14
Empujado por Cárcamo, Tlacotzin bajó de la carreta con la palidez de un reo conducido al cadalso. Era una cruel jugarreta de la fortuna que el prior lo hubiese descubierto ahora, justo ahora, cuando ya tenía todo listo para escapar con Crisanta. El inmundo calabozo con murciélagos donde se emparedaba a los miembros remisos de la orden siempre le había inspirado pavor, pero lo más terrible del castigo sería faltar a la cita con Crisanta. Creerá que me acobardé, pensó, que no tuve agallas para irme con ella, por tenerle demasiado apego al convento, y procuró zafarse de Cárcamo con un brusco tirón.
—¡Perro maldito! —El prior le retorció el brazo con más fuerza, hasta casi quebrárselo—. ¡He de sacarte el demonio que llevas dentro!
En respuesta, Tlacotzin le dio un puntapié en la espinilla. El prior emitió un aullido, pero a pesar del dolor mantuvo sujeta a su presa. Forcejeaban a un costado de la iglesia, junto a los arriates con geranios, cuando Sandoval, atraído por los gritos, acudió al sitio de la pelea.
—¿Qué sucede, padre? —Se plantó delante del prior—. ¿Por qué riñe con el muchacho?
—¡Eso es asunto mío! —dijo encabritado el prior—. No se meta en lo que no le importa.
—Tlacotzin me importa mucho, porque es actor de mi compañía.
—¡Qué Tlacotzin ni qué niño muerto! Este reptil se llama Diego y nunca más volverá a pisar un tablado.
—Que yo sepa, en la Nueva España los indios no son esclavos —dijo Sandoval, ofendido por el tono altanero del prior—, y vuesamerced se lo quiere llevar a la fuerza, ¿no es verdad, muchacho?
Tlacotzin asintió con la cabeza.
—¡Solo eso me faltaba —Cárcamo derramó bilis negra—, que un poetastro quiera darme cátedra de leyes! Ocúpese en pergeñar sus necias mojigangas y déjeme enderezar a mis criados.
—Mi necia mojiganga le dio a ganar buen dinero esta tarde —sonrió Sandoval en actitud retadora—, y como soy un hombre de palabra, estoy dispuesto a darle su parte, siempre y cuando suelte a Tlacotzin.
—¿Y si no lo suelto, qué?
—Despídase de su tajada.
—Eso se llama extorsión, una vil y sucia extorsión —se quejó Cárcamo—. Llamaré a los alguaciles para acusarlo de robo.
—Llámelos —Sandoval se cruzó de brazos—, quizá me lleven a la cárcel, pero usted no verá un tlaco de sus ganancias.
Cárcamo depuso el rictus de cólera y se quedó pensativo. El provincial de la orden, fray Alonso de Montúfar, le había insinuado que por diez mil pesos podía obtener el subpriorato del convento dominico en la capital (una posición envidiable para codearse con los grandes del reino), siempre y cuando se adelantara en el pago de la plaza a los demás candidatos. Estaba reuniendo la suma con gran esfuerzo y no le convenía perder su tercio de las entradas por conservar a un amanteca ingrato, fementido y ruin que en cualquier momento le podía clavar un puñal en la espalda.
—Está bien, le entregaré a su angelito prieto. —Cárcamo soltó a Tlacotzin—. Menuda joya se lleva. Pero eso sí, quiero mi parte enseguida.
Ajustadas las cuentas con su resentido socio, Sandoval Zapata volvió con Tlacotzin a la hacienda de Panoaya y refirió lo ocurrido a los actores de la compañía, imitando en forma grotesca las muecas del prior. Crisanta abrazó al poeta entre sollozos de júbilo.
—Gracias, don Luis. No podía esperar menos de su nobleza.
—Tranquila, muchacha, no tienes nada que agradecerme. Ya le traía ganas a ese dómine cascarrabias.
—Pues bien, amigos —intervino don Pedro Ramírez—, ya que están todos juntos, vamos a comenzar la fiesta.
