VII
Hodon, Raj, Dian y Gamba se hallaban de pie sobre el puente del Lo-har. Como siempre, Hodon oteaba la superficie del mar en busca de la pequeña mancha que en el fondo de su corazón estaba seguro de que nunca volvería a ver: la pequeña mancha que suponía el Sari, en el que, sin duda, O-aa había sido arrastrada por los vientos y las corrientes del Sojar Az, a través del estrecho sin nombre, hacia el Korsar Az. La pequeña vela latina del Lo-har se había visto inutilizada a causa de la niebla y el mar en calma. Sin embargo, ahora el tiempo había mejorado y un viento favorable hinchaba la vela.
Hodon movió la cabeza con pesar.
—Me temo que no hay esperanza, Dian —dijo.
Dian la Hermosa, de acuerdo con él, asintió.
—Mis hombres están empezando a cansarse —dijo Raj—. Llevan muchos sueños fuera de sus hogares. Quieren volver a ver a sus mujeres.
—De acuerdo —dijo Hodon—. Volvemos a Sari.
Mientras el pequeño navío viraba, Gamba señaló algo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Todos volvieron la vista. En la bruma de la distancia se percibía una pequeña mancha blanca sobre la superficie del mar.
—¡Es una vela! —dijo Raj.
—¡O-aa! —exclamó Hodon.
El viento soplaba en la misma dirección en que se veía la vela, por lo que el Lo-har tuvo que cambiar de amura primero en un sentido y luego en otro. Sin embargo, enseguida se hizo evidente que el extraño navío navegaba a favor de viento y directamente hacia ellos. La distancia entre ambos barcos se acortaba a cada instante.
—No es el Sari —afirmó Raj—. Es un gran navío con muchas más velas de las que había visto nunca.
—Debe ser de Korsar —dijo Dian—. Si es así, no podremos evitarlos.
—Tenemos cañones —repuso Hodon—; y hombres capaces de luchar.
—Hay que dar media vuelta y marcharse de aquí —dijo Gamba—. Puede que aún no nos hayan visto.
—Tú siempre quieres huir —dijo Dian con desprecio—. Mantendremos nuestro rumbo y nos enfrentaremos a ellos.
—¡Dad la vuelta! —gritó Gamba—. ¡Es una orden! ¡Soy un rey!
—¡Cállate! —le dijo Raj—. Los mezops no huyen.
—Los saris tampoco —dijo Dian.
El poblado de Zurt, al que Utan había llevado a O-aa, se encontraba en un reducido valle atravesado por un pequeño río. No era el típico poblado cavernícola a los que O-aa estaba acostumbrada en Kali. Se trataba de unas chozas de bambú con tejados de paja. Se hallaban situadas sobre unos postes a unos diez pies del suelo. Toscas escalas conducían a sus entradas.
Había muchas de aquellas chozas. Tanto en las puertas como en el suelo, debajo de ellas, había muchos guerreros, mujeres y niños. También había casi tantos jaloks como personas.
A medida que Utan y O-aa se fueron acercando, los jaloks del poblado empezaron a ponerse rígidos; el pelaje a lo largo de su espina dorsal estaba completamente erizado.
—¡Padang! —gritó Utan.
—¡Padang! —exclamaron varios guerreros al reconocerle.
Los jaloks se calmaron y Utan y O-aa se introdujeron tranquilamente en el poblado. No obstante, aún hubo bastantes olfateos y husmeos por parte de los jaloks antes de que se estableciera una entente cordiale.
Las mujeres y los guerreros se congregaron alrededor de Utan y O-aa, haciéndoles muchas preguntas. O-aa suponía una verdadera curiosidad a causa de su cabello rubio, pues los zurts lo tenían de un brillante color negro. Nunca antes habían visto una mujer rubia.
Utan les contó todo lo que sabía de O-aa y le preguntó a Jalu, el jefe, si podía quedarse en el poblado.
—Procede de un país llamado Kali que se encuentra al otro lado de las Montañas Terribles. Quiere intentar cruzarlas, y, por lo que he visto, si alguien puede hacerlo es ella.
—Nadie es capaz de cruzarlas —dijo Jalu—. Puede quedarse aquí durante treinta sueños. Si alguno de los guerreros decide tomarla por compañera en ese tiempo, puede quedarse para siempre.
—Ninguno de tus guerreros me tomará como compañera —contestó O-aa—, y, además, me marcharé mucho antes de que hayan pasado treinta sueños.
