IV
Aligerado del peso de la cuerda, el globo volvió a ascender a la altura en que había permanecido cuando la cuerda arrastraba por las aguas del estrecho sin nombre. Pronto llegó a tierra firme y sobrevoló la ciudad. Al mirar hacia abajo, Dian se admiró de que aquella maravilla hubiera sido construida por el hombre.
Se trataba de una pequeña ciudad de casas de arcilla y estrechas y serpenteantes calles, pero para una muchacha de la edad de piedra, que nunca antes había visto una ciudad, constituía una verdadera maravilla. Le impresionó tanto como la ciudad de Nueva York lo hace con los visitantes de Pittsburgh o de Kansas City cuando la ven por primera vez.
El globo volaba ahora tan bajo que podía ver a la gente en las calles y en los tejados de los edificios. Miraban hacia ella con asombro. Si bien Dian nunca había visto una ciudad, al menos había oído hablar de ellas; por el contrario, aquella gente no solo nunca había visto un globo, sino que jamás había tenido noticias de que pudiera existir algo semejante.
Una vez que el globo atravesó la ciudad y continuó hacia el territorio que se encontraba más allá, cientos de personas emprendieron su persecución. Lo siguieron durante mucho tiempo, mientras el globo seguía aproximándose cada vez más al suelo.
En breve, Dian descubrió otra ciudad en la distancia. Al acercarse a aquella segunda ciudad, el globo se hallaba ya muy cerca del suelo, apenas a veinte pies. En ese momento, vio a muchos hombres salir de ella. Llevaban escudos, arcos y flechas, y, por primera vez, se dio cuenta de que también aquellos que la venían siguiendo desde la primera ciudad iban armados de igual manera.
Antes de que el globo hubiera tocado el suelo, los hombres de ambas ciudades entablaron una batalla a su alrededor. Al principio emplearon únicamente sus arcos y flechas, pero cuando se aproximaron desenvainaron unas espadas cortas que pendían a sus costados y se enfrentaron cuerpo a cuerpo. Gritaban y se insultaban unos a otros, formando un estrépito ensordecedor.
Dian rogó porque el globo volviera a remontar el vuelo, puesto que no deseaba acabar en manos de un pueblo tan feroz; pero, para su desaliento, fue a caer en medio de la batalla. No obstante, a base de saltos y sacudidas a través del terreno, el globo continuaba acercándose cada vez más hacia aquella segunda ciudad. Guerreros de ambos bandos se colgaban de la cesta, empujando o tirando de ella: los hombres de la primera ciudad intentando hacerla retroceder y los de la segunda tratando de acercarla hasta sus puertas.
—¡Es nuestra! —gritaban estos últimos—. ¡Mirad! ¡Intenta ir a Lolo-lolo! ¡Matad a los infieles que quieren apoderarse de Noada!
—¡Nos pertenece a nosotros! —clamaban los hombres de la primera ciudad—. Nosotros la vimos primero. ¡Muerte a los infieles que quieren arrebatarnos a Noada!
El globo se encontraba ahora muy cerca de las puertas de la ciudad. De repente, una docena de hombres salió al exterior y se apoderó de Dian. Sacándola de la cesta del globo, la llevaron al interior de la ciudad, cerrando de inmediato sus puertas tanto a amigos como a enemigos.
Sin el peso de Dian, el globo se elevó y empezó a alejarse de la ciudad. Incluso los combatientes se detuvieron para observar aquel milagro.
—¡Mirad! —exclamó uno de los guerreros de la segunda ciudad—. ¡Nos ha traído a Noada y ahora regresa a Karana!
Lolo-lolo era también una ciudad de casas de arcilla y serpenteantes y retorcidas calles. A través de ellas fue escoltada Dian la Hermosa, entre lo que percibió que eran profundas reverencias.
Un guerrero iba a la cabeza, gritando:
—¡Noada está aquí!
Mientras ella avanzaba, la gente, abriendo camino al pequeño cortejo, se arrodillaba y se tapaba los ojos con las manos.
Dian no entendía lo que estaba sucediendo, toda vez que, al estar su pueblo libre de cualquier superstición, nada sabía de la existencia de religiones. Lo único que sabía es que aquella extraña gente parecía amistosa y que la recibían más como una invitada de honor que como una prisionera. Todo era extraño para ella: las pequeñas casas, sólidamente construidas, alineadas a lo largo de las estrechas calles; el color amarillo de la piel de aquella gente y los extraños ropajes que llevaban —mandiles de cuero con llamativos dibujos que les cubrían de cintura para abajo, por delante y por detrás—, los cascos de cuero de los hombres y las plumas que adornaban los peinados de las mujeres. Ni hombres ni mujeres llevaban prenda alguna por encima de la cintura, mientras que los más jóvenes y los niños iban totalmente desnudos.
