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Aunque las amenazas de Cárcamo le infundieron pánico, Crisanta mantuvo la cabeza fría, sin dejarse amilanar por las llamaradas del dragón. Tras haber puesto sobre aviso a Tlacotzin con ayuda de su vieja cómplice, refirió el encuentro en palacio al padre Pedraza entre llantos y gimoteos. Convencido de su inocencia, el jesuita atribuyó la embestida de Cárcamo al rencor que supuraba desde la revocación testamentaria en favor de la Compañía, y le prometió que si el dominico presentaba una denuncia formal en su contra, se valdría de los jesuitas mejor colocados en el Santo Oficio para invalidarla. Por ahora, le aconsejó, debía seguir adelante con su vida devota, sin hablar una palabra del asunto con los marqueses, para evitar la propagación del infundio, pues como bien decía el refrán: el golpe de la sartén, aunque no duele, tizna. Reconfortada por su apoyo, Crisanta se propuso golpear a Cárcamo donde más le dolía: en el terreno de la vanidad, pues si algo había dejado traslucir el nuevo comisario en su charla palaciega, era la envidia feroz que le profesaba por haber obtenido el favor del virrey. El triunfo ajeno le sacaba urticaria: por eso no había podido esperar una mejor ocasión para desafiarla. Pues bien: con tal de hacerlo rabiar, Crisanta decidió suspender el encierro luctuoso y dejarse querer por sus fieles.

Durante las primeras semanas de agosto volvió a ser una beata de extramuros, pródiga en golpes teatrales y mortificaciones públicas. Al amanecer, con dos gruesas cadenas de hierro en las muñecas, entraba de rodillas a la misa del alba en la capilla del Rosario, en abierto desafío a la autoridad de Cárcamo, que se mordía los labios en el púlpito cuando las viejas rezanderas le besaban la orla del sayal. A mediodía se dejaba ver en los jubileos más concurridos o bendecía las mantillas de algún bautizado, y por las tardes atendía enfermos de cólera en el hospital de San José de los Naturales, logrando curas milagrosas por la fuerza de la sugestión. De noche, ante un auditorio selecto, veía resucitar a Jesucristo, rompiendo en llanto al tocar su corazón espinado, o se dejaba clavar agujas en el pie sin dar señales de dolor, para dejar constancia de su elevación espiritual y desmentir a priori las acusaciones de falsedad que pudiera enderezarle Cárcamo. Durante uno de sus raptos vocales, Jesucristo le pidió que ascendiera al santuario de Chalma con una cruz a cuestas, para rogar por la salvación del pueblo mexicano, y Crisanta se apresuró a cumplir su mandato, rodeada por una cohorte de admiradores. Por el peso de la cruz, varias veces se fue de bruces al subir la empinada cuesta, como en las estaciones del Calvario. En la tercera caída, cuando se acercó a darle una esponja con agua, doña Pura le rogó que desistiera de su empeño, pero ella continuó hasta la cima, sudorosa y exangüe, con la mente puesta en los jueces calificadores del Santo Oficio, que después de esa penitencia tan ardua no podrían dudar de su fe. Días después, un rumor de origen incierto encontró oídos crédulos por doquier: cuando Crisanta se fue del santuario, los varones más fornidos de Chalina habían intentado emular la proeza y ninguno consiguió siquiera levantar la cruz.

A pesar de su empeño en hacerse admirar y de sus prolongados éxtasis místicos, en ningún momento Crisanta quiso señalar a los ladrones de niños dioses, aunque los marqueses le recordaban a cada momento el encargo del virrey. Para salir del paso hubiera podido incriminar a Mengano o Zutano, segura de ser escuchada como un oráculo, pero ni deseaba arruinar la vida de un inocente, ni juzgaba discreto arrojar piedras al techo del vecino, teniendo el suyo de vidrio. Cuando la presionaban para obrar ese milagro, respondía encogida de hombros que deseaba de mil amores servir al virrey, pero Dios no le había dado ningún don adivinatorio. Colmada de regalos y agasajos por toda la aristocracia, con el paso de los días Crisanta recobró la seguridad de otros tiempos. Como Cárcamo no volvió a importunarla, pensó que su acusación había sido una simple bravata. Después de todo era una favorita del virrey, y tenía de su lado a la Compañía de Jesús, valedores con suficiente poder para espantar a cualquier enemigo. ¿Qué valía contra ellos la palabra de Sandoval Zapata o de cualquier otro testigo dispuesto a declarar en su contra?

