Las razones de la incomprensible inversión parental

Ha llegado el momento de abordar las tres razones evolutivas que están en la base de por qué somos como somos en materia de amor.

Me estoy refiriendo, en primer lugar, al cambio del modo de locomoción de cuadrúpedos arborícolas a bípedos en la sabana africana. Esta novedad mejoró el rendimiento energético del homínido pero disminuyó el tamaño de la pelvis, justo cuando aumentaba el del encéfalo craneal. El tamaño de la pelvis tiene relación con el tamaño de los pies. Este dato explica por qué las mujeres con pies pequeños suelen tener más dificultades a la hora de alumbrar naturalmente. Dado que el bebé descenderá a través del canal del parto y la pelvis, el tamaño de ésta tiene un impacto sobre la potencial facilidad, o dificultad, del alumbramiento. Éste es sólo uno de los factores que tendrá un impacto directo en el nacimiento; también serán importantes la eficacia de las contracciones, la facilidad de dilatación del cuello del útero, el tamaño del bebé y su posición.

No debería sorprendernos que, entre las señales sexuales secundarias desarrolladas a lo largo de la evolución, figuren las nalgas y las caderas bien marcadas, que debían dar la seguridad -la medicina moderna ha demostrado que no es así- de que el feto gozaba de espacio suficiente para moverse y salir. Lo que sigue es un magnífico ejemplo de cómo millones de personas durante millones de años también pueden equivocarse. En otras palabras, la evolución puede imponer comportamientos tan sesgados y equivocados como la conciencia y la razón. La ciencia acaba de dictaminar que no es el tamaño de la cadera lo que determina el espacio disponible para que el feto pueda navegar por el canal del parto, sino la forma y la anchura de la pelvis.

El aumento del tamaño del cerebro, debido a motivos evolutivos, creó un problema práctico importante: los bebés humanos tienen la cabeza tan grande, que pasa con mucha dificultad por el canal de nacimiento. Sólo queda una opción: los bebés humanos nacen doce meses antes de tiempo.

Una criatura prematura es extremadamente vulnerable. Su gran cerebro -que crece a un ritmo fortísimo en los dos primeros años de vida- tiene enormes necesidades metabólicas. Criar niños y prepararlos para que puedan valerse por sí solos es una tarea que supera con creces la capacidad de una sola persona, por mucha entrega que se derroche. El proceso de formación intelectual de niños y jóvenes en la vida moderna no ha hecho más que agravar esta situación. La biología de la indefensión y la dependencia del recién nacido no ha cambiado, pero las tareas necesarias para facilitar su integración en las sociedades modernas requieren mucho más tiempo y esfuerzo.

Recuerdo una conversación con la escritora Susan Blackmore en su casa de Londres. Mientras me exponía con vivacidad y llaneza la supuesta lucha entre los genes -replicantes biológicos- y los memes -replicantes del intelecto concebidos por su admirado maestro Richard Dawkins, a los que ya nos hemos referido en el capítulo 1-, yo caí en la cuenta de que destilar memes en los cerebros de las generaciones jóvenes es mucho más complicado y seguramente menos divertido que transmitir genes.

«No depende de las caderas. Estábamos equivocados». Una cadera ancha y otra estrecha.

«¿Sabes? – me dijo Susan Blackmore casi de carrerilla-. Si yo tuviera quince hijos, como podría haberlos tenido hace cien años, no podría haber escrito libros. Así que ésta es una manera de los memes de competir con los genes, a través del control de la natalidad, a través de los matrimonios modernos, las ideas modernas de tener sólo dos hijos… ¡Yo tengo dos hijos y ya tengo bastante -¡gracias!-, porque quiero escribir libros!».