A una palmada suya, los músicos del pueblo, que habían tocado por la tarde en la función, interpretaron una zarabanda y dos criados con tinajas escanciaron vino a todos los invitados. Exaltadas aún por el tónico de los aplausos, las damas jóvenes que interpretaban a la Templanza, la Penitencia y la Castidad se arremangaron las faldas para bailar, y sus chamorros imantaron la mirada de los varones, incluyendo a una pareja de frailes dominicos que se había colado al festejo sin permiso de Cárcamo. Sandoval Zapata tomó a Isabela por la cintura y la llevó a zapatear en el centro de un corrillo formado por jóvenes que batían palmas. Crisanta se moría por bailar, pero Tlacotzin, cohibido en medio de los criollos, no quiso acompañarla por temor al ridículo. En unas cuantas horas su vida había dado un salto mortal y aún no lograba convencerse de que todo era cierto. Se había sacudido la tutela de Cárcamo, tenía una plaza de actor y por si fuera poco, había conquistado a Crisanta, pero no encajaba en el mundo de los blancos y sentía que su lugar estaba en la cocina, entre los criados que iban y venían con bandejas de bocadillos. Cierto: en la compañía de teatro no imperaba el rígido orden de castas al que había estado sometido desde la infancia. Aquí la licencia de las costumbres abolía en gran medida los prejuicios raciales, pero no podía aceptar sin culpabilidad que la servidumbre le diera trato de señor. Cuando Crisanta, cansada de sus negativas, se paró a bailar sola, Tlacotzin se escurrió hacia la cocina y tomó una bandeja de tlacoyos, para ofrecerla a los invitados. Solo entonces, abroquelado contra las miradas amenazantes, recuperó el anonimato y la presencia de ánimo. Al verlo bandeja en mano, inclinada la cabeza en actitud servil, Crisanta hizo un berrinche y abandonó el corrillo de los danzantes.
—¿Qué te pasa, Tlacotzin? —lo regañó—. Ya no eres criado de nadie: haz favor de dejar esos antojitos.
Estaban al lado de una larga mesa rectangular, donde las hijas de Ramírez departían con los actores y otras familias principales de la comarca. Tlacotzin dirigió a Crisanta una mirada implorante sin atreverse a soltar la bandeja. Todas esas personas lo habían visto siempre en faenas de pilguanejo y temía que lo repudiaran por igualado si no respetaba las jerarquías. Ante sus titubeos, Crisanta le arrebató la bandeja con los tlacoyos y lo arrastró hacia la pista de baile, donde los danzantes les formaron rueda con gran algazara. Tlacotzin bailaba dando saltitos, como en los tocotines, y Crisanta le marcaba el ritmo con su taconeo.
—¿Lo ves, tonto? Deja ya de portarte como sirviente. ¿No ves que aquí todos somos iguales?
A la medianoche, cuando la mayoría de los invitados se retiró, el patio quedó sumido en una tibia penumbra y el festejo adquirió un carácter más íntimo. El primer galán Amado Tello, de tupida barba y brazos hercúleos, pidió a los músicos un bajo para entonar una canción de amor. Las parejas de jóvenes diseminadas por el patio se acercaron a oírlo, y hubo un suspiro general cuando el galán cantó con voz quejumbrosa*:
Me quejo de amor,
pues dio a mi fatiga,
ay ay ay de mí
un ansia en que muero
sin perder la vida,
ay ay ay de mí…
En brazos de Tlacotzin, junto a un fragante macetón de amapolas, Crisanta miró el cielo estrellado con una sensación de plenitud, alzada en un carro alado hasta la vía láctea. Solo por vivir un instante así quedaba recompensada por todas las desdichas que había padecido en la infancia. Cobijada por la piel de su amante, en comunión con Dios y la naturaleza, los acordes del bajo y la voz acariciante del trovador armonizaban los latidos de su corazón con el movimiento de las esferas. No necesitaba palpar el muslo de Tlacotzin para saber que tenía en pie de lucha la vara de los prodigios, pues la erección era consustancial a su naturaleza. ¿Cómo podía faltarle confianza en sí mismo a un hombre con tanta seguridad corporal? Debía hacer algo, y pronto, para quitarle la maldita costumbre de rebajarse ante los demás. Mientras ella discurría un arbitrio para curarlo de la sumisión, Tlacotzin solo podía pensar en la urgencia de sofocar su incendio.
