21
Prenda amada:
Has descubierto mi ardiente secreto y no puedo seguir ocultando el ansia que me consume. Desde que te vi en la capilla del Rosario, tres años ha, tu gesto angelical quedó inscrito en mi pecho con caracteres de fuego. Quién lo dijera: cuando más seguro estaba de ser inmune a los encantos de la mujer, apareciste tú, dueña idolatrada, y me robaste el corazón al primer vistazo. Te amo hasta el delirio, y sin embargo, creo que has malinterpretado el Cántico espiritual y la intención que tuve al obsequiártelo. Aunque el deseo me tortura, jamás osaré hollar el santuario de tu cuerpo, ni siquiera con el pensamiento, pues un religioso herido por las saetas de Cupido solo puede aspirar a los sublimes deliquios de la amistad amorosa. El Cántico celebra las bodas místicas de un alma devota con Dios, no la unión camal de una pareja, y debe servirte como guía para sublimar tus deseos, como me ha servido a mí para temperar los míos. Léelo con atención y aprenderás a disfrutar el deleite indeclinable de no pecar.
Quisiera poder explicarte con tiento los conceptos y las alusiones bíblicas del poema, pero por desgracia, el escarnio del que fui objeto en el almuerzo del martes pasado me obliga a suspender el trato con tu familia. Pese a quien le pese, la Santa Iglesia condena el ruin negocio del pulque y no merezco ser vilipendiado por oponerme a él. Con gran dolor tendré que privarme de tu adorable persona, tan necesaria para mí como el pan y la sal. Pero no hay mal que por bien no venga y quizá esta separación será benéfica para entrambos, pues los grandes amores se fortifican con la distancia y ahora podremos estar más juntos que nunca, si sabemos templar nuestras ansias con el hielo de la heroica renunciación. Sosiégate, amada, y aparta de tu mente las sensuales fantasías pensando en las llagas del Redentor. Yo no sueño con poseerte porque ya te llevo dentro de mí.
Tu pastor cautivo
Leonor derramó una lágrima sobre la carta, ya desleída por anteriores efusiones de llanto, y la enrolló con extremo cuidado para volver a guardarla en su cajonera, un precioso mueble japonés de madera laqueada. En el transcurso de la semana había leído y releído la epístola hasta sabérsela de memoria, con sentimientos que oscilaban entre el entusiasmo y el desconsuelo. Fray Juan le correspondía, de eso estaba segura, pero su firme rechazo a la entrega de los cuerpos la condenaba a una seráfica frustración. De qué le servía ser la única heredera de una fabulosa fortuna, competir en joyas y guardarropa con la reina de España, tener a sus pies un ejército de lacayos, si le faltaban las caricias de su amado, un gusto concedido a cualquier galopina. Dijeran lo que dijeran los santos padres, la unión de los cuerpos era el mayor bien concedido a los pobres mortales y la retórica piadosa de Cárcamo jamás la convencería de renunciar a ese «deleite indeclinable». Sin embargo, la carta contenía suficientes declaraciones de amor terrenal para convencerla de que su causa no estaba perdida. Hasta entonces, Cárcamo había resistido la tentación, pero el hecho de que admitiera desearla ya era un signo de flaqueza. Solo necesitaba continuar el asedio para vencer sus escrúpulos, y por ello había convencido a su padre de donar el asiento del pulque a la orden dominica. Después de un regalo tan espléndido, ¿cómo podía negarse a volver? Logró persuadir al moribundo con la elocuencia de sus lágrimas, tras haberle advertido tres noches seguidas que estaba en peligro de condenarse si seguía lucrando con la embriaguez. Pero doña Pura, partidaria de la Compañía, montó en cólera al descubrir la trapisonda hecha a sus espaldas, mientras ella asistía a un novenario en la Casa Profesa, y le descargó una andanada de vituperios:
—¡Perra malnacida! ¿Cómo te atreves a llenarle la cabeza de humo a tu pobre padre, que ya no está en sus cabales para pensar a derechas? ¿Quién te manda disponer de sus bienes como si fueran tuyos? ¡Y todo por favorecer a ese cretino que viene a insultarme en mi propia casa!