—¿Qué te hace pensar que ninguno de mis guerreros te tomará como compañera? —preguntó Jalu.
—Porque no me gusta ninguno de ellos.
Jalu se echó a reír.
—Si alguno de mis guerreros te quiere como compañera, no te lo va a pedir. Simplemente, te hará su compañera.
Ahora fue el turno de O-aa de echarse a reír.
—Entonces se encontrará con un cuchillo en su vientre —dijo—. Ya he matado a muchos hombres, y, además, ya tengo un compañero. Si se me hace algún daño, tanto él como mis once hermanos y mi padre, el rey de Kali, vendrán y acabarán con todos vosotros. Son hombres muy fieros y miden casi nueve pies de alto. Mi compañero es Hodon el Ligero, un sari. Los saris son el pueblo más feroz de Pellucidar. No obstante, si se me trata correctamente, nadie os causará ningún daño. Mientras permanezca aquí, Rahna y yo cazaremos para vosotros. Soy una gran cazadora, posiblemente la mejor cazadora de Pellucidar.
—Lo que creo es que eres la mayor mentirosa —contestó Jalu—. ¿Quién es Rahna?
—Mi jalok —respondió O-aa, posando su mano sobre la cabeza de la bestia que se hallaba a su lado.
—Las mujeres no cazan; ni tampoco tienen jaloks —dijo Jalu.
—Yo sí —contestó O-aa.
Una media sonrisa cruzó el rostro de Jalu. Se encontró admirando a aquella extraña joven de cabellos dorados. Tenía coraje, y esa era una cualidad que Jalu comprendía y admiraba. Nunca antes había conocido a una mujer con tanto coraje.
Un guerrero dio un paso hacia delante.
—Yo la tomaré como compañera y le enseñaré cuál es el sitio de una mujer —dijo—. Lo que necesita es una buena paliza.
Los labios de O-aa se curvaron en una sonrisa.
—Inténtalo, patizambo —dijo.
El guerrero enrojeció, porque, en efecto, era patizambo y estaba muy sensibilizado al respecto. Dio otro paso más hacia O-aa en actitud amenazadora.
—¡Basta Zurk! —ordenó Jalu—. La muchacha se quedará aquí durante treinta sueños sin tener compañero. Si permanece más tiempo, puedes tomarla como compañera… si es que eres capaz de hacerlo; aunque, más bien, creo que antes te matará.
Zurk se quedó mirando fijamente a O-aa.
—Cuando seas mía —gruñó—, lo primero que haré será matarte a golpes.
Jalu se volvió hacia una de las mujeres.
—Hala —ordenó—, lleva a esta mujer a una choza en la que pueda dormir.
—Acompáñame —le dijo Hala a O-aa.
La mujer le condujo hasta una choza en el extremo más alejado del poblado.
—Ahora no vive nadie aquí —le dijo—. El hombre y la mujer que la ocupaban murieron a manos de un tarag no hace mucho tiempo.
O-aa miró a la escala y subió hasta la entrada.
—¿Cómo puede subir aquí mi jalok? —preguntó.
Hala le miró sorprendida.
—Los jaloks no suben a las chozas —le explicó—. Duermen al pie de las escalas para advertir a sus amos de cualquier peligro y protegerles. ¿No lo sabías?
—En mi país no domamos a los jaloks —contestó O-aa.
—Tienes suerte de tener a uno contigo ahora que te has hecho enemiga de Zurk. Es un hombre malvado; no es como su padre, Jalu.
Así que me he hecho enemiga del hijo del jefe, pensó O-aa, encogiendo sus pequeños y perfectos hombros.
Ah-gilak había navegado en dirección sudoeste durante algún tiempo gracias a los vientos favorables. Luego, el viento cesó y Ah-gilak no dejó entonces de maldecir. Maldijo a muchas cosas, pero principalmente, de acuerdo con sus supersticiones, maldijo a O-aa, que había traído todas aquellas desgracias sobre él.
Cuando el viento volvió a hacer su aparición, sopló en dirección opuesta a lo que lo había estado haciendo hasta entonces, antes de que la mar entrase en calma. Ah-gilak se movió de un lado a otro, presa de la ira, pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Únicamente podía navegar en una dirección, y esa era a favor de viento. En consecuencia, la nave empezó a retroceder hacia el noreste. Ah-gilak amarró el timón y se fue abajo a comer y a dormir.