La mañana del trece de agosto, cuando ya se consideraba a salvo de cualquier peligro, abrió los postigos para tomar el fresco y encontró un cenzontle muerto en el alféizar de la ventana. Por haber prevaricado tanto con las manifestaciones de lo divino, había dejado de creer en los malos augurios, pero sentía una viva compasión por las aves y el hallazgo le descompuso los nervios. ¿Por qué se había venido a estrellar ahí, en vez de morir acurrucado en la rama de un árbol? Guardó el pájaro en un huacal y pidió a don Silverio, el jardinero, que lo enterrara en los arriates del patio, pues ella no tenía corazón para darle el último adiós. En el desayuno comentó el incidente con los marqueses, que atribuyeron el triste suceso a la helada de la víspera. La tristeza de Crisanta contrastaba con la alegría de doña Leonor, que bajó las escaleras cantando una tonadilla de moda y estuvo muy afectuosa con su padre, como si llevara largo rato sin verlo.

—¿A qué se debe semejante milagro? —preguntó don Manuel, sorprendido por el cambio de su hija, que solía desayunar con cara de palo.

—A nada en especial, hoy me levanté con ganas de besar a mi papito lindo —dijo Leonor, sonriente, y atacó el plato de chilaquiles con voraz apetito.

Sorprendida por su cambio de humor, Crisanta sospechó que había pasado la noche con un galán, pues sabía por chismes de Celia que Leonor se carteaba con un enamorado secreto. Hasta se había untado polvos de arroz para disimular los chupetones del cuello, como ella lo hacía después de holgar con Tlacotzin. Por lo visto, su galán le había dado mucha candela. Buena falta le hacía, a ver si ahora, con el cuerpo contento, mejoraba de carácter y dejaba de meterse en vidas ajenas.

—Tengo muy buenas noticias para ti, hijita —doña Pura se dirigió a Crisanta—. Ayer estuve charlando con la madre Felipa, la abadesa de las carmelitas descalzas, y me dijo que las puertas del convento están abiertas para cuando quieras tomar los hábitos.

—Todavía no me siento digna de unirme con Cristo —intentó escabullirse Crisanta—. Soy una mísera pecadora, llena de flaquezas y vanidades.

—Por Dios, Crisanta, te tratas con demasiado rigor —replicó la marquesa—. No hay en todo el reino una doncella mejor preparada que tú para profesar de monja.

—Pero no tengo dinero para la dote, ni quiero ser una carga para la familia.

—Por eso no te preocupes —intervino el marqués—. Hace un año doné una suma importante a las carmelitas descalzas para que renovaran la sillería del coro, y por ser mi protegida, la madre Felipa no te cobrará la dote.

—Se lo agradezco, don Manuel, pero antes de tomar los hábitos, necesito sanar las llagas purulentas de mi alma con el cauterio de la humildad. Cuando haya expiado mis culpas, yo misma les pediré que me lleven al claustro, y ahí, muerta para el mundo, viviré colmada de dicha en brazos de mi divino esposo.

Los argumentos de Crisanta no convencieron a sus protectores, pero un suceso inesperado desvió el rumbo de la charla. A la hora de tomar el chocolate, doña Pura llamó a Celia para pedirle que le hiciera una pinza en la saya de raso verde acuchillada con tela de oro que pensaba llevar al sarao ofrecido esa tarde en el palacio del Arzobispado, con motivo del Paseo del Pendón. Como la esclava no acudió al toque de la campanilla, doña Pura ordenó a otra criada, Salustia, que la fuera a buscar a su cuarto. La sirvienta volvió muy inquieta: Celia se había esfumado con toda su ropa. La más perpleja con la noticia fue Leonor, que por poco se atraganta con el chocolate.

—¿Cómo pudo hacernos esto? —lamentó doña Pura—. ¿Acaso no la tratamos bien?

—¡Marcial! —gritó don Manuel, y el viejo rodrigón acudió al llamado enseguida—. Revise todas las vitrinas y los bargueños, a ver si no falta nada. Hoy mismo daré aviso a las autoridades para que la detengan doquiera que esté.

—¿No dejó ninguna nota? —preguntó Leonor con voz angustiada.

—No, señorita —dijo Salustia, y Leonor recuperó el color del rostro.