Los brazaletes, tobilleras y otros ornamentos de metal que llevaban tanto hombres como mujeres, así como las espadas y las puntas de lanzas y flechas que utilizaban los guerreros, estaban hechos de un metal extraño para Dian. Se trataba de bronce, pues aquel pueblo había pasado de la edad de piedra y la del cobre a la edad del bronce. Que su civilización había avanzado, lo atestiguaba el hecho de que sus armas eran más letales que las de los pueblos de la edad de piedra: cuanto más civilizado es un pueblo, más mortíferos son los ingenios con los que mata a sus semejantes.
Dian fue escoltada hasta una plaza que se abría en el centro de la ciudad. Allí los edificios eran un poco más grandes, aunque ninguno tenía más de un piso de altura. En el centro de uno de los lados de aquella plaza cuadrangular había un edificio cubierto con una cúpula, el más imponente de la ciudad de Lolo-lolo, si bien describirlo como imponente sería un poco grandilocuente. No obstante, sí es destacable el hecho de que aquella gente pudiera diseñar y construir una cúpula tan grande como aquella.
El vociferante guerrero que precedía a la escolta corrió hacia la entrada de aquel edificio, gritando: ¡Ha venido Noada!
Repitió aquel grito una y otra vez hasta que varios hombres extrañamente vestidos salieron al exterior. Llevaban largas túnicas de piel en las que se veían dibujos de tipo ornamental; las cabezas de todos ellos aparecían cubiertas por unas espantosas máscaras.
Cuando Dian se aproximó a la entrada del edificio, aquellas extrañas figuras la rodearon y, arrodillándose, se cubrieron los ojos de las máscaras con las manos.
—¡Bienvenida, Noada! ¡Bienvenida a tu templo en Lolo-lolo! ¡Nosotros, tus sacerdotes, te damos la bienvenida a la Casa de los Dioses! —clamaron al unísono.
Las palabras bienvenida, sacerdotes y dioses eran desconocidas para Dian. No sabía lo que significaban pero era lo bastante inteligente como para suponerlo y darse cuenta de que la estaban tomando por otra persona, así como que aquella creencia era su mejor salvaguarda. En consecuencia, inclinó graciosamente la cabeza y aguardó a lo que viniera a continuación.
La plaza situada a su espalda estaba repleta de gente, que ahora empezaba a entonar un canto pagano acompañado del batir de tambores. Y así, Dian la Hermosa fue escoltada a la Casa de los Dioses por los sacerdotes de Noada.
Bajo la experta dirección de Ah-gilak, los hombres del Amoz colocaron un nuevo aparejo y, una vez más, la nave continuó su viaje. Un hombre de Amoz hacía las veces de compás, sextante, cronómetro y navegante, toda vez que el centro de la navegación de Pellucidar está situado en la pequeña bahía que existe cerca de los acantilados de Amoz. Su relevo fue otro hombre de Amoz. El turno de guardia terminaba cuando uno de los dos tenía sueño. El arreglo resultó muy satisfactorio y los resultados obtenidos mucho más precisos que los que se habrían conseguido con la utilización de cualquier compás, sextante o cronómetro.
El viento no había cesado y la mar todavía se hallaba encrespada, pero el NIP Amoz surcaba su camino con tanta facilidad que todos a bordo se hallaban convencidos de que finalmente llegarían a puerto.
—¡Maldito sea este viejo cascarón! —gruñó Ah-gilak—. Al final va a llegar a su destino, como diría aquel.
Cuando O-aa le dijo a Raj que era la hija de un rey, el mezop aguzó el oído, pues aquella palabra había sido introducida en el lenguaje de Pellucidar por Abner Perry, y aquellos que tenían derecho al título eran las cabezas de los «reinos» que pertenecían a la Federación conocida como el Imperio de Pellucidar. El que la muchacha fuera una simple joven era una cosa; pero si su pueblo pertenecía a la Federación, eso era, en verdad, otra muy distinta.
—¿Quién es tu padre? —preguntó Raj.
—Oose, el rey de Kali —contestó O-aa—. Y mi compañero es Hodon el Ligero, de Sari; y mis nueve hermanos son guerreros verdaderamente terribles.
—Tus nueve hermanos no me importan —repuso Raj—. Pero que tú seas de Kali y que tu compañero sea Hodon es suficiente. Serás bien tratada en este barco.
