trabajo. Marco, por favor.

Le eché de mi lado con la rabia de saber que se acercaba a mí tan sólo para complacer a su hermano. Le eché y mantuvimos el silencio durante los minutos que restaron antes de que Hugo y su particular sentido del humor entrasen por la puerta.

De reojo vi cuando Santi llegó y fue directo a la mesa de su hermano.

Hablaron varios segundos y aunque no los oí, vi como Marco decía que no varias veces con la cabeza.

Lo siento, Santí, pero no me ha convencido. No voy a ir, pensé satisfecha a la par que dolida, por el cómo había ocurrido.

Santiago pasó por mi lado y me sonrió. Yo le devolví una sonrisa y me sentí la persona más falsa del mundo. Quería matarlo. Quería no haberme enterado de que era el hermano de quien lo era. Quería odiarlo porque de no haberlo sido a esas alturas, ya hubiera intentado que pasara algo entre Marco y yo. Ahora no podía.

Pasé la mañana entretenida en mi trabajo y en nada más. No quise hablar con nadie, ni siquiera con Hugo, aunque lo intentara.

Sus «qué te pasa, mi arma» y sus «qué callaica estás hoy» no me hacían ni pizca de gracia. Y  el pobre, se dio por aludido y se rindió.

—«Enga mi arma, anímate que mañana cerá otro día»— concluyó y, cuando lo dijo, Santiago y Marco se giraron para mirarme.

¿Sabes uno de esos días en los que si lo llegas a saber no te hubieras levantado? Pues ese fue uno de ellos.

Menos mal que al día siguiente era viernes y tenía planeado salir y beber. En este orden. Cuánto echaba de menos a Ana, y por lo menos eso tenía solución. En apenas unas horas, la iba a volver a tener conmigo.

 

 

 

Me levanté como siempre temprano, pero a diferencia de los días anteriores a aquel, me senté en el andén dejando pasar sin inmutarme, un tren tras otro tren.

Cada vez que uno partía sin mí, sentía como en él, se iban los minutos a solas que ya no compartiría con Marco.

Se fue el tren que evitó que escuchara como me mandaba otro recado de parte de su hermano.

Se fue el tren que evitó que me tragara la rabia, y contuviera las palabras que no me dejó decirle el día anterior.

Se fue el tren que me ahorró el dolor de tenerle tan cerca y no poder tocarle.

Se fue el que me robó su mirada azul.

Y en el siguiente me subí.

Aquel tren me llevó a una oficina llena de gente. De mis compañeros esperándome extrañados al no verme todavía allí. De un Marco observando una silla vacía sin mí. La mía.

—Buenos días, siento llegar tarde —me disculpé.

—¿Va todo bien? —me preguntó el jefe al escucharme. Qué cínico. Todo bien.

—Claro.

Y sin mediar más palabra me senté y empecé con mi jornada de trabajo.

A las once cogí el móvil, mi manzana y el monedero y bajé como siempre, a comprarme mi té.

Un mensaje nuevo, leí.

      «Meli, me vas a matar, lo sé, pero… Raquel tiene entradas para ir al teatro. Ya las tenía desde hace unos días pero quería darme una sorpresa y me lo ha dicho hoy. ¿Cambiamos el plan para el próximo viernes?»

¿Qué? ¿Cómo? ¿En serio? ¿De verdad?

Lancé el teléfono contra la mesa con furia y el estruendo del golpe hizo que me mirasen todos en aquel café. Me percaté y avergonzada, me levanté y me marché. Salí a toda prisa. Tan rápida que por segunda vez en nuestra corta historia, allí estaba yo, estampándome contra Marco en el ascensor.

—Menos mal que hoy no llevo ninguna lata. Voy a pensar que lo haces adrede —bromeó.

En cambio yo ya no estaba para bromas. Me giré en cuanto se cerraron las puertas y me puse de espaldas a él.

—Melisa, ¿estás bien?

—¿Otra vez? Ya te he dicho que sí esta mañana.

—Mírame.

—No quiero.

Marco pulsó el botón de la planta dos en lugar de pulsar la de la nuestra, la tercera. Cuando se abrieron las puertas, sin decir nada, me empujó obligándome a salir y saliendo él también conmigo.

—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? —le pregunté, girándome para hablarle a la cara.

Nunca antes había estado en la segunda planta. Allí había varias puertas de despachos, pero todos cerrados y en silencio.

En algunos letreros ponía «Acceso para personal autorizado» y en la puerta, había una rendija que funcionaba con una tarjeta como las de hotel.

—¿Qué hacemos aquí?

—Esto siempre está vacío, y quiero que hablemos a solas.

—Hablar, ¿de qué? —le pregunté tragando saliva e impidiendo con un dedo que una lágrima se dejase caer. 

—¿Qué te pasa?