Que gritara y pataleara hasta reventar: en términos de caridad cristiana, la donación era irreprochable, y como su padre estaba en el umbral del eterno viaje, su voluntad tendría que cumplirse por las buenas o por las malas. A las diez de la mañana se quitó el salto de cama para entrar al cuarto de baño, donde tenía preparada una tinaja con agua tibia. Pero antes de remojarse el pelo, se detuvo frente al espejo a contemplar su desnudez, cada día más insurrecta, como si el afán de seducir a Cárcamo le hubiera soliviantado las carnes. Mira el regalo que tengo para ti, pensó, endureciéndose los pezones con la yema de los dedos. Un golpe de nudillos en la puerta enfrió sus hervores y se cubrió a las volandas con el albornoz. Era Celia, que a juzgar por sus ojeras había pasado la noche en blanco.
—Fray Juan de Cárcamo ha venido a verte —anunció acongojada, como si diera un pésame.
—¿Fray Juan has dicho? —Leonor saltó de alegría.
—Sí, está ahí abajo, en el estrado.
—¡Bendito sea Dios! ¿Mi madre lo ha visto?
—No. Ella está en la alcoba con el marqués. No se ha movido de su lado desde ayer por la noche.
—Muy bien, ofrécele un chocolate mientras me arreglo.
Antes de salir, Celia se dio media vuelta, la mano en el pomo de la puerta.
—Leonor, prométeme que no harás una locura.
—¿Qué te sucede? —respingó Leonor, que ya se perfumaba con ámbar y almizcle—. ¿Ahora estás en mi contra?
—Ni Dios lo quiera, pero te veo muy ansiosa y temo que te desmandes con tu pastor. Si de algo te sirve mi consejo, los hombres desdeñan a las mujeres fáciles, y una vez conquistadas, las tratan como basurillas.
—Fray Juan no es un burlador de doncellas ni yo una fregona de cascos ligeros —se amostazó Leonor—. Haz lo que te ordeno y déjate de sermones.
Minutos después, con un guardainfante ceñido a la cintura, jubón de terciopelo muy escotado y zapatos verdugados con virillas de esmeralda, doña Leonor bajó al encuentro de Cárcamo, el cabello relumbrante sobre los hombros, sujeto con una peineta de oro y brillantes. El ardor juvenil de su mirada chisporroteaba juramentos de amor. Hechos los saludos de rigor, entregó al dominico un paquete envuelto en fino papel amate.
—Reciba este humilde obsequio, en desagravio por el mal rato que mi madre le hizo pasar.
Cárcamo sacó del envoltorio una capa pluvial con motivos florales, bordada en hilos de plata y seda.
—Yo misma la bordé con mis manos —mintió Leonor, que la había comprado en el Parián—. Pero como vuestra paternidad me tenía tan abandonada, no había podido entregársela en propia mano.
—Qué maravilla. —Cárcamo extendió la capa, perplejo—. Primero el donativo a nuestra orden y ahora esto. Nunca podré pagarte las gentilezas que has tenido conmigo, hija.
—Hay una manera de pagarlas —suspiró Leonor— y vuesamerced sabe muy bien cuál es.
—Sí, claro, rogando por la salud de tu padre —dijo Cárcamo, sin advertir la indirecta—. A eso he venido, hija mía. Quiero acompañarte con mis plegarias, como lo he estado haciendo todos estos días en los oficios canónicos. Vayamos al oratorio a rezar un trisagio.
—Más tarde, cuando hayamos tomado el chocolate. —Leonor lo invitó a sentarse en un canapé de brocado—. Antes quiero recitarle algunos versos del Cántico espiritual, para que me aclare su sentido. Dígame, padre, ¿a qué se refiere la pastora cuando dice: «allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa, y yo le di de hecho a mí sin dejar cosa, allí le prometí de ser su esposa»?
—Ese pasaje representa en alegórico modo la unión hipostática del alma con Dios.
—Pero la mujer parece gozar los transportes de la pasión —insistió Leonor.
—Así de intenso es el gozo del alma unida al Creador.
—¡Oh, quién pudiera alcanzar esa dicha! —Leonor se arrimó al fraile hasta casi empitonarlo con los pezones. Pero dígame, padre: ¿no cree que dos amantes de carne y hueso puedan quererse como los pastores del Cántico?
—Imposible. —Cárcamo se apartó un poco—. El éxtasis místico está vedado a la gente sin vocación religiosa.
—¿Y si yo le dijera que me siento capaz de amar así?
—No lo dudo, has perseverado tanto en el camino de la virtud que bien podrías renunciar al siglo y unirte con Dios.
—Lo haría si no estuviese comprometida con el caballero más apuesto de la Nueva España.