Atenta a descubrir sus puntos flacos, Crisanta no le quitaba el ojo de encima. Todo olía mal, muy mal, y sospechó que Leonor conocía el motivo de la fuga, pues ella y Celia eran confidentes desde la infancia. ¿Había huido por temor a ser descubierta, después de facilitarle la entrada al amante secreto? En las comedias de enredo siempre ocurrían cosas parecidas. Solo faltaba que Marcial encontrara al caballero en la alcoba de la heroína, escondido detrás de un biombo.

—¿Sabes si la rondaba algún pelafustán? —preguntó doña Pura a su hija.

—No tengo la menor idea —mintió Leonor—. Era muy recatada para hablar de sus cosas.

Hasta Crisanta sabía que Celia tenía un amante filipino, pero si Leonor no quería soltar prenda, ella tampoco diría una palabra, para no pecar de indiscreta. Quizá ese encubrimiento pudiera darle más tarde un arma contra Leonor, si acaso ella intentaba respaldar las acusaciones de Cárcamo. La conmoción de la familia se mitigó cuando Marcial, después de una revisión minuciosa, informó al marqués que no faltaba ningún objeto valioso.

Pasado el susto, las actividades de la familia volvieron a su ritmo normal. Durante la mañana, Crisanta bordó con doña Pura en el estrado, a mediodía salió a la veranda junto con toda la familia para ver el majestuoso Paseo del Pendón y por la tarde, después del almuerzo, se encerró a fumar en su recámara bajo el pretexto de hacer ejercicios espirituales. Durmió una breve siesta y a las cinco la despertaron los truenos de una tormenta. Los marqueses ya se habían ido al sarao en el Arzobispado, y como Leonor había salido también, tenía la casa para ella sola. Con un gesto de fastidio hizo a un lado los devocionarios amontonados en su buró, y de un arcón colocado al pie de la cama extrajo su novela favorita, La Galatea de Miguel de Cervantes. Desde el primer párrafo, las canciones apasionadas de los pastores y los suspiros de las zagalas enamoradizas le inflamaron la sangre. Cuánto daría por escuchar esas finezas del corazón en labios de Tlacotzin. Fantaseaba con la idea de verlo tocar una zampoña a sus pies, con las sienes coronadas de laurel, cuando Melchor le gritó desde la escalera que había venido a visitarla el padre Pedraza. Era extraño que viniera a verla en medio de un chaparrón, y la inquietud de Crisanta se agravó al ver su cara ceñuda.

—Sucedió lo que temíamos, hija. Cárcamo ha presentado una denuncia formal en tu contra.

Crisanta dio un paso atrás, atónita.

—Se lo dije, ese infeliz me ha tomado roña —sollozó.

—Dime una cosa, hija —en vez de consolarla, Pedraza endureció el tono—. ¿Has tenido en el pasado algún devaneo amoroso?

—Ni en sueños, padre —se ruborizó Crisanta—, Cristo es el único amor de mi vida.

—¿Me juras que nunca fuiste actriz ni has estado amancebada con un indio?

—Lo juro por todos los santos. —Crisanta besó la cruz—. ¿Tiene algún motivo para dudar de mi honor?

—No, hijita, creo en tu inocencia. Pero me preocupa el rumbo que están tomando las cosas. Cárcamo llamó a declarar a un testigo que afirma haberte conocido en una compañía teatral, y, según él, muchos actores te vieron con el indio.

—Calumnias. ¿Quién ha inventado ese embuste?

—Un tal Fernando Iñarra.

—En mi vida lo había oído mentar —dijo Crisanta, y afloró en sus labios un espumarajo de rabia.

¿De modo que ese hideputa la había delatado? ¡Hasta dónde llegaba la ruindad humana! Recordó entre bascas sus peludos brazos y sus falsos requiebros declamados con voz meliflua. Jamás le creyó una palabra porque además de presumido era un pésimo actor. Sin duda, Cárcamo lo había comprado a buen precio, pues los malsines de su ralea solo actuaban por interés.

—Es un pájaro de cuenta, que antes fue cómico y ahora vive de las mujeres —continuó el jesuita—. Si Cárcamo solo esgrime su testimonio, los amigos leales que tengo en el Tribunal podrán rechazar con facilidad los cargos, como lo hicieron esta mañana. Pero si presenta nuevos testigos, el caso podría complicarse.