—Crisanta, vámonos de aquí —le dijo al oído—. Necesito tenerte.
Como los juerguistas estaban embebidos en las canciones de Amado Tello, pudieron esfumarse por un oscuro corredor sin llamar la atención, pero al llegar al sendero flanqueado por macizos de flores que conducía a las alcobas de los huéspedes, Crisanta se detuvo a reflexionar. Era imposible meter a Tlacotzin en el cuarto que compartía con Nicolasa, pues la vieja ya estaba muy ebria y no tardaría en irse a dormir. Explicó el contratiempo a su impaciente amigo, que sugirió buscar un sitio apartado en el campo, pero Crisanta no quiso salir de la hacienda por miedo a los lobos.
—¡Ya sé! Mejor vamos al granero —propuso Tlacotzin.
Atravesaron con mucho sigilo la era donde los burros machacaban el grano, y al aproximarse a la puerta del granero tuvieron un sobresalto: del otro lado se oían jadeos. Asomada por un hueco de las tablas, Crisanta vio a la Templanza en plena jodienda con un fraile dominico a quien clavaba los talones en las caderas. Maldición, les habían ganado el lugar. Volvieron al corredor, y en franco desacato a las reglas de urbanidad, abrieron las puertas de varias habitaciones para ver si hallaban una vacía. Todas estaban ocupadas por gente que dormía a pierna suelta. Al final del corredor había otra puerta de doble hoja. La abrieron con la esperanza de hallar una bodega de cachivaches y encontraron una espléndida biblioteca, oscura y acogedora, con un mullido sillón de cuero donde podían retozar a sus anchas. Tlacotzin derribó a Crisanta en el sillón y se desnudaron de prisa, excitados por su propia osadía. Casi habían logrado acoplarse cuando oyeron una tierna voz recitar en sordina:
—Quae gentius truncaeque deo Neptunius heros causa rogat frontis cum syc Calydoníus amnis…
Al otro extremo de la biblioteca había un pequeño despacho cerrado del que salía luz por debajo de la puerta. Buscaron sus prendas en la oscuridad para vestirse a las carreras. De pronto la voz cantarina interrumpió el recitado y preguntó:
—¿Quién anda ahí?
—Perdón, creíamos que no había nadie —dijo tontamente Crisanta.
La puerta del despacho se abrió y Tlacotzin reconoció a la niña bonita que lo había recibido cuando llevaba a Crisanta en brazos. Estaban perdidos: era la nieta de don Pedro. Vestía camisón de dormir y cargaba un grueso infolio empastado en cuero, casi de su tamaño. En la otra mano tenía una lámpara de aceite que bañaba su bello rostro con un fulgor mortecino. A juzgar por sus ojeras, no era la primera vez que se desvelaba leyendo.
—Queríamos ir a dormir y nos equivocamos de cuarto —se disculpó Crisanta.
Con una mirada de inteligencia, la niña les dio a entender que lo había comprendido todo y no necesitaban pedir excusas.
—Vengan, quiero enseñarles algo.
La siguieron al despacho a medio vestir, todavía con las mejillas rubicundas de excitación. Encaramada en la silla del escritorio, demasiado alta para su tamaño, la nieta del hacendado quedó con los pies en el aire. En la mesita rinconera había otro libraco abierto, una aguja de marear y un astrolabio. El pliego de papel extendido y la pluma de ganso empapada en tinta indicaban que había estado tomando notas. Decoraban las paredes mapas en pergamino de la Nueva España, dibujos de figuras geométricas y un grabado con las pirámides de Egipto. Tlacotzin y Crisanta se sintieron cohibidos, como si hubiesen profanado un templo del saber.
—No le digan a mi abuelo que me encontraron aquí —les pidió la niña—. Se enoja mucho cuando me vengo a leer por las noches.
—¿Sabes latín? —preguntó Crisanta, atónita.
—Lo quiero aprender. Si para mañana no he traducido bien ese pasaje de Ovidio, tendré que cortarme el pelo.
—No seas tan severa, tienes un cabello precioso —dijo Crisanta, acariciándole las trenzas negras.
—Odio las tijeras —admitió la pequeña—, pero una cabeza desnuda de noticias no merece estar vestida de pelo*.