—Y para ti será mejor que así sea —dijo O-aa—, porque si no soy tratada correctamente, me veré obligada a mataros. Ya he matado a muchos hombres. Mis nueve hermanos y yo solíamos atacar solos el poblado de Suvi, y yo siempre mataba más guerreros que cualquiera de ellos. El hermano de mi madre también era un consumado matador de hombres, al igual que mis tres hermanas. Sí, será mejor para todos vosotros que me tratéis con consideración. Yo siempre…
—¡Cállate ya! —le interrumpió Raj—. Hablas demasiado y mientes aún más. No te causaremos ningún daño, pero los mezops tratamos como se merecen a las mujeres que hablan demasiado. No nos gustan nada.
O-aa se mordió la lengua, pero no dijo nada. Conocía a un hombre que sabía hacer valer su palabra nada más verlo.
—Si no eres de Canda —dijo el guerrero que en una ocasión había visto a un hombre de Canda—, ¿de dónde has sacado ese taparrabos con plumas?
—Se lo quité a un candio llamado La-ak después de matarle —contestó O-aa—, y eso no es ninguna mentira.
El Sari era impulsado por la galerna, y, al mismo tiempo, había sido cogido por una corriente oceánica que discurría en la misma dirección que el viento; en consecuencia, navegaba a una gran velocidad, aunque a O-aa le parecía que solo se movía arriba y abajo.
Cuando llegaron frente a las islas de Anoroc, los mezops comenzaron a impacientarse. No podían verlas, pero sabían con toda exactitud dónde se hallaban y no les agradaba la idea de dejar pasar de largo su hogar. Los cuatro botes del Sari habían sido asegurados contra la baranda por lo que la tormenta no había sido capaz de llevárselos. Raj sugirió a los saris que se encontraban a bordo que se repartiesen los botes. Él y sus compañeros mezops cogerían dos de los botes y remarían hasta Anoroc, mientras que los saris se quedarían con los otros dos y continuarían hasta el continente, toda vez que no se hallaba muy lejos de allí.
La mar encrespada hacía extremadamente difícil y peligroso arrojar los botes al agua, pero los mezops eran excelentes marinos y lo hicieron sin dificultad. Con una despedida final, se alejaron remando a través del agitado océano.
O-aa observó todo aquello con cierta preocupación. Veía como los frágiles botes se alzaban con las poderosas olas para luego desaparecer en el seno de las siguientes. A veces creía que no volvería a verlos aparecer. Había contemplado con desasosiego el descenso de los botes y el embarco de los mezops; ahora, cuando los Saris empezaron a botar los suyos, se sintió verdaderamente asustada.
Le dijeron que subiese en el primer bote, pero la muchacha respondió que lo haría en el siguiente; en realidad, intentaba retrasar todo lo posible el momento de hacerlo. Lo que se añadía a su natural temor al mar era el hecho de estar convencida de que los saris no eran buenos marinos. Siempre habían vivido en tierra firme y no se habían aventurado en el mar hasta que David y Perry habían decretado que se convirtieran en una potencia naval, e incluso entonces lo habían hecho como guerreros y no como verdaderos marineros.
O-aa observó el descenso del bote con ansiedad y temor. En primer lugar, echaron el bote al agua con dos hombres en su interior; aquellos hombres intentaron evitar que golpease el costado de la nave, usando los remos con tal propósito. No tuvieron demasiado éxito. O-aa esperaba verlo saltar en pedazos en cualquier momento. El resto de saris que se disponía a ir en ese primer bote arrojaron varias cuerdas para descender por ellas. Todos se hallaban a bordo cuando el Sari giró repentinamente y lo hizo zozobrar. Algunos de los hombres consiguieron volver a coger las cuerdas por las que habían descendido y fueron izados a la cubierta del Sari. Para el resto no hubo esperanza. O-aa vio cómo se ahogaban.
Los saris comenzaron a tener dudas sobre si descender o no el segundo bote; a ninguno de ellos le hacía ilusión ahogarse en un mar repleto de voraces reptiles. Empezaron a discutir el asunto.
—Si la mitad de los hombres hubieran cogido los remos y hubiesen alejado el bote del Sari, en vez de intentar remar cuando la nave ya se giraba hacia ellos, todo esto no habría ocurrido —dijo uno. El resto fue de la misma opinión.
—Creo que podríamos hacerlo con facilidad —dijo otro. O-aa no pensaba así.
—Si permanecemos a bordo del Sari, acabaremos muriendo de hambre o de sed —dijo un tercero—. No tendremos ninguna oportunidad. En el bote al menos tendremos alguna. Yo prefiero correr el riesgo.
Finalmente, todos estuvieron de acuerdo y el bote fue descendido con éxito. Varios hombres se encargaron de mantenerlo alejado del costado de la nave.
—Te toca bajar a ti —dijo uno de los guerreros a O-aa, indicándola la baranda.
—No —respondió la muchacha—. No voy a ir con vosotros.
—¡Qué! ¿Es que prefieres quedarte sola a bordo del Sari? —inquirió.