Los presentará, sin duda, pensó Crisanta, pues ya entrado en gastos, nada le costaría comprar a Sandoval Zapata, otro pretendiente resentido, o al primer galán Amado Tello, que sin duda estaría reducido a la mendicidad, como todos los cómicos desempleados. Se moría de miedo, y sin embargo logró mantener el aplomo, pues no quería inquietar a Pedraza.

—Mal haría en temer al Santo Oficio quien solo desea sufrir penas y vejaciones para hacerse grata al Señor —dijo en su compungido tono de beata—. Si Dios ha dispuesto que el Tribunal me condene por esos infundios, aceptaré su voluntad con resignación.

—Dios no puede favorecer a un fraile rencoroso, con el alma carcomida por la ambición —la animó el jesuita—. Lo obligaremos a retractarse y saldrás de este proceso con la frente en alto, pero debes seguir mis consejos a pie juntillas.

Crisanta asintió esperanzada.

—En primer lugar, es urgente que tomes los hábitos. Has retrasado mucho tu entrada al convento y mientras vivas en el siglo, serás vulnerable a cualquier ataque, pues nada despierta más envidia que la virtud sin mácula. Cuando el arzobispo te haya dado licencia para profesar, Cárcamo no se atreverá a desafiarlo con un proceso que pondría en duda su autoridad.

Ante la amenaza de verse condenada a representar su comedia toda la vida, Crisanta sintió un calambre en el estómago. No, por Dios, ella había nacido para el amor terrenal y la procreación. Sin embargo, el razonamiento de Pedraza era inobjetable: solo enclaustrada podría resistir la embestida de su enemigo.

—¿Me estás oyendo? —la amonestó el jesuita.

—Sí, claro, padre.

—Pues entonces mírame a los ojos, que no es momento para arrobos. Mañana mismo hablaré con la madre Felipa y le pediré que disculpe algunas formalidades para apresurar tu entrada al convento. ¿De acuerdo?

—Haré lo que mande vuestra paternidad.

—Muy bien, cuando la abadesa me haya dado su anuencia, vendré a fijar con los marqueses la fecha de tu ingreso al claustro —el jesuita tomó del perchero su mojado sombrero de castor para retirarse—. Pero antes de marcharme quiero hacerte una advertencia, hija: la Compañía de Jesús está contigo porque confía en tu palabra. Somos defensores de la santidad y abogados de todas las causas nobles, pero si al hacer nuestras propias pesquisas llegáramos a comprobar que nos has mentido, ya sea en todo o en parte, haremos pública retractación y pasaremos a ser tus más encarnizados perseguidores.

Ofendida y perpleja, Crisanta no atinó a responder palabra. La cruel advertencia de su director espiritual reflejaba que pese a todo, el testimonio de Iñarra le había despertado recelos. Si Pedraza ya desconfiaba de ella, ¿qué opinión tendrían los miembros del Tribunal? Subió las escaleras en un estado de atonía dolorosa, las piernas flojas como hilachos. Por primera vez en mucho tiempo, necesitaba el consuelo de la oración mental, sin fingimientos de ninguna especie. Pero al postrarse de hinojos ante las imágenes y crucifijos que abarrotaban su alcoba no pudo rezar de verdad, pues ningún sentimiento genuino tenía cabida en ese teatro casero, desacralizado por la diaria simulación del fervor. Como en la fábula de la oveja mentirosa y el lobo, Cristo ignoraría los llamados de la oveja en peligro por creer que estaba fingiendo otra vez. Solo tenía dos puertas para escapar del mundo: la de la gloria o la de la infamia. El convento, su tabla de salvación, en realidad era una antecámara del infierno, más benigna, eso sí, que las cárceles secretas del Santo Oficio. Pero sería cobarde darse por muerta al primer giro adverso de la fortuna. Ella no tenía madera de monja, ni paciencia para sepultarse en vida. Como las mulas obligadas a rascar el freno en una pendiente, reventaría por no poder soportar la abstinencia y se volvería loca o algo peor: una monja intrigante y mezquina, con los rencores a flor de piel, emponzoñada por el tósigo de sus deseos frustrados. Había montado la farsa de los arrobos para poder comprar su libertad, no para perderla. Bajo resguardo de Nicolasa tenía un baúl lleno de joyas y obsequios valiosos, que le aseguraban una vida regalada en el exilio habanero. Ya era tiempo de ponerle fin a un juego que se había prolongado en exceso, por su infantil encandilamiento con el dinero y la fama. Si sus cálculos no fallaban, Tlacotzin aún debía estar en México, pues había pedido un par de semanas para arreglar sus asuntos antes de emprender la huida. Nada le impedía entonces ir a buscarlo y largarse con él en volandas, después de recoger el botín en casa de Nicolasa.