Tlacotzin y Crisanta se miraron con perplejidad.
—Eres muy sabia para tu edad —dijo Tlacotzin.
—Nicnequi, ihcuac nihueyiyaz, niaz huey tlamachtilcalco —respondió la niña en náhuatl por deferencia a Tlacotzin, y Crisanta se quedó perpleja por su don de lenguas.
—Dice que cuando sea grande quiere ir a la universidad —tradujo Tlacotzin.
—Lamento decepcionarte —dijo Crisanta—, pero en la universidad no admiten mujeres.
—Pues yo he de estudiar hasta tener la borla de doctor, aunque tenga que disfrazarme de hombre.
—Si te sigues trasquilando, no habrás menester de disfraz —bromeó Crisanta—. Pero dime, linda, ¿qué nos querías enseñar?
—Una loa para el Santísimo Sacramento —la niña sacó de un cajón un pliego anudado con un listón—. La escribí en español y mexicano, para representarla con los peones de la hacienda. Por favor, háganme la merced de entregarla al jefe de la compañía.
—Cuenta con ello —Crisanta tomó el manuscrito—, mañana mismo se la daremos. ¿Pero no crees que ya es hora de irte a dormir?
—Quieres estar a solas con tu amigo, ¿verdad? —La niña sonrió con malicia—. Está bien, les dejo el campo libre, pero no se olviden de mostrarle mi pieza a don Luis. Quiero verla montada por buenos actores.
A la mañana siguiente, con los nervios destemplados por la resaca, los miembros de la compañía partieron rumbo a Cholula, la penúltima escala del recorrido. Como Tlacotzin no alcanzó lugar en los carruajes tuvo que montar una mula alquilada llena de mataduras. Procuraba emparejarse lo más posible a la carroza donde viajaba Crisanta, como un caballero andante siguiendo a su dama, pues veía un posible rival en todos los cómicos de buena estampa y no quería que ninguno se le acercara. Los bullangueros galanes que habían pretendido a Crisanta no tardaron en notar su celosa custodia, y en la posada de Cholula, cuando Tlacotzin fue a dar cebada a la mula, Fernando Ibarra y Amadeo Tello se mofaron de la muchacha:
—De haber conocido tus gustos —dijo Ibarra—, me habría untado la cara de betún y te hubiera cortejado con un penacho de plumas.
—El mundo se ha vuelto loco —lamentó Amadeo—. ¿Desde cuándo los palafreneros conquistan a las princesas?
—Pobrecitos —intervino Isabela—, respiran por la herida del despecho.
—Hiciste bien al despreciar a estos bribones —terció Nicolasa—. Yo en tu lugar, también preferiría a un indio viril que a dos criollos maricas.
Isabela y las demás cómicas sentadas a la mesa soltaron una risilla que dejó cortados a los galanes. En un rincón del comedor, sentado en un taburete, Sandoval Zapata leía con avidez la loa de la pequeña Juana Ramírez de Asbaje, que había firmado su manuscrito con una caligrafía tan clara y elegante como sus conceptos.
—¡Válgame el cielo! —exclamó—. Esta niña es un prodigio, tal parece que nació hablando en verso.
—¿Qué niña es esa? —preguntó Amadeo.
—La nieta de don Pedro —repuso Crisanta—. Tiene ocho años y ya sabe latín.
—Qué horror, no tendrá marido ni tendrá buen fin —sentenció Nicolasa.
—En mi vida vi nada igual —dijo Sandoval, perplejo—. Esta criatura ha sido tocada por el fuego sagrado del genio. Si de niña escribe así, de grande será un portento.
—¿Cree que podamos representar su loa? —dijo Crisanta.
—Algún día lo haré, si Dios me presta vida —dijo Sandoval—, pero de momento voy a escribirle una carta de poeta a poeta, para felicitarla por su genio precoz.
Pese a los barruntos de lluvia, un numeroso concurso de gente asistió a la función, y animados por el calor de la multitud, los actores alcanzaron por fin el óptimo desempeño que Sandoval se había cansado de exigirles en los ensayos. Por primera vez en la gira, nadie necesitó la ayuda del traspunte y la acción fluyó sin escollos, como la suave corriente de un arroyuelo. Soliviantadas por la maldad de Crisanta, las mujeres devotas del pueblo le arrojaron huesos de tejocote a la hora de los aplausos.