—No sabía que estuvieses comprometida. Enhorabuena. ¿Quién es el afortunado galán?
La entrada de Celia con una salvilla de plata donde humeaban dos tazas de chocolate dejó a Leonor con el «tú» en la boca. Delante de la servidumbre no podía hablar de intimidades, y ambos sorbieron el chocolate en medio de un silencio incómodo.
—¿Se les ofrece algo más a los señores?
—Nada, gracias, puedes retirarte.
Celia se fue a esconder detrás del biombo que separaba el estrado de la asistencia, para seguir oyendo la charla a hurtadillas. Cárcamo notaba un extraño temblor en los labios de Leonor, que atribuyó sin duda a la zozobra por la enfermedad de su padre.
—¿No crees que ya es hora de pasar al oratorio? —sugirió—. Te veo muy perturbada, hija, y en estos trances la oración es el mejor tónico para el alma.
—En las últimas semanas he pasado largas noches en vela rezando por la salud de mi padre y creo que merezco un descanso, ¿no le parece?
—Es verdad, te veo muy fatigada y temo haber venido en mal momento. Si necesitas reposo, puedo regresar más tarde…
Cárcamo se iba a levantar del canapé y Leonor lo sujetó del brazo.
—Espere, su compañía es mi mayor tesoro. Esta semana sin usted fue un calvario.
—Despreocúpate, hija, que de ahora en adelante siempre estaré a tu lado cuando me necesites.
—Yo lo necesito siempre —suspiró Leonor, sin soltarle el brazo—, y no quiero que haya ningún obstáculo entre los dos.
—El único que había ya no existe y ahora estoy a tu entera disposición.
—¿De verdad? ¿Hará cuanto yo le pida, padre?
—Cuenta conmigo para aliviar tus cuitas —insistió Cárcamo, desconcertado por la agitación de la muchacha.
—¿Podría hacerme una grandísima merced?
—Dime hija, ¿de qué se trata?
—Quiero ser su…
Celia entró en escena con una bandeja de galletas, y Leonor la fulminó con una mirada asesina.
—Les traje unas masitas para acompañar el chocolate.
—Muchas gracias, la repostería de esta casa es una delicia —dijo Cárcamo y se metió a la boca una galleta de piñón.
Celia volvió a su puesto detrás del biombo, pero esta vez Leonor escuchó su respiración y se levantó furiosa.
—¡Retírate de ahí, fisgona! —la reprendió en voz baja—. Mi madre te mandó a vigilarnos, ¿verdad?
Celia negó con la cabeza.
—¡Pues entonces lárgate a la cocina y no se te ocurra volver!
Tras haber deglutido cuatro galletas, Cárcamo retornó el hilo de la charla.
—Decías, hija…
—Le rogaba que me tome como…
—¿Como hija de confesión? —la interrumpió el fraile—. Tenía entendido que estabas a gusto con el padre Pedraza, pero si quieres reemplazarlo, me sentiré muy honrado en ocupar su puesto.
—No solo eso, padre, quiero desnudarme completamente ante usted.
—Lo harás en el confesionario y yo me encargaré de enseñarte los deberes de la perfecta casada.
—¿Quién le dijo que voy a casarme?
—¿No dices que estás comprometida?
—Por supuesto, estoy comprometida en cuerpo y alma con el hombre que me declaró su amor por escrito.
—Pues entonces habrá matrimonio.
—Lo dudo, porque ese hombre no se atreve a sostener de viva voz lo que me ha dicho en su esquela.
—Muy pusilánime debe ser para andarse con tantos rodeos. Me temo, hija, que ese hombre no te conviene.
—No me conviene ni yo le convengo, pero nos amamos, y por eso me atormentan sus desvíos. Si no se atreve a quererme de frente, ¿por qué me ha dado esperanzas vanas?
—Quizá tenga un impedimento para casarse.
—No hay impedimento que valga cuando el amor inflama la sangre.
—Sosiégate, hija. Los arrebatos pasionales debilitan la voluntad, y un alma desguarnecida es presa fácil de la tentación.
—Vuestra paternidad puede serenar mi alma si me concede un favor.
—¿Cuál, hija?
Cuando Leonor iba a pedirle que la hiciera suya, Celia salió del biombo una vez más, y se interpuso entre los dos con un platón de canelones.
—¡Largo de aquí, zorra! —Leonor le derribó el platón de un manotazo y los dulces rodaron por el suelo—. ¡Te ordené que nos dejaras en paz!