No había tiempo que perder, pues los marqueses podían regresar en cualquier momento. Empacó de prisa toda su ropa, salvo los odiados sayales de santurrona, que no quería ver nunca más, y bajó las escaleras en medio de la penumbra, pues acababa de anochecer y la servidumbre aún no encendía los hachones de los pasillos. Cuando atravesaba el patio la detuvo una voz masculina.

—¿A dónde va, señorita?

Era Marcial, que había salido de su cuarto al oírla bajar.

—Voy a regalar toda mi ropa a la Casa de Recogidas. No es justo que haya tantas mujeres andrajosas y yo tenga el armario lleno de vestidos.

—Pero está lloviendo y ya oscureció. ¿No puede ir mañana?

—Nunca es tarde para hacer una obra de caridad, Marcial. Haga favor de abrirme el portón y llame un coche de alquiler.

Acostumbrado a sus arranques de misericordia, el mayordomo negro trajo enseguida el carruaje y cuando hubo subido la petaca a la covacha, se descubrió la cabeza, conmovido, para que la niña le diera su bendición. Crisanta sabía que con esa huida se jugaba el todo por el todo, y al montar en el coche la invadió una sensación de vértigo.

—Lléveme al barrio de la Candelaria —dijo al cochero.

—A estas horas es muy peligroso entrar ahí, señorita.

—¿Tiene miedo? —lo desafió Crisanta con una sonrisa mordaz—. Pues le pagaré el doble, para que se dé valor.

Picado en el orgullo, el cochero azotó a los caballos, y avanzaron rumbo al oriente bajo una lluvia pertinaz, a paso muy lento por los charcos del empedrado. Eran las ocho de la noche, pero la ciudad ya estaba desierta, porque el torrencial aguacero había ahuyentado incluso a los enamorados que echaban novio en las aceras. Doblaron a la izquierda en la calle de Monterilla y al desembocar en la Plaza de Armas escucharon el toque de ánimas en Catedral, contestado por todos los campanarios de la ciudad. Sus ecos lúgubres calaron hondo en el ánimo de Crisanta, que tuvo miedo de haber dado un paso en falso. Era una locura romper de golpe con la casta de los poderosos, donde tenía un lugar privilegiado. Pero en ese mundo estaba prohibido elegir el propio destino, y para bien o para mal, ella era una mujer con las naguas bien puestas, que no se dejaba mangonear de nadie. Poco le importaban los anatemas y las maldiciones que lloverían sobre su cabeza, si a cambio de ellos conservaba la libertad.

Cuando el carruaje se internó en las anegadas callejas de la Candelaria, el aspecto desolado de las casuchas le infundió un sentimiento de culpa. Había sido muy egoísta, muy desconsiderada, por no darse prisa para sacar a Tlacotzin de la indigencia, mientras ella vivía en el paraíso. En las inmediaciones de la iglesia vio centellear los faroles de un pelotón de carabineros, que al parecer cateaban las viviendas del barrio. Entre ellos había un mastín de gran alzada, que parecía guiarlos con sus ladridos. Otros guardias, apostados en las azoteas, caminaban de un lado a otro como si trataran de pillar a un ladrón escondido en las sombras. Maldita suerte: ahora detendrían el carruaje, le harían preguntas y quizá la reconocieran, pues en ese barrio tenía cientos de admiradores. Por la ventanilla ordenó al conductor que doblara a la izquierda y diera un rodeo largo para llegar a casa de Tlacotzin por la callejuela que desembocaba en el muelle de pescadores. Gracias a Dios, por ese rumbo no había guardias, pero sí un lodazal que obligó al cochero a detenerse por miedo a quedar atascado.

—De aquí para adelante siga a pie —dijo—. Yo no puedo meterme ahí.

