¿Por qué somos como somos?
«Sólo los propios humanos podían constituir una amenaza suficiente», dice Richard D. Alexander para explicar el desarrollo de la inteligencia y de la evolución. La vorágine social del chismorreo mantiene a la gente en un estado de ansiedad y alerta muy superior al que exigiría el simple ánimo de sobrevivir y reproducirse.
La vertiente positiva de este estado de ánimo es un aprendizaje constante de los avatares del dominio social y el desarrollo de la inteligencia. Ningún otro animal sería capaz, por supuesto, de tanto desafío innecesario y continuado para hostigar y predecir los mecanismos cerebrales de los demás.
Es una situación excepcional con relación a otras especies. En un entorno así, resulta imprescindible descifrar lo que está cavilando el cerebro del interlocutor o del vecino.
Al analizar las razones evolutivas del amor, todo lo anterior tendría muy poco sentido sin recurrir al impacto del tiempo geológico. Me estoy refiriendo, en primer lugar, al cambio del modo de locomoción de cuadrúpedos arborícolas a bípedos en la sabana africana. Esta novedad mejoró el rendimiento energético del homínido, pero disminuyó el tamaño de la pelvis justo cuando aumentaba el del encéfalo craneal. Dado que el bebé desciende a través del canal del parto y la pelvis, el tamaño de ésta tiene un impacto sobre la potencial facilidad, o dificultad, del alumbramiento.
El incremento en el tamaño del cerebro, debido a motivos evolutivos, creó, sin embargo, un problema práctico importante: los bebés humanos tienen cabezas muy grandes, que pasan con mucha dificultad por el canal de nacimiento. Sólo queda una opción: las crías humanas nacen doce meses antes de tiempo.
Este hecho tiene implicaciones determinantes para las relaciones humanas. Una criatura prematura es extremadamente vulnerable. Su gran cerebro -que crece a un ritmo fortísimo en los dos primeros años de vida- tiene enormes necesidades metabólicas. Criar niños y prepararlos para que puedan valerse por sí solos es una tarea que supera ampliamente la capacidad -por mucha entrega que se derroche- de una sola persona.
La evolución se asienta sobre los mecanismos paralelos de la selección natural y la selección sexual. Parece innegable que la selección sexual favorecería la perpetuación de aquellos espermatozoides que no se perdieran en encuentros múltiples, aleatorios y, a menudo, infructuosos; que premiara la eficacia implícita en concentrar la atención y el esfuerzo en una sola persona; que garantizara, en definitiva, un mayor porcentaje de aciertos en los intentos reproductivos.
¿Cómo fidelizar la atención del varón? Con toda seguridad, la ovulación oculta desempeñó un papel primordial en ello. Si el éxito reproductivo requiere constancia, la disponibilidad permanente de la hembra para el amor, sumada a la incertidumbre sobre el momento de la fecundación, era la táctica natural más expeditiva.
Junto al origen del bipedismo y la ovulación oculta caben pocas dudas de que el aflorar de la conciencia, a partir de un momento dado en la historia de la evolución, constituye el tercer hito en el camino que marca nuestro modo de amar.
Cuando se habla de conciencia se está aludiendo a la capacidad de interferir con los instintos desde el plano de la razón. Un individuo que tiene conciencia de sí mismo es alguien sabedor del poder de sus emociones y de su capacidad -nunca demostrada del todo- para gestionarlas. Un organismo individual de esas características podría, potencialmente, neutralizar su instinto de fusión. Es la supuesta capacidad de los humanos para interferir en el funcionamiento de procesos biológicos perfectamente automatizados. El amor se encarga de eliminar el pensamiento consciente.