—¡Diabla maldita —gritaron enardecidas—, regrésate a los apretados infiernos!
Aunque Tlacotzin la sacó ilesa del escenario, Crisanta quedó muy dolida por la reacción del público, y Sandoval Zapata tuvo que acudir a consolarla:
—No llores, hija, te odian porque eres una gran actriz. ¡Has convencido al público de tu perfidia y eso vale más que el mayor aplauso!
Sin duda se trataba de un triunfo artístico, pero Crisanta hubiera preferido recibir ovaciones sin desatar furores vengativos. En los ojos rencorosos de las matronas vociferantes había percibido la misma obnubilación de los incautos que lloraban con sus pantomimas de beata, y presentía que el don de fingir emociones podía exponerla a grandes peligros. En cuanto pudiera, cambiaría los papeles de mala por los de doncella virtuosa, para que la gente la quisiera y le arrojara flores como a Isabela.
Llegaron a Puebla el día de la octava de Corpus, cuando toda la ciudad estaba agitada con los preparativos del festejo. El rumor de sus sonados triunfos en Amecameca y Cholula había puesto sobre aviso a la sociedad poblana, que se preciaba de su afición al teatro y hervía de expectación cuando llegaban compañías de México. Los alojaron en una cómoda posada a un costado de Catedral, por cuenta del cabildo metropolitano. Esa misma tarde, en el tianguis cercano al Arzobispado, Crisanta le compró a Tlacotzin calzones de escudero, medias calzas de piel de venado, un tabardo gris y un sombrero de anchas alas, para evitar que fuera objeto de burlas en una ciudad donde la gente se fijaba tanto en la ropa. Tenía otro motivo más poderoso para vestirlo a la española: con el maxtli en la cintura, en cualquier momento podía tener un accidente como el acaecido en la iglesia de Amecameca, y temía que las demás actrices le echaran el ojo a su colosal estoque, pues ya sabía cómo se las gastaban. Con ropas de ladino, Tlacotzin pudo disimular mejor las erecciones, pero desde su primera salida a la calle advirtió que los indios lo veían con hostilidad, como si le reprocharan haber adoptado la vestimenta de los amos para escapar de su raza. No había cambiado de costumbres y creencias por llevar calzas de español: al contrario, su fe en los dioses antiguos era más firme que nunca, pues creía que gracias a ellos había conquistado la libertad. Pero le gustara o no, se daba cuenta de que su dominio del castellano, la convivencia con los cómicos y el amor de Crisanta lo estaban convirtiendo en un tránsfuga desarraigado.
Después de padecer incomodidades sin cuento en los rústicos tablados pueblerinos, los actores sintieron que llegaban al paraíso al entrar en el corral de comedias del hospital de San Roque, frente a la iglesia del mismo nombre. Crisanta era la más feliz de la compañía por ver cumplido su máximo anhelo: pisar un teatro de verdad, con patio de butacas, camerinos, luz artificial y escotillones para la entrada y salida de los actores. Subió al balcón superior del escenario, jaló las poleas de las tramoyas, asomó la cara por los bofetones como una niña traviesa. Constreñido a montar el auto con una rústica escenografía en los poblados pequeños, Sandoval Zapata pudo al fin colocar los telones y las apariencias que había traído desde México, y con ellos, la pieza ganó en relumbrón y empaque. La víspera del jueves de Corpus pidió a los actores que ensayaran todo el auto de corrido. La galanura del escenario les sirvió como acicate y en la primera jornada rozaron la excelsitud. Emocionado por la rutilante escenografía, por la diáfana sonoridad que sus versos cobraban en boca de los cómicos, Sandoval Zapata confiaba en arrebatar el corazón del senado poblano. Suspensa el alma por el goce estético, no pudo advertir que había entrado al teatro un comisario vestido de negro, seguido por una cuadrilla de alguaciles.