—Sí —contestó O-aa—. Si alguna vez llegáis a Sari, cosa que dudo, y Hodon aún se hallase vivo, decidle que O-aa está en el Lural Az, a bordo del Sari. Él vendrá a buscarme.
El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza y empezó a descender por la borda. Los demás le siguieron. O-aa les observó mientras apartaban el bote del costado de la nave y se alejaban de ella; luego, hundiendo sus remos en el mar, remaron con fuerza hasta que se hallaron fuera de peligro. Les siguió con la mirada mientras el bote era zarandeado de un lado a otro hasta convertirse en un pequeño punto en la distancia. Sola, en un cascarón a la deriva, sobre un mar agitado por los últimos retazos de la tormenta, O-aa se sintió mucho más segura de lo que lo hubiera estado en aquel diminuto bote, que estaba convencida de que nunca llegaría a tierra.
O-aa disponía de lo que ella consideraba una inagotable provisión de agua y de comida, y suponía que algún día la corriente le llevaría a tierra; entonces podría emprender el camino a casa. El mayor problema al que tendría que enfrentarse era la ausencia de alguien con quien poder hablar, pues para O-aa aquello suponía un verdadero problema.
El viento impulsaba a la nave hacia el sudoeste, en la misma dirección en que lo hacía la corriente oceánica. O-aa durmió muchas veces, aunque siempre era mediodía. La tormenta había cesado hace mucho tiempo. Grandes y tranquilas olas alzaban gentilmente al Sari y, gentilmente, lo hacían descender. Donde antes el océano había apaleado al navío, ahora lo acariciaba.
Cuando O-aa se despertaba buscaba ansiosamente la costa con la mirada. Hasta que por fin la vio. Apenas se vislumbraba y se hallaba muy lejos, pero estaba segura de que aquello era tierra firme y de que el Sari se dirigía hacia ella… ¡pero lo hacía tan despacio! Permaneció mirándola hasta que no pudo mantener los ojos abiertos por más tiempo y se durmió. Cuánto tiempo estuvo dormida nadie podría decirlo, pero cuando despertó se encontraba muy cerca, si bien el Sari avanzaba en paralelo a la línea costera, y lo hacía con rapidez. O-aa era consciente de que jamás sería capaz de alcanzarla si la nave mantenía su rumbo, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
Una fuerte corriente discurría a través del estrecho sin nombre procedente del Sojar Az —por el que el Sari navegaba en aquel momento— hacia el Korsar Az, el inmenso océano que limitaba con el oeste de la gran península en la que estaba situada Sari. O-aa ignoraba todo esto, así como el hecho de que la tierra hacia la que se dirigía el Sari era terra incógnita para su pueblo.
El viento, que había estado soplando suavemente desde el este, cambió bruscamente hacia el norte e incrementó su fuerza, arrastrando al Sari mucho más cerca de la costa. Ahora se hallaba tan cerca que O-aa pudo distinguir con claridad lo que había en tierra. Vio algo que despertó su curiosidad, puesto que jamás había visto algo parecido. Se trataba de una ciudad amurallada. O-aa no tenía la menor idea de lo que era. Enseguida distinguió a varias personas saliendo de ella y corriendo hacia la playa a la que se dirigía el Sari. Cuando se encontraron más cerca, se apercibió de que eran guerreros.
O-aa nunca había visto antes una ciudad y aquella gente tampoco había visto antes un barco. El Sari navegaba de proa y O-aa se hallaba de pie en el bauprés, una hermosa estampa con su taparrabo de plumas rojas y amarillas y las tres plumas que coronaban su largo cabello.
El Sari se encontraba ahora muy cerca de la costa y aquella gente podía ver claramente a O-aa. De repente, cayeron de rodillas y se cubrieron los ojos con las manos, irrumpiendo en lágrimas.
—¡Bienvenida, Noada! ¡La verdadera Noada ha venido a Tanga-tanga!
En ese preciso momento, el Sari encalló y O-aa se precipitó de cabeza al agua. O-aa había aprendido a nadar en un lago cercano a Kali en el que no había reptiles. Sin embargo, era perfectamente consciente de que aquellas aguas estaban infestadas de ellos puesto que los había visto a menudo. Por ese motivo, cuando salió a la superficie, empezó a nadar hacia la playa como si todos los saurios del mundo se hallasen a sus talones. Esther Williams no habría rebajado el tiempo en que la pequeña cavernícola de Kali cubrió los cien metros que la separaban de la costa.
Mientras avanzaba vacilantemente sobre la playa, los sorprendidos guerreros de Tanga-tanga volvieron a arrodillarse y se cubrieron los ojos con las manos. O-aa, confundida, miró de reojo hacia abajo para ver si había perdido su taparrabos. Para su alivio, descubrió que todavía seguía allí.