Siempre fuiste dueño de mi corazón. ¡Eso es creer! Creer en ti.

(Mensaje hallado en el móvil de X)

La verdad es que cuando se compara el trabajo aparentemente «sin propósito» de la selección natural, como los circuitos cerebrales elaborados durante millones de años para que el amor, el placer y el sexo garanticen la supervivencia, con el trabajo «intencionado» de los políticos durante los últimos diez mil años no hay color. A favor de la primera, a pesar de las extinciones masivas. ¿Cómo hay tanta gente todavía, en las clases dirigentes y en las populares, convencida de que su mensaje es fruto de la razón, cuando decisiones tan cotidianas y repetidas como sentenciar la fealdad o la belleza de una cara están impregnadas por la fuerza de los promedios, de las fluctuaciones asimétricas o de sustancias químicas como las feromonas?

Recuerdo el caso de un buen amigo, hijo de exiliados españoles residentes en Caracas, al que no he vuelto a ver en los últimos veinte años desde su regreso a Venezuela. Estaba sentado en la terraza de un café. En la mesa contigua había dos matrimonios y la hija de uno de ellos. No sé si fue una cuestión de percepción de las fluctuaciones asimétricas, del ímpetu de la imaginación o de las feromonas, pero el hecho es que, ni corto ni perezoso, sin dudarlo un instante, mi amigo se levantó para decirles a los padres: «Me voy a casar con ella». Y así fue.

¿Por qué nos enamoramos? ¿Existe el amor a primera vista? Instantáneo, en un salón, en el metro, en la playa, donde ni las disquisiciones evolutivas ni las referentes a la simetría han tenido tiempo de cristalizar. La antropóloga Helen Fisher piensa que el amor a primera vista emana del mundo natural. Todos los animales son selectivos: ninguno quiere copular con cualquiera. Tienen favoritos, y cuando ven a un individuo con el que quieren aparearse, la atracción suele ser instantánea. Este proceso es adaptativo. Casi todos los animales tienen una estación propia para el apareamiento, y necesitan empezar el proceso de apareamiento sin demora. El amor humano, a primera vista, probablemente, sea el instinto heredado de sentir atracción instantánea por la persona que mejor encarna nuestro ideal de pareja.

El impulso ancestral de la búsqueda de otro, incluida la atracción sexual, está firmemente arraigado en los circuitos cerebrales, tal como se vio en el capítulo anterior. En la diferenciación específica, dentro de un género, para elegir a un organismo en particular en lugar de otro, intervienen factores como la simetría y la compatibilidad entre los sistemas inmunitarios de la pareja. Ahora bien, ¿y si la ejecución concreta de estos impulsos, cualquiera que fuera la causa original, resultara, como dicen muchos, ser pura química? ¿Y si la atracción entre dos organismos transcurriera por el canal de las feromonas?