—¡Detened la representación! —gritó el comisario—. ¡Declaro prohibida esta pieza en nombre del Santo Oficio! Los actores que estaban en escena se quedaron helados, y Sandoval se enfrentó con el comisario que avanzaba hacia al escenario.
—Un momento, debe haber algún error. Antes de salir a la gira, mi obra fue autorizada por los expurgadores.
—El tribunal ha revocado su aprobación —dijo el comisario, impertérrito—. Aquí tengo el edicto donde se explica el motivo.
Sandoval leyó con manos temblorosas el pliego que le tendió el comisario:
En virtud de la denuncia presentada a este Santo Tribunal por el prior del convento de Amecameca, fray Juan de Cárcamo y Mendieta, hemos tenido noticia de que el auto sacramental El gentilhombre de Dios ofende a la religión y fomenta la idolatría al incurrir en heréticas pravedades de la fe cristiana, que inducen a error a los naturales y emporcan sus almas, como presentar a los ángeles del abismo con traje de nahuales, despropósito blasfemo que menoscaba la tarea evangelizadora de la Iglesia. Por tal motivo prohibimos la representación de dicho auto en las fiestas de Corpus de Puebla, so pena de cárcel y excomunión para el jefe de la compañía…
—¡No he cometido ninguna herejía! —protestó Sandoval—. Solo quise mostrar las formas que el demonio adopta en esta tierra.
—Si se opone a la acción de la justicia tendré que llevarlo preso —dijo el comisario, y ordenó a los alguaciles—: ¡Desmonten los decorados!
—Espere —Sandoval intentó detenerlos—, he gastado una fortuna en esas tramoyas, y el cabildo poblano todavía no me paga.
—Ni le pagará, pues el edicto del Santo Oficio lo exime de cualquier compromiso, ¡adelante, señores!
Los alguaciles subieron al escenario y en un santiamén desgarraron los telones con dagas, mientras Sandoval Zapata lloraba su derrota en el suelo. La prohibición del auto lo dejaba en la calle, pero más que el quebranto pecuniario le dolía el derrumbe de sus ilusiones. Cárcamo se había cobrado muy cara la ofensa de haberle arrebatado a su pilguanejo. ¿O acaso habían lastimado su vanidad las ovaciones del público en Amecameca? Sí, claro, en el alma de los letrados mediocres, los laureles ajenos dolían como rejones de fuego. ¡Y pensar que el hideputa se había llenado los bolsillos con la recaudación de la misma obra que denunciaba por blasfema y herética! Con las vísceras humeantes de rabia, proclamó a gritos su intención de volver enseguida a Amecameca para torcerle el pescuezo a Cárcamo y obligarlo a escupir los verdes coágulos de la envidia. Pero Isabela, sensata y resignada, le hizo ver que si no acataba de buen grado el edicto del Santo Oficio, podía acabar sus días pudriéndose en una mazmorra. No tuvo más remedio que apechugar, y esa noche, con las tripas hechas nudo, reunió a los actores en la posada para anunciarles la disolución de la compañía. Lo que más le pesaba, dijo, era no poderles pagar siquiera el viaje de regreso a México, por no contar con los fondos que esperaba recibir del cabildo. Las intrigas de un cobarde enemigo habían dado al traste con el esfuerzo de todos, y ahora debían regresar a casa con sus propios medios. Él no podía volver a la capital, pues allá lo esperaban sus acreedores y tendría que esconderse una larga temporada en el ingenio azucarero de su familia, que también estaba en la ruina. Quedaba pues, reducido a la miseria, pero confiaba en que una mudanza de la fortuna le permitiera volver a los escenarios y entonces congregaría de nuevo a su entrañable familia de cómicos.
Nadie osó reclamar indemnizaciones a un hombre que era la viva imagen del desconsuelo, y en un gesto fraternal, los comediantes lo abrazaron con sentidas muestras de afecto. La más afligida de todos era Isabela, pues el regreso del poeta al ingenio familiar significaba la ruptura de sus amores. Crisanta sintió como propia la desgracia de la actriz y las dos lloraron de consuno cuando Isabela montó al carruaje de cuatro plazas fletado por los cómicos de mayor peculio. Tlacotzin no era muy dado a mostrar sus emociones, y sin embargo, al despedirse de Sandoval, también rompió en llanto:
—Gracias, maestro —dijo entre sollozos—, algún día le pagaré lo que hizo por mí.
