La rebelión de la conciencia contra los genes

He mencionado el impacto de la ovulación oculta porque la investigación científica no ha descalificado aquella presunción, aunque desde el análisis filogenético publicado en 1993 por los ecólogos evolutivos Brigitta Sillén-Tullberg, de la Universidad de Estocolmo, y Anders Pape Möller, de la Universidad Pierre y Marie Curie, de París, la secuencia de la relación causa-efecto es más laboriosa de lo pensado. Al parecer, la ovulación oculta se origina en sociedades promiscuas, en lugar de monógamas, y sólo cuando ya se había adoptado la ovulación oculta se cambia a un tipo social de organización monógama. Según esta tesis, la ovulación oculta habría cambiado de objetivos a lo largo del tiempo.

El primate ancestral hembra que prodigaba sus favores en las sociedades promiscuas se aseguraba así de que los machos infanticidas se abstendrían ante la sospecha de que el hijo pudiera ser suyo. Una vez establecida la ovulación oculta con ese propósito, se utilizó para otro: recabar la ayuda de un portador de buenos genes al que se convencía para quedarse, generando en él la casi seguridad de que el recién nacido era suyo, en lugar de la mera sospecha de que tal vez pudiera serlo. Se trata de algo muy común en la biología evolutiva.

Hace medio millón de años nuestros antepasados presos por la aflicción o la suerte del amor tenían más posibilidades que otros miembros de la tribu de que sus genes llegaran a ser mayoritarios en el patrimonio genético. Y la selección natural -movida siempre por los criterios de mayor eficacia- consolidó, lógicamente, el amor pasional de la pareja. La perpetuación de la especie quedaba garantizada en mayor medida cuando surgía el amor que cuando el apetito sexual se desperdigaba en encuentros azarosos y espaciados que podían o no coincidir con los periodos ocultos de ovulación de la hembra.

Es lógico que, a raíz de lo que antecede, el lector se pregunte: ¿por qué al impulso ancestral de fusión con otro organismo hubo que superponer o añadir el del amor? Si durante miles de millones de años bastó el impulso de fusión en busca de ayuda y sosiego, ¿por qué en un momento dado de la evolución surgió el amor? ¿Se trataba de un nuevo cometido que se asignaba a otros mecanismos del sistema emocional? No es probable.

Sencillamente, en los tiempos primordiales de la vida bacteriana y las primeras células eucariotas eran suficientes los encontronazos fortuitos y repetidos. Como se vio en el capítulo 2, el azar bastaba y sobraba para que el impulso de fusión con otros organismos se realizara.

Los canales de comunicación sexual, incluidos los productos químicos como las moléculas señalizadoras llamadas feromonas, podían seguir desempeñando un papel importante en la selección sexual, pero el complicado mecanismo de competencia del macho para que la hembra eligiera, el nacimiento de la conciencia individual en especies como los chimpancés y luego en los homínidos, los periodos de prueba impuestos por las costumbres y los condicionantes organizativos del grupo, ya no permitían que el instinto de fusión fluyera por el cauce del simple y puro encontronazo.

¿Encontronazo? Hace unos diez años, posiblemente más que menos, me dejaba llevar por la cinta transbordadora automática hacia la terminal de salidas internacionales de un aeropuerto. El maletín de ruedas en la mano y la mirada -como la mayoría de pasajeros- en el vacío. En aquel vacío apareció de frente, a diez metros de distancia, como una ráfaga que acercaba el viento, una sonrisa cómplice y embriagadora. A cinco metros -su cinta transportadora iba en dirección opuesta y a idéntica velocidad que la mía- permitía ver la belleza del alma que sustentaba aquel cuerpo de una mujer de unos treinta años.

Meses después realicé mentalmente, varias veces, los cálculos del tiempo disponible en aquel encuentro móvil. Si la velocidad de las cintas fuera de medio metro por segundo -me decía a mí mismo-, dado que ella me partía por la mitad las unidades de tiempo al venir en dirección contraria, el cortejo habría durado un segundo y cuarto. Demasiado poco para que pudieran entrar en juego las feromonas. Debió de ser la percepción de la simetría.

Mis amigos físicos me corrigieron ligeramente los cálculos años después y mis amigos neurólogos tuvieron que aceptar mi tesis de que, al cerebro consciente, salir de su ensimismamiento le cuesta una barbaridad, con lo que debía dar por perdido el tiempo empleado en recorrer los primeros cinco metros cuando me percaté de la sonrisa. No hubo tiempo para dejarse caer en las redes del amor que despliega la evolución.

La consecución de la fusión implica, obviamente, la existencia de un vínculo emocional como el amor. Este último es la adaptación evolutiva del primero pero siguen siendo una y la misma cosa.

Se ha mencionado el nacimiento de la conciencia de sí mismo. Junto al origen del bipedismo y la ovulación oculta caben pocas dudas de que el aflorar de la conciencia, a partir de un momento dado en la historia de la evolución, constituye el tercer hito en el camino que marca nuestro modo de amar. Tal vez ahí radique la razón más importante de que el instinto emocional del amor tenga la fuerza insospechada y arrolladura que tiene en los humanos.

Cuando se habla de conciencia se está aludiendo a la capacidad de interferir con los instintos desde el plano de la razón. Un individuo que tiene conciencia de sí mismo es alguien consciente del poder de sus emociones y de su capacidad -nunca demostrada del todo- para gestionarlas. Un organismo individual de esas características podría, potencialmente, neutralizar su instinto de fusión. Es la supuesta capacidad de los humanos para interferir con el funcionamiento de procesos biológicos perfectamente automatizados. Un adulto consciente podría tomar la decisión de no tener hijos, por ejemplo. Esa capacidad anularía, teóricamente, los fines perseguidos por la selección sexual de perpetuación de la especie. El amor se encarga de eliminar el pensamiento consciente.

La evolución es un proceso ciego, que no puede prever de antemano posibles escollos. La evolución no podía anticipar el hecho de que el nacimiento de la inteligencia permitiría al animal humano sobreponerse a sus instintos -en concreto, al instinto de reproducción-. Resulta evidente, sin embargo, que esta capacidad puede acabar con el desarrollo evolutivo.

Richard Dawkins hablaba en la década de los setenta del «gen egoísta», en el sentido de que para los genes el ser humano era un puro medio de transporte para perpetuarse, sin que tuviera relevancia alguna su felicidad. Sin embargo, la inteligencia sí permite a los seres humanos tener en cuenta su propia felicidad personal. Los humanos tienen el poder de rebelarse contra los dictados de los genes, por ejemplo, cuando se niegan a tener todos los hijos que las hembras podrían alumbrar. Una prueba esplendorosa de que el amor enloquecido constituye la mejor respuesta contra esa eventualidad es la propia vida de Darwin y su relación con el amor de pareja.