Imaginar es ver

Dentro de muy pocos años, lo sugerido en los párrafos anteriores tendrá todos los visos de razonamiento infantil, prehistórico y, en todo caso, precientífico. Se está avanzando de tal manera en el conocimiento de los fundamentos neurológicos de la imaginación que, por primera vez en la historia de la humanidad, estamos a punto de «leer» en la actividad cerebral el contenido de los pensamientos conscientes e inconscientes. Gracias a las nuevas tecnologías como la estimulación magnética transcraneal (TMS), la tomografía por emisión de positrones (PET), las imágenes por resonancia magnética funcional (iRMf) o las imágenes de contraste dependientes de los niveles de sangre y oxigenación (BOLD), estaremos en condiciones de desentrañar la visualización mental de los enamorados.

Aparentemente, una cosa es imaginar partiendo de información registrada por los cinco sentidos corporales y otra, muy distinta, ver con los ojos de la mente, a raíz de información inventada utilizando recuerdos. A juzgar por las investigaciones científicas más recientes, deberíamos ir acostumbrándonos a renunciar a la idea de que nuestra capacidad de imaginar es portentosa, indescriptible y diferenciada de los mecanismos ordinarios de la percepción visual y táctil. Podemos imaginar, pero menos de lo que pensábamos, y no somos los únicos en poder hacerlo. El hecho de imaginar no es tan distinto de la percepción sensual y, a nivel biológico, tiene idénticos efectos.

El estado de la cuestión puede resumirse del siguiente modo: primero, al imaginar algo estamos utilizando los mismos circuitos cerebrales que cuando vemos algo; incluidos los circuitos primarios y más elementales de la corteza visual. Segundo: visualizar mentalmente un objeto o una persona desencadena en el cuerpo los mismos impactos que percibirlo; la imaginación de una amenaza potencial activa procesos biológicos como la aceleración de los latidos cardiacos o el ritmo de respiración de la misma manera que cuando se percibe en la realidad.

Si ver e imaginar son procesos tan parecidos, ¿por qué los sentimos de manera distinta? Porque no son idénticos. Al imaginar están activados los procesos visuales pero no aquellos sensoriales o motores destinados a entrar en acción. Como me recordaba un día Giacomo Rizzolatti, catedrático de fisiología humana de la Universidad de Parma, «podemos imaginar que estamos jugando al tenis pero no movemos ni los pies ni las manos». Todo es idéntico, salvo el último paso, el de mover los pies y las manos que, al imaginar, está inhibido. De ahí que uno se pueda entrenar sólo imaginando. Es evidente que la gran mayoría de gente desaprovecha este recurso.

Después de esta constatación, ¿cuántos de mis lectores seguirán creyendo que enamorarse es -para utilizar el vocabulario de los físicos- una transición de fase, un cambio abrupto y espectacular de la estructura de la materia? El enamoramiento será tan sorprendente como una transición de fase del estado líquido de la materia al gaseoso, pero sigue siendo un acontecimiento dominado por las leyes más elementales de la fisiología.

La proximidad de la capacidad de imaginar a los mecanismos reales aflora, también, en la imaginación motora o de movimientos. En las pruebas realizadas por Stephen M. Kosslynn, del Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, y Giorgio Ganis y William L. Thompson, del Departamento de Neurología del Hospital General de Massachusetts en Boston, se ha podido constatar que cuando se le pide a alguien que imagine cuánto tarda en recorrer, pongamos por caso, el camino que le separa de su amada siempre coinciden el lapso de tiempo figurado en el movimiento imaginado y el lapso de tiempo transcurrido para efectuar realmente el traslado. Una vez más, tanto monta imaginar como monta practicar.

En otras palabras, la imaginación mental puede involucrar al sistema motor de tal forma que, imaginando que se efectúan movimientos no sólo se ejercitan las áreas cerebrales involucradas, sino que se construyen asociaciones entre procesos ejecutados por zonas distintas, lo que conduce a comportamientos más sofisticados. De ahí a concluir que los ejercicios mentales pueden mejorar los resultados de determinados comportamientos no hay más que un paso. Pensar en el ser amado puede mejorar la relación amorosa, de la misma manera que practicar crucigramas puede ayudar a mantener la mente despierta.

El camino está abierto para descubrir cómo se codifican en el cerebro las experiencias personales que son el resultado de la percepción visual y, lo que es más importante, cómo descodificar los resultados de experiencias conscientes. Sabremos entonces cosas que nunca hemos barruntado sobre los mecanismos del amor. Habrá, con toda seguridad, aplicaciones menos inocentes de la nueva capacidad para leer el cerebro. En teoría, el uso del lenguaje, incluido el gestual, está bajo el control de la persona observada, pero la lectura cerebral podría, teóricamente, utilizarse para identificar los pensamientos ocultos o subyacentes de los amantes al decir «sí, quiero», o descodificar los estados mentales de delincuentes sospechosos.