La traición de Cárcamo no lo había sorprendido, por conocer demasiado bien la mala entraña del prior, y temía que valiéndose de sus amigos con poder, enviara ministriles a Puebla para traerlo de vuelta al convento. Por eso, cuando Crisanta le propuso marcharse con ella a la capital, para buscar trabajo en otra compañía, vio en la fuga una tabla de salvación y aceptó la idea sin chistar, aunque le intimidaba vivir en la gran ciudad. Para sufragar los gastos del viaje, vendió en el tianguis sus prendas españolas por cuarenta reales y volvió a ponerse las ropas de indio. Supersticioso por naturaleza, atribuyó la fugacidad de su buena estrella a un castigo de los dioses, que tal vez habían querido bajarle los humos por atreverse a volar tan alto.
Nicolasa se había encariñado con Crisanta, a quien trataba como una nieta y se unió a la pareja en el viaje a México. Con el dinero que lograron reunir entre los tres, alquilaron una modesta carreta descubierta y emprendieron el viaje a primera hora de la mañana, tirados por una pareja de mulas famélicas. Por más rebencazos que les daba el cochero, en algunas cuestas empinadas no había poder humano que las moviera un palmo, y con tantas paradas el viaje se les hizo eterno. En las inmediaciones de San Martín Texmelucan se soltó un chaparrón, y por falta de techo para cubrirse, quedaron empapados. Pasada la tormenta, Crisanta oyó tiritar a Tlacotzin, le tocó la frente y se alarmó por su calentura. Necesitaba llegar pronto a una posada, para arroparlo bien y darle una friega de vinagre. En el único mesón del pueblito, atendido por un gachupín de vientre abultado, los dientes podridos de caries, Crisanta pidió un cuarto para los tres.
—Para vosotras hay una alcoba —respondió el posadero, de mal talante—, pero el criado duerme afuera en un petate.
—No es un criado, es mi marido.
—¿Tu marido? —El gachupín abrió los ojos como platos—. ¡Fuera de aquí! ¡Las furcias como tú no entran en mi casa!
Tuvieron que continuar el viaje en medio del bosque, hambrientos y ateridos de frío, a merced de los salteadores que tal vez acechaban en la espesura. Tlacotzin seguía tiritando con los labios azules, y aunque Crisanta procuraba calentarlo con su cuerpo, no podía calmar sus escalofríos. Pasada la medianoche llegaron al siguiente mesón, atendido por una viejita de labios mezquinos, el cuello atiborrado de medallas y escapularios. Con la autoridad de sus canas, Nicolasa presentó a Tlacotzin como criado para disipar cualquier suspicacia y Crisanta guardó silencio, trabada de indignación. La vieja les dio un cuarto con dos camastros y entregó un sarape al indio, para que durmiera en el corredor. Media hora después, cuando escuchó roncar a la mesonera, que dormía en el cuarto de junto, Crisanta fue a buscar al enfermo para llevarlo a su cama y pasó en vela toda la noche, rogando por su salud.
Entre una oración y otra tuvo tiempo de sobra para pensar en el porvenir. No bien habían querido volar por su cuenta, sin el escudo protector de la compañía, se habían estrellado con la hostilidad del mundo reglamentado y decente. Fuera de la farándula, una señorita criolla, o que aparentara serlo, no podía pasearse del brazo con un indio de tilma y huaraches, so pena de concitar un repudio universal. Si no quería ser perseguida por querer a Tlacotzin, estaba claro cuáles eran las reglas del juego: amarlo en secreto, con los postigos bien cerrados, y hacerlo pasar por sirviente en situaciones embarazosas. Sin hacerle mal a nadie, tendrían que vivir en los oscuros antros del pecado, como enfermos de lepra o mal gálico, y de tanto apretarles el cuello, la culpa impuesta desde afuera llegaría a formar parte de su carácter. Ahora comprendía mejor el astuto rencor del personaje que había interpretado en el auto. El abismo no era un destino elegido: hacia allá los empujaba la tiranía de los justos, como a los ángeles réprobos expulsados del paraíso.