En lo que Susan, probablemente, se equivocaba era en creer que reflotar quince hijos en la Edad Media requería mucho más esfuerzo y tiempo que preparar a dos para la vida moderna. Siendo ella escritora, lo lógico sería confiar en que de adultos sus hijos ejercieran una profesión que suscitara un reconocimiento social parecido al que inspira la suya. En todo caso, no inferior. Formar a dos hijos para que puedan ejercer profesiones equivalentes a la de escritor exige esfuerzos meticulosos y prolongados que pasan hoy por la elección de las escuelas adecuadas y la consecución de una plaza, por el aprendizaje de idiomas en el extranjero, la obtención de títulos de posgrado o prácticas en una empresa que suponen aplazar la consecución de un trabajo remunerado, sufragando entretanto los gastos de mantenimiento de los dos hijos hasta que encuentren trabajo.

La inversión parental es ahora clamorosamente mayor y, por lo tanto, no es de extrañar que el amor perdure más allá y rebase con creces el antiguo límite de entre dos y siete años sugerido por la historia de la evolución.

Cuando los poetas, novelistas o historiadores divagan sobre el amor al margen de las consideraciones anteriores, suelen sacar la conclusión de que el amor o el apego afectivo es una verdadera locura, una especie de obnubilación sobrevenida. ¿Qué nos están contando? ¿Que enamorarse es una enfermedad que los psiquiatras comparan con la obsesión compulsiva? Por el contrario, el paso del tiempo muestra que el trastorno amoroso no es una enfermedad que llega y desaparece, sino que está enraizado en una inversión parental ineludible para sobrevivir y perpetuar la especie. Es una ley del comportamiento con una fuerza equivalente a las leyes de la física.

Hace medio millón de años las hembras ya producían un óvulo mucho mayor que el espermatozoide. Las hembras y los machos efectúan un tipo muy distinto de inversión parental. Las primeras pueden, como mucho, producir un hijo al año; tal vez cuatrocientos óvulos en toda la vida. Un hombre, en cambio, podría fecundar miles de hijos al año -tres mil espermatozoides por segundo-, si tuviera mucho éxito y se enfrentara a muchos hombres. De manera que la mujer pone un cuidado especial en discriminar la calidad o la preparación del hombre con que se empareja, mientras que el varón podría elegir a la que fuera, si pudiera seguir emparejándose con otras. La selección natural primó, no obstante, y desde muy pronto, a los genes de los varones que también invertían en sus hijos. ¿Por qué?

Es fácil imaginar que hace medio millón de años las mujeres ya elegían a los varones dotados con buenos genes, fijándose en su apariencia de salud y sabiendo si podrían confiar en ellos para proveer de lo necesario a sus niños. Es fascinante constatar hasta qué punto la hembra es puntillosa y altamente selectiva a la hora de elegir pareja. Esta característica no se da en ninguna otra especie, por lo menos en este grado. En menor medida, también los hombres son extrañamente selectivos. Debe haber razones muy poderosas para que hayan aflorado conductas tan discriminatorias. Las hay y, como se ha visto antes, tienen que ver con el tamaño del cerebro y esa inversión parental. A una hembra o a un macho chimpancé le da igual acostarse con uno que con otra.

Los hombres ya eran particularmente celosos por el miedo inconsciente de que su inversión sirviera para amamantar a los hijos de los demás. Esto favoreció las relaciones de pareja que, con toda probabilidad, caracterizaron ya a las sociedades humanas de cazadores recolectores. La historia de la evolución sentó, pues, desde tiempos remotos, el marco de la pareja para que se explayara y se prolongara el instinto de fusión. Parece innegable que la selección sexual favorecería la perpetuación de aquellos espermatozoides que no se perdieran en encuentros múltiples, aleatorios y, a menudo, infructuosos; que premiara la eficacia implícita de concentrar la atención y el esfuerzo en una sola persona; que garantizara, en definitiva, un mayor porcentaje de aciertos en los intentos reproductivos.

Análisis recientes de dimorfismo sexual en el Australopithecus afarensis confirman que los primeros homínidos eran, primordialmente, monógamos. ¿Y por qué los chimpancés o los bonobos no? Antes de contestar esta pregunta conviene abordar la segunda circunstancia capital que explica nuestra fórmula amorosa.