Enfurruñada, Crisanta arrojó una moneda de plata al cochero, que bajó su maleta con un dejo de insolencia. Descalza y con el lodo hasta los tobillos chapoteó por en medio de la calle, abrumada por el peso de la petaca, hasta llegar a un puente improvisado con tablas, que le permitió sortear la parte más intransitable del charco. Siguió adelante por una vereda fangosa, las faldas alzadas para no mancharse de barro, tapada con un rebozo que no la protegía bien de la lluvia. Al trasponer la cortina de nopales que delimitaba el jacal de Tlacotzin, dejó la petaca en el suelo y estiró los brazos entumidos por el esfuerzo. Vengo hecha una tarasca, pensó, se va a espantar al verme con estas greñas. La puerta de madera no tenía el pasador y se abrió al primer golpe de sus nudillos. Caminó a tientas por la choza y al tercer paso tropezó con un cuerpo tirado en el suelo, ¡ave María Purísima! ¿Ese bulto maloliente era su príncipe azteca?

A tientas buscó una veladora en la alacena y al encenderla confirmó sus temores: ahí estaba, boca abajo, con la cotona cubierta de lodo, un guiñapo humano parecido a Tlacotzin. Al tratar de alzarlo se quedó suspensa: tenía una herida brutal en el molledo del brazo derecho, otra en el arco de la clavícula y una más profunda en la espalda, a la altura de los riñones, rodeada por un círculo de pólvora quemada. A juzgar por el charco de sangre había tenido una fuerte hemorragia, pero gracias al cielo no estaba muerto, pues aún jalaba aire con dificultad. Bien sabía ella que Tlacotzin jamás andaba metido en pendencias. Quizás el ladrón que los guardias andaban buscando le había intentado robar sus patos, y él había sacado esas heridas al defenderse. Virgen Santa, ayúdame a salvarlo. Necesitaba hacerle una curación de emergencia y puso a hervir agua en la hornilla. Cuando el agua echó burbujas jaló de los pies al herido hasta el jergón donde habían compartido tantas epifanías de la carne, y le desgarró la cotona para curarlo a su leal saber y entender. Lavó lo mejor que pudo las heridas de la espalda y con un cuchillo bien limpio extrajo las partículas de vidrio y plomo encajadas en carne viva. Repitió la operación con la herida del antebrazo, al parecer una mordedura, pues el asaltante le había dejado las marcas de sus feroces colmillos. Desgarró su rebozo para colocar torniquetes en las tres heridas, como había visto hacerlo a los padres hipólitos en el hospital de San José. Como ninguna ayuda humana o divina estaba de más, rezó una plegaria a la Inmaculada Concepción, la primera plegaria sincera desde su entrada al palacio de los marqueses. Ahora solo le quedaba confiar en la infinita misericordia de Dios y esperar el amanecer para ir en busca de un médico.

Necesitaba un cigarro para sosegarse, pues todavía le temblaba el pulso. Extendió el brazo para sacarlo de su tabaquera, que había dejado en el suelo, junto al jergón. Pero al tantear el piso no encontró la tabaquera sino el morral de Tlacotzin, pegajoso de sangre y lodo. Adentro había un pequeño bulto de madera, envuelto en una tela muy suave. ¿Sería un regalo para una rival de amores? Lo sacó del morral picada por los celos, y al acercar el bulto a la veladora se le vino el alma a los pies: era un Niño Dios vestido de damasco y oro, con la encarnación del rostro manchada de sangre, que tendía los bracitos al cielo como implorando piedad.

Los rondines de los centinelas, las heridas de bala, el mastín que había visto en la calle, se traslaparon en su mente con el recuerdo de la discusión en Chapultepec, donde Tlacotzin había dado claros indicios de idolatría. El Niño Dios que yacía en sus manos la recriminaba en silencio por haber estado tan ciega. Con los oídos del alma escuchó el llanto de los otros niños descuartizados en ritos diabólicos, que tal vez Tlacotzin había enterrado ahí mismo, para ofrecerlos como tributo a sus dioses. Era cómplice del demonio, más aún, ella misma lo había engendrado, por haberle puesto el mal ejemplo con su comedia de santidad. Le temblaban tanto las manos que dejó caer al niño, y al chocar en el suelo se le desprendió la cabeza. Nuevo sacrilegio: ¡había decapitado al Redentor! Necesitaba ponerse a salvo, pues a juzgar por los ladridos de los mastines, los guardias no tardarían en llegar. Salió a la calle con la maleta a medio cerrar y se echó a correr en medio de la tormenta. Así merecía vivir: entre charcos de aguas negras, con el miedo pisándole los talones, extraviada por senderos tortuosos en busca de un escondrijo donde acaso pudiera hurtarse a la ley, pero jamás lograría escapar de sí misma.