—Antes de nada, que quede claro que lo que me pasa no tiene nada que ver con lo de ayer —le mentí. Y lo hice porque, aunque era en parte verdad aquello de que la gota que había colmado el vaso había sido el plantón de Ana, la actitud que había mostrado Marco conmigo el día anterior, tenía mucho que ver con lo que entonces me pasaba.

—Pues cuéntamelo, aunque no tenga nada que ver conmigo. —Se había creído lo de que no era por él.

—Tengo la sensación de que estoy perdiendo a alguien —le confesé, y recordé lo mucho que nos habíamos distanciado desde que Ana estaba con Raquel.

—Sé lo que es eso, —me devolvió— y sé lo que duele.

Se dirigió hacia la única ventana que había en aquel pasillo, y yo lo perseguí sin decir nada. Le daba el sol en la cara y estaba tan guapo. Lo estaba más que nunca, pero también estaba más triste.

—¿A qué edad podré dejar de sentirme huérfano? —Me soltó.

Helada me quedé. Él me lo había contado. Me había hablado de su madre y del malnacido de su padre, pero no imaginé que la echara tanto de menos, y yo, que le lloriqueaba porque mi amiga me había dado plantón, me sentí una inmadura. Me avergoncé.

—Siento habértelo soltado así. Eras tú la que estabas triste.

—No, no te disculpes. Me has dejado sin palabras. Ojalá todo en la vida fuera un simple plantón. Una amiga que prefiere irse con otra. Nada más.

—Puedes aceptar mi propuesta si te han dejado plantada —me espetó, ofreciéndome su mano para que la agarrara.

—¿Tu propuesta o la de tu hermano? —le respondí sin ninguna mala intención, pero es que me cabreaba. No significaba para mí lo mismo, que fuera él o fuera Santiago quien quisiera verme allí. En su concierto.

Marco tiró de mi mano acercándome a él y me miró como antes lo había hecho. Como el día del ascensor. Como cuando se acercó por primera vez y se apoyó en mi panel. Como me miraba cuando me contaba lo de su familia. Su padre, su madre, su hermano. Como lo hacía tan sólo veinticuatro horas antes, interrumpiéndome e impidiéndome que le pusiera palabras a mis sentimientos. A nuestros sentimientos.

—Necesito que estés ahí esta noche, mirándome A mí. Sólo a mí. —Nos acercamos un poco más—. Quiero que estos ojos tan tuyos, tan brillantes, tan únicos, sean esta noche sólo míos. Quiero que me ilumines. —Alcé mi barbilla, erguí mi cuello embriagada con sus palabras, y le robé una bocanada del aire que él exhalaba.

Y estuvo a punto de pasar allí. Pasar por primera vez. Estoy segura de que estuvo a punto de besarme. Iba a hacerlo, y lo hubiera hecho si no le hubiera empezado a vibrar el móvil en el bolsillo del pantalón.

—Me necesitan arriba. Piénsatelo, —y me dejó aturdida y se fue.

Pero yo ya no tenía nada que pensarme. Ni entonces, ni nunca. Hubiera hecho todo lo que él me pidiera a partir de ese momento y para siempre. Y aquella noche, yo estuve allí.

 

 

 

Llegué tarde y el concierto ya había empezado. Pese a que mi don era la puntualidad, el lugar en el que actuaban no estaba señalizado en ningún mapa. Era en la parte trasera de un garito en el que nunca había estado, y el cuál, pese a que, tal y como había dicho Santi, estaba muy cerca de nuestro trabajo, no hubiera pisado jamás de no ser porque allí estaba Marco, y él quería que allí estuviera yo también.

Llegué y de lejos se escuchaban los aplausos, debían de haber acabado de tocar el primer tema, pensé.

Había mucho público entregado, pero más que público se notaba que eran amigos. Colegas de bar.

Me apoyé en la barra para pedir una copa mientras empezaban a tocar otra vez, y aunque no tenía una visión privilegiada, pude distinguirle entre los cuatro que estaban allí arriba.

Era el de la derecha. Tenía una guitarra blanca entre los brazos y un micrófono a escasos centímetros de él.

Sonaba una melodía. Era el bajo y Santi estaba allí. Dándolo todo, melena al viento. La batería, la segunda guitarra y al fin la voz.

Mi jefe. El mismo que vestía polos y pantalones de vestir, ahí estaba con tejanos rotos y camiseta sin mangas.

El mismo Marco que había estado a punto de besarme esa misma tarde, allí estaba en el escenario cantando canciones tristes que hablaban de dramas y alcohol.

—¿Qué te pongo, guapa?— preguntó un camarero con las mismas pintas que los demás.

Menos mal que en el último momento había decidido ponerme unos pitillos rasgados por las rodillas y unas botas moteras con un poco de cuña. Una básica de tirantes en color blanco, y un maquillaje en ahumado, que era lo más roquero que había visto en internet. Esa fue la primera vez que me hice aquel look tan rockero que, con el tiempo, se convertiría en uno de mis clásicos.