Cárcamo trataba igual o peor a su criado, pero se acomidió a recoger algunos caramelos, porque en público le convenía mostrarse piadoso con la gente humilde.
—Repórtate, hija —reprendió con suavidad a Leonor—. Recuerda que Jesucristo nos manda tratar con benevolencia a los débiles.
—Estaba oyendo la conversación, padre, es una criada entrometida.
—No seas tan dura con ella, que todos somos iguales a los ojos de Dios.
—Perdóneme, padre, perdí los estribos —se disculpó Leonor—. Lo que me tiene con los nervios de punta es el resfrío de mi amado.
—¿Pero estás segura de que ese hombre te quiere?
Crisanta se sacó del escote la carta doblada.
—Juzgue usted mismo si esto no es una declaración de amor…
Cárcamo estiró el brazo para coger la epístola y en ese instante se oyeron gritos en el ala opuesta del palacio.
—¡Corre, Leonor, te necesito! ¡Ven a ver a tu padre!
Era la voz de doña Pura, y a juzgar por su tono de alarma, Cárcamo dedujo que el marqués estaba expirando o lo había hecho ya. Dejó la carta sobre el canapé sin haberla mirado y subió las escaleras detrás de Leonor hacia la alcoba del moribundo, entusiasmado por la oportunidad de administrarle el viático a un personaje tan importante, distinción que sin duda le valdría el aplauso de Montúfar y el odio perpetuo del jesuita Pedraza. En la puerta de la alcoba estaba doña Pura, los ojos hinchados por el llanto y el cabello revuelto.
—¡Hija mía, ha ocurrido un milagro! —Se echó en brazos de Leonor sin reparar en la presencia de Cárcamo—. ¡Tu padre expulsó la piedra hipocondríaca!
Las dos mujeres entraron al cuarto, y aunque no fue invitado a pasar, Cárcamo se tomó la libertad de seguirlas. Adentro, junto a la cama del enfermo, que respiraba con normalidad y se reponía del esfuerzo con una siesta, la enfermera sostenía un orinal.
—Mira —doña Pura mostró el bacín a su hija—. ¿Ves la piedrita negra del fondo? Es el cálculo que estaba matando a tu padre.
—¿Y ahora, sanará? —preguntó Leonor.
—Solo Dios lo sabe, pero por lo pronto ha mejorado mucho. Mira qué colores tiene.
Mientras Leonor examinaba el rostro de su padre, distenso y calmo, doña Pura descubrió la presencia de Cárcamo y lo saludó con un despectivo alzamiento de cejas, que el dominico respondió con una reverencia servil. No le agradaba en absoluto el rumbo que iban tomando las cosas. La probable curación del marqués significaba un grave tropiezo para los intereses de su orden, que necesitaba cuanto antes el donativo. Para colmo, la abierta hostilidad de doña Pura presagiaba una tenaz oposición a la enmienda del testamento. Ojalá sea la mejoría de la muerte, pensó, pero al despedirse de su enemiga adoptó una sonrisa de circunstancias y le susurró al oído:
—Siempre le dije a Leonor que Dios escucharía nuestros ruegos.
Cruzó de prisa los amplios salones de la mansión, molesto por el adverso vuelco de la fortuna. Segunda vez que salía de su casa con el rabo entre las piernas. En el estrado recogió su flamante capa pluvial y con tantos humos en la cabeza olvidó sobre el canapé la carta que Leonor le había pedido leer.
Momentos después acudió al llamado de doña Pura el físico de la familia, don Álvaro de Tapia, y examinó someramente al enfermo, que seguía dormido como un querubín.
—No tiene calentura y parece que ha evacuado los malos humores —dijo sorprendido—. Denle gracias a Dios, pues he visto morir a muchos enfermos aquejados de su mal. Ahora deben alimentarlo con caldos y leche de burra y en una semana estará de pie.
Poco después del mediodía el marqués despertó sin dolores, todavía pálido, pero con destellos rosáceos en las mejillas. La ictericia había desaparecido de sus ojos, y miró a las mujeres que lo rodeaban con la perpleja incredulidad de un resucitado.
—Estás sano, arrojaste la piedra —lo abrazó doña Pura entre gimoteos.
Entre las brumas del sopor, don Manuel recordó los piadosos senos de la beata que había recitado conjuros al pie de su cama.
—Crisanta me salvó, ella hizo el milagro —dijo con voz cavernosa—. Tráiganme a esa bendita muchacha.