—Aquí tienes, princesa —me espetó el camarero, sacándome de la actuación de «La Fiera» con la que me había embelesado, y dejando a mi lado la cerveza que le había pedido hacía un rato.

—Gracias.

—¿Te gustan? —me preguntó.

—No había tenido el placer de escucharles.

—De vez en cuando están por aquí. Son muy majos. —Dijo y sonreí.

A mi parecer, lo de majo, no estaba a la altura de la descripción que Marco se merecía.

—En cambio, a ti no te he visto nunca antes por aquí —acertó a decirme.

—Es la primera vez.

—¿Y qué se le ha perdido a una chica como tú en un sitio como éste?

Y yo que lo vi tan simpático y hacía tanto tiempo que no salía de noche, me dejé alagar y le seguí el juego.

—Se me había perdido un ratito así. Un ratito como éste.

Me miró extrañado y continué:

—Un ratito de buena compañía, una buena cerveza y un poco de rock.

—Has venido al sitio indicado —presumió.

Y sin darme apenas cuenta, la música paró y anunciaron que seguirían en un rato.

—Ahora vengo, guapa, voy a darles de beber a los artistas. —Se excusó por dejarme sola.

Dejé mi vaso en la barra y me estaba dando la vuelta para buscar a Marco con la mirada, cuando le vi.

—¡Ei!

—Ho-hola. ¿Qué haces aquí? No me puedo creer que te hayas animado —me dijo, lleno de ilusión… Santiago.

—Sí, yo… al final… me he quedado sin plan, y…

—Y estás aquí, y me alegro tanto.

De repente, Santi me abrazó y yo me quedé pasmada. No sabía qué hacer. No eran esos brazos los que esperaba que me abrazaran.

—Oye, ¿la conoces? —preguntó el camarero, ofreciéndole una cerveza también a Santi.

—Claro, ha venido por mí. Es mi compañera de…

¿Por mí? Respondió. Desconecté de sus palabras y hasta de mi propio pensamiento, cuando lo vi a él. A Marco. Le bastó una mirada para decirme tanto, y sin embargo sus palabras no me dijeron nada.

Bueno sí: Hola.

—Hola —le devolví.

—Mira Marco, ha venido. —Le dijo Santi a su hermano, presumiendo de haberlo conseguido. De tenerme allí con él.

—Sí, la veo. —Le respondió sin apartar sus claros ojos de los míos, y sin decirle la verdad. Decirle que fue él quien me convenció para que viniera.

—Ei, Tío, es una chica muy maja. Te felicito —le soltó el camarero a Santi, al verlo cogiéndome de la mano—, no la dejes o te la tendré que quitar—, le advirtió.

Y yo que estaba perdida en los ojos de Marco, tardé en reaccionar.

—¿Cómo? No, no… sólo somos compañeros de trabajo, —sentencié.

Santi se acercó a su hermano y susurró algo en su oreja de lo que tan sólo alcancé a entender:

Estrénala hoy. Cántala ya.

Marco pareció ponerle algún impedimento a lo que le pedía Santiago, pero tras acceder a su petición, -con el tiempo entendería que Marco accedía a todo lo que le pedía su hermano- lo siguió a él y al resto del grupo hacia el escenario, y antes de alejarse demasiado de mí, se giró y me susurró:

—Ésta es tuya. Es para ti.

Lo que pasó a continuación es una de las cosas que te marcan para toda la vida. Si te has preguntado alguna vez si entre tanta miseria que nos rodea, merece la pena vivir, ese es uno de esos instantes que hace que de pronto todo valga la pena.

Dejaron sus instrumentos en el suelo. Lo hicieron todos menos Marco. Se apagaron los focos, dejando encendido sólo el que le iluminaba de pleno a él. Agarró el micrófono y se disculpó con el público porque esa canción iba a tocarla él sólo. Sin los demás. Nadie más se la sabía, ni su público, ni su grupo. Tan sólo él.

—Es un tema inédito— dijo–. Para todos vosotros. —aunque esto último lo dijera mirándome sólo a mí.

«Mi luz», gritó, y tocó los primeros acordes.

«Entre tanta oscuridad,

un cuarto tan pequeño,

entre cuatro paredes,

una luz.

 

Un terremoto,

un desastre,

tu desastre,

tú.

 

Explícame el chiste que tanto te hace reír,

no quiero reírme contigo, quiero contártelo yo a ti.

Quiero saberme el culpable de cada una de tus sonrisas, quiero iluminar con tus ojos lo que ahora para mí son sólo desdichas.»

 

 

Estaba hablando de mí. Estaba describiéndome a mí.

Marco me cantaba